(Un relato experimental que escribí poco después de mi viaje a Suiza en 2018. Este año he vuelto a Zürich y he vuelto a ver el Rothko.)
Lo cierto es que cerré los ojos para el
beso y cuando los abrí de nuevo estaba dentro de un Rothko.
Les cuento de prisa. Dentro de dos días
estoy muerto en Strasbourg, en un hotel que se llama Maison Rouge.
Rouge-Rothko, n’est pas? No les digo “estaré muerto”, porque el caso es que eso
también ocurre, o ha ocurrido en el Rothko negro de Zürich, como ocurre en él
el beso de ayer, en otro lago. Verán, el instante es grueso, a veces incluso es
de una obesidad decididamente lezamiana, y abraza en su respiración los
aledaños del porvenir, del mismo modo que en su arrastrarse lleva en las suelas
la tierra del pasado, donde brillan a menudo las pepitas de oro de los
recuerdos falsos. La onda evanescente penetra suavemente en las laderas del
cono de luz y de su hermano el cono de sombra: ola en cueva.
Sí, el precio por recordar es conocer el
futuro, y no resultará impune la cruz de labios con la que queremos ayer
pespuntear el transcurso: esparadrapos sobre las bocas para que no digan lo que
saben. Pues en el beso maridamos mandorlas y confundimos las cielotierras de
las rayuelas de ida y vuelta. Aquel beso imposible, pues cada labio en un
tiempo distinto.
Blanco, negros, grises sobre castaño,
1963, y me acerco al cuadro, hasta casi tocarlo con la boca. Abro los brazos:
crucifixión del descendido. Rothko cogió, coge con un kleenex la cuchilla: los suicidas, dirá el policía, son
increíblemente cuidadosos y protegen sus dedos mientras ejecutan a grandes
tajos la caligrafía de su muerte en los antebrazos. Mano izquierda en el
pasado, mano derecha en el futuro. No sirve de nada, pues la cabeza no se mueve
del puntocero del presente, que ella inscribe en el bindu del tambor de Śiva
que es el tiempo. Rothko también, sobre el charco de sangre, rojo-Rothko, con
los brazos en cruz, pero no es así como ha ocurrido en Strasbourg: la sangre no
ha emergido. Se llama ictus, y nada por todos los afluentes del cerebro.
¿Dónde estás?, dirá ella, y yo dije,
temblando: en Zürich, como en todos los besos. Bien puede uno morir en Zürich,
aun transeúnte, en la exacta multitud, que impide casi el paso por el puente
que conduce de la estación al hotel, que oscila, como oscila el tiempo en su
ocho tumbado, en su reloj de arena ahora lemniscata, pues posado sobre el suelo
de un devenir que se ha enroscado en el Maelström del negro-Rothko del
Kunsthaus. Cuerpos sudorosos, torsos desnudos, música electrónica: fuera es el
Apocalipsis, pero dentro es la Nada. Y, resignado, asciendoasciendoasciendo por
todos los negros del cuadro, hacia no sé sabe qué conclusión que es comienzo,
paralelo a una muerte que es el horizonte de todos los cuadros del museo. Hacia
la blancura de la ballena.
Y entonces comienza a llover dentro de la
sala, porque el incendio del fin del mundo se ha propagado ya al recinto de la
contemplación, y, con las alas en llamas, el Ángel de la Melancolía se cierne,
sosteniendo el reloj de arena, en pie ahora, en franco descenso de ceniza hacia
la playa del vaso inferior, y por un momento, insoportable, contemplo la Rueda,
y entonces el Ángel, colérico, desesperado, arroja el reloj de arena al centro
del Rothko, desbarata la escalera del arco iris negro, abre un túnel y penetra
por él, y me tiende la mano y yo, qué otra cosa podría hacer, tomo esa mano y
avanzo por la perpendicular.
Y entonces muero en Strasbourg: hemorragia
cerebral. Y muero en Zürich: en el pavoroso incendio del Kunsthaus. Y muero en
Madrid, frente al ordenador en que escribí esto. Y abro los ojos, y ella sigue
allí y me dice ¿dónde estás? y le diré que estoy en el beso, que estoy en la
espuma.
Albedo.
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