viernes, 20 de enero de 2023

Habitación llamada trece años

En el Campo de'Fiori de Roma hay una librería (excelente) que se llama Fahrenheit 451. El chiste (doloroso) es doble, pues, como ya sabrán, es justamente en esa plaza donde fue quemado en la hoguera en 1600 Giordano Bruno. Euforbo, en el genial cuento de Borges Los teólogos, grita, entre las llamas: No encendéis una pira, encendéis un laberinto de fuego. La pira de Bruno sigue ardiendo y seguirá siempre, pues su combustible, inagotable, es la intolerancia, el miedo y el abuso de poder. No somos capaces de escapar de ese laberinto de fuego.

Me siento tan identificado con mi biblioteca, tan vinculado a esos miles de libros que desbordan todo anaquel posible de mi casa, que sé bien que su destrucción supondría la mía, que no podría sobrevivirlos. Siempre fue así, siempre fui ante todo mis libros, desde aquella tarde mágica de los cuatro años en que descubrí que ya sabía leer, antes de haber ido al colegio. Probablemente por eso, la primera vez que vi la impresionante película de Truffaut sobre el libro de Bradbury, en aquellos bienhadados Cine Club del UHF de mi infancia, me tocó de esa manera, tan dentro. 

Aún hoy sufro ante las imágenes en las que arden los libros, especialmente en aquella, gloriosa y terrible, en la que aquella vieja lectora (¿qué soy yo sino un viejo lector ya?) se inmola entre sus volúmenes. Compartiría, sin dudarlo un segundo, su suerte si me viera en una situación equivalente.

En esa escena, por primera vez, en esa infancia de los trece años, contemplé la portada de Lolita, con esas gafas en forma de corazón. Ahora, cuando Nabokov se ha convertido definitivamente en mi autor de referencia, sé que algo empezó también ahí, en esa pira.

Escribí este relato, que exhumo ahora y les presento, muchos años después, pero ya también bastantes años respecto de ahora, de este momento en el que estoy escribiendo en un soporte difícilmente imaginable para un niño que soñaba (y lo consiguió ese mismo año, el 1977: un preciado regalo) con una máquina de escribir. Porque ese niño escribía incesantemente, como lo hace el adulto en el que acabó convirtiéndose.

Releo con ternura este breve texto. Me complace ese homenaje a las Personas Libro de Bradbury y Truffaut. Creo (quiero creer y, si no, tampoco importa) que las Personas Libro salvaremos el mundo, si es que el mundo puede y debe ser salvado. Lean estas líneas con igual cariño, si les es posible. Es necesario. Es urgente. Tristemente, las hogueras no se han apagado nunca y en los últimos tiempos no hacen más que avivarse.

* * *


“We are the dead”, he said.

“We are the dead”, echoed Julia dutifully.

“You are the dead”, said an iron voice behind them.

GEORGE ORWELL

'How many of you are there?'

'Thousands on the roads, the abandoned railtracks, tonight, bums on the outside, libraries inside. It wasn't planned, at first.'

RAY BRADBURY

 Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, susurro, entre dientes, muy rápido (vineacomala), pero tú escuchas, al otro lado de la plaza sabes lo que dicen mis labios, aceptas la jugada de la partida de ajedrez y me contestas ¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme y la Maga es también pequeñita y veloz en tu boca que se entreabre apenas, y ellos no escuchan nada, y jugamos la partida todo el tiempo que podemos, y jugándola, nos jugamos la vida.

Y nos marchamos cada uno por nuestro lado para no despertar sospechas, sorteando como buenamente podemos las numerosísimas hogueras. Se huele el gasoil, llueven las pavesas, en algunas todavía pueden leerse palabras al azar: caballo, madre, ángel, nada. Damos un rodeo y seguimos jugando cartago toda la tarde, incapaces ya de escucharnos o vernos, cada uno en su lado de la ciudad, en su parcelita de ley marcial, cuando la tarde va cayendo y se espera tan sólo ya el toque de queda, la magra cena, el apagón de la luz, otra noche de insomnio.

Sí, en esta ciudad llamada Madrid jugamos cartago y nos lanzamos frases como pelotas de tenis, como besos de despedida. Somos las personas libro, y lo somos a medias, compartimos los libros, nos los intercambiamos. Así es más fácil que sobrevivan.

Ah, somos muchos los que jugamos cartago, más de los que parece. El otro día, mientras esperaba la cola del racionamiento, el viejo que tecleaba los códigos en el ordenador murmuró audiblemente (audiblemente para mí, que juego cartago y he aprendido a escuchar esas cosas) Platero es pequeño, peludo, suave y yo sonreí y le susurré Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados, y tú me rozabas muy levemente los dedos, y sonreías también y murmurabas sólo incopelusas y entonces el hombre no podía reprimir la risa y casi nos metemos en un lío, porque el soldado empezó a mirarnos de mala manera, pero, ya se sabe, los soldados no entienden esto de cartago y además ni siquiera sabrían muy bien qué hacer con los que lo jugamos.

 Sí, algunas veces es otra vez la habitación llamada trece años, la de las estanterías llenas, antes-de-todo-aquello.

 No siempre es tan fácil, por supuesto, y tú lo sabes, y yo te lo cuento, aunque no estés, aunque no me escuches, aunque ya lo sepas, es decir, me lo cuento a mí mientras camino los kilómetros que me separan de mi sector, de mi habitación llamada nunca-más, por el pavimento encharcado, teniendo cuidado de no pincharme con las alambradas oxidadas, y te lo cuento igual que juego cartago contigo, porque cada uno vive en un renglón distinto de la ley marcial.

Y porque no sé si mañana te encontraré, en la Plaza de España, uno a cada lado de la hoguera, mientras los soldados arrojan los libros a la pira y nos repiten otra vez las consignas, porque a veces uno ya no aparece más y entonces uno sólo puede jugar cartago en Cartago, en el No, en donde están los que no están, e igualmente uno juega cartago con quien sea, porque todos jugamos a lo mismo y surgen poemas de gozoso sinsentido que no se parecen a las consignas, que son el óxido de las consignas, que son el óxido de los lanzallamas, de los que lanzan las consignas con sus llamas.

 Sí, y entonces, y siempre, retornamos a la habitación llamada trece años, cuando todavía había esperanza, cuando todavía no nos habían rapado la cabeza, cuando todavía no nos habían roto las manos, cuando todavía no nos habían prohibido hablar o escribir. Y de esa habitación nacen los ríos de palabras de Cartago, las palomas de letras de Cartago, inundando Madrid, una Madrid que es Cartago, una Madrid en la que nuestras tropas de palabras vencen en la batalla, vencen a los molinos de viento, vencen a la ley marcial, vencen a la Edad del Lodo.

 E il naufragar m’è dolce in questo mare.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Este va segundo y según el rato, primero. Los libros, siempre los libros.
Ojalá disfrutes de escribirlos tanto como yo de leerlos.
Alicia

AGCano dijo...

Disfruto muchísimo de leerlos. Lo de escribir, va por ratos... 🙂

Publicar un comentario