(Otro relato ya antiguo, pero que me gusta mucho. Cuando vaya teniendo algo más de tiempo iré incorporando textos más recientes y también haré, como en los viejos tiempos, entradas "en vivo". Por ahora, saco este material de los cajones, para que alguien, al menos, pueda leerlo alguna vez.)
Si
bien la ineficacia del sistema de alcantarillado del Hades es proverbial, la gravedad
de la situación superaba ya a todas las anteriores e, incluso para los que
habíamos sufrido antes las incomodidades del acqua alta en Città Morte, aquello parecía completamente fuera de
control, a pesar de las pasarelas o los infructuosos esfuerzos de los
operarios, calzados con sus botas de goma. La inquietud cundía, especialmente
por la importancia de la fecha, y nos empezábamos a temer lo peor, pues no
parecía, la verdad, que la organización estuviera a la altura del evento.
Hacía
ya días que la Laguna era innavegable y Caronte, como capitán de los gondolieri, se paseaba inquieto por la
Riva degli Schiavoni, chapoteando con sus patazas de gigante, viendo impotente
cómo las barcas se iban a pique, mientras el temporal no dejaba de empeorar y
el Aqueronte se había desbordado definitivamente.
A
pesar de ello, la afluencia de extranjeros no cesaba y, dado que el servicio de
motonaves se había tenido que interrumpir forzosamente, el único acceso era el
aéreo, pero las Grandes Libélulas no daban abasto y además se habían suspendido
los vuelos nocturnos, pues a los enormes insectos les era imposible orientarse
en una obscuridad sembrada de explosiones de fuego, lo que incrementaba la
desesperación de los pasajeros que se agolpaban en el Aeropuerto del Tártaro
sin apenas esperanzas ya de poder hacer honor a sus reservas hoteleras.
Desde
la noche anterior, además, había comenzado la incesante lluvia de ceniza, que
tan molesta resultaba y que había venido a substituir al aguacero de lágrimas
que había desbaratado toda la hidrografía infernal. Nos encontrábamos en el
noviembre del fin del mundo, a pesar de que era apenas marzo y eran las diez de
la mañana del desastre.
A
todo esto, hacía ya horas que no sabía nada de Francesca, a la que había
perdido en el tumulto, y empezaba a preocuparme que, dado el descontrol
existente, no nos diera tiempo a llegar a San Michele. Conseguir ir hasta allí
no era, por lo demás, fácil. Las Libélulas que iban en esa dirección se
ocupaban únicamente del transporte de cadáveres, que dejaban caer con destreza
sobre los sepulcros, que a esas horas ya estaban llenos de agua, de un agua
helada. “Los llevan a las bañeras del Juicio Final”, se decía entre los que nos
apelotonábamos frente a la Salute, contemplando con ansiedad creciente esos
aviones con su fúnebre carga.
Entonces,
para nuestro alivio, vimos como Caronte se acercaba a nosotros por el Canal, a
los mandos de un vaporetto
destartalado que había puesto en marcha en un gesto de desesperación.
Embarcarse fue una tarea ardua, pero conseguí un lugar relativamente cómodo
junto a la borda. Mucha gente se había arrojado al agua y trataban inútilmente
de subir a la barca. Algunos nadaban con gran energía, como pretendiendo llegar
a Dite. Otros braceaban angustiosamente, al borde del ahogamiento. Por suerte,
había muchísimos maniquíes en la Laguna que se podían emplear como flotadores.
Junto
a mí, en el vaporetto, tres chicas
empapadas se abrazaban temblorosas. Las reconocí del Hotel. Ellas me dijeron: “Nos
hemos perdido. Mamá y Tadzio se marcharon por un canal lateral, en busca de un gondoliero que nos devolviera al Lido,
pero el Lido se ha hundido ya y no sabemos nada de ellos”. Lloraban. Intenté
tranquilizarlas, pero pensé en que tal vez yo tampoco volvería a ver a Tadzio,
y los ojos se me llenaron de lágrimas.
No
tardamos mucho en avistar Torcello, donde Francesca estaba esperándome. “¡Paolo!”,
me llamaba, haciendo señas con la mano. La subí al vaporetto, era ligera como una pluma. “Parece ser que esta vez la
Danza de la Muerte va a tener lugar en el mar”, me dijo. Vimos entonces a
Poseidón y nos dimos cuenta de que ya no había marcha atrás.
En
el escenario flotante, empezó a funcionar en seguida el Teatro de Autómatas y
fuimos juzgados. A Francesca y a mí nos condenaron, como las otras veces.
Terminado el espectáculo, fatigados por el tour,
retornamos, así, a nuestra casa en el Segundo Círculo, y fue entonces cuando
Francesca dijo aquello de que no hay tristeza mayor que recordar la dicha en
tiempo de desgracia.
Lo
de siempre, vamos.
2 comentarios:
Mi favorito hasta ahora, pero me lo estás poniendo muy difícil.
Alicia
🙂
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