En esta mesa improvisada de la habitación
del hotel escribo con un gran espejo enfrente, que me refleja en todo momento,
y en cuyo espacio-otro el zurdo que soy allí produce irreprochables líneas de
escritura inversa, que, con cierta destreza, puedo seguir en el preciso
instante en que se escriben, sin más efecto que un leve desvío en su
paralelismo.
Esa visión del Otro, de la Otra Mano, la
que avanza hacia nosotros desde el agua del espejo, es una conveniente
ilustración de cómo la escritura es, ante todo, secreción, y también extrañeza.
Emisión de símbolos que a duras penas tendrán otro sentido que su insistencia
en tiznar los blancos lechos de los cuadernos que habitan por igual de un lado
y de otro del espejo.
Y, si no, mira cómo aquí he incluido
algunas líneas completadas por el de enfrente, en su aljamía concurrente con mi
caligrafía de consabida pulcritud:
En
el puerto de Trieste atraca un barco, que ha venido acercándose desde el
horizonte, entre la bruma, para aparecer ahora ante mis ojos, fantasmal y
exacto. Es el Fairy of Trieste.
Le
miro: es idéntico a mí. Es como si me mirara a un espejo. Me tiende su mano. Es
mi mano izquierda.
La
mano de los poemas.
(Agustín González-Cano, Morgana en Duino, Ediciones Complutense, 2017)
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