martes, 31 de enero de 2023

Simultaneidades

[En 2015-6, al mismo tiempo que conseguía terminar, con sorprendente facilidad después de mucho tiempo de lucha denodada, Morgana en Duino, escribía, casi de un tirón, en un tour de force del que aún hoy me sorprendo, un ensayo de más de 100 folios sobre Rilke y Kafka, mis dos grandes totems, a partir sobre todo de la lectura de sus epistolarios. Se titula Los amores bidimensionales. Ésta es la introducción o Premisa. Lo presenté al concurso de la Complu que acabé ganando con Morgana y he tratado de "colocarlo" alguna vez o de presentarlo a otros concursos, pero lo cierto es que duerme el sueño de los justos desde entonces. Y es una pena, me parece, porque, lejos de ser un trabajo filológico al uso (tarea para la que no estoy preparado, por razones obvias de formación), es un ensayo literario que mezcla una análisis lo más objetivo posible con una visión salvajemente subjetiva de dos autores que me han marcado infinitamente. Me gustó ir encontrando coincidencias inesperadas y fue un gran pretexto para profundizar en esas dos obras casi inagotables. Este prólogo, que funciona casi como un teaser, o ésa es la idea, centra el alcance del trabajo, que queda también resumido en el subtítulo: De la imposibilidad. O, como le dijo Franz a Felice en una de sus muchas y estremecedoras cartas: pero así es todo, imposible. Un buen complemento, pues, a mi anterior entrada. Espero que lo disfruten y les suscite curiosidad, no ya sobre mi ensayo, sino sobre Kafka y Rilke, con esas tres K entre los dos. Por no hablar de la mía...]


Hay unos días, justo antes de la primavera de 1914 ―primavera de 1914 es, sin duda, un sintagma doloroso― en los que simultáneamente, dos escritores praguenses ―que probablemente nunca se encontraron en persona― se hallan en Berlín, donde han acudido para reunirse con sus respectivas amadas.

La primera es una empleada berlinesa de una casa de equipamiento para la oficina, con la que el abogado que trabaja en una institución estatal (de Kakania, por supuesto) de prevención de accidentes lleva ya un año y media de relación, fundamentalmente epistolar, relación que va a desembocar inminentemente en un compromiso de matrimonio, que se romperá en seguida.

La segunda es una pianista vienesa, concertista de cierto nivel, discípula del famoso Ferruccio Busoni, apasionada lectora y, a lo largo de su vida, ocasional escritora, a la que el poeta errante aún no ha visto, pues apenas lleva un par de meses escribiéndose con ella, cartas de perturbadora intensidad e intimidad.

En aquellos días, tan próximos al desencadenarse brutal de la Gran Guerra, en las semanas o meses que anteceden y siguen a ese punto del tiempo, rodeándolo para configurar un islote en el mar o lago que constituyen la vida de las personas y los pueblos, pasan cosas, cosas en buena medida secretas, pero decisivas.

Este libro habla, quiere hablar, de esas cosas. De esas cuatro esquinas de un cuadrángulo, oblongo, y del vacío que circundan. De esos dos escritores, Franz Kafka y Rainer Maria Rilke, tan próximos y tan lejanos. De esas dos mujeres, Felice Bauer y Magda von Hattingberg, Benvenuta, de ellas y de sus personajes, de los fantasmas que encarnaron en esas relaciones vagamente físicas, en esas incesantes conversaciones, en esos intercambios que tienen lugar en el escenario reducido y también vastísimo de la hoja de papel, donde la tinta inscribe signos más duraderos de lo que pueden ser las caricias: signos indelebles.

Este libro habla de ese tipo de amor, de ese amor particular —y tan vigente—, el amor bidimensional de la lejanía y las palabras. Y habla de ello porque hablar de ese amor implica hablar de otras muchas otras cosas más, también secretas, también decisivas. Implica hablar, en realidad, de todas las cosas.

Porque lo que está en juego es la extrañeza, y su esquivo hermano, el Encuentro. Lo que está en juego es la imposibilidad, y sus breves cristalizaciones: las simultaneidades.

Y, de fondo, un credo quia absurdum, un apofatismo resistente, por más que informulado, la visión de un cuerpo glorioso que sólo cuando callan las palabras se agosta. Porque los amores bidimensionales son de tinta, y se disuelven en los besos y se emborronan con las caricias.





sábado, 28 de enero de 2023

Imposibilidades

[Un relato de los que yo denominaba (o denomino, puesto que me encanta escribir cosas como ésta) eléatas, haciendo referencia, claro, a las aporías de Zenón. También es una especie de metáfora de esa sensación tan rara del escritor, que es en el fondo equivalente al bloqueo, pero que procede en realidad de lo opuesto, de una abundancia de material, de la conciencia de que de ningún modo lo que se escriba dará justa cuenta de todo lo que se deseaba expresar, y que, aun lo que se consiga plasmar por escrito, no dejará de ser apenas un pálido reflejo de lo que podía haber sido. De lo que debía (¡ay!) haber sido. Lo que sucede entonces, bien lo sabrán también esxs escritorxs que son, como yo, eléatas, es la procrastinación, los bucles, las revisiones de las revisiones, los establecimientos solemnes de nuevos proyectos con títulos y sinopsis y hasta índices, antes de contener siquiera una línea. Mientras, la tortuga se aleja, y nosotrxs, que éramos los de los pies ligeros, nos vamos enredando con la maleza de una pista de atletismo súbitamente convertida en selva. Hasta que nos damos cuenta de que en realidad hay un modo de salir de esa trampa: escribir sobre la imposibilidad de escribir. Y salen cosas como ésta. El relato tiene sus años ya, y le he dejado tal cual, aunque le he añadido un final distinto. Hay otras Imposibilidades que vienen de esa época y que acaso acabarán viniendo por aquí también. Que disfruten del certamen.]

Decidió escribir su diario y abrió un cuaderno nuevo, que había estado esperando en la estantería bastantes semanas, sin saber qué ocasión propicia le destinaría a algún propósito, y plantó en él bien visible la fecha del día, que era impar y jueves, y comenzó a narrar con entusiasmo, muy prolijito, las cosas que se le iban parando en las mientes, y que, claro, no se limitaban a los sucesos del día, y, aun si lo hacían, se bifurcaban incesantemente, asistían, se diría que atónitas, a sus propias retrogradaciones, se enmarañaban en una selva de antecedentes y consecuentes, no siempre distinguibles y, en definitiva, iban cubriendo, sin que se pudiera hacer nada, todo el campo de fenómenos de su vida pasada, detalles inesperados de sus malestares y anhelos y una obsequiosa e insistente orfebrería de futuros por lo general esculpidos sobre el miedo, de modo que en seguida el cuaderno se llenó y no cabía suponer que se hubiese cubierto ni siquiera una mínima parte de lo que en justicia debía registrarse ese día, y empezó a sentir que quizás era una imprudencia al haber iniciado sin darse cuenta lo que se prometía como una tarea acaso infinita, y, sintiéndose de repente muy desdichado, abrió un segundo cuaderno, que ni sospechaba que fuese a utilizar en mucho tiempo, y que estaba allí por mera casualidad, pues se lo habían regalado sus alumnos al final del curso y pensaba emplearlo en pasar a limpio sus apuntes, que los años habían llenado de tachones y correcciones, pero ahora se encontraba en una emergencia, y en la primera página volvió a colocar la fecha impar (y puso entre paréntesis, como éstos, cont., para que quedase clara la condición de mero eslabón de cadena de lo que venía a continuación) y siguió escribiendo, a partir de lo que recordaba haber pensado a las nueve de la mañana de ese día, lo que le llevó inmediatamente a la exploración de una zona vastísima de su infancia, a lo que se dispuso con toda valentía y no poca resignación, intentando olvidar la angustia insoportable que le producía el hecho de saber que no había ningún otro cuaderno vacío en la casa y que a esas horas las papelerías ya estaban cerradas y era seguro que cuando se acabase este cuaderno, en el que andaba ya por la mitad, el registro del día primero apenas estaría en sus comienzos y tendría que salir desesperado a la calle, y buscar donde fuera un cuaderno, mientras recitaba murmurando las cosas que iba a escribir en él, para que no se le olvidaran, y además, sabía que eso pasaría muchas otras veces, veces que también habría que registrar en su día, que sólo con su muerte se interrumpiría el diario, cuando aún quedaban tantas cosas que anotar,. y por eso se sintió casi aliviado cuando sintió el golpe brutal de la furgoneta y cayó sobre el asfalto, y le costó un momento comprender que ya no había prisa, que ya no hacía falta seguir buscando, ni recorriendo la ciudad como un loco, y pudo entonces contemplar, allí tendido, sin rencor,  sin tristeza, los cuaderno del escaparate de esa tienda milagrosamente abierta que estaba del otro lado de la calle.

viernes, 27 de enero de 2023

En el Hotel Occidental

(Otro de esos relatos instantáneos de los duros comienzos del Confinamiento. Al transcribirlo me he dado cuenta, y no había reparado en ello hasta ahora, entre otras cosas porque no había vuelto a leer este relato desde entonces, de que, queriéndolo o no, he hecho al Ascensorista semejante al enamorado Damiel y al doliente Cassiel, esos ángeles sublimes y también terrestres de Wim Wenders, que me llevan acompañando desde siempre en este Abajo de mi vértigo. Y que, además, el Ángel Ascensorista es una especie ya descrita por otro de mis demonios tutelares, Jean Cocteau.)

Karl acogió con agrado que el ascensor del que tenía que ocuparse solo estuviera destinado a los pisos superiores.

FRANZ KAFKA, El desaparecido

 

Four months pass between the day a brick is loaded onto a cart, and the day it is taken off to form a part of the tower.

TED CHIANG, Tower of Babylon


Nadie ignora que el de ascensorista en la Torre de Babel es uno de los trabajos más arduos entre los que el género humano ha tenido que desempeñar desde que la expulsión del Paraíso nos condenó al hambre y al esfuerzo. 

No es sólo la actividad frenética de cuantos ascensores —el número de los cuales no se puede determinar y para algunos es infinito— recorren incesantemente los innumerables pisos de la Torre. No son sólo las multitudes que se agolpan por todos los recintos, en la confusión de sus lenguas o las largas jornadas agotadoras que nos empujan, cuando llega por fin el ansiado relevo, a arrojarnos en cualquier rincón de un piso indeterminado, muy lejos del jergón que nos ha sido asignado en las dependencias del servicio. No es sólo, en fin, la desorientación que nos produce el desplazarnos sin descanso por la altura, a velocidades vertiginosas. 

No, lo peor del trabajo de ascensorista de la Torre de Babel es la continua y dolorosa añoranza del Suelo.

No es que, por supuesto, ninguno de nosotros haya visto nunca el Suelo, hijos como somos de largas sagas de ascensoristas y menestrales en general, nacidos en algún obscuro cuarto entre los gritos de una madre que, apenas concluido el parto, había de volver a sus labores de cocinera o limpiadora. No, nadie, de entre nosotros, conoce el Suelo. Nadie, en realidad, de entre nosotros, conoce a nadie que conozca el Suelo. No sirve asomarse subrepticiamente a alguno de los grandes ventanales del Ala Sur de la Torre, pues su altura es tan considerable que las nubes ocultan todo panorama posible, del mismo modo que, si desafiamos al deslumbramiento y alzamos la mirada, tampoco podemos vislumbrar el inconcebible Ápice, donde, dicen, los obreros siguen trabajando afanosamente, en busca de un Cielo que no se sabe aún si es cercano.

No: el Suelo es sólo visible para nosotros en los sueños, y es el objeto interminable de nuestras fabulaciones. Y, los días más faustos, el Suelo es un aroma, un aroma indefinible pero perfectamente reconocible, que habla de un aire que no tropieza hasta romperse la cabeza en las paredes de la Construcción, que habla de las extensiones feraces de la Horizontal. Aunque todo eso puede ser, claro está, imaginario.

Así transcurren mis días de Babel. Conduzco a gentes siempre diferentes en tránsitos verticales hacia pisos de los que apenas conozco descansillos o esquinas. Invento sus historias y las olvido cuando canto su piso y me abandonan. Y a veces creo reconocer el aroma del Suelo en alguna viajera de tez morena, y un leve pliegue se frunce entre sus labios y parece que me sonriera con la sonrisa del Suelo.

Y alguna noche, entre los ronquidos y el sudor de mis compañeros ascensoristas, hacinados en el gran dormitorio común, transcurro en mis sueños por una interminable teoría de escaleras, corredores, zaguanes, culs de sac, pabellones y barreras que atravieso hasta alcanzar —inconspicua, casi inadvertida— la puerta de la Torre.

Y entonces, gloriosamente, dejo de ser ascensorista y me hago paseante y me deslizo grácilmente por la horizontalidad, deambulando por la Ciudad y contemplando sus muchas Torres, y me pregunto si en alguna de ellas habrá puestos vacantes de ascensorista.



[Un fotograma de Der Himmel über Berlin, de Wim Wenders, una de las tres o cuatro películas que más me han influido en mi vida, sin duda.]


[Miss Kubelik, otro ángel ascensorista, interpretada por Shirley MacLaine, en otra de esas películas, The Apartment, de Billy Wilder.]

miércoles, 25 de enero de 2023

Nos vemos esta noche

[Con esto de mi retorno a la Blogosfera -ya un poco deteriorados y envejecidos, ella y yo, qué le vamos a hacer-, me ha dado por repasar cosas que anotaba en mis viejos blogs, donde realmente hay mucho material y donde todo se vivía con mucha, con demasiada intensidad. En un momento dado, ya bastante terminal, en "La boca del caos", allá por 2009, encadené cuatro días seguidos cuatro posts dobles, uno denominado "Instrucciones de uso" y el otro en la línea habitual de poemas en prosa con cierta narrativa, que iban desarrollando una especie de novela especular y efímera. Me hace gracia recuperar uno de esos textos ahora, poco después de mi vuelta de mi último viaje a París. Constato, entre divertido y abrumado, las diferencias brutales entre el autor de ese texto y yo, por más que los dos llevemos el mismo nombre y sólo nos separen algo más de trece años de existencia. No he encontrado aún a La Maga, y en general mis búsquedas han sido casi siempre muy torpes y desmañadas. Así que lanzo esta botella al mar, con el guiño al Agus de entonces, que, por cierto, se llamaba Max Schreck. Ya se sabe: Orlok, al cabo, es un nomuerto.

Y, además, viene muy a cuento este post si lo comparamos con el de ayer, ya que en ambos casos de lo que se trata es de una especie de simultaneidad diferida, de una coincidencia sólo en el espacio pero no en el tiempo, o viceversa, de esos detalles azarosos que propician el encuentro o, mucho más a menudo, ay, el desencuentro. Es decir, lo que yo llamé, y utilicé mucho en "Morgana en Duino", una cita imperfecta. Así que es pertinente incorporar este documento al dossier Judy Barton, del que no sé en absoluto a donde me llevará, pero que por el momento me resulta muy estimulante alimentar. He introducido apenas algunos cambios mínimos en algunas palabras clave para pasar de aquella mitología de 2009 a la de ahora.]


 Ahora que lo escribo, para otros esto podría haber sido la ruleta o el hipódromo, pero no era dinero lo que buscaba, en algún momento había empezado a sentir, a decidir que un vidrio de ventanilla en el metro podía traerme la respuesta, el encuentro con una felicidad, precisamente aquí donde todo ocurre bajo el signo de la más implacable ruptura, dentro de un tiempo bajo tierra que un trayecto entre estaciones dibuja y limita así, inapelablemente abajo.

                        JULIO CORTÁZAR, comienzo de "Manuscrito hallado en un bolsillo"


¿Encontraría a la Maga? Parece ser que no.

Parece ser que hemos perdido el mapa, quemado las notas, nos hemos suicidado con o sin elegancia, en el Sena o en otro río cualquiera (también hay ríos metafísicos).

Parece que pasamos justo un poco antes o un poco después, cuando humeaba el cigarrillo en el cenicero sin limpiar, cuando oíamos como se abría la puerta que acabábamos de cerrar al salir, cuando en un local lleno creíamos vislumbrarnos, pero lejos, en el mar de los cuerpos, y luego ya no, y seguíamos con lo que estábamos.

O cuando escribíamos postales desde ciudades a las que no habíamos ido y entonces la caligrafía se rebelaba y las haches y las erres se descuidaban y cuando nos queríamos dar cuenta estábamos hablando en un idioma que habíamos olvidado, o resucitando nuestros abrazos en una lengua muerta.

No hay constancia de hechos tales, nadie lleva ese registro, pero entra dentro de lo posible que nuestras miradas hayan capturado la misma escena de una película, un pase antes o un pase después, en éste u otro cine, en invierno o en verano. Quizás en esta misma butaca. Cabe también la posibilidad de haber compartido un vaso en un bar, meses después, meses antes, con una larga sucesión de bocas y detergentes entre ellos: beso diferido, coincidencia perfecta y decisiva de los labios.

Y qué decir de los pasos perdidos en los pasillos del metro, de esas anotaciones que simultáneamente hicimos en nuestros cuadernos, de esas palabras tuyas que llegaron a mis oídos (a mis ojos) después de un imposible periplo por el vinoso Ponto en el que nos ahogamos, lejos los brazos de los brazos, en un mismo oleaje.

Así que ya no lo intento más, y recupero el viejo manual de los encuentros: me bastará asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, o recorrer el Viaducto o callejear por Catorce, para que tu silueta delgada se inscriba en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua.

Te espero en el bar que tú sabes, en el cine que tú sabes, en la librería que tú sabes, en la estación que tú sabes, en la ciudad que tú sabes, en el mundo que tú sabes, con el rostro que tú sabes, con la voz que tú sabes, para que me ayudes a escribir esto, como tú sabes.

Porque no hay papel pautado en el que mi caligrafía se sienta a gusto ni hay, Maga, tubo de dentífrico del que se pueda extraer la pasta que necesito para seguir viviendo, lo apriete por el lado que lo apriete.

Ya sabes dónde estoy.

No tardes mucho.

El arco que da al Quai de Conti. Foto mía del 25.12.2022.


martes, 24 de enero de 2023

Cosas transparentes

(Para lxs que lleguéis aquí por primera vez: recordad que, si habéis entrado con un enlace a esta entrada, podéis leer todas las otras del blog -ya va habiendo unas cuantas- sin más que pulsar aquí arriba, en la banda donde está el título del blog. También, que me gusta que me hagan comentarios, lo que no quiere decir que uno tenga que valorar los textos y mucho menos elogiosamente. Se trata más bien de generar diálogo, de ir construyendo una pequeña comunidad. Me gusta saber que estáis ahí. El texto de hoy lo voy a improvisar, a ver qué sale.)

                                                           

...some “future” events may be likelier than others, O.K., but all are chimeric, and every cause-and-effect sequence is always a hit-and-miss affair

VLADIMIR NABOKOV, “Transparent things”

Una vez, sólo una, nos cruzamos Judy Barton y yo. Para entonces yo ya estaba muerto.

Ella bajaba por una calle empinada. O quizá no, quizá salía de una librería. No lo recuerdo muy bien, tengo una cierta idea de flores. Tengo una cierta idea de viento.

Era de noche, y las farolas apenas podía escurrir un poco la sombra: estábamos empapados de obscuridad. Ella venía despacio y no miraba a ninguna parte. Y mucho menos a mí: para mirarme a mí tendría yo al menos que haber existido.

Yo sí la vi. Y el verla me recordó que lo imposible está siempre guardado en la carpeta de "Otros", en ese cajón de la cocina al que van a parar las cosas de difícil clasificación. Naipes desparejos, chinchetas, llaves cuyas puertas se han perdido. Esas cosas. 

Ya saben.

Nos cruzamos, muy de prisa. Me detuve. Me dije: "esto no puede haber sucedido". Volví apresuradamente sobre mis pasos. Giré otra vez, la enfrenté de nuevo. Intenté llamarla: "Judy". Estaba tan angustiado que la voz no me salió. Dije otra vez: "Judy". Ella no pareció oírme. Yo ya no me volví más veces.

Entonces entré en la librería. Sí, ella debía venir de la librería. De qué otro lugar puede venir ella, de qué otro sueño, de qué otra película.

Cogí un libro cualquiera. Lo hojeé. No entendía las palabras. Levanté la vista. Todo parecía haber virado. Todo se había vuelto zurdo, se había vuelto verde. Leí otra vez. Era un relato. Se titulaba "La vez que me crucé con Judy Barton". Ocurría en una ciudad llamada Catorce.

Supe al fin lo que había pasado. Supe del circuito en donde se agotan nuestras esperanzas, girando sin término. Supe de la densa materia nocturna en la que chapoteábamos desde cuando aún éramos lémures. Supe, en fin, de un futuro que había recobrado de golpe su transparencia.

Ahora ya sólo queda esperar, me dije. Me senté en un café, me subí el cuello del abrigo. Hacía mucho frío. 

Ya sólo queda esperar, sí. A que broten las bifurcaciones para hacer un ramillete con ellas y ofrecérselo a Judy Barton cuando vuelva a aparecer y la invite a tomar un café conmigo. 

Para que ella me cuente de la vez que se cruzo conmigo y yo no lo supe. Porque las trayectorias se enredan y se acarician y porque vivir es un ejercicio de trapecistas.

Ya saben.


sábado, 21 de enero de 2023

Pálido juego (La Central de Callao)

Escribir en un blog que se titula "Pálido juego" un post que se titula "Pálido juego" parece condenarnos a recurrencias espirales, bucles y juegos de espejos. Michel Leiris recuerda en su L'âge d'homme que su primera idea del infinito proviene de una lata de cacao de su infancia, en uno de cuyas caras se representaba a una joven que tenía en la mano una lata igual, estableciendo así una mise-en-abyme potencialmente interminable. Por más que me encanten esos juegos y los practique a menudo, ya verán que este post no habla de mí mismo, aunque sí, sí habla de mí mismo, porque habla de un lugar muy importante en mi vida. Pero vayamos por partes.

Si uno busca "Pálido juego" en Google (cosa que, ya se imaginarán, he hecho) le salen cosas dispares, pero sobre todo lencería de cama: "Funda nórdica gris pálido Juego de algodón lavado Cómodo" [sic]. A nadie parece habérsele ocurrido usar ese nombre para nada que tenga que ver con lo literario. Es verdad que el guiño (Pálido fuego) sólo funciona en castellano y a Nabokov hay que leerle siempre en inglés, y es verdad que, en cuanto a títulos de blog, tampoco es el mejor que se me ha ocurrido en mi vida. Pero me quedé más tranquilo al comprobar que no tenía que competir con ningún otro nabokoviano irredento que, a la vejez viruelas, se dedicase a esta cosa de la bloguística, prima hermana de la solarística, esa otra ciencia impar de la que tendremos que hablar lo antes posible.

Si uno avanza un poco más en la búsqueda, se topa, sin embargo, con algo delicioso y también misterioso. Es una página de la edición virtual de "Uno", diario de Entre Ríos, Argentina (lo cual nos lleva a Calveyra, el paseante del Luxemburgo, pero no nos dispersemos) en la que se comenta un partido de fútbol con el siguiente titular:

"Central y Olimpo se repartieron puntos en un pálido juego"

En estricta observancia surrealista (no sólo compatible con mi estricta observancia científica, sino complementaria e imprescindible, si uno no quiere que se le seque la vida), ésta es una nueva muestra de hasard objectif y no puede pasarse por alto. Aparte de la belleza intrínseca del titular, de la extraña utilización de "pálido" para referirse a un partido de fútbol (aunque yo, que he visto tantísimo fútbol en mi vida, sí que podría calificar muchos partidos de pálidos), hay otros elementos que me han producido ese inconfundible escalofrío del hallazgo y que me han impulsado (producido el hallazgo, uno no está autorizado a no dar cuenta de él) a escribir esta entrada.

Gonzalo Suárez, el gran cineasta, recuerda como, de su época de cronista deportivo, rescató un titular que se refería a una carrera del hipódromo para nombrar un libro suyo: "Rocabruno bate a Ditirambo". Luego, en sus películas, notablemente en la muy interesante "Epílogo", que, al cabo, versa sobre el proceso de invención y escritura de historias, Rocabruno y Ditirambo son los personajes principales, interpretados por dos grandes como Paco Rabal y José Sacristán, acompañados de la no menos grande Charo López. 

¿Quiénes son, pues, "Central" y "Olimpo", mis particulares Rocabruno y Ditirambo? Inevitablemente, cualquiera que me conozca, sabe quién es "Central". Central es, claro, La Central de Callao, la librería en la que, sin duda, he sido más feliz en mi vida, el lugar al que mis pasos me han dirigido automáticamente cuando en mi trayectoria de flâneur me desplazaba sin rumbo fijo por este Madrid de nuestros pecados. Ahora se cierra, por asuntos de esos de los que han hecho que, con los años, ya no aplique ese socarrón chascarrillo de nuestra juventud, "que paren el mundo, que me bajo", sino que directamente me arroje del mundo en marcha, desafiando las magulladuras del impacto, centrífugo como Alonso Quijano despedido de las aspas del molino, para ponerme a salvo de las cosas que hacen que pueda ser posible que un paraíso se acabe (también se muere el mar, ay). Sí, esos asuntos, ya me entienden: especulación inmobiliaria, ramplonería cultural de una ciudad que yo quise capital del mundo, desprecio por el libro y su comercio, paso del tiempo, abaratamiento de la vida, triunfo de la entropía, invasión del polvo y la ceniza.

Sí, La Central de Callao desaparece, por más que intente una gemación que le llevará a un local de enfrente, que será más pequeño y no será un palacio. Por más que sigan existiendo La Central del MNCARS, que fue mi primera Central, las maravillosas Centrales de Mallorca y Raval, en Barcelona, a las que voy tan a menudo (no hay viaje a Barna que no las incluya). Por más que, gracias sean dadas a los dioses, la empresa siga confiando en sus inigualables empleados. El gran Luis, mi amigo, que me colocó Morgana en Duino en la mesa de novedades y la mantuvo allí tanto tiempo, tanto que se me olvidaba que estaba y me llevaba una sorpresa cada vez que iba. Y hasta le puso la pegatina de "La Central recomienda". Y todos los demás: Amatullah, Begoña, Clo, Mónica, y tantos que me olvido. En La Central también asistí a cursos y presentaciones y allí conocí a gente excepcional como Ana Carrasco.

Faltaría, pues, el Olimpo, pero ya ven Uds. que no, que a los únicos dioses a los que nos podemos acoger son a los olímpicos, que no en vano eran vecinos del otro monte, el Parnaso, donde habitan (en presente, pues estamos hablando de inmortales) las musas. No sé cómo de puro sería el aire que se respirase en la cumbre del Olimpo, ni cuán dulces serían el néctar y la ambrosía, pero sí puedo decir que el olor a papel, los recovecos en los que al principio gloriosamente me perdía, ese laberinto de libros, eran para mí "ámbar y algalía entre algodones", como diría, sí, el derrotado caballero, al que, no en vano, se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio.

Así que sí, en este pálido juego, en mi modesto blog, en mi corazón dolorido, Central y Olimpo se reparten los puntos, empatan en un match en el que no nos podemos permitir el lujo de ser derrotados. Por eso, chicxs, nos seguiremos viendo donde estéis y compondremos ese paraíso portátil de las sonrisas, las conversaciones sobre libros, y las horas perdidas (es decir, ganadas) entre estanterías. Nunca dejemos de creer, os lo dice alguien del Atleti. Somos infinitos.

Nos vemos entre libros. Nos leemos. Un abrazo,


Agus

viernes, 20 de enero de 2023

Habitación llamada trece años

En el Campo de'Fiori de Roma hay una librería (excelente) que se llama Fahrenheit 451. El chiste (doloroso) es doble, pues, como ya sabrán, es justamente en esa plaza donde fue quemado en la hoguera en 1600 Giordano Bruno. Euforbo, en el genial cuento de Borges Los teólogos, grita, entre las llamas: No encendéis una pira, encendéis un laberinto de fuego. La pira de Bruno sigue ardiendo y seguirá siempre, pues su combustible, inagotable, es la intolerancia, el miedo y el abuso de poder. No somos capaces de escapar de ese laberinto de fuego.

Me siento tan identificado con mi biblioteca, tan vinculado a esos miles de libros que desbordan todo anaquel posible de mi casa, que sé bien que su destrucción supondría la mía, que no podría sobrevivirlos. Siempre fue así, siempre fui ante todo mis libros, desde aquella tarde mágica de los cuatro años en que descubrí que ya sabía leer, antes de haber ido al colegio. Probablemente por eso, la primera vez que vi la impresionante película de Truffaut sobre el libro de Bradbury, en aquellos bienhadados Cine Club del UHF de mi infancia, me tocó de esa manera, tan dentro. 

Aún hoy sufro ante las imágenes en las que arden los libros, especialmente en aquella, gloriosa y terrible, en la que aquella vieja lectora (¿qué soy yo sino un viejo lector ya?) se inmola entre sus volúmenes. Compartiría, sin dudarlo un segundo, su suerte si me viera en una situación equivalente.

En esa escena, por primera vez, en esa infancia de los trece años, contemplé la portada de Lolita, con esas gafas en forma de corazón. Ahora, cuando Nabokov se ha convertido definitivamente en mi autor de referencia, sé que algo empezó también ahí, en esa pira.

Escribí este relato, que exhumo ahora y les presento, muchos años después, pero ya también bastantes años respecto de ahora, de este momento en el que estoy escribiendo en un soporte difícilmente imaginable para un niño que soñaba (y lo consiguió ese mismo año, el 1977: un preciado regalo) con una máquina de escribir. Porque ese niño escribía incesantemente, como lo hace el adulto en el que acabó convirtiéndose.

Releo con ternura este breve texto. Me complace ese homenaje a las Personas Libro de Bradbury y Truffaut. Creo (quiero creer y, si no, tampoco importa) que las Personas Libro salvaremos el mundo, si es que el mundo puede y debe ser salvado. Lean estas líneas con igual cariño, si les es posible. Es necesario. Es urgente. Tristemente, las hogueras no se han apagado nunca y en los últimos tiempos no hacen más que avivarse.

* * *


“We are the dead”, he said.

“We are the dead”, echoed Julia dutifully.

“You are the dead”, said an iron voice behind them.

GEORGE ORWELL

'How many of you are there?'

'Thousands on the roads, the abandoned railtracks, tonight, bums on the outside, libraries inside. It wasn't planned, at first.'

RAY BRADBURY

 Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, susurro, entre dientes, muy rápido (vineacomala), pero tú escuchas, al otro lado de la plaza sabes lo que dicen mis labios, aceptas la jugada de la partida de ajedrez y me contestas ¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme y la Maga es también pequeñita y veloz en tu boca que se entreabre apenas, y ellos no escuchan nada, y jugamos la partida todo el tiempo que podemos, y jugándola, nos jugamos la vida.

Y nos marchamos cada uno por nuestro lado para no despertar sospechas, sorteando como buenamente podemos las numerosísimas hogueras. Se huele el gasoil, llueven las pavesas, en algunas todavía pueden leerse palabras al azar: caballo, madre, ángel, nada. Damos un rodeo y seguimos jugando cartago toda la tarde, incapaces ya de escucharnos o vernos, cada uno en su lado de la ciudad, en su parcelita de ley marcial, cuando la tarde va cayendo y se espera tan sólo ya el toque de queda, la magra cena, el apagón de la luz, otra noche de insomnio.

Sí, en esta ciudad llamada Madrid jugamos cartago y nos lanzamos frases como pelotas de tenis, como besos de despedida. Somos las personas libro, y lo somos a medias, compartimos los libros, nos los intercambiamos. Así es más fácil que sobrevivan.

Ah, somos muchos los que jugamos cartago, más de los que parece. El otro día, mientras esperaba la cola del racionamiento, el viejo que tecleaba los códigos en el ordenador murmuró audiblemente (audiblemente para mí, que juego cartago y he aprendido a escuchar esas cosas) Platero es pequeño, peludo, suave y yo sonreí y le susurré Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados, y tú me rozabas muy levemente los dedos, y sonreías también y murmurabas sólo incopelusas y entonces el hombre no podía reprimir la risa y casi nos metemos en un lío, porque el soldado empezó a mirarnos de mala manera, pero, ya se sabe, los soldados no entienden esto de cartago y además ni siquiera sabrían muy bien qué hacer con los que lo jugamos.

 Sí, algunas veces es otra vez la habitación llamada trece años, la de las estanterías llenas, antes-de-todo-aquello.

 No siempre es tan fácil, por supuesto, y tú lo sabes, y yo te lo cuento, aunque no estés, aunque no me escuches, aunque ya lo sepas, es decir, me lo cuento a mí mientras camino los kilómetros que me separan de mi sector, de mi habitación llamada nunca-más, por el pavimento encharcado, teniendo cuidado de no pincharme con las alambradas oxidadas, y te lo cuento igual que juego cartago contigo, porque cada uno vive en un renglón distinto de la ley marcial.

Y porque no sé si mañana te encontraré, en la Plaza de España, uno a cada lado de la hoguera, mientras los soldados arrojan los libros a la pira y nos repiten otra vez las consignas, porque a veces uno ya no aparece más y entonces uno sólo puede jugar cartago en Cartago, en el No, en donde están los que no están, e igualmente uno juega cartago con quien sea, porque todos jugamos a lo mismo y surgen poemas de gozoso sinsentido que no se parecen a las consignas, que son el óxido de las consignas, que son el óxido de los lanzallamas, de los que lanzan las consignas con sus llamas.

 Sí, y entonces, y siempre, retornamos a la habitación llamada trece años, cuando todavía había esperanza, cuando todavía no nos habían rapado la cabeza, cuando todavía no nos habían roto las manos, cuando todavía no nos habían prohibido hablar o escribir. Y de esa habitación nacen los ríos de palabras de Cartago, las palomas de letras de Cartago, inundando Madrid, una Madrid que es Cartago, una Madrid en la que nuestras tropas de palabras vencen en la batalla, vencen a los molinos de viento, vencen a la ley marcial, vencen a la Edad del Lodo.

 E il naufragar m’è dolce in questo mare.


Traumnovelle

(Un divertimento, un pastiche en el sentido más proustiano del término, y también un homenaje, que escribí del tirón hace cuatro o cinco años, pasándomelo  muy bien al hacerlo, y que ahora apenas he tenido que corregir. Espero que Uds. entren también en la broma. Y recuerden, como se dice en el inolvidable relato de Cortázar, otro homenajeado, entonces había juego y cuando hay juego, ni las arañas pueden impedir que sigamos avanzando por el laberinto.)


 

Ustedes, por lo tanto, son personajes de mi diario novelado y deben permanecer atentos y bien despiertos a todo lo que pasa y hacen, pues en cualquier momento puede repercutir en sus vidas.

ENRIQUE VILA-MATAS

Pues verán ustedes, el tema es que soñé que mi novia me dejaba por Vila-Matas. La cosa iba más o menos así: estábamos en una presentación de un libro de Vila-Matas en una librería que no existe en realidad, pero a la que voy mucho en mis sueños. Al final, ella se acercaba con su libro para que se lo dedicase y me pedía que le hiciera una foto con el escritor. Ella aproximaba su rostro al de él, que estaba sentado en una mesa con una pila de libros nuevos y ambos sonreían, él más bien oblicuamente y ella con una franqueza que yo, que había sido agraciado con sonrisas así tantas veces, conocía bien. Yo disparaba la foto y decía: “otra, por si acaso”, y ellos volvían a posar, pero entonces él se giraba hacia ella y le decía algo muy breve al oído. La sonrisa de ella se dilataba visiblemente y justo ahí yo sabía que había algo entre ellos, con esa certeza que se tiene en los sueños de los acontecimientos que preceden y suceden a la escena que contemplamos que, no lo olvidemos, en realidad hemos creado nosotros mismos. Una vez tomada esa segunda foto, que yo daba por buena, ellos se despedían con dos besos y ella volvía a mí con su libro y me mostraba la dedicatoria: para mi joven amiga de origen desconocido. Yo no le preguntaba qué le habia susurrado Vila-Matas y ella tampoco decía nada más. Salíamos de la librería y nos sentábamos en una terraza cercana a tomar algo, con la normalidad de tantos años de relación.

Era sábado en el sueño, me parece, y yo tenía el corazón destrozado, y me desperté ―era lunes en el despertar― con una terrible sensación de desasosiego. Estaba tan agitado que tardé un buen rato en recordar que no tenía novia, que no la había tenido desde hacía muchos años y que, si bien es cierto que la chica del sueño se parecía a alguien que conocí tiempo atrás, sería abusivo decir que fue mi novia, habida cuenta de lo breve y más bien atrabiliario de aquella aventura. Es verdad que la historia podía tener sentido, porque me parecía muy adecuado que a ella le gustase Vila-Matas y también que ella ―a la que recordaba como un ser encantador― le gustase a él. En cuanto a mí, Vila-Matas, les seré sincero, me deja más bien indiferente, aunque ciertamente había estado leyendo poco antes El mal de Montano y de algún modo todo aquello debía estar en mi cabeza y se introdujo en el sueño, un sueño que me dejó triste para varios días. O, más que triste, alarmado por la intensidad de mis sentimientos, que iban desde la nostalgia al desamparo pasando por una rabia irracional que me llevaba a maquinar alambicados planes de venganza contra Vila-Matas, como su ejecución en la plaza pública por el tormento de la muerte de los mil cortes que glosaran Bataille o Elizondo o la quema de sus obras con el lanzallamas del bombero Montag, ese mismo lunes o cualquier otro día de la semana.

Como me mantenía en ese estado de inquietud, a pesar de que transcurría el tiempo y me dedicaba a mis actividades habituales ―que también incluían, como pueden imaginarse, estas breves incursiones dominicales en la literatura―, decidí pasar a la acción y me puse a intentar localizar a aquella amiga de la que en realidad no sabía nada desde hace años. No es que hubiésemos terminado mal, aunque lo cierto es que tampoco habíamos terminado bien. No sé, me van a permitir que no entre en detalles. El caso es que aún conservaba un número de teléfono de ella que, milagrosamente, funcionó. La conversación fue breve y, por qué no, cordial. Le expliqué ―mintiendo― que por motivos de trabajo tenía que desplazarme la semana siguiente a su ciudad, a la que era verdad que no había vuelto desde hacía una eternidad, y que estaría bien volver a vernos, ponernos al día, esas cosas. Ella me dijo que andaba muy liada, pero que encontraría un hueco y arreglamos al final una especie de cita. Sólo cuando colgué me di cuenta de que el lugar de esa cita, que yo había propuesto, coincidía con el de nuestro primer encuentro, ya tan lejano. Ella no dijo nada al respecto. Supongo que no le dio importancia, o a lo mejor ni se apercibió de ello. No hubo ninguna añagaza por mi parte, no se crean. Simplemente no conozco tan bien esa ciudad y ése era un lugar cercano al hotel al que pensaba ir, pero lo cierto es que me sentí un poco culpable, porque podía deducirse de ese movimiento que yo pretendía retomar quién sabe qué historias ya tan caducas. Quiero decir, que podría deducir yo mismo eso, puesto que hacía ya muchos días ―desde aquel maldito sueño― que me dejaba conducir, casi atropellar, por sentimientos cada vez más caóticos y había renunciado a mi habitual racionalidad, arrojándome en los brazos de una impulsividad que se parecía tanto, sí, a la que nos gobierna en los sueños.

Y allí estábamos, en esa terraza que era la de la primera vez ―pero nadie mencionó eso― y charlábamos como viejos conocidos, poniéndonos al día, sin entrar en grandes detalles, y todo era cordial, sí, es decir, sin importancia. Había pasado una hora y ella me dijo que iba a hacer una cosa, que tenía planes, pero que podía acompañarla. Yo no tenía nada que hacer y le dije que me parecía bien. Ella me dijo vale, dame un minuto y se levantó de la mesa y llamó a alguien por teléfono. A alguien: ¿a quién? A su marido, acaso, si tenía un marido, y quién sabe si hijos ―en nuestra conversación orbital no habíamos llegado a tocar esos asuntos, por paradójico que parezca―, o quizás a una amiga con la que iba a compartir el plan que ahora iba a hacer conmigo.

Como estamos en confianza, les diré que me sentí halagado y un poco excitado ante la perspectiva, pero que también percibía vagamente algo así como una amenaza, como un peligro indefinido que me ―que nos― acechaba. Todo había ido tan bien que parecía un poco artificial, un poco preparado. Hubo incluso un momento en que pensé decirle que había recordado que yo también tenía que hacer algo y que ya nos veríamos en otra ocasión, pero entonces ella volvió y me dijo ¿vamos? y es aquí al lado, y salimos, y yo no le pregunté nada.

Pocas calles más allá, en efecto, llegamos a nuestro destino. Era una librería, que, desde luego, no se parecía en nada a la de mis sueños, era simplemente la típica librería de tamaño medio de una ciudad de provincias de tamaño medio, bien provista, con un fondo elegido con cariño, y que organiza actos culturales con cierta asiduidad. Esas librerías me encantan, así que me pareció que todo se encarrilaba a la perfección.

Y, sin embargo, seguía aquello, sordo, dentro. Cortázar diría las arañas, y es verdad que parecía como si estuviéramos metidos dentro de un manuscrito metido dentro de un bolsillo. Así que, en el fondo, lo que ocurrió después era de lo más previsible. Es una presentación de Vila-Matas, dijo ella. Como si hiciera falta. Ustedes ya lo habían adivinado, claro. Qué quieren que les diga: como relato de ficción esto no funciona mucho, es demasiado obvio. Lo terrible es que pasó de verdad.

Me dejé conducir hacia el espacio del fondo de la librería. En efecto, allí estaba Vila-Matas presentando no sé qué libro. Nos sentamos. Yo me daba cuenta de que no tenía fuerzas para evitar lo que no se podía evitar, pero durante un breve instante ―las arañas― hice ademán de levantarme, sintiendo que era necesario, que era urgente, que me marchase de allí. Ahora es cuando, pensaba, sin valor para acabar la frase. Ella me miró, sorprendida, y yo volví a sentarme, pensando que en realidad me encontraba tan bien al lado de ella que, pasase lo que pasase, no quería que nos volviéramos a separar. No tan pronto, al menos.

La maquinaria de la invención de Morel siguió, pues, funcionando, perfectamente engrasada, y el resto se cumplió como debía, ya se lo pueden ustedes imaginar. Ella fue hacia él, él le dedicó el libro, ella dijo haznos una foto y acercó su rostro al de él y yo hice una foto y dije entonces otra, por si acaso, y era tan difícil saber de qué lado del sueño estábamos, en el sueño de quién estábamos, que cuando ella me pasó el libro para que viera la dedicatoria que hablaba de su origen desconocido yo no quise seguir leyendo, porque me había dado cuenta de que esta historia que les voy contando bien la podía estar escribiendo Vila-Matas y sentí un pánico atroz ante la posibilidad de que en esas páginas que hojeé por pura cortesía apareciera mi nombre, y el de ella, que en esa novela se relatase nuestro pasado y nuestro futuro, sin que yo pudiera hacer otra cosa que rendirme a ese destino y ejecutar, como de hecho ya estaba haciendo, los movimientos que me habían sido prescritos.

La despedida fue sencilla, nos dijimos que nos llamaríamos y que trataríamos de volver a vernos cuando uno de los dos estuviera en la ciudad del otro, sabiendo muy bien que no lo haríamos, y la vi alejarse con su abrigo negro y el libro en la mano, alejarse hacia su marido, hacia sus hijos, hacia su amiga, o hacia Vila-Matas, que probablemente le había susurrado dónde se iban a ver una vez que ella se librase de mí, y yo me fui a mi hotel y cambié el billete de tren para el último de la noche y salí, así, de la ciudad un día antes de lo previsto.

Y eso es todo, la verdad. He aguantado estos días del mejor modo posible. Incluso le puse un mensaje a ella mandándole las fotos que le hice con Vila-Matas, y diciéndole algo como ha estado muy bien o tenemos que repetirlo o, más ominosamente, espero que te guste el libro. Confieso que también yo me he comprado el libro. Aquí lo tengo. No me he atrevido a abrirlo. Como si a estas horas eso ya importara algo.

Le he dado algunas vueltas a otras posibilidades, no crean. He pensado en escribir una novela yo también, una contranovela que sería la historia de ella y Vila-Matas, una historia que acabaría mal, con ella abandonándole a él por mí, al que habría encontrado en la presentación de mi libro en una librería de mi ciudad, muy parecida a la de mis sueños. Ella habría venido por cosas de trabajo, o eso me diría. En esa variante yo sería, claro, un escritor de éxito, y Vila-Matas me mencionaría en sus libros como hace con Pitol, por ejemplo.

Otras veces he pensado, simplemente, en volver a buscarla a ella y explicarle todo esto, a ver si ella me proporciona alguna certeza sobre mi existencia, o sobre la suya ―la de Vila-Matas parece incontestable, como ente de ficción que es―, a ver, en fin, si ella me dice de qué lado del sueño estamos, o estuvimos, o estaremos.

Ya se harán ustedes cargo de mi desazón. No les voy a ocultar que he vuelto a pensar en acabar con Vila-Matas, pero la verdad es que no me parece justo que él pague por lo que pasa en mis sueños, o en los de ella, o en mis relatos, o en los de ella.

Así que he decidido matarme yo. Ya me dirán ustedes si lo he conseguido.


miércoles, 18 de enero de 2023

Supervivientes (Ashes to ashes)

Hace mucho tiempo (de todo hace mucho tiempo ya desde hace tanto tiempo...) que escribí un microrrelato (estaba bien aquella época de los microrrelatos) que decía así:

Las botellas-al-mar se acumulan en las playas, pero no queda ya nadie vivo en la metrópoli para recogerlas y leer sus mensajes.

En mis diferentes experiencias virtuales, como ésta, he reflexionado mucho sobre el tipo de relaciones que se establecen, y el modo en que los mensajes (botellas a la negrura cibernética) pueden llegar o no a los destinatarios, si es que tales destinatarios existen (por no hablar del emisor). No voy a volver a teorizar, que es algo que intento hacer ya sólo bajo demanda. Prefiero escribir un breve texto, éste sí elaborado en tiempo real, ante los ojos de los concurrentes.

* * *

Judy Barton habita en un barrio de Yoshiwara al que no llegan las líneas de metro.

Cada noche, sin embargo, desciendo convenientemente pertrechado,  al subterráneo, donde me saluda la estatua del Gran Topo que preside la entrada a los Infiernos, y navego por esa Venecia obscura de los canales parpadeantes.

Lo hago canturreando una melodía, ya sabes cuál, muy quedamente, pero sin parar de hacerlo, como el niño del relato de Cortázar no dejaba de llorar tras la puerta condenada. 

La melodía se pierde entre el ruido de los trenes, las conversaciones de los infinitos viajeros que se agolpan en los andenes, las detonaciones y los golpes de los Agentes Letárgicos, la vida con su rumor sordo de teléfono que no acaba de decidirse a dar su timbrazo (y cuando suena ya no podemos oírlo).

Emito la melodía como el bipbip del Voyager, es un morse de palabras de amor que no osa decir su nombre. Llevo haciéndolo años, no he dejado nunca de hacerlo.

Cada mañana asciendo al otro subsuelo, al de la existencia cotidiana, y escucho. Una barahúnda que no se puede desentrañar, un caos de ecos y alaridos. Tantos bipbip como para llenar con sus puntos y rayas toda la Biblioteca de Babel en sus interminables lenguas conjeturales. No te oigo. Pero sé que llamas. No sé si a mí. 

Soy el Major Tom, hitting an all time low. Soy HAL, en una desconexión lentísima que acaba siempre cantándole a Daisy. Soy esa cinta de cassette que se sale y acaba brillando en un recodo de una carretera en una meseta calcinada. 

No me callo. Nunca me callo. Nunca me he callado. 

Tú no te callas. Nunca te callas. Nunca te has callado.

Ahora, de repente, oigo mi melodía en el amplificador de tu corazón. Yo canto la tuya. El telégrafo luminoso ha funcionado. El mensaje en la botella ha sido recibido. Glenda sabe que la queríamos tanto.

Cuéntame, quiero saberlo todo. Y yo te contaré de un país llamado Catorce.

https://www.youtube.com/watch?v=HyMm4rJemtI

https://www.youtube.com/watch?v=oCLpLWcX2cg


[No lo olviden: Comments are welcome!]



martes, 17 de enero de 2023

Acqua alta en la Estigia

(Otro relato ya antiguo, pero que me gusta mucho. Cuando vaya teniendo algo más de tiempo iré incorporando textos más recientes y también haré, como en los viejos tiempos, entradas "en vivo". Por ahora, saco este material de los cajones, para que alguien, al menos, pueda leerlo alguna vez.) 

Si bien la ineficacia del sistema de alcantarillado del Hades es proverbial, la gravedad de la situación superaba ya a todas las anteriores e, incluso para los que habíamos sufrido antes las incomodidades del acqua alta en Città Morte, aquello parecía completamente fuera de control, a pesar de las pasarelas o los infructuosos esfuerzos de los operarios, calzados con sus botas de goma. La inquietud cundía, especialmente por la importancia de la fecha, y nos empezábamos a temer lo peor, pues no parecía, la verdad, que la organización estuviera a la altura del evento.

Hacía ya días que la Laguna era innavegable y Caronte, como capitán de los gondolieri, se paseaba inquieto por la Riva degli Schiavoni, chapoteando con sus patazas de gigante, viendo impotente cómo las barcas se iban a pique, mientras el temporal no dejaba de empeorar y el Aqueronte se había desbordado definitivamente.

A pesar de ello, la afluencia de extranjeros no cesaba y, dado que el servicio de motonaves se había tenido que interrumpir forzosamente, el único acceso era el aéreo, pero las Grandes Libélulas no daban abasto y además se habían suspendido los vuelos nocturnos, pues a los enormes insectos les era imposible orientarse en una obscuridad sembrada de explosiones de fuego, lo que incrementaba la desesperación de los pasajeros que se agolpaban en el Aeropuerto del Tártaro sin apenas esperanzas ya de poder hacer honor a sus reservas hoteleras.

Desde la noche anterior, además, había comenzado la incesante lluvia de ceniza, que tan molesta resultaba y que había venido a substituir al aguacero de lágrimas que había desbaratado toda la hidrografía infernal. Nos encontrábamos en el noviembre del fin del mundo, a pesar de que era apenas marzo y eran las diez de la mañana del desastre.

A todo esto, hacía ya horas que no sabía nada de Francesca, a la que había perdido en el tumulto, y empezaba a preocuparme que, dado el descontrol existente, no nos diera tiempo a llegar a San Michele. Conseguir ir hasta allí no era, por lo demás, fácil. Las Libélulas que iban en esa dirección se ocupaban únicamente del transporte de cadáveres, que dejaban caer con destreza sobre los sepulcros, que a esas horas ya estaban llenos de agua, de un agua helada. “Los llevan a las bañeras del Juicio Final”, se decía entre los que nos apelotonábamos frente a la Salute, contemplando con ansiedad creciente esos aviones con su fúnebre carga.

Entonces, para nuestro alivio, vimos como Caronte se acercaba a nosotros por el Canal, a los mandos de un vaporetto destartalado que había puesto en marcha en un gesto de desesperación. Embarcarse fue una tarea ardua, pero conseguí un lugar relativamente cómodo junto a la borda. Mucha gente se había arrojado al agua y trataban inútilmente de subir a la barca. Algunos nadaban con gran energía, como pretendiendo llegar a Dite. Otros braceaban angustiosamente, al borde del ahogamiento. Por suerte, había muchísimos maniquíes en la Laguna que se podían emplear como flotadores.

Junto a mí, en el vaporetto, tres chicas empapadas se abrazaban temblorosas. Las reconocí del Hotel. Ellas me dijeron: “Nos hemos perdido. Mamá y Tadzio se marcharon por un canal lateral, en busca de un gondoliero que nos devolviera al Lido, pero el Lido se ha hundido ya y no sabemos nada de ellos”. Lloraban. Intenté tranquilizarlas, pero pensé en que tal vez yo tampoco volvería a ver a Tadzio, y los ojos se me llenaron de lágrimas.

No tardamos mucho en avistar Torcello, donde Francesca estaba esperándome. “¡Paolo!”, me llamaba, haciendo señas con la mano. La subí al vaporetto, era ligera como una pluma. “Parece ser que esta vez la Danza de la Muerte va a tener lugar en el mar”, me dijo. Vimos entonces a Poseidón y nos dimos cuenta de que ya no había marcha atrás.

En el escenario flotante, empezó a funcionar en seguida el Teatro de Autómatas y fuimos juzgados. A Francesca y a mí nos condenaron, como las otras veces. Terminado el espectáculo, fatigados por el tour, retornamos, así, a nuestra casa en el Segundo Círculo, y fue entonces cuando Francesca dijo aquello de que no hay tristeza mayor que recordar la dicha en tiempo de desgracia.

Lo de siempre, vamos.



Lo que más me gusta en la vida

 (Un relato instantáneo producto de un juego efímero que emprendí con otrxs amigxs al comienzo del confinamiento.)

Sin duda, tumbar ochos.

Álzase el ocho, pero no se yergue, amontonado en sus dos ceros por la gravitación que aovilla su flecha, imponiéndole el ancla del peso. Y en ese ocho violento de la verticalidad fluye el tiempo de la arena de un vaso a otro. Y no hay mano al final que invierta ese reloj, y la playa del fondo se convierte en el túmulo.

Y no es que no haya habido agostos en los que el vuelo pareció posible y hasta se sentían unos dedos que nos daban la vuelta y ponían a correr un nuevo contador. Y algún abril en el que el ocho era nueve, o doce, y una matemática nueva se asentaba en el pecho.

Pero, a la larga, vuelve la arena y nos sepulta.

Cumple, pues, tumbar el ocho. Se pensaría que tal cosa puede hacerse por la mera percusión, arrojándonos sobre él como quien trata de abrir una puerta cerrada. Pero el ocho nos repele con una elasticidad inesperada. Y, con los hombros doloridos, recordamos nuestra propia masa.

No. Es preciso convencer al ocho para que se derrame, para que, adormilado, se deje vencer, derrumbándose sobre una horizontal de puro reposo. Es preciso aquietar al ocho con poemas, o con música, o con estampas. Y, de repente, pillándonos siempre desprevenidos, el ocho se tumba.

Y entonces la arena se vuelve agua y el reloj deviene clepsidra, y la más mínima vibración pone a oscilar levemente ese agua, en un oleaje leve que recorre en doble recinto del ocho, de un cabo a otro, y no se rompe ese circuito, y la muerte, que circunda esa lemniscata, no puede tocarnos.

Sí, entonces las asíntotas se recogen el pelo.

Y avanzamos sin cansancio por la banda de Möbius, sorprendidos siempre por un paisaje que se renueva en quietudes insospechadas, en los tonos inagotables del arco iris de la Nada.

Y, en una de esas vueltas, somos conscientes —ah, por primera vez siempre— del istmo, del lugar donde los círculos se engarzan, del lugar del enlazamiento. Venimos, quién sabe, del lóbulo de la izquierda del infinito, o de la derecha, si es que hay tal. El caso es que entonces nos topamos con el volver, nos topamos con el espejo líquido que también somos. Y ocurre. En el vértice, donde las dos lunas nuevas se unen.

Es el beso.

Sí, sin duda, el beso.

lunes, 16 de enero de 2023

The Blue Parrot

(Igual que fui Orlok o, por mejor decir, fui Max Schreck, y aún lo soy, pues, al cabo, Orlok es un nomuerto, también fui mucho tiempo Viktor Laszlo, mi alter ego victorioso que acabó siendo desgarrado por las bacantes en lucha desigual, mientras tomaba cafés y alguna que otra copa con Bernardo Soares en Lisboa. En la puerta de aquel blog que se llamaba "The Blue Parrot" y que acabó llamándose "Las manos de Nosferatu" había clavado un poema que saludaba a los recién llegados. Me sigue pareciendo un gran poema y un gran saludo, y despierta en mí la ternura de las cosas que nunca fueron y habiendo nunca sido se han ido para siempre. Lo coloco aquí, por lo tanto, si no como frontispicio, sí como una pequeña tarjeta de invitación o bienvenida, y porque es preciso siempre que se inicia una nueva aventura rendir culto a los manes y a los lares y tratar de que nuestros muertos nos sean propicios.)



Ven, acércate. Éste es el garito del gordo Ferrari.
Apuremos este último champagne cocktail.

¿Sabes? Todos somos impostores,
pero es importante el gesto, la compostura,
es importante ser precisos, exactos,
mantener la dignidad,
luchar por la alegría.

No me queda mucho tiempo. Sé muy bien que ese avión
nunca llegará a su destino.
Conozco algunos datos, pocos, de mi pasado,
pero mi condición me impide hollar el futuro.
Eso no es triste: la fatiga del futuro
ha nevado sobre muchas frentes,
apagado muchos ojos.
Tengo este presente, el sabor del cocktail,
te tengo a ti, enfrente. Conversamos.
Sigamos así, un rato, todavía. Ésta es mi mano.
Bajo ella, la tuya es sólida: agarrándola
entiendo, muy vagamente, lo que podría ser existir.

Bebámonos, como los amantes de Rilke:
sé mi copa, y el licor que me embriaga.

Así el día siguiente no vendrá,
y bailaremos con el tiempo
nuestro tango infinito.

Así habremos ganado.

Así nuestra resaca será de besos.

Zürich

 (Un relato experimental que escribí poco después de mi viaje a Suiza en 2018. Este año he vuelto a Zürich y he vuelto a ver el Rothko.)

Lo cierto es que cerré los ojos para el beso y cuando los abrí de nuevo estaba dentro de un Rothko.

Del beso cada uno sale por una puerta distinta. No sé a dónde le condujo la suya. La mía me ha traído al Kunsthaus de Zürich. Fuera, la ciudad hierve, repentinamente tropical. Los cuerpos de los oficiantes de la Street Parade se agolpan en las orillas de un Limmat a punto de ebullición, devenido Aqueronte. En el Rothko, una escalera de negros se alza vertical hasta un penacho blanquecino, deshilachado, que corona ese Monte Carmelo, albedo quizás de la modesta alquimia de saliva que me ha sumergido en esta insistente nigredo en que chapoteo.

Les cuento de prisa. Dentro de dos días estoy muerto en Strasbourg, en un hotel que se llama Maison Rouge. Rouge-Rothko, n’est pas? No les digo “estaré muerto”, porque el caso es que eso también ocurre, o ha ocurrido en el Rothko negro de Zürich, como ocurre en él el beso de ayer, en otro lago. Verán, el instante es grueso, a veces incluso es de una obesidad decididamente lezamiana, y abraza en su respiración los aledaños del porvenir, del mismo modo que en su arrastrarse lleva en las suelas la tierra del pasado, donde brillan a menudo las pepitas de oro de los recuerdos falsos. La onda evanescente penetra suavemente en las laderas del cono de luz y de su hermano el cono de sombra: ola en cueva.

Sí, el precio por recordar es conocer el futuro, y no resultará impune la cruz de labios con la que queremos ayer pespuntear el transcurso: esparadrapos sobre las bocas para que no digan lo que saben. Pues en el beso maridamos mandorlas y confundimos las cielotierras de las rayuelas de ida y vuelta. Aquel beso imposible, pues cada labio en un tiempo distinto.

Blanco, negros, grises sobre castaño, 1963, y me acerco al cuadro, hasta casi tocarlo con la boca. Abro los brazos: crucifixión del descendido. Rothko cogió, coge con un kleenex la cuchilla: los suicidas, dirá el policía, son increíblemente cuidadosos y protegen sus dedos mientras ejecutan a grandes tajos la caligrafía de su muerte en los antebrazos. Mano izquierda en el pasado, mano derecha en el futuro. No sirve de nada, pues la cabeza no se mueve del puntocero del presente, que ella inscribe en el bindu del tambor de Śiva que es el tiempo. Rothko también, sobre el charco de sangre, rojo-Rothko, con los brazos en cruz, pero no es así como ha ocurrido en Strasbourg: la sangre no ha emergido. Se llama ictus, y nada por todos los afluentes del cerebro.

¿Dónde estás?, dirá ella, y yo dije, temblando: en Zürich, como en todos los besos. Bien puede uno morir en Zürich, aun transeúnte, en la exacta multitud, que impide casi el paso por el puente que conduce de la estación al hotel, que oscila, como oscila el tiempo en su ocho tumbado, en su reloj de arena ahora lemniscata, pues posado sobre el suelo de un devenir que se ha enroscado en el Maelström del negro-Rothko del Kunsthaus. Cuerpos sudorosos, torsos desnudos, música electrónica: fuera es el Apocalipsis, pero dentro es la Nada. Y, resignado, asciendoasciendoasciendo por todos los negros del cuadro, hacia no sé sabe qué conclusión que es comienzo, paralelo a una muerte que es el horizonte de todos los cuadros del museo. Hacia la blancura de la ballena.

Y entonces comienza a llover dentro de la sala, porque el incendio del fin del mundo se ha propagado ya al recinto de la contemplación, y, con las alas en llamas, el Ángel de la Melancolía se cierne, sosteniendo el reloj de arena, en pie ahora, en franco descenso de ceniza hacia la playa del vaso inferior, y por un momento, insoportable, contemplo la Rueda, y entonces el Ángel, colérico, desesperado, arroja el reloj de arena al centro del Rothko, desbarata la escalera del arco iris negro, abre un túnel y penetra por él, y me tiende la mano y yo, qué otra cosa podría hacer, tomo esa mano y avanzo por la perpendicular.

Y entonces muero en Strasbourg: hemorragia cerebral. Y muero en Zürich: en el pavoroso incendio del Kunsthaus. Y muero en Madrid, frente al ordenador en que escribí esto. Y abro los ojos, y ella sigue allí y me dice ¿dónde estás? y le diré que estoy en el beso, que estoy en la espuma.

Albedo.