viernes, 20 de enero de 2023

Traumnovelle

(Un divertimento, un pastiche en el sentido más proustiano del término, y también un homenaje, que escribí del tirón hace cuatro o cinco años, pasándomelo  muy bien al hacerlo, y que ahora apenas he tenido que corregir. Espero que Uds. entren también en la broma. Y recuerden, como se dice en el inolvidable relato de Cortázar, otro homenajeado, entonces había juego y cuando hay juego, ni las arañas pueden impedir que sigamos avanzando por el laberinto.)


 

Ustedes, por lo tanto, son personajes de mi diario novelado y deben permanecer atentos y bien despiertos a todo lo que pasa y hacen, pues en cualquier momento puede repercutir en sus vidas.

ENRIQUE VILA-MATAS

Pues verán ustedes, el tema es que soñé que mi novia me dejaba por Vila-Matas. La cosa iba más o menos así: estábamos en una presentación de un libro de Vila-Matas en una librería que no existe en realidad, pero a la que voy mucho en mis sueños. Al final, ella se acercaba con su libro para que se lo dedicase y me pedía que le hiciera una foto con el escritor. Ella aproximaba su rostro al de él, que estaba sentado en una mesa con una pila de libros nuevos y ambos sonreían, él más bien oblicuamente y ella con una franqueza que yo, que había sido agraciado con sonrisas así tantas veces, conocía bien. Yo disparaba la foto y decía: “otra, por si acaso”, y ellos volvían a posar, pero entonces él se giraba hacia ella y le decía algo muy breve al oído. La sonrisa de ella se dilataba visiblemente y justo ahí yo sabía que había algo entre ellos, con esa certeza que se tiene en los sueños de los acontecimientos que preceden y suceden a la escena que contemplamos que, no lo olvidemos, en realidad hemos creado nosotros mismos. Una vez tomada esa segunda foto, que yo daba por buena, ellos se despedían con dos besos y ella volvía a mí con su libro y me mostraba la dedicatoria: para mi joven amiga de origen desconocido. Yo no le preguntaba qué le habia susurrado Vila-Matas y ella tampoco decía nada más. Salíamos de la librería y nos sentábamos en una terraza cercana a tomar algo, con la normalidad de tantos años de relación.

Era sábado en el sueño, me parece, y yo tenía el corazón destrozado, y me desperté ―era lunes en el despertar― con una terrible sensación de desasosiego. Estaba tan agitado que tardé un buen rato en recordar que no tenía novia, que no la había tenido desde hacía muchos años y que, si bien es cierto que la chica del sueño se parecía a alguien que conocí tiempo atrás, sería abusivo decir que fue mi novia, habida cuenta de lo breve y más bien atrabiliario de aquella aventura. Es verdad que la historia podía tener sentido, porque me parecía muy adecuado que a ella le gustase Vila-Matas y también que ella ―a la que recordaba como un ser encantador― le gustase a él. En cuanto a mí, Vila-Matas, les seré sincero, me deja más bien indiferente, aunque ciertamente había estado leyendo poco antes El mal de Montano y de algún modo todo aquello debía estar en mi cabeza y se introdujo en el sueño, un sueño que me dejó triste para varios días. O, más que triste, alarmado por la intensidad de mis sentimientos, que iban desde la nostalgia al desamparo pasando por una rabia irracional que me llevaba a maquinar alambicados planes de venganza contra Vila-Matas, como su ejecución en la plaza pública por el tormento de la muerte de los mil cortes que glosaran Bataille o Elizondo o la quema de sus obras con el lanzallamas del bombero Montag, ese mismo lunes o cualquier otro día de la semana.

Como me mantenía en ese estado de inquietud, a pesar de que transcurría el tiempo y me dedicaba a mis actividades habituales ―que también incluían, como pueden imaginarse, estas breves incursiones dominicales en la literatura―, decidí pasar a la acción y me puse a intentar localizar a aquella amiga de la que en realidad no sabía nada desde hace años. No es que hubiésemos terminado mal, aunque lo cierto es que tampoco habíamos terminado bien. No sé, me van a permitir que no entre en detalles. El caso es que aún conservaba un número de teléfono de ella que, milagrosamente, funcionó. La conversación fue breve y, por qué no, cordial. Le expliqué ―mintiendo― que por motivos de trabajo tenía que desplazarme la semana siguiente a su ciudad, a la que era verdad que no había vuelto desde hacía una eternidad, y que estaría bien volver a vernos, ponernos al día, esas cosas. Ella me dijo que andaba muy liada, pero que encontraría un hueco y arreglamos al final una especie de cita. Sólo cuando colgué me di cuenta de que el lugar de esa cita, que yo había propuesto, coincidía con el de nuestro primer encuentro, ya tan lejano. Ella no dijo nada al respecto. Supongo que no le dio importancia, o a lo mejor ni se apercibió de ello. No hubo ninguna añagaza por mi parte, no se crean. Simplemente no conozco tan bien esa ciudad y ése era un lugar cercano al hotel al que pensaba ir, pero lo cierto es que me sentí un poco culpable, porque podía deducirse de ese movimiento que yo pretendía retomar quién sabe qué historias ya tan caducas. Quiero decir, que podría deducir yo mismo eso, puesto que hacía ya muchos días ―desde aquel maldito sueño― que me dejaba conducir, casi atropellar, por sentimientos cada vez más caóticos y había renunciado a mi habitual racionalidad, arrojándome en los brazos de una impulsividad que se parecía tanto, sí, a la que nos gobierna en los sueños.

Y allí estábamos, en esa terraza que era la de la primera vez ―pero nadie mencionó eso― y charlábamos como viejos conocidos, poniéndonos al día, sin entrar en grandes detalles, y todo era cordial, sí, es decir, sin importancia. Había pasado una hora y ella me dijo que iba a hacer una cosa, que tenía planes, pero que podía acompañarla. Yo no tenía nada que hacer y le dije que me parecía bien. Ella me dijo vale, dame un minuto y se levantó de la mesa y llamó a alguien por teléfono. A alguien: ¿a quién? A su marido, acaso, si tenía un marido, y quién sabe si hijos ―en nuestra conversación orbital no habíamos llegado a tocar esos asuntos, por paradójico que parezca―, o quizás a una amiga con la que iba a compartir el plan que ahora iba a hacer conmigo.

Como estamos en confianza, les diré que me sentí halagado y un poco excitado ante la perspectiva, pero que también percibía vagamente algo así como una amenaza, como un peligro indefinido que me ―que nos― acechaba. Todo había ido tan bien que parecía un poco artificial, un poco preparado. Hubo incluso un momento en que pensé decirle que había recordado que yo también tenía que hacer algo y que ya nos veríamos en otra ocasión, pero entonces ella volvió y me dijo ¿vamos? y es aquí al lado, y salimos, y yo no le pregunté nada.

Pocas calles más allá, en efecto, llegamos a nuestro destino. Era una librería, que, desde luego, no se parecía en nada a la de mis sueños, era simplemente la típica librería de tamaño medio de una ciudad de provincias de tamaño medio, bien provista, con un fondo elegido con cariño, y que organiza actos culturales con cierta asiduidad. Esas librerías me encantan, así que me pareció que todo se encarrilaba a la perfección.

Y, sin embargo, seguía aquello, sordo, dentro. Cortázar diría las arañas, y es verdad que parecía como si estuviéramos metidos dentro de un manuscrito metido dentro de un bolsillo. Así que, en el fondo, lo que ocurrió después era de lo más previsible. Es una presentación de Vila-Matas, dijo ella. Como si hiciera falta. Ustedes ya lo habían adivinado, claro. Qué quieren que les diga: como relato de ficción esto no funciona mucho, es demasiado obvio. Lo terrible es que pasó de verdad.

Me dejé conducir hacia el espacio del fondo de la librería. En efecto, allí estaba Vila-Matas presentando no sé qué libro. Nos sentamos. Yo me daba cuenta de que no tenía fuerzas para evitar lo que no se podía evitar, pero durante un breve instante ―las arañas― hice ademán de levantarme, sintiendo que era necesario, que era urgente, que me marchase de allí. Ahora es cuando, pensaba, sin valor para acabar la frase. Ella me miró, sorprendida, y yo volví a sentarme, pensando que en realidad me encontraba tan bien al lado de ella que, pasase lo que pasase, no quería que nos volviéramos a separar. No tan pronto, al menos.

La maquinaria de la invención de Morel siguió, pues, funcionando, perfectamente engrasada, y el resto se cumplió como debía, ya se lo pueden ustedes imaginar. Ella fue hacia él, él le dedicó el libro, ella dijo haznos una foto y acercó su rostro al de él y yo hice una foto y dije entonces otra, por si acaso, y era tan difícil saber de qué lado del sueño estábamos, en el sueño de quién estábamos, que cuando ella me pasó el libro para que viera la dedicatoria que hablaba de su origen desconocido yo no quise seguir leyendo, porque me había dado cuenta de que esta historia que les voy contando bien la podía estar escribiendo Vila-Matas y sentí un pánico atroz ante la posibilidad de que en esas páginas que hojeé por pura cortesía apareciera mi nombre, y el de ella, que en esa novela se relatase nuestro pasado y nuestro futuro, sin que yo pudiera hacer otra cosa que rendirme a ese destino y ejecutar, como de hecho ya estaba haciendo, los movimientos que me habían sido prescritos.

La despedida fue sencilla, nos dijimos que nos llamaríamos y que trataríamos de volver a vernos cuando uno de los dos estuviera en la ciudad del otro, sabiendo muy bien que no lo haríamos, y la vi alejarse con su abrigo negro y el libro en la mano, alejarse hacia su marido, hacia sus hijos, hacia su amiga, o hacia Vila-Matas, que probablemente le había susurrado dónde se iban a ver una vez que ella se librase de mí, y yo me fui a mi hotel y cambié el billete de tren para el último de la noche y salí, así, de la ciudad un día antes de lo previsto.

Y eso es todo, la verdad. He aguantado estos días del mejor modo posible. Incluso le puse un mensaje a ella mandándole las fotos que le hice con Vila-Matas, y diciéndole algo como ha estado muy bien o tenemos que repetirlo o, más ominosamente, espero que te guste el libro. Confieso que también yo me he comprado el libro. Aquí lo tengo. No me he atrevido a abrirlo. Como si a estas horas eso ya importara algo.

Le he dado algunas vueltas a otras posibilidades, no crean. He pensado en escribir una novela yo también, una contranovela que sería la historia de ella y Vila-Matas, una historia que acabaría mal, con ella abandonándole a él por mí, al que habría encontrado en la presentación de mi libro en una librería de mi ciudad, muy parecida a la de mis sueños. Ella habría venido por cosas de trabajo, o eso me diría. En esa variante yo sería, claro, un escritor de éxito, y Vila-Matas me mencionaría en sus libros como hace con Pitol, por ejemplo.

Otras veces he pensado, simplemente, en volver a buscarla a ella y explicarle todo esto, a ver si ella me proporciona alguna certeza sobre mi existencia, o sobre la suya ―la de Vila-Matas parece incontestable, como ente de ficción que es―, a ver, en fin, si ella me dice de qué lado del sueño estamos, o estuvimos, o estaremos.

Ya se harán ustedes cargo de mi desazón. No les voy a ocultar que he vuelto a pensar en acabar con Vila-Matas, pero la verdad es que no me parece justo que él pague por lo que pasa en mis sueños, o en los de ella, o en mis relatos, o en los de ella.

Así que he decidido matarme yo. Ya me dirán ustedes si lo he conseguido.


2 comentarios:

Jessica CG dijo...

Interesante relato, con momentos cómicos y un puntito de paranoia...... ¿a quién no le ha pasado alguna vez? Jajajaja.....
Muy bueno Agustín 👍

AGCano dijo...

Gracias, Jessica! Encantado de que estés por aquí

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