sábado, 2 de septiembre de 2023

El Catálogo del Mundo

 


Toda pasión confina con el caos; y la pasión de coleccionar con el caos donde yacen los recuerdos.

WALTER BENJAMIN

De entre los bellos sellos del Principado de Nadorp, destaca la serie conmemorativa dedicada al primer vuelo acrobático (kunstvlucht, la lengua de Nadorp es el neerlandés, y acrobacia aérea sería literalmente un vuelo de arte), que tuvo lugar en el Aerodromo (Vliegveld) de Adelshoeve (literalmente Noble granja, la capital del principado) en junio de 1924. Pronto se cumplirá el centenario de tal efemérides.

La serie está compuesta por ocho sellos, todos ellos con el mismo valor facial, 3 Buis (el Buis es la centésima parte de un Janssen, la moneda de Nadorp) y muestra una secuencia de las posiciones de un aeroplano ejecutando un loop. La presentación en hoja-bloque deja, notoriamente, el espacio central, que hubiera correspondido a un noveno sello, en blanco, resaltando así el carácter circular del diseño.

En la ilustración puede verse como el conjunto de estampillas ha sido matasellado, acaso en el primer día de emisión, pero la impresión del matasellos es muy tenue y apenas podemos apreciar algunos detalles: la ciudad de Adelshoeve en la parte superior, las primeras letras de Vorstendom Nadorp, el nombre en neerlandés del Principado, corriendo en la parte inferior en el sentido contrario a las agujas del reloj (y opuesto, por tanto al Adelshoeve de la parte superior), la hora de la cancelación de los sellos, 12h30 y un 21 que sería el día de un mes y de un año que no pueden apreciarse.

Existe al menos otra serie de sellos de Nadorp dedicada a los aeroplanos, en la que se muestra, en bellos ejemplares monocromos, diferentes modelos de los años veinte. Pero en esta se ha elegido un único avión y el énfasis se ha puesto en la finura con la que se han dibujado las ocho posiciones sucesivas. La disposición de los sellos en la hoja favorece una congruencia con esa especie de secuencia à la Muybridge, en la que se descompone la figura acrobática. Así, en el sello que ocupa el centro de la fila inferior el avión aparece en la orientación en la que nos cabe esperar que se muestre cualquier avión en una reproducción: horizontal, es decir, paralela al horizonte, como indicando un vuelo tranquilo, un avance (a contracampo, eso sí, pues se dirige hacia la izquierda). A las esquinas del cuadrángulo corresponden las orientaciones diagonales, y si nos fijamos en la parte superior nos encontramos con la paradójica imagen de un avión cabeza abajo. Con mucho, no obstante, el más perturbador de los sellos es el que corresponde al picado, en la parte derecha del bloque. Ahí, decididamente, encontramos un aeroplano en plena caída, a favor de gravitación, casi, se diría, un avión derribado por las defensas antiaéreas en un combate de la Gran Guerra, como aquellos que describió Proust en su Recherche, donde, dicho sea de paso, se establece por primera vez la asociación con la Danza de las valkirias que luego utilizaría Francis Coppola en su inmortal secuencia de los helicópteros en Apocalypse Now.

Contempladas en el conjunto de la hoja bloque cada una de esas posiciones, de esos fotogramas, forma parte de un conjunto fácilmente inteligible, pero, si imaginamos la operación esencialmente banal del uso como franqueo de esos timbres (opuesta por naturaleza a la veneración conservadora del coleccionista, y sus álbumes, charnelas, hojas de fondo negro, lupa y pinzas), la fragmentación del bloque y el manejo independiente de cada uno de los elementos de la serie harían que no pocas cartas via Air Mail franqueadas con esos sellos ostentaran el penoso augurio de un avión a punto de estrellarse en su sobre. En otros, bien es cierto, habría el auspicioso alzarse de la máquina, contra su propia pesanteur, o las complicadas piruetas que enuncian las siluetas a 45º. Pero, ¿qué carta de amor podría enviarse con un accidente aéreo? ¿Cómo sabrá el destinatario, que seguramente no será un filatelista, que ese picado es un gesto de pura valentía, y que segundos después el avión alzará su morro y completará el loop para regocijo del público asistente a la exhibición? ¿Cómo no ceder a la tentación de invertir el sello, y dejarlo así con las letras al revés, un Post inverso en la parte superior? ¿Cómo no jugar con los otros sellos para colocarlos en el sobre en posiciones aún más alambicadas, paralelos o perpendiculares unos a otros, circundando acaso la dirección del destinatario?

¿Y qué decir, ah, del noveno sello, en blanco, sin valor facial, sin validez postal, desecho inútil para todo no coleccionista? Ese blanco que define el hueco en torno al que se describe el bucle, pues toda circunferencia engendra su propio vacío interior. ¿Qué carta franquear así que no acabe en las manos de Bartleby junto con las otras cartas muertas?

El diseñador de esta serie y de muchas otras es el artista estadounidense Donald Evans, que se trasladó en un momento de su vida a los Países Bajos, donde acabaría trágicamente muerto en un incendio en su casa a los 31 años. La finura de los dibujos de Evans es conocida por los entendidos, y sus piezas son buscadas por los coleccionistas y objeto de exposiciones. Cualquier filatelista sabe hasta qué punto esos pequeños objetos pueden ser capaces de captar nuestra atención de manera hipnótica, más allá de su valor pecuniario.

Aunque lo cierto, y eso es lo que completa verdaderamente el círculo, lo que llena de una extraña obscuridad diáfana el noveno sello, es que lo que hemos contemplado, lo que hemos analizado no son sellos, no son, al menos, sellos de verdad, emitidos por la Oficina Postal de un país o un territorio, ni sirven ni han servido nunca para franquear carta alguna, procedente del imaginario país de Nadorp, de la inventada ciudad de Adelshoeve, o de ningún otro sitio. No son sellos falsificados tampoco, son obras de arte de un tipo muy particular, acuarelas pintadas por Donald Evans (1945-1977) que se asemejan por completo a los sellos de verdad y de las que Evans produjo unas 4000, correspondientes a 42 países de su completa invención, a los que dotaba de historia, moneda y paisajes. Y de matasellos.

Supe de esta fascinante historia sólo hace unas semanas, cuando, hojeando Collezione di sabbia de Italo Calvino en busca de otra referencia, abrí por azar el libro en la pieza titulada I francobolli degli stati d’animo, que es una reseña del libro The world of Donald Evans, editado por Willy Eisenhart (Amsterdam, 1980), en el que se muestra una interesante selección de los sellos de Evans, acompañados de textos dedicados a los diversos países como Nadorp, y una biografía de la breve pero peculiar vida de Evans, quien empezó diseñando sellos de niño y luego, ya convertido en arquitecto y artista de cierto recorrido, retomó ese formato en la edad adulta.


Asombrado por lo que leía, me puse a investigar y me hice con un artículo de Bruce Chatwin (no es extraño que justamente autores como Chatwin o Calvino se interesaran en la obra de Evans), de nuevo una reseña del libro de Eisenhart, que, obviamente, no me pude resistir a buscar. Lo conseguí en Iberlibro, en una librería holandesa, a un precio bastante razonable para la belleza del ejemplar, y unos días después lo tuve a mi disposición para recorrer en él territorios imaginarios, ediciones generales y conmemorativas, algunos sellos con sobrecarga por cambio de las condiciones políticas o invasiones bélicas, todo lo que uno espera encontrar en un libro/catálogo de sellos, de los que manejaba cuando era filatelista, en la ya lejana adolescencia y primera juventud.

Recalca Chatwin que Evans, de niño, construía castillos de arena, y maquetas de cartón de pueblos y palacios. Se sumergía en mapas y enciclopedias y soñaba con la geografía de un mundo que sería mejor que aquel en el que él vivía. También coleccionaba sellos, y con ocasión de la coronación de la reina Isabel II, a sus diez años, dibujó su propia emisión conmemorativa para la coronación de su propia reina imaginaria.

Obviamente, yo fui un niño al que le fascinaban los recortables de castillos (pero era torpe para hacerlos), que se sumergía hasta el arrebato en atlas y enciclopedias, y que empezó a coleccionar sellos en 1975, a los once años, después de haber visitado con el colegio la exposición filatélica España 75. Y también (pero era torpe) dibujé sellos imaginarios de series imaginarias, me inventé países y sus capitales y sus banderas y sus escudos, y llené cuadernos con mundos otros, y mientras lo hacía percibía, quizá como nunca más he conseguido hacerlo, una riqueza infinita, una sensación inagotable de placer y de poder, el vislumbre de la magia de la ficción y la invención y de los órdenes propios y de las colecciones y la disposición de sus objetos, y los matices de las tonalidades de las series generales de los países remotos, y los alfabetos ajenos, y coloqué en álbumes mis sellos, con cuidado, con las pinzas, y los observé con la lupa, y los ordené rigurosamente por fecha, y busqué variantes y defectos, y deseché sellos rotos o con el dentado en malas condiciones, y me documenté abundantemente sobre la historia postal de todos los países del globo, y deambulé horas muertas por los catálogos (¡ah, el Yvert et Tellier!).

De toda la (modesta, básicamente insignificante) colección de mis trece, mis catorce años, la parte más importante era la de Suiza. Mi tío, gran filatelista, me enviaba las nuevas emisiones, me regalaba sus sellos repetidos. Cuando estuve en Winterthur, en el 1977, en ese viaje iniciático del que ya he hablado, recorrí con infinito placer sus muchos álbumes, completados en las largas y obscuras tardes de invierno de la emigración. Él fue el que me lo enseñó todo sobre sellos, y es obligatorio tener un recuerdo cariñoso aquí de él.

Nunca he tirado mis sellos (no sería capaz), pero hace décadas que no he vuelto a mirar esos álbumes. Están en una estantería del trastero, no sé si algún día volveré a dedicarme a esa pasión tan propia de melancólicos, el coleccionismo. Pero lo cierto es que la visión de una hoja de álbum con la sucesión ordenada de las series es algo cuya evocación me produce un placer inmediato, y por eso el libro de Evans me resulta tan fascinante.


Nabokov coleccionaba, ya lo sabemos, mariposas. Joseph Roth, del que hoy celebramos su cumpleaños, coleccionaba relojes y le gustaba montarlos y desmontarlos (lean esa pieza en la que evoca la relojería de su infancia, donde aprende que las carcomas suenan como relojes y medran en los ataúdes). Benjamin nos contó cómo desembalaba su biblioteca y nos enseñó qué hay detrás de todo afán coleccionador.

 

No le pasa a todo el mundo, pero a los que nos pasa, a los que sentimos que la vida no es suficiente, el arte, la literatura, la invención, la ficción, el coleccionismo, la posesión de una biblioteca, el estudio, aportan sus moneditas a la cuenta de nuestra alegría, nos sellan los pasaportes para los territorios del bienestar, cuyas fronteras a veces no nos son demasiado porosas. Encontrar la extraña combinación que supone la bizarra obra de Donald Evans, que aúna todas esas vertientes es, sin duda, un acontecimiento fausto.

Y, sin embargo, por bellas que sean las planchas ilustradas de los sellos, hay una obra, otra, de Evans que me parece aún más fascinante, y de la que en el libro de Eisenhart no hay sino una muestra mínima. Evans registraba morosamente toda su producción, y generaba con ella de manera permanente un catálogo, con el formato, la jerga, las abreviaturas de los catálogos de verdad, de los Yvert et Tellier. Ese Catalogue of the World, del que Chatwin en su pieza anuncia una publicación que aparentemente nunca llegó a producirse, mecanografiado por Evans, fotocopiado y entregado a sus amigos, me parece una obra digna de figurar en lugar preferente en la Biblioteca de Babel, uno de esos objetos infinitos en cuya arena podemos jugar interminablemente, niños de nuevo, y que contienen una provisión inagotable de joyas y billetes para ese otro mundo de las cosas que deberían existir.

Es probable que la única obligación de nuestras vidas sea construir El Congreso Del Mundo, o Tlön, o al menos el Onceno Tomo de Orbius Tertius. En sueños, en mis incesantes cuadernos, en mis paseos, desde hace tantos años, yo construyo mis modestas aproximaciones, vislumbro Hexágonos Carmesíes con su inefable Libro Circular.

31 años tenía tan sólo cuando murió Evans, que sufrió de neumonía crónica hasta que le descubrieron que tenía un tercer pulmón vestigial y se lo extirparon, que se enamoró, siempre de manera desafortunada, una infinidad de veces, que era taciturno y que aprendió holandés cuando se trasladó a su lugar, después de haber participado en la farándula artística de Nueva York. Su vida, truncada cruelmente por el fuego, no obstante, no fue desaprovechada, pues los dioses le concedieron la gracia de componer el Catálogo del Mundo, y no hay muchas personas que puedan decir lo mismo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario