jueves, 27 de marzo de 2025

Papeles pintados

 


¿Quién conoce mi faceta de animal nocturno? Cuántas veces en mi cuarto, estando ocupado en alguna lectura, he sentido penetrar por las ventanas, por las rendijas de la puerta, el llamado de la noche.

JULIO RAMÓN RIBEYRO, Prosas apátridas, 67

Sí, Poeta, el amor y el dolor son tu reino.

VICENTE ALEIXANDRE, Sombra del Paraíso

 

1.

La producción cuentística del gran escritor peruano Julio Ramón Ribeyro es, sin duda, vasta y variada. El título que Ribeyro escogió para la reunión de sus relatos completos fue La palabra del mudo. Pasados ya 30 años de su muerte podemos encontrar todos esos cuentos, y alguno más, en un volumen bastante apabullante, cercano a las mil páginas, que los editores, Alfaguara, han decidido titular, de modo mucho más anodino y tautológico, Cuentos reunidos. Las diversas colecciones que se fueron publicando a lo largo de la vida de Ribeyro van marcando sus avatares vitales, siempre en una especie de vaivén entre Perú (especialmente, su natal Lima) y París, donde habitó largos años, muchos de ellos en condiciones económicas más bien precarias y dedicado a los oficios más peregrinos. Así, Los cautivos, publicada en 1972, contiene algunos relatos escritos en Lima, pero en general la acción de los doce cuentos que incluye se desarrolla en París o en otros lugares de Europa, como Varsovia, donde conocemos la bella historia de Bárbara. Es dentro de Los cautivos donde nos topamos, de manera bastante inesperada, pues no suele ser uno de los cuentos más celebrados o citados del peruano, con Papeles pintados.

 

2.

Si no fuera caer en un cierto anacronismo, y en una segura arbitrariedad, cabría definir el ambiente del relato como modianesco. A pesar de ser fechado en Lima y 1960, toda la peripecia se inscribe en un puñado de calles del Quartier Latin parisino, por donde deambulamos dos noches, en compañía de Carmen, encargada del guardarropa y otros menesteres menores en un cabaret presumiblemente sórdido de la rue de Huchette. Deambulamos nosotros, los lectores, y un narrador innominado, bastante ribeyriano en su pose desencantada y hasta abúlica, y no especialmente simpático, al menos en la mayor parte de la aventura. Ahora, justo en este punto, es cuando Uds. deberían abandonar éste mi escrito y proceder a la lectura del breve, apenas seis páginas, relato. Lo cierto es que esta vez es algo más complicado comparado con cuando les hablo de Cortázar o Borges, por ejemplo. No hay, que yo haya encontrado (no le he puesto mucho ardor, tampoco se crean) ninguna versión online del cuento. Comprar Los cautivos, ampliamente agotado, no es, realmente, una opción, y el cuento no se encuentra en la asequible y muy recomendable antología incluida en la colección de Letras Hispánicas de Cátedra. Así que la única posibilidad sería hacerse con el tocho de Alfaguara. Que conste que me parece una opción realmente recomendable, ni siquiera es tan caro y la calidad y cantidad de lo allí incluido es muy grande. Pero, por las dudas, procederé a hacer una sinopsis bien detallada, spoilers incluidos, y no seré parco en las citas. Síganme.

 

3.

La noción de cuento triste, ya lo sabemos por aquí, fue acuñada por Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs para una impagable Antología, publicada también por Alfaguara hace ya sus buenos años. Yo mismo me he ocupado de añadirle algunos cuentos de mi cosecha en este blog, 1. Papeles pintados, nuestro cuento de hoy, que también da título a la entrada, no desmerecería entre esos augustos representantes de la tristeza narrativa. Y, sin embargo (o no, no sin embargo, porque justamente es por eso) esa tristeza es también la clave de la felicidad que nos produce su lectura, y dentro de la amarga desolación que parece narrar brilla también, no se sabe cómo (esto es muy ribeyriano, de nuevo) una alegría discreta pero inconfundible, una esperanza frágil pero resistente.

 

4.

Estábamos, decíamos, en un París modianesco. Barrio Latino, cafés que cierran tarde, cada vez más tarde, pues hay que ir de un café a otro que siga abierto. Nada sabemos de los prolegómenos, no hay aquí un distanciamiento temporal, un narrador que vuelve a encontrarse muchos años después una agenda con números y teléfonos a los que aún no les han nacido las cifras que luego fueron viniendo, como pasa en las novelas de Modiano. 2 Nada sabemos del narrador, ni tampoco de Carmen, más allá de la sucinta información laboral que ya les he aportado. Nos los topamos in medias res, en el entresuelo del café Danton, ya muy tarde. El narrador bebe su Calvados y deja hablar a Carmen. No porque tenga en realidad gran interés en lo que dice Carmen: un par de páginas más adelantes lo resumirá cruelmente en una frase dura y cortante: No hay cosa más aburrida que las confidencias tristes de una mujer a la que no amamos. La motivación es más simple: quiere acostarse con ella. Pero la vana parlería de la española y malagueña Carmen se extiende entre bostezos y alcohol hasta que llega la constatación indignada de que son las cuatro de la madrugada.

 

5.

Entonces, nuestro narrador propone a su partenaire acompañarla a su hotel. Ella no se resiste: Por supuesto, le dice. Y salen a la noche parisina, a las calles desiertas del barrio universitario de la Rive Gauche, donde apenas parece sonar algún jazz, que remite a un Nuevo Orleans fantasmal, de alguna cave. Queda algún café funcionando aún, pero ya a puerta cerrada. Otros bares están empezando a abrir. Es esa hora incierta en la que para algunos de los transeúntes todavía es la noche de antes y para otros ya es el día siguiente. Entonces, en la rue Buci, Carmen se detiene ante una tienda de artículos de viaje y arranca del escaparate un afiche (ése es el término que utiliza consistentemente Ribeyro, un término francés castellanizado, apropiado, pues) en el cual se distinguía una bahía azul dominada por un volcán. “Es Nápoles”, nos cuenta Carmen, con errata incluida en el volumen de Alfaguara. Eso es sólo el comienzo.

 

6.

Siguiendo un rastro del que parece plenamente conocedora, moviéndose con presteza y precisión por el laberinto de las calles, hasta desorientar al narrador, por la rue de Seine y la de Monsieur-le-Prince, o junto al Luxembourg, Carmen va apropiándose de carteles turísticos que muestran motivos alpinos o playas de la costa dálmata. El narrador es conminado, no sin cierto escrúpulo por su parte, a participar en ese latrocinio melancólico y largamente inofensivo. El alijo es abundante, y el periplo es largo, y lleno de menciones a nombres señeros de esa región ya devenida onírica: rue Soufflot, rue Cujas, rue de la Sorbonne, la plaza del Panteón. Cuando finalmente arriban al hotel de Carmen, ya es de día, son las seis de la mañana y no es conveniente que el narrador suba al cuarto de la coleccionista, bajo la mirada inquisidora del portero. El galán no oculta su frustración, y ella le emplaza para la noche siguiente, donde presumiblemente tendrá lugar la consumación de ese destemplado amorío.

 

7.

Como un clavo, nuestro narrador se persona a las dos de la mañana (nada sabemos del día de entre medias, todo acaece como si la ciudad sólo existiera durante la madrugada) en el cabarecito árabe donde Carmen desarrolla su trabajo un poco clandestino y múltiple. Entonces ella propone nos tomaremos algo antes, y es preciso encontrar un café abierto. No lo están ya ni el Cluny ni el Old Navy ni el Mabillon. En el Deux Magots los mozos hacían pilas con las sillas. Terminamos en el Royal Saint Germain. Allí pedimos una cerveza. Yo me encontraba aún malhumorado. Y nosotros vamos caminando de un café a otro, sintiendo el escalofrío nocturno de esas calles, acaso húmedas de la lluvia de una tarde que puede no haber existido. Nosotros trabajamos en esa escenografía con el mismo ahínco, soñamos de igual modo, arrastrados por nuestros instintos, dominados por fuerzas que no podemos conocer con otro nombre que entropía. Y entonces Carmen, ante nuestros reproches, se echa a reír.

 

8.

Yo soy una mujer difícil. Mis amigos tienen que acostumbrarse a mí. Y nos cuenta retazos de su historia, de su historia de náufraga en un Quartier Latin en el que lleva varada años sin poder salir de allí, de los líos con la prefectura de alguien que no tendrá, con toda seguridad, los papeles requeridos, de su niñez en Málaga, del hijo que un hombre que la abandonó la hizo, y la espera en el campo con una nodriza (como el Bebé Rocamadour esperaba a La Maga, que luego lo llevó a París a morir en mitad de una discada del Club de la Serpiente). Y ahí, mientras nosotros la escuchamos con una sonrisa, apurando nuestra cerveza de las tres de la madrugada, nuestro grosero narrador se aburre de las confidencias tristes.

 

9.

Pero Carmen es una cazadora y no se arredra. Ha visto, cerca de la escuela de Medicina, un afiche maravilloso de un mar azul y una costa que era la sombra del paraíso. Nos resulta fácil imaginarla, ilusionada como a una niña, y también exhausta de la jornada de trabajo, y ajada por los años de vaivenes y privaciones, y también capaz de volar hasta esa playa, de sumergirse en ese mar azul a través de la ventana que abre el afiche en la dura pared de un París apenas iluminado de los años sesenta. El narrador, que no parece haber entendido nada (aún) se resiste, ella claudica, se dirigen a su hotel, y en la plaza Odéon (donde acaso Johnny o Charlie o cualquier otro saxofonista toca por unas monedas3) miró con tristeza la prolongación del bulevar, donde se veía la escuela de Medicina.

 

10.

El narrador parece, pues, haber conseguido su objetivo, distrayendo a Carmen de su hambre de afiches por esa noche. Llegar a la habitación del hotel, empero, todavía exigirá un ascenso a tientas (no fuera a darse cuenta el portero, no estamos en una época en que una pareja que no estuviera casada pudiera, sin más, compartir habitación), pisos y pisos mientras yo me ahogaba en ese pozo negro, guiado a ciegas por la mano de Carmen. Al final topamos con una pared. Un nuevo espacio obscuro, y entonces esa mano de Carmen encendió de golpe la luz. Nuestro narrado nos comunica el enternecedor y también atroz y también propiamente surrealista descubrimiento: Quedé asombrado: aquello no parecía un dormitorio de hotel, sino el desván de una imprenta. Por todo sitio se veían papeles y más papeles. En realidad eran afiches de toda forma y tamaño, doblados unos, enrollados otros, formando rumas o columnas que se desplomaban entre los escasos muebles. Muchos estaban clavados en las paredes, en el cielo raso o en la ventana, a manera de visillos. La cama apenas se distinguía bajo un aluvión  de papeles. Entremos nosotros también, con respeto, a ese templo caótico y extrañamente luminoso.

 

11.

Detengámonos por un momento. Imaginemos el cuarto minúsculo lleno de carteles con vistas, con la cúpula de San Pedro, con los molinos de Holanda, con la Torre de Londres, con el Partenón, en Grecia. Ese tesoro acumulado durante años, durante infinitas madrugadas de pavor o nieve, dejándose las uñas para derrotar esos engrudos, imaginémonos a Carmen al acecho de cada nueva promoción de las agencias de viaje de la ciudad extranjera en la que estaba aherrojada. Imaginémonosla con su botín camuflado en el abrigo, depositándolo en ese desorden gozoso en el que ella se sumergiría entonces, para dormir a pierna suelta, transitando en sus sueños por esos parajes inalcanzables, pero reales, pues fotografiables, pues nombrables con nombres como Niágara o Indochina. Pensemos, acaso, en la oficina de Rosalind Dakyns, que nos muestra W.G. Sebald al comienzo de sus Anillos de Saturno4, con esas montañas de papeles prestas a un derrumbe que no se produce, rodeando a la imagen sagrada de la Melancolía de Durero.

 

12.

Carmen, entusiasmada, muestra su colección, como mostraría un niño de hace ya tantas décadas su colección de sellos.5 El narrador se siente sobrecogido: de sus ojos salía una luz cegadora, insostenible, sus narices aspiraban y exhalaban el aire con vehemencia, sus labios se movían sin descanso, articulando explicaciones muchas veces doctas, pero mecánicas, como una conferencia aprendida de memoria, mientras sus brazos, infatigablemente, desenrollaban los grabados y los dejaban caer a sus pies, en un torbellino de paisajes. El narrador quería hacer el amor con Carmen y Carmen estaba haciendo el amor con él, en su infinita locura, en su lucidez insoportable, llevándole a su mundo multifacetado de destinos donde pasar la noche y las otras noches, y los días hostiles de una ciudad que no es la suya, y donde apenas hay otra posibilidad que trabajar mal, cobrar mal, comer mal, tener mal sexo, y soñar y acumular papeles.

 

13.

No siempre está uno preparado para una iluminación tan rotunda. Medroso, nuestro narrador, se escapa. Huye a toda prisa, escaleras abajo, en la misma obscuridad de la ascensión, gana la calle, se lanza al bulevar Saint-Germain, confundido, tratando de serenarme, sabiendo que huía, que mi cuerpo se anticipaba, dejando a mi razón caída, dando tumbos a mis espaldas. Es posible que en ese momento deseara no haber estado allí, no haber conocido ese edén polvoriento y claustrofóbico. Anda, sin resuello, recorre el bulevar. Entonces, ahí, justo ahí, donde ya sabíamos que estaba, en una librería cerca de la escuela de Medicina, hay un cartel, un afiche con un mar azul y una costa paradisiaca. Era un afiche de la costa malagueña, de su costa, un afiche como cualquier otro, en verdad, pero que me retenía de una manera extraña. En su cuarto, Carmen quizá vaya ya por Moscú o por las Antillas, quizá se haya desmaquillado, desnudado, se haya metido en la cama. Triste acaso, o acaso no, en el fondo qué importa, ya le ha ocurrido más veces, el extraño no ha querido conocerla, hacerse cómplice. Cuando se apaga la luz, aún, por las rendijas que dejan los afiches pegados como visillos a la ventana, pueden apreciarse cumbres nevadas y selvas lujuriantes. Y entonces, en el sueño, los carteles se hacen transitables, y empieza una nueva etapa en la vuelta al mundo.

 

14.

Pero, en nuestra película, estamos junto a la escuela de Medicina de París, frente a un cartel, bien banal si se piensa, de Málaga. Lo miramos, lo seguimos contemplando, fascinados, estudiando cada detalle, cada artificio del pintor anónimo o del fotógrafo astuto que había puesto su ingenio en abrir una ventana de color sobre los grisáceos días parisinos. Nunca hemos mirado así a un afiche. Nunca hemos mirado así a nada. Hemos ido y venido por el Barrio, hemos cerrado todos sus cafés, hemos trabajado en oficios de baja cualificación, o hemos escrito en nuestro propio cuartito, frente a ventanas sin visillos, ni afiches de turismo. Pero entonces, por fin, comprendemos lo que significan los afiches de turismo. Uno de estos afiches, cualquiera de ellos, era la evasión, el país remoto, la ciudad soñada, las vacaciones eternamente aplazadas, los imposibles días de paz y descanso, el irrealizable viaje, el exotismo prometido y burlado, el consolador mundo de la ilusión. Esos carteles, sí, eran el pasaporte a la Otra Ciudad, a la Otra Vida, donde no llueve tanto, o sí, si queremos que llueva. Donde sólo es de noche cuando queremos que sea de noche. Donde estamos juntos, o donde estamos solos cuando no queremos estar juntos. Y por esos carteles viajamos, como los niños lo hacen con sus libros de geografía, a la luz de una lámpara.

 

15.

Llegados a este punto, ya sólo resta una cosa por hacer, si queremos, al menos, en el último minuto del combate, redimirnos, vencer o conseguir tan siquiera un empate. No dudamos, pues: arrancamos el cartel, regresamos apresuradamente al hotel, para hacer entrega de esa pieza única, de ese sello con el que concluye la serie, de ese lienzo al que espera la mejor pared de la exposición. Porque sabemos que ese dibujo completaba un periplo imaginario, era la pieza rara de una colección, el plazo que se concedía a una desesperada, un eslabón más en el delirio o tal vez la estación última de un itinerario infernal que cerraba el ciclo de la locura. Y colocamos el punto final, decididamente cómplices de ese desatino, partícipes de ese destino. Estamos igual de solos que ella en el mismo París de días imposibles. No podemos renunciar a los abrazos, por friolentos que resulten. No podemos volver la cara a las imágenes, aunque nos llenen los ojos de lágrimas.

 

16.

En Dark city, la película de culto de Alex Proyas (1998), tampoco hay día, vivimos en una perpetua sucesión de noches, deambulamos crecientemente desorientados por una ciudad noir en la que, en los mejores días, la bellísima Jennifer Connelly nos invita a bailar con ella6. De algún modo, todos los trayectos parecen ser circulares. No hay una salida, ni a las afueras, ni a la luz del día. El metro insiste en pasar y pasar y no nos lleva a ningún otro lugar que a su mismo ser subterráneo. Lo único que parece lucir es un viejo cartel que nos obsesiona. Shell Beach, anuncia, y todo nuestro afán es arribar a esa playa, que es, o así lo creemos, la de nuestra infancia, y que haga sol y podamos tumbarnos en la arena. Todos nuestros sueños son así, llevan siéndolo desde siempre. Todos nuestros relatos, pues, inevitablemente, son así: un trayecto nocturno por una Ciudad que es íntima y también extraña, en busca de no se sabe qué torno de salida, de no se sabe qué aire libre en el que por fin burlar la apnea.

 

17.

Inspeccionamos, como detectives (estamos, al cabo, en un film noir), las paredes. Prohibido fijar carteles, pero los hay, fijados, a veces a medias despegados, superpuestos. Défense d’afficher. Y graffitis, como en el cuento, tan triste también, de Cortázar, inesperadamente pareados, inesperadamente narrativos, tan dolorosamente testimoniales de una tortura que no cesa nunca. En algún lugar, las colonias del Offworld que nos prometen una nueva vida en el Los Ángeles de un 2019 de una línea temporal intransitada por nosotros, en la que hay replicantes y blade runners. En algún lugar, un mar incomprensible, junto al que te paseas, de noche, tú, que no vives en mi ciudad, que vives en el mundo de los carteles, ese mundo que yo escribo y escribo, quitándole horas a un sueño que no va a saber incluirte, en una habitación en la que siempre son las tres de la mañana.7

18.

Los diarios de Ribeyro se reunieron bajo otro título igualmente bien elegido: La tentación del fracaso. Allí, en una entrada correspondiente a febrero de 1968, en París, naturalmente, encontramos otro fragmento mágico. Anota Ribeyro: Hallazgo, ayer, a tres cuadras de mi casa, de una Fábrica de Acuarios, así, con esas mayúsculas. El descubrimiento le produce gran perplejidad, porque un acuario es algo tan raro ―habrá uno por cada millón de casas o cada cien mil restaurantes u oficinas― que me era difícil pensar que se fabricaran en serie. Pero sí, sí se fabrican, y sobre medida, lo que prueba la imaginación de los industriales, atentos siempre a cubrir las necesidades de los consumidores, incluso las de aquellos que añoran una ancestral vida submarina. Una fábrica de acuarios en la que se producen láminas de vidrio y también esferas. Transparentes. Engañosas en su transparencia. Hábitat para peces desorientados y agotados en deambulaciones que no conducen nunca, pero nunca, pero nunca (y la memoria de los peces basta para ser conscientes de ese nunca) a ninguna Shell Beach, a ningún océano.

 

19.

Algunos peces, algunos habitantes del acuario, algunos de nosotros, han colocado en esas paredes de vidrio afiches de la costa malagueña, o de paisajes alpinos, o de playas dálmatas. Algunos peces, algunos habitantes del acuario, algunos de nosotros, miran esas fotos y les parece estar ahí, se sumergen en esas imágenes como lo harían en las aguas cristalinas de los Mares del Sur. Algunos de nosotros, a ratos muertos, nos sentamos y escribimos relatos en los que otros de nosotros, o nosotros mismos, caminamos juntos por ciudades nocturnas y coleccionamos perlas que encontramos en ostras buceando a pleno pulmón, o ídolos de las Cícladas, o simplemente pins o imanes de nevera o postales o cualquier otra cosa de las que se venden en esos lugares que se llaman tiendas de souvenirs. Tiendas de recuerdos. Recuerdos comprados. Ay, nuestra memoria ya va siendo tan frágil.

 

20.

Siempre he sabido que tú vives en Shell Beach, y por eso no cejo en mi empeño de llegar allí. Fatigo las líneas del metro (o del Métro), me pierdo por los callejones surgidos en una época en la que no existía aún la noción del urbanismo, en apariencia paralelos pero que empiezan a separarse y terminan por conducir a puntos diametralmente opuestos. Me pierdo también por avenidas anchas y rectilíneas y plenas en perpendiculares. Transito, deambulo, recorro, me agoto, me echo a dormir en cualquier banco de la ruta, tomo autobuses contradictorios, me embarco en balleneros, me detengo de repente como si hubiera encontrado una pista, robo impunemente todos los carteles que encuentro, lleno mis estanterías de guías de viaje, empleo mi vida en una quête infinita que sé que no me conducirá a Grial alguno. Y a ratos, en los mejores días, me parece oír el ruido de las olas ahí mismo, a la vuelta de la esquina, y el olor, ese olor a mar que la gente del interior tenemos inscrito en lo más profundo de la memoria sensorial. Y entonces Jennifer Connelly empieza a cantar Sway y tú me saludas agitando la mano, bajo tu sombrilla, y Shell Beach existe, existe eternamente, indefinidamente, existe hasta que nos despertamos y ya no existe más, pero no importa, ya sabes tú que no importa.

 

Aunque no ha sido intencionado, lo cierto es que en este texto hago referencia a otros textos míos del blog, que enumero aquí. No es tan extraño, ahora que el blog ha crecido tanto, que mis obsesiones y mis preferencias acaben por producir circularidades de este tipo. Si disponen del tiempo y de las ganas suficientes, quizá podrían explorar o redescubrir estos otros elementos de la constelación o archipiélago que aquí se ha cartografiado. Y en el número 6 encontrarán a Jennifer, que pone la banda sonora. Un apunte más: el poema del que he extraído la cita de Aleixandre, una cita que me lleva persiguiendo desde mis trece o catorce años, es el que abre Sombra del Paraíso y va dedicado "a mi ciudad de Málaga". Releyendo el texto de la entrada antes de publicarla, me he dado cuenta de que podía haber una alusión en el modo en que Ribeyro describe el afiche de Málaga. O tal vez no, tal vez es una pura coincidencia, un seguro azar, que diría Salinas. En todo caso, buen viaje.

1 https://palidojuego.blogspot.com/2023/10/ceremonias.html

2 https://palidojuego.blogspot.com/2024/03/los-bulevares-perifericos.html

3 https://palidojuego.blogspot.com/2023/10/ceremonias.html

4 https://palidojuego.blogspot.com/2024/07/papeles.html

5 https://palidojuego.blogspot.com/2023/09/el-catalogo-del-mundo.html

6 https://www.youtube.com/watch?v=MIvWZ8iF6CI

7 https://palidojuego.blogspot.com/2023/07/tres.html 



jueves, 13 de marzo de 2025

Picnic con Rothko

 


Todo el resto es anemia.

SEVERO SARDUY, Cromoterapia

 

1.

El 15 de junio de 1959, Mark Rothko, acompañado de su mujer Mell y su hija Kate zarpa en el Constitution para comenzar su segundo gran viaje a Europa, tras el iniciático de 1950, en donde, entre otros muchos lugares, visitó Torcello, que tanto influiría en la concepción de su capilla de Houston. Para ser exactos, de todos modos, ese primer viaje lo realizó, si atendemos a la información que figuraba en su pasaporte, Mark Rothkowitz, que era el nombre que, a su vez, producto de una transcripción no demasiado precisa, le fue impuesto a su llegada a Ellis Island como inmigrante a EE.UU. en 1913 (con diez años), desde su localidad natal, aún llamada Dvinsk y perteneciente al Imperio Ruso, hoy Daugavpils, en Letonia. Sólo para el segundo viaje europeo, con la renovación del pasaporte, Rothko decidió oficializar la apócope de su nombre. En 1950, Kate fue concebida en Europa. Aún nacería en 1963 su segundo hijo, Christopher. Y habría un tercer viaje, en 1966. El interés de Rothko por los maestros antiguos, singularmente por Giotto, era muy grande, y descubrimientos como las pinturas de Pompeya, con su característico rojo, serían decisivos para él. No es de extrañar, pues, que en la magna exposición que se le dedicó en 2019 en el Kunsthistorisches Museum de Viena hubiera una pequeña sala de transición en la que se mencionaba la influencia fundamental de esos viajes y se mostraba una ampliación de una peculiar foto de picnic entre ruinas.

 


2.

Para identificar a los personajes de la foto hemos de retroceder un poco y situarnos en la cubierta del Constitution, o en el bar de la clase turista, donde Rothko solía tener grandes conversaciones con el escritor y periodista John Fischer, que había conocido en el barco y que se convertiría en un amigo duradero, que acabó por escribir, a los pocos meses de la muerte del pintor, un artículo en el que ofrecía detalles de ese periplo fundamentalmente italiano de 1959. Rothko, que siempre tuvo una relación tormentosa con el mundo de las galerías y el negocio del arte, había aceptado participar en un faraónico proyecto, la decoración del restaurante neoyorquino Four Seasons, dentro de un rascacielos que había diseñado Mies van der Rohe, encargo realizado por la destilería Seagram. El resultado de esa operación, que acabó siendo fallida, fueron los llamados murales Seagram, pinturas monumentales que hoy pueden verse en la Tate Gallery, de Londres. Rothko se retiró del proyecto, pues comprendió que ese ambiente snob de restaurante carísimo no era el lugar apropiado para sus grandes lienzos en los que se repiten modelos de rectángulos que pretenden evocar la claustrofobia de las ventanas cegadas de la Biblioteca Laurenziana de Florencia, a cargo de Miguel Ángel.

 


3.

Durante el viaje, las dudas sobre el proyecto Seagram son cada vez mayores. Rothko se confiesa con Fischer, que justamente no pertenece al mundo del arte. Estamos en un punto de inflexión muy importante en la vida del artista. Cuando el Constitution toca puerto en Nápoles, las familias Rothko y Fischer descienden y visitan las excavaciones de Pompeya, en pleno funcionamiento entonces. Rothko contempla fascinado los frescos de la Villa dei Misteri. Otro día, la pequeña expedición se dirige al sitio arqueológico de Paestum, a un centenar de kilómetros de Nápoles. Allí se conservan templos griegos como el de Hera, que aparece en la foto. La hija de los Fischer ha entablado conversación en el tren con dos jóvenes estudiantes italianos. La confusión de lenguas es importante, y el entendimiento se realiza a partir de traducciones intermedias al francés. No importa, la jornada se desarrolla del modo más agradable. Los estudiantes muestran los templos a los americanos y todos se reúnen para degustar unas viandas, consumir unas botellas de vino. Alguien, entonces, hace la foto. Rothko está tumbado boca abajo sobre la hierba. La imagen está ligeramente mal encuadrada, y el grupo aparece descentrado, a la derecha. Al fondo, dos poderosas columnas dóricas destacan. Rothko se alinea con una de ellas. La sombra de los elementos arquitectónicos, en primer plano, contrasta fuertemente con la luz casi saturada del fondo. La foto no es de muy buena calidad, o al menos no lo son las reproducciones, escasas, que pueden hoy consultarse. En todo caso, es un testimonio de un momento, irrepetible como todos los momentos, del verano de 1959.

 


4.

Cuenta la leyenda, es decir, la leyenda que establece Fischer con su testimonio de 1970, y que reproducen luego todos los biógrafos de Rothko, que, enterados los jóvenes italianos de que uno de los turistas era un reputado pintor, le preguntaron si había venido a Paestum a pintar los templos. En ese ejercicio de traducción múltiple, Fischer dice que Rothko dijo que les dijeran a los estudiantes que él llevaba toda la vida pintando templos griegos, sin saberlo. Esas frases se pronunciaron poco antes o poco después de que fuera tomada la foto, o quizás aún en el tren, o paseando de vuelta a la estación. En todo caso, los templos griegos de Paestum, tan sólo ese día, un solo día en la vida de Rothko, fueron señalados como el lugar original de su pintura.

 


5.

Puesto que fue encontrada sólo en 1968, nueve años después de ese secondo viaggio, Rothko no pudo contemplar entonces la llamada tomba del tuffatore, uno de los elementos arqueológicos más conocidos de Paestum, especialmente por su losa superior, que muestra al personaje que le da nombre, el saltador que se zambulle en no se sabe qué aguas ondulantes. Esa figura apenas esquemática, que se sitúa en el interior de una tumba, decorada con escenas de simposium, ha recibido la atención de poetas y escritores. Su decidido arrojarse, en un contexto fúnebre, quizás al mar de la otra vida, quizás simplemente a la aniquilación, parecería ser una definitiva renuncia al vuelo, un gesto valiente de iniciado.

 


6.

Eugenio Montale le dedicó al zambullidor un poema que comienza Il tuffatore preso au ralenti. El arabesco que dibuja, dice, encierra la cifra de su vida. Un muerto que vuelve para nadar, como muerto está el que fotografía la lápida que contempla el poeta. Pietà per le pupille, per l’obiettivo, pietà per tutto che si manifesta, pide Montale, capturado él mismo ante esa potente imagen, ante esa geometría. José Ángel Valente tradujo Il tuffatore de Montale y le añadió, por su cuenta, el título de Salto e inmersión. Entonces, escribió su propio poema, incluido en su libro Mandorla, de 1982. Éste:

No estamos en la superficie más que para hacer una inspiración profunda que nos permita regresar al fondo. Nostalgia de las branquias.

Exactamente: nostalgia de las branquias.

 


7.

Es posible que Rothko pinte mares, mares acaso de otros planetas inconcebibles. Esos mares tienen playas y orillas: es justamente en los márgenes donde se desarrolla la historia. Es posible que Rothko pinte paisajes lunares, territorios boscosos de raras clorofilas, escaleras que ascienden y descienden en el mismo movimiento. Es posible que pinte luces extremadamente obscuras y sombras imposiblemente claras. Es posible que pinte todo eso, aunque no pinte ninguna de esas cosas. Lo que sí pinta Rothko son puertas, o cuevas, o pasajes. Hay veces que esas puertas se abren, esas cuevas acogen, esos pasajes nos conducen a dentros insospechados. Abrir esas puertas no es sencillo, se requiere de cierta pericia, se requiere de una atención contemplativa que es fácilmente alterada por el mundano hecho de que una exposición de Rothko suele ser un lugar atestado, un ajetreo de visitantes apresurados que transitan frente a los lienzos sin apenas detenerse, que empujan a los pasmados que intentan ser admitidos en esos antros rojos, naranjas, marrones, morados, negros, grises, blancos. Nada que ver con el recogimiento de las celdas del convento de San Marco en Florencia, decoradas por Fra Angelico, que Rothko amaba y al que volvió también en 1959. Allí, cada monje, en el silencio de su reclusión, podía concentrarse en la escena sagrada que había sido pintada para él, para ese lugar. Rothko es, por supuesto, un pintor místico. No es de extrañar que acabara por renegar del encargo de Seagram.



8.

En todo caso, es preciso un arrojarse para contemplar los cuadros de Rothko. Las condiciones de exposición son decisivas, y Rothko prescribió para ello su propia normativa. Los cuadros habrían de colgarse a apenas unos centímetros del suelo. Las paredes no serían iluminadas demasiado intensamente, para evitar que su blanco saturara la retina y verdeara los rojos del lienzo. El observador debería situarse a corta distancia de la obra, de modo que todo su campo visual quedara ocupado por las zonas de color. Entonces, cumplidos los preceptos, obtenida la pequeña isla de quietud en la que ubicarnos, que el cuadro se abra finalmente depende de que los dioses, es decir Rothko, nos sean propicios.

 

9.

Se comienza por sentir algo que, a falta de mejor término, podría denominarse un vértigo visual, una especie de giro de la percepción. Entonces, moviendo lentamente la cabeza, empezamos a apreciar detalles y matices que pasan desapercibidos en la inspección sumaria del visitante poco atento. No hay nada menos uniforme que las franjas de Rothko. La ejecución de la obra, de hecho, se basa en la superposición de numerosas capas, que van revelándose a medida que el proceso de entrada en el cuadro se completa. La sensación es entonces de pura embriaguez. Es frecuente, Rothko mismo lo señala en alguna entrevista, que acaben por saltar las lágrimas del contemplador, como ocurre con los feligreses ante la visión de una imagen sagrada. Eso es lo que son los cuadros de Rothko, imágenes sagradas, iconos del único culto al que aún cabe adscribirse, tan lejos como estamos ya de profesar otra fe que la de la imposibilidad.

 

10.

Sólo cuando uno está plenamente nadando en los grandes estanques rothkianos, en sus mares de los planetas exteriores, comienza a comprender el drama que representan (los grandes cuadros, para Rothko, son la representación de un drama; las obras en papel que se vio obligado a pintar a partir de su enfermedad en 1968 serían novelas). El drama se desarrolla en los márgenes, en los intersticios. Ahí, en ese paisaje de villas inesperadas, torres diminutas y quebradas, en esos mimoides de Solaris, en ese agitado vaivén de los trazos, se encuentra el secreto. Y la mirada pasa y pasa y cada vez encuentra un nuevo lugar en que anclarse, y la retina, saturada de los colores infinitos en los que bucea, hace que los tonos viren, y a cada nuevo paseo todo cambia, y hay algo que claramente resuena, y el Rothko empieza a escucharse, como un atronador zumbido de otro mundo, como el ruido que hacen al orbitar esos planetas de los que ahora somos ciudadanos.

 

11.

No puede saberse la cartografía fractal que reside en cada Rothko hasta que uno lo tiene enfrente, o, para ser precisos, hasta que el Rothko lo tiene a uno enfrente, pues él es el que ordena, el que decide, el que deja o no que entremos. Podemos, sí, hacernos trampas en el solitario, intentar congelar los instantes irrepetibles de éxtasis místico a base de tecnología. Así, haremos valer el potente zoom de la cámara para cerrar y cerrar más el campo, centrarnos en aquella pequeña excrecencia, en esa zona de transición que revela un horizonte insospechado, lábil, inconsistente. Cada cuadro, así, sufre su autopsia, se descompone para recombinarse, en otro momento de la contemplación, en el hotel, agotados y dichosos por la experiencia, o días o meses después, ya de vuelta a nuestro origen, abrumados aún por el hecho de haber sido ciudadanos de un Rothko, aunque fuera durante los breves minutos que nos fueron concedidos antes de que la multitud que sentimos como una bestia jadeante a nuestras espaldas empezase a enfadarse ya de veras por nuestra inmovilidad.

 

12.

Es posible que Rothko pinte, sí, escaleras, es posible que incluso esas escaleras no vayan hacia arriba y hacia abajo solamente, sino que también avancen hacia un interior que no respeta paredes. En el Kunsthaus de Zürich hay una obra de 1963, cuyo título, como ocurre en la mayoría de los casos (a veces no tenemos otra cosa que un Sin título) es la mera descripción de las franjas. En este caso, Blancos, negros, grises, sobre castaño. Allí, como una especie de extraño premio para el esforzado escalador, que ha peleado acaso toda una noche de Jacob con esos peldaños de sombra, un penacho de espuma blanca señala el albedo que sucede por fin a tanta nigredo. Desde el estar dentro del cuadro, esa salida a no se sabe qué exterior de luz es equivalente a la primera respiración del recién nacido, extraído de una obscuridad en la que las gradaciones del arcoíris negro son infinitas. Se siente así: liberadora, dolorosísima.

 

13.

Es posible que Rothko no pinte ninguna de esas cosas, que todas esas cosas sean ellas las que se pintan, mientras Rothko decae y decae. Fumador compulsivo, alcohólico, aquejado de una depresión permanente, lleno de miedo y rabia, enfermo de la circulación, acaba sufriendo un aneurisma en 1968 que le deja postrado. Los médicos le imponen disciplina, que él no acaba de cumplir. La medicación, o su estilo de vida, acaba derivando en una impotencia sexual que complica su matrimonio. Tiene una amante. Se debate ante la posibilidad de aceptar o no nuevos encargos, la gestión de su obra le agobia. Decide el traslado de los murales Seagram a la Tate. Piensa que está cada vez más encerrado en su propio estilo, sueña con una nueva iluminación, con nuevas formas. En suma, se derrumba. Queda apenas algo más de un año para el último drama, para la última obra.

 

14.

El miércoles 25 de febrero de 1970 los Seagram Murals arribaron a Londres. Ese mismo día, Oliver Steindecker, el asistente de Rothko, como cada mañana, acudió al estudio del pintor, situado en el 157 de la calle 69 Este de Nueva York. Rothko no contestó a su saludo. Steindecker avanzó hacia el interior y se topó entonces con el espectáculo más siniestro que concebirse pueda. Tirado sobre el suelo, boca arriba, con los brazos extendidos, el cadáver de Rothko nadaba estático sobre el estanque que había formado su propia sangre, que había brotado de las heridas que él mismo se había infligido en sus antebrazos. El agua manaba del grifo de la pila, junto a él. Aparentemente, se abrió las venas y dejó correr el agua para que fuera lavando la sangre. Sólo cuando había perdido suficiente se desplomó. La extensión del gran charco se midió: seis por ocho pies. Rothko estaba en ropa interior y calcetines. Su pantalón estaba cuidadosamente doblado en una silla.

 

15.

La muerte fue calificada de manera inequívoca como suicidio. Posteriormente, la autopsia demostró que Rothko había ingerido grandes cantidades de barbitúricos, que sin duda tuvieron un carácter anestésico. El dictamen aparece formulado de un modo brutalmente sintético: Self-inflicted incised wounds of the antecubital fossae with exsanguination. Acute barbiturate poisoning. Suicidal. No se encontró ninguna nota de justificación o despedida. Tampoco había ningún otro signo de desorden. Las obras acumuladas en el estudio, que valían muchos cientos de miles de dólares, estaban intactas, como la cartera del artista. Rothko, al parecer, había hablado con su amante Rita Reinhardt alrededor de la medianoche anterior. Nada hizo pensar que estuviera considerando el suicidio, a pesar de su evidente declive físico y su crónico estado depresivo. El método en sí mismo, tan evidentemente gore, sorprendió a sus amigos. Robert Motherwell se declaró extrañado por el carácter tan ritual del suicidio. El velatorio del cuerpo tuvo lugar en el funeral parlor de Frank E. Campbell en la tarde del 26. Alguien le había puesto las gafas a Rothko. Christopher, su hijo menor, de 6 años, introdujo en el ataúd un disco del Quinteto de la trucha, de Schubert. Kate, de 19, añadió uno de la obra musical favorita de Rothko, El rapto del serrallo, de Mozart.

 


16.

De entre todos los detalles de la muerte de Rothko, hay uno que quizás resulta el más sorprendente. El utensilio empleado para realizar los cortes fue una cuchilla de afeitar. Para sujetarla, Rothko se valió de un kleenex. El detective Lappin, del NYPD, declaró, posteriormente: Los suicidas son sorprendentemente cuidadosos para no cortarse los dedos mientras se rebanan los antebrazos. Es de suponer que el rojo de la sangre empapó el blanco papel del pañuelo, subvirtiendo las fronteras entre esos dos ámbitos, generando esas breves civilizaciones efímeras de los intersticios que nos son tan familiares a los devotos de Rothko. La carne del finado, como corresponde a un desangrado, era cerúlea, de una palidez fuera de lo común. Es seguro que hubo fotografías policiales de la escena, pero ninguna ha trascendido.

 

17.

El gran escritor cubano Severo Sarduy publicó en 1990 Cromoterapia, un breve ensayo que giraba, bien que implícitamente hasta el último párrafo, en torno a Rothko. Sarduy, que también era pintor, admiraba profundamente a Rothko y le dedicó igualmente un soneto, que suena bien quevediano. Cromoterapia comienza de forma decidida Escribir es pintar y habla sobre todo del rojo:

distintos rojos que se resumen en uno aparentemente unido y en realidad atravesado de venas, de texturas: escarlata, carmín, granate, japonés claro, naphtol, Oriente. O bien los rojos que ya ha bautizado la destreza de un maestro: Breughel, Angélico, Uccello.

Ese rojo, nos dice Sarduy, comienza a respirar, a latir, sístole del naranja, diástole del cadmio. En efecto: la sangre expulsada al ritmo de los pulsos declinantes, inundando con su oleaje el estudio, torbellino ígneo. Pues, como sabe Sarduy, el rojo establece, con el de la sangre, una complicidad secreta.

 

18.

Es en el párrafo final de Cromoterapia cuando Sarduy emite su veredicto:

De cuantas explicaciones se han dado del suicidio de Mark Rothko hay una sola que nunca he encontrado en sus numerosas, y con frecuencia deplorables, biografías: su investigación del rojo llegó a tal profundidad, a tal diálogo, que tuvo que derramar el modelo ―y el origen― de todo posible rojo: la sangre humana.

Lo cual corrobora igualmente el final de su soneto:

El rojo de la sangre derramada

selló su exploración. También su vida.

Sarduy consideraba a Rothko el último dios vivo. En sus cuadros de grandes dimensiones, Rothko decía representar dramas. En esta última obra, a tamaño natural, se representa, sin duda, una tragedia, la muerte del dios Pan.

 

19.

El mar lo es en tanto que oleaje. En los litorales de Rothko las olas del rojo-Rothko inundan el paisaje y entonces retroceden, en un vaivén que puede hacerse lento como el avance de un glaciar, pero que nunca se congela. El cuadro nos salpica, salimos empapados de ese encuentro. Salimos decorados con colores vivísimos, como chamanes sobrevenidos. Aullamos, como bacantes. Nos recogemos, como enterrados en urnas. Nos enfundamos el traje de exploradores espaciales para colonizar esos astros recién emitidos. Y todo eso es posible gracias a un dios frágil, falible, sufriente, un dios despedazado como Zagreo, un dios que construye capillas octogonales y las vela con murales de densa obscuridad, un dios que siempre pinta templos, templos en los que poder descansar, tendido, templos a los que estamos invitados los fieles de su culto. Ese dios fue, inconcebiblemente, fotografiado una vez, tumbado sobre la hierba, en alegre compañía, degustando viandas y bebiendo vino, una tarde soleada, en un lugar mitológico que se llama Paestum. Ese dios se hizo carne y habitó entre nosotros.

 

20.

La cinta magnetofónica en la que se grabó la autopsia de Rothko no fue siquiera transcrita, una vez que quedó claro que no había sospecha alguna de homicidio y la muerte fue declarada oficialmente como suicidio. Esa cinta quedó archivada en la caja correspondiente a 1970. En la carátula aparecía el número de registro: #1867, y el nombre del muerto, mal escrito: Rothknow. Rothkowitz ya era una mala transcripción del original, que se había escrito sólo en caracteres cirílicos antes de la Isla de Ellis. Rothko fue un nombre artístico que borraba de algún modo la pertenencia a una cultura o una religión. Rothknow es una construcción del azar o la ignorancia que parece insuperable: know, conocer. Now, ahora. Sí, ahora, por fin, sabemos a qué atenernos.

 

y 21

En 1970, otra artista extremadamente personal, extremadamente reconocible, Unica Zürn, también se suicidó. Fue en octubre, menos de ocho meses después de la muerte de Rothko. La sangre de Zürn, que se derramaría sin duda en menor medida que la de Rothko, regó el pavimento de la rue de la Plaine en París. Ella sí eligió ser tuffatore, sí eligió zambullirse, sin necesidad de vuelo, sin miedo al encuentro con el agua Estigia. Seguramente, de todos modos, el mar al que fue a parar fue el mismo. Un mar en el que los rojos laten en naranja y cadmio, un mar de breves dedos de espuma que van escribiendo historias que se contradicen, un mar en el que sopla la leve brisa de la ataraxia, un mar que suena como suena la geometría imposiblemente euclídea del color. El mar de Rothko, que contemplamos desde esta ventana del presente, mientras a nuestra espalda, impaciente, ruge una multitud de turistas que han pagado su buena entrada para ver la exposición y a los que les estorbamos para el selfie. El mar de Rothko, en cuyas playas se puede escuchar el canto de las sirenas sin miedo ya a ningún naufragio.

 

[Salvo la imagen inicial, extraída del libro de Lee Seldes, The Legacy of Rothko, y la del Tuffatore, obtenida en la Wikipedia, todas las fotografías son de Agustín González-Cano. Corresponden en general a detalles de las obras de Rothko contempladas en lugares como Viena, París, Basilea o Zürich.]