(Un divertimento, un pastiche en el sentido más proustiano del término, y también un homenaje, que escribí del tirón hace cuatro o cinco años, pasándomelo muy bien al hacerlo, y que ahora apenas he tenido que corregir. Espero que Uds. entren también en la broma. Y recuerden, como se dice en el inolvidable relato de Cortázar, otro homenajeado, entonces había juego y cuando hay juego, ni las arañas pueden impedir que sigamos avanzando por el laberinto.)
Ustedes,
por lo tanto, son personajes de mi diario novelado y deben permanecer atentos y
bien despiertos a todo lo que pasa y hacen, pues en cualquier momento puede
repercutir en sus vidas.
ENRIQUE
VILA-MATAS
Pues
verán ustedes, el tema es que soñé que mi novia me dejaba por Vila-Matas. La
cosa iba más o menos así: estábamos en una presentación de un libro de Vila-Matas
en una librería que no existe en realidad, pero a la que voy mucho en mis
sueños. Al final, ella se acercaba con su libro para que se lo dedicase y me pedía
que le hiciera una foto con el escritor. Ella aproximaba su rostro al de él,
que estaba sentado en una mesa con una pila de libros nuevos y ambos sonreían,
él más bien oblicuamente y ella con una franqueza que yo, que había sido
agraciado con sonrisas así tantas veces, conocía bien. Yo disparaba la foto y decía:
“otra, por si acaso”, y ellos volvían a posar, pero entonces él se giraba hacia
ella y le decía algo muy breve al oído. La sonrisa de ella se dilataba
visiblemente y justo ahí yo sabía que había algo entre ellos, con esa certeza
que se tiene en los sueños de los acontecimientos que preceden y suceden a la
escena que contemplamos que, no lo olvidemos, en realidad hemos creado nosotros
mismos. Una vez tomada esa segunda foto, que yo daba por buena, ellos se despedían
con dos besos y ella volvía a mí con su libro y me mostraba la dedicatoria: para mi joven amiga de origen desconocido.
Yo no le preguntaba qué le habia susurrado Vila-Matas y ella tampoco decía nada
más. Salíamos de la librería y nos sentábamos en una terraza cercana a tomar
algo, con la normalidad de tantos años de relación.
Era
sábado en el sueño, me parece, y yo tenía el corazón destrozado, y me desperté
―era lunes en el despertar― con una terrible sensación de desasosiego. Estaba
tan agitado que tardé un buen rato en recordar que no tenía novia, que no la
había tenido desde hacía muchos años y que, si bien es cierto que la chica del
sueño se parecía a alguien que conocí tiempo atrás, sería abusivo decir que fue
mi novia, habida cuenta de lo breve y más bien atrabiliario de aquella
aventura. Es verdad que la historia podía tener sentido, porque me parecía muy
adecuado que a ella le gustase Vila-Matas y también que ella ―a la que
recordaba como un ser encantador― le gustase a él. En cuanto a mí, Vila-Matas,
les seré sincero, me deja más bien indiferente, aunque ciertamente había estado
leyendo poco antes El mal de Montano
y de algún modo todo aquello debía estar en mi cabeza y se introdujo en el
sueño, un sueño que me dejó triste para varios días. O, más que triste,
alarmado por la intensidad de mis sentimientos, que iban desde la nostalgia al
desamparo pasando por una rabia irracional que me llevaba a maquinar
alambicados planes de venganza contra Vila-Matas, como su ejecución en la plaza
pública por el tormento de la muerte de
los mil cortes que glosaran Bataille o Elizondo o la quema de sus obras con
el lanzallamas del bombero Montag, ese mismo lunes o cualquier otro día de la
semana.
Como
me mantenía en ese estado de inquietud, a pesar de que transcurría el tiempo y me
dedicaba a mis actividades habituales ―que también incluían, como pueden
imaginarse, estas breves incursiones dominicales en la literatura―, decidí
pasar a la acción y me puse a intentar localizar a aquella amiga de la que en
realidad no sabía nada desde hace años. No es que hubiésemos terminado mal,
aunque lo cierto es que tampoco habíamos terminado bien. No sé, me van a
permitir que no entre en detalles. El caso es que aún conservaba un número de
teléfono de ella que, milagrosamente, funcionó. La conversación fue breve y,
por qué no, cordial. Le expliqué ―mintiendo― que por motivos de trabajo tenía
que desplazarme la semana siguiente a su ciudad, a la que era verdad que no había
vuelto desde hacía una eternidad, y que estaría bien volver a vernos, ponernos al día, esas cosas. Ella me
dijo que andaba muy liada, pero que encontraría un hueco y arreglamos al final
una especie de cita. Sólo cuando colgué me di cuenta de que el lugar de esa
cita, que yo había propuesto, coincidía con el de nuestro primer encuentro, ya
tan lejano. Ella no dijo nada al respecto. Supongo que no le dio importancia, o
a lo mejor ni se apercibió de ello. No hubo ninguna añagaza por mi parte, no se
crean. Simplemente no conozco tan bien esa ciudad y ése era un lugar cercano al
hotel al que pensaba ir, pero lo cierto es que me sentí un poco culpable,
porque podía deducirse de ese movimiento que yo pretendía retomar quién sabe
qué historias ya tan caducas. Quiero decir, que podría deducir yo mismo eso, puesto que hacía ya muchos días ―desde aquel
maldito sueño― que me dejaba conducir, casi atropellar, por sentimientos cada
vez más caóticos y había renunciado a mi habitual racionalidad, arrojándome en
los brazos de una impulsividad que se parecía tanto, sí, a la que nos gobierna
en los sueños.
Y
allí estábamos, en esa terraza que era la de la primera vez ―pero nadie mencionó
eso― y charlábamos como viejos conocidos, poniéndonos
al día, sin entrar en grandes detalles, y todo era cordial, sí, es decir, sin importancia. Había pasado una hora y
ella me dijo que iba a hacer una cosa, que tenía planes, pero que podía
acompañarla. Yo no tenía nada que hacer y le dije que me parecía bien. Ella me
dijo vale, dame un minuto y se
levantó de la mesa y llamó a alguien por teléfono. A alguien: ¿a quién? A su
marido, acaso, si tenía un marido, y quién sabe si hijos ―en nuestra
conversación orbital no habíamos llegado a tocar esos asuntos, por paradójico
que parezca―, o quizás a una amiga con la que iba a compartir el plan que ahora
iba a hacer conmigo.
Como
estamos en confianza, les diré que me sentí halagado y un poco excitado ante la
perspectiva, pero que también percibía vagamente algo así como una amenaza,
como un peligro indefinido que me ―que nos―
acechaba. Todo había ido tan bien que parecía un poco artificial, un poco
preparado. Hubo incluso un momento en que pensé decirle que había recordado que
yo también tenía que hacer algo y que ya nos veríamos en otra ocasión, pero
entonces ella volvió y me dijo ¿vamos?
y es aquí al lado, y salimos, y yo no
le pregunté nada.
Pocas
calles más allá, en efecto, llegamos a nuestro destino. Era una librería, que,
desde luego, no se parecía en nada a la de mis sueños, era simplemente la
típica librería de tamaño medio de una ciudad de provincias de tamaño medio,
bien provista, con un fondo elegido con cariño, y que organiza actos culturales
con cierta asiduidad. Esas librerías me encantan, así que me pareció que todo
se encarrilaba a la perfección.
Y,
sin embargo, seguía aquello, sordo, dentro. Cortázar diría las arañas, y es verdad que parecía como si estuviéramos metidos
dentro de un manuscrito metido dentro de un bolsillo. Así que, en el fondo, lo
que ocurrió después era de lo más previsible. Es una presentación de Vila-Matas, dijo ella. Como si hiciera
falta. Ustedes ya lo habían adivinado, claro. Qué quieren que les diga: como
relato de ficción esto no funciona mucho, es demasiado obvio. Lo terrible es
que pasó de verdad.
Me
dejé conducir hacia el espacio del fondo de la librería. En efecto, allí estaba
Vila-Matas presentando no sé qué libro. Nos sentamos. Yo me daba cuenta de que no tenía fuerzas para
evitar lo que no se podía evitar, pero durante un breve instante ―las arañas― hice ademán de levantarme, sintiendo
que era necesario, que era urgente, que me marchase de allí. Ahora es cuando, pensaba, sin valor para
acabar la frase. Ella me miró, sorprendida, y yo volví a sentarme, pensando que
en realidad me encontraba tan bien al lado de ella que, pasase lo que pasase,
no quería que nos volviéramos a separar. No tan pronto, al menos.
La
maquinaria de la invención de Morel siguió, pues, funcionando, perfectamente
engrasada, y el resto se cumplió como debía, ya se lo pueden ustedes imaginar.
Ella fue hacia él, él le dedicó el libro, ella dijo haznos una foto y acercó su rostro al de él y yo hice una foto y
dije entonces otra, por si acaso, y
era tan difícil saber de qué lado del sueño estábamos, en el sueño de quién
estábamos, que cuando ella me pasó el libro para que viera la dedicatoria que
hablaba de su origen desconocido yo no quise seguir leyendo, porque me había
dado cuenta de que esta historia que les voy contando bien la podía estar escribiendo Vila-Matas y sentí un pánico atroz ante la posibilidad de que en esas
páginas que hojeé por pura cortesía apareciera mi nombre, y el de ella, que en
esa novela se relatase nuestro pasado y nuestro futuro, sin que yo pudiera
hacer otra cosa que rendirme a ese destino y ejecutar, como de hecho ya estaba
haciendo, los movimientos que me habían sido prescritos.
La
despedida fue sencilla, nos dijimos que nos llamaríamos y que trataríamos de
volver a vernos cuando uno de los dos estuviera en la ciudad del otro, sabiendo
muy bien que no lo haríamos, y la vi alejarse con su abrigo negro y el libro en
la mano, alejarse hacia su marido, hacia sus hijos, hacia su amiga, o hacia
Vila-Matas, que probablemente le había susurrado dónde se iban a ver una vez
que ella se librase de mí, y yo me fui a mi hotel y cambié el billete de tren
para el último de la noche y salí, así, de la ciudad un día antes de lo
previsto.
Y
eso es todo, la verdad. He aguantado estos días del mejor modo posible. Incluso
le puse un mensaje a ella mandándole las fotos que le hice con Vila-Matas, y
diciéndole algo como ha estado muy bien
o tenemos que repetirlo o, más
ominosamente, espero que te guste el
libro. Confieso que también yo me he comprado el libro. Aquí lo tengo. No
me he atrevido a abrirlo. Como si a estas horas eso ya importara algo.
Le
he dado algunas vueltas a otras posibilidades, no crean. He pensado en escribir
una novela yo también, una contranovela que sería la historia de ella y
Vila-Matas, una historia que acabaría mal, con ella abandonándole a él por mí,
al que habría encontrado en la presentación de mi libro en una librería de mi
ciudad, muy parecida a la de mis sueños. Ella habría venido por cosas de
trabajo, o eso me diría. En esa variante yo sería, claro, un escritor de éxito, y Vila-Matas me
mencionaría en sus libros como hace con Pitol, por ejemplo.
Otras veces he
pensado, simplemente, en volver a buscarla a ella y explicarle todo esto, a ver
si ella me proporciona alguna certeza sobre mi existencia, o sobre la suya ―la
de Vila-Matas parece incontestable, como ente de ficción que es―, a ver, en
fin, si ella me dice de qué lado del sueño estamos, o estuvimos, o estaremos.
Ya se harán ustedes cargo de mi desazón. No les voy a ocultar que he vuelto a pensar
en acabar con Vila-Matas, pero la verdad es que no me parece justo que él pague
por lo que pasa en mis sueños, o en los de ella, o en mis relatos, o en los de ella.
Así
que he decidido matarme yo. Ya me dirán ustedes si lo he conseguido.