[Un relato de los que yo denominaba (o denomino, puesto que me encanta escribir cosas como ésta) eléatas, haciendo referencia, claro, a las aporías de Zenón. También es una especie de metáfora de esa sensación tan rara del escritor, que es en el fondo equivalente al bloqueo, pero que procede en realidad de lo opuesto, de una abundancia de material, de la conciencia de que de ningún modo lo que se escriba dará justa cuenta de todo lo que se deseaba expresar, y que, aun lo que se consiga plasmar por escrito, no dejará de ser apenas un pálido reflejo de lo que podía haber sido. De lo que debía (¡ay!) haber sido. Lo que sucede entonces, bien lo sabrán también esxs escritorxs que son, como yo, eléatas, es la procrastinación, los bucles, las revisiones de las revisiones, los establecimientos solemnes de nuevos proyectos con títulos y sinopsis y hasta índices, antes de contener siquiera una línea. Mientras, la tortuga se aleja, y nosotrxs, que éramos los de los pies ligeros, nos vamos enredando con la maleza de una pista de atletismo súbitamente convertida en selva. Hasta que nos damos cuenta de que en realidad hay un modo de salir de esa trampa: escribir sobre la imposibilidad de escribir. Y salen cosas como ésta. El relato tiene sus años ya, y le he dejado tal cual, aunque le he añadido un final distinto. Hay otras Imposibilidades que vienen de esa época y que acaso acabarán viniendo por aquí también. Que disfruten del certamen.]
Decidió escribir su diario y abrió un cuaderno nuevo, que había estado esperando en la estantería bastantes semanas, sin saber qué ocasión propicia le destinaría a algún propósito, y plantó en él bien visible la fecha del día, que era impar y jueves, y comenzó a narrar con entusiasmo, muy prolijito, las cosas que se le iban parando en las mientes, y que, claro, no se limitaban a los sucesos del día, y, aun si lo hacían, se bifurcaban incesantemente, asistían, se diría que atónitas, a sus propias retrogradaciones, se enmarañaban en una selva de antecedentes y consecuentes, no siempre distinguibles y, en definitiva, iban cubriendo, sin que se pudiera hacer nada, todo el campo de fenómenos de su vida pasada, detalles inesperados de sus malestares y anhelos y una obsequiosa e insistente orfebrería de futuros por lo general esculpidos sobre el miedo, de modo que en seguida el cuaderno se llenó y no cabía suponer que se hubiese cubierto ni siquiera una mínima parte de lo que en justicia debía registrarse ese día, y empezó a sentir que quizás era una imprudencia al haber iniciado sin darse cuenta lo que se prometía como una tarea acaso infinita, y, sintiéndose de repente muy desdichado, abrió un segundo cuaderno, que ni sospechaba que fuese a utilizar en mucho tiempo, y que estaba allí por mera casualidad, pues se lo habían regalado sus alumnos al final del curso y pensaba emplearlo en pasar a limpio sus apuntes, que los años habían llenado de tachones y correcciones, pero ahora se encontraba en una emergencia, y en la primera página volvió a colocar la fecha impar (y puso entre paréntesis, como éstos, cont., para que quedase clara la condición de mero eslabón de cadena de lo que venía a continuación) y siguió escribiendo, a partir de lo que recordaba haber pensado a las nueve de la mañana de ese día, lo que le llevó inmediatamente a la exploración de una zona vastísima de su infancia, a lo que se dispuso con toda valentía y no poca resignación, intentando olvidar la angustia insoportable que le producía el hecho de saber que no había ningún otro cuaderno vacío en la casa y que a esas horas las papelerías ya estaban cerradas y era seguro que cuando se acabase este cuaderno, en el que andaba ya por la mitad, el registro del día primero apenas estaría en sus comienzos y tendría que salir desesperado a la calle, y buscar donde fuera un cuaderno, mientras recitaba murmurando las cosas que iba a escribir en él, para que no se le olvidaran, y además, sabía que eso pasaría muchas otras veces, veces que también habría que registrar en su día, que sólo con su muerte se interrumpiría el diario, cuando aún quedaban tantas cosas que anotar,. y por eso se sintió casi aliviado cuando sintió el golpe brutal de la furgoneta y cayó sobre el asfalto, y le costó un momento comprender que ya no había prisa, que ya no hacía falta seguir buscando, ni recorriendo la ciudad como un loco, y pudo entonces contemplar, allí tendido, sin rencor, sin tristeza, los cuaderno del escaparate de esa tienda milagrosamente abierta que estaba del otro lado de la calle.
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