viernes, 27 de enero de 2023

En el Hotel Occidental

(Otro de esos relatos instantáneos de los duros comienzos del Confinamiento. Al transcribirlo me he dado cuenta, y no había reparado en ello hasta ahora, entre otras cosas porque no había vuelto a leer este relato desde entonces, de que, queriéndolo o no, he hecho al Ascensorista semejante al enamorado Damiel y al doliente Cassiel, esos ángeles sublimes y también terrestres de Wim Wenders, que me llevan acompañando desde siempre en este Abajo de mi vértigo. Y que, además, el Ángel Ascensorista es una especie ya descrita por otro de mis demonios tutelares, Jean Cocteau.)

Karl acogió con agrado que el ascensor del que tenía que ocuparse solo estuviera destinado a los pisos superiores.

FRANZ KAFKA, El desaparecido

 

Four months pass between the day a brick is loaded onto a cart, and the day it is taken off to form a part of the tower.

TED CHIANG, Tower of Babylon


Nadie ignora que el de ascensorista en la Torre de Babel es uno de los trabajos más arduos entre los que el género humano ha tenido que desempeñar desde que la expulsión del Paraíso nos condenó al hambre y al esfuerzo. 

No es sólo la actividad frenética de cuantos ascensores —el número de los cuales no se puede determinar y para algunos es infinito— recorren incesantemente los innumerables pisos de la Torre. No son sólo las multitudes que se agolpan por todos los recintos, en la confusión de sus lenguas o las largas jornadas agotadoras que nos empujan, cuando llega por fin el ansiado relevo, a arrojarnos en cualquier rincón de un piso indeterminado, muy lejos del jergón que nos ha sido asignado en las dependencias del servicio. No es sólo, en fin, la desorientación que nos produce el desplazarnos sin descanso por la altura, a velocidades vertiginosas. 

No, lo peor del trabajo de ascensorista de la Torre de Babel es la continua y dolorosa añoranza del Suelo.

No es que, por supuesto, ninguno de nosotros haya visto nunca el Suelo, hijos como somos de largas sagas de ascensoristas y menestrales en general, nacidos en algún obscuro cuarto entre los gritos de una madre que, apenas concluido el parto, había de volver a sus labores de cocinera o limpiadora. No, nadie, de entre nosotros, conoce el Suelo. Nadie, en realidad, de entre nosotros, conoce a nadie que conozca el Suelo. No sirve asomarse subrepticiamente a alguno de los grandes ventanales del Ala Sur de la Torre, pues su altura es tan considerable que las nubes ocultan todo panorama posible, del mismo modo que, si desafiamos al deslumbramiento y alzamos la mirada, tampoco podemos vislumbrar el inconcebible Ápice, donde, dicen, los obreros siguen trabajando afanosamente, en busca de un Cielo que no se sabe aún si es cercano.

No: el Suelo es sólo visible para nosotros en los sueños, y es el objeto interminable de nuestras fabulaciones. Y, los días más faustos, el Suelo es un aroma, un aroma indefinible pero perfectamente reconocible, que habla de un aire que no tropieza hasta romperse la cabeza en las paredes de la Construcción, que habla de las extensiones feraces de la Horizontal. Aunque todo eso puede ser, claro está, imaginario.

Así transcurren mis días de Babel. Conduzco a gentes siempre diferentes en tránsitos verticales hacia pisos de los que apenas conozco descansillos o esquinas. Invento sus historias y las olvido cuando canto su piso y me abandonan. Y a veces creo reconocer el aroma del Suelo en alguna viajera de tez morena, y un leve pliegue se frunce entre sus labios y parece que me sonriera con la sonrisa del Suelo.

Y alguna noche, entre los ronquidos y el sudor de mis compañeros ascensoristas, hacinados en el gran dormitorio común, transcurro en mis sueños por una interminable teoría de escaleras, corredores, zaguanes, culs de sac, pabellones y barreras que atravieso hasta alcanzar —inconspicua, casi inadvertida— la puerta de la Torre.

Y entonces, gloriosamente, dejo de ser ascensorista y me hago paseante y me deslizo grácilmente por la horizontalidad, deambulando por la Ciudad y contemplando sus muchas Torres, y me pregunto si en alguna de ellas habrá puestos vacantes de ascensorista.



[Un fotograma de Der Himmel über Berlin, de Wim Wenders, una de las tres o cuatro películas que más me han influido en mi vida, sin duda.]


[Miss Kubelik, otro ángel ascensorista, interpretada por Shirley MacLaine, en otra de esas películas, The Apartment, de Billy Wilder.]

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