martes, 17 de enero de 2023

Lo que más me gusta en la vida

 (Un relato instantáneo producto de un juego efímero que emprendí con otrxs amigxs al comienzo del confinamiento.)

Sin duda, tumbar ochos.

Álzase el ocho, pero no se yergue, amontonado en sus dos ceros por la gravitación que aovilla su flecha, imponiéndole el ancla del peso. Y en ese ocho violento de la verticalidad fluye el tiempo de la arena de un vaso a otro. Y no hay mano al final que invierta ese reloj, y la playa del fondo se convierte en el túmulo.

Y no es que no haya habido agostos en los que el vuelo pareció posible y hasta se sentían unos dedos que nos daban la vuelta y ponían a correr un nuevo contador. Y algún abril en el que el ocho era nueve, o doce, y una matemática nueva se asentaba en el pecho.

Pero, a la larga, vuelve la arena y nos sepulta.

Cumple, pues, tumbar el ocho. Se pensaría que tal cosa puede hacerse por la mera percusión, arrojándonos sobre él como quien trata de abrir una puerta cerrada. Pero el ocho nos repele con una elasticidad inesperada. Y, con los hombros doloridos, recordamos nuestra propia masa.

No. Es preciso convencer al ocho para que se derrame, para que, adormilado, se deje vencer, derrumbándose sobre una horizontal de puro reposo. Es preciso aquietar al ocho con poemas, o con música, o con estampas. Y, de repente, pillándonos siempre desprevenidos, el ocho se tumba.

Y entonces la arena se vuelve agua y el reloj deviene clepsidra, y la más mínima vibración pone a oscilar levemente ese agua, en un oleaje leve que recorre en doble recinto del ocho, de un cabo a otro, y no se rompe ese circuito, y la muerte, que circunda esa lemniscata, no puede tocarnos.

Sí, entonces las asíntotas se recogen el pelo.

Y avanzamos sin cansancio por la banda de Möbius, sorprendidos siempre por un paisaje que se renueva en quietudes insospechadas, en los tonos inagotables del arco iris de la Nada.

Y, en una de esas vueltas, somos conscientes —ah, por primera vez siempre— del istmo, del lugar donde los círculos se engarzan, del lugar del enlazamiento. Venimos, quién sabe, del lóbulo de la izquierda del infinito, o de la derecha, si es que hay tal. El caso es que entonces nos topamos con el volver, nos topamos con el espejo líquido que también somos. Y ocurre. En el vértice, donde las dos lunas nuevas se unen.

Es el beso.

Sí, sin duda, el beso.

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