miércoles, 30 de agosto de 2023

El Gran Castillo

Teoría de puentes, I 

 


A partir de cierto punto no hay retorno. Ese es el punto que hay que alcanzar.

FRANZ KAFKA

El comenzar es siempre un final, el final del Antes, que arrastramos, con sus velas apagadas, como una larga cola de saurios recién extintos. En el comenzar resuenan los otros comienzos, aunque el verdadero origen siempre se oculta, velado por el territorio del magma, en el que la memoria aún era blanda y viscosa.

Nada sabemos de la vida anterior de K. Él se declara agrimensor, y se le asume un conocimiento de su oficio. Pero no hay nada tangible que pueda aportar como prueba de su experiencia o su condición. K. aparece de improviso, in medias res (todas las cosas son in medias res, y todas terminan bruscamente, cualquier otra geometría es puro artificio) y lo que viene después, en ese Después que se va consumiendo en la estufa del presente para dar apenas el humo del recordar, es algo que sólo puede relatarse a medida que acontece, si es que algo acontece, si es que algo puede relatarse.

Sí, así comienza El castillo:

Había caído la noche cuando K. llegó. El pueblo estaba sumido en la nieve. No se veía nada del cerro del castillo, lo rodeaban niebla y tinieblas, y ni la lucecita más débil sugería el gran castillo. K. permaneció largo rato en el puente de madera que llevaba de la carretera al pueblo, mirando al aparente vacío de allí en lo alto. (Traducción de Miguel Sáenz.)

En el comenzar hay un puente. Sobre qué torrente o seco lecho de río se alza ese puente, sobre qué barranco o tajo, sobre qué entramado de vías (el primer puente de Constitución, ah, Borges) es algo de lo que apenas cabe hacer conjeturas. El puente en tanto que hecho indica claramente ese hiato entre el Antes y el Después, el puente es ese Ahora frágil en el que no podemos siquiera perder el tiempo de la narración. Entramos siendo unos en el puente, salimos siendo otros. Esto es algo trivial y no merecería ni siquiera la pena repetirlo, si no fuera porque nos olvidamos tanto de ello.

En el llamado Cuaderno en octavo B, justamente contiguo a los textos relativos al Cazador Gracchus, del que se ocupó Sebald en Vértigo (el vértigo de los puentes), hay un fragmento, que luego, con su escaso rigor filológico, Max Brod publicó como un relato exento llamado El puente (Die Brücke), y que empieza así:

Yo estaba rígido y frío, era un puente tendido sobre un abismo, a un lado tenía hundidas las puntas de los pies, al otro las manos, los dientes los tenía clavados en una tierra arcillosa y quebradiza. A mis costados aleteaban los faldones de mi levita. En el fondo rugía el gélido arroyo de truchas.

Ese puente, que es el cuerpo, espera. El trabajo del puente, nos dice el narrador, es justamente la espera. Hasta que aparece el Transeúnte, y empieza a saltar sobre él. El dolor que siente el cuerpopuente le hace girar sobre sí mismo, y ese giro provoca, inevitablemente, su derrumbamiento. Queremos pensar que también la caída del Transeúnte. Caen esos cuerpos como Ícaro, en esa esquinita del paisaje que le reserva Brueghel, en la esquinita del Paisaje que es nuestra vida, pues los puentes que atravesamos para acceder al día siguiente son justamente nuestros cuerpos, y cada paso que damos retumba en nuestras entrañas.

Hay un puente anterior en Kafka, completamente decisivo. Comparece al final de La condena, esa obra extraña que fue escrita de un tirón durante ocho horas de plena concentración que acabaron en el éxtasis del ahora sí, esto era (Max Brod declara que Kafka le dijo que el tráfico incesante sobre el puente que él incluye al final del cuento le evocaba eine starke Ejaculation). Unos días antes había conocido a Felice. La condena inaugura ese tiempo terrible de la correspondencia, que analizó tan certeramente Canetti en su Otro proceso.

¿Por qué hay un puente en el final de La condena? Porque es necesario para que se ejecute el veredicto al que hace referencia el título, y así, Georg Bendemann, que ha sido condenado por su padre a morir ahogado, se arroja del puente, que es, aunque en el relato no se diga, el puente de San Nicolás, hoy puente Čech, que Kafka podía ver desde la ventana de la casa en la que vivía en ese momento, con sus padres y sus hermanas.

 


Sí, el puente es ese lugar que une el Antes y el Después, pero también es el lugar del Salto, de la perpendicular que rompe el trayecto. Una teoría de puentes, como la que aquí empezamos a esbozar, tiene que tener en cuenta todas esas posibilidades. El Salto también inaugura algo, la zambullida del tuffatore, el estallido del agua, cuya continuidad ha sido rota por el objeto grave que sobre su superficie se ha abalanzado.

De todos los puentes de Kafka, sin embargo, el más misterioso, el definitivo, es el de El castillo. Obra inconclusa, como casi todo lo kafkiano, crepuscular, obra maestra inagotable, puerto de llegada siempre, habiendo sido para mí un puerto de partida tan temprano (de nuevo El libro de Bolsillo, una gran K en la portada, en torno a mis catorce años). El puente al que arriba K. desde ese pasado sin cartografiar, tras un trayecto que ha debido de ser penoso, pues cae la nieve con fuerza. El puente junto al que se alza la Posada, donde todo se va a desencadenar, donde K. empezará a ser el agrimensor contratado, o no, por el occidental conde de Westwest, en ese territorio liminal de la Aldea, donde uno no está ya en ningún lugar, donde uno todavía no puede saberse muerto del todo.

Todo comenzar se enfrenta a la indecisión del tiempo a venir. Que K. busca el Castillo es algo que sólo sabemos después, cuando ya le ha sido permitido acostarse en un jergón de paja en el salón de la posada y es despertado por un joven que le hace saber que Este pueblo pertenece al castillo. Entonces, K., quizá desorientado, quizá adormilado, quizá empezando su impostura justo ahí, dice: ¿Pero a qué pueblo he venido a parar? ¿Hay aquí un castillo?

¿Hay aquí un castillo? Fijo la mirada, que ya no es tan aguda como era, escudriño un horizonte proclive a los espejismos. Hace frío, el paisaje está cubierto de nieve. No lo sé, no sé si hay un castillo, no sé qué soy, no sé quién pregunta. Recuerdo la agrimensura, pero se parecía tanto a otras ciencias, a otros saberes. Se parecía tanto a esto, a una agrimensura del territorio vastísimo de la hoja en blanco, a un yuxtaponer palabras, falto de todo teodolito, falto de toda escala ya.

En el comenzar hay ya el libro entero que se va a escribir. No se pueden aún hojear las páginas siguientes, como en el sueño no se puede adelantar el paso cansino del Metro en el que vamos montados, aunque sepamos lo que va a ocurrir, pues en el sueño hay un conocimiento a contratiempo, un conocimiento kamikaze que no precisa de puentes para avistar esas estepas. En el sueño siempre se vuela, aunque se camine. O se nade.

¿Qué hora es en el sueño? ¿Qué hora es en el tiempo? ¿Qué hora es en el cuento, en este cuento, en el cuento de Kafka, en todos los cuentos que podamos aún contarnos? No lo sé, pero ha de ser ya muy tarde, puesto que el hilo de la memoria se desliza cada vez peor entre mis dedos, tengo a veces que darle tirones, parece que el final del laberinto no puede estar ya muy lejos.

Miguel Sáenz, gran traductor del alemán, opta por situar ese inicio, decididamente iniciático de El castillo con el atravesar del Puente de Kafka cuando ya ha caído la noche. El texto original kafkiano, sin embargo, parece aludir a otro momento de ese largo deshacerse del día hacia la noche: Es war spät abends, als K. ankam. Era al final de la tarde, pero el Abend es una tarde que dura más que la nuestra. Spät abends, en la tarde tardía. Si uno explora (y lo he hecho, sin mayor rigor ni erudición, por pura curiosidad) en las diferentes traducciones de Das Schloß (Schloß también signfica candado, viene de schliessen, cerrar, estamos ante un hortus clausus) se topa de repente con una de esas realidad lingüísticas que nos suelen pasar desapercibidas: dependiendo del idioma el día se divide de diferentes maneras. Y eso es, claro, algo muy serio...

Así, el traductor al inglés no tiene grandes problemas para ser literal: it was late in the evening, porque evening y Abend cubren espacios de tiempo semejantes. Son tardes que se introducen plenamente en nuestra noche, que es inaugurada por el ocaso, que comienza con el final de la luz. La night, la Nacht son más adelante, uno no las usa para saludar salvo cuando uno se va a ir a dormir. En alemán, en inglés, de hecho, tienen otras divisiones de la tarde que no tenemos en castellano: afternoon, Nachmittag, incluso Vormittag (Mittag es, claro, el mediodía). Así, la tarde tardía del arribo de K. es late evening, y ese late resuena bien con el spät: we are late cuando llegamos tarde y es porque en castellano tarde y tarde se dicen de igual modo, pero, claro, no...

Hay una traducción francesa que he encontrado que parece dejar la cosa en un territorio más indefinido: Il était tard lorsque K. arriva. No se nos informa del grado de luz, de la hora a la que K. llega (como si hubiera relojes válidos en ese entretiempo...). No hay soir, no hay après-midi, no hay, desde luego, nuit. Era tarde, para lo que fuera era tarde. Sí, creo que funciona bien así también en castellano: Era ya muy tarde cuando K. llegó al Castillo. La tarde termina, ya ha obscurecido, llegar a esas horas ya es inconveniente. No es, desde luego, noche cerrada, como escribe algún otro traductor, no podemos saber siquiera si ya era de noche como propone Vogelmann, el traductor de la edición de Alianza.

Es tarda sera, la tarda tarde, cuando llega el K. italiano (no la notte, no el pomerigio). Es tard al vespre si K. es catalán (el vespre, la víspera, con su oficio, y ese hermoso capvespre que es el crepúsculo). En cada lugar en que coloquemos el Castillo, las palabras edifican en torno a él un tiempo variable, difuso.

Sí, ésa es la hora: capvespre, el crepúsculo, en él estamos asentados y contemplamos el aparente vacío en el que un disiparse de la niebla dibujaría El Gran Castillo (una noche soñé con poemas, y el título de los poemas era El gran castillo, lo cuento en Morgana en Duino). Hace frío y es preciso refugiarse cuanto antes en la Posada, aunque sea en un jergón en el suelo, pero ese frío también es algo neto, algo que hace que el aire sea limpio como un cuchillo. Por eso permanecemos en el exterior, miramos un rato más, largo rato, en la niebla empiezan a dibujarse nuevas historias, todo está por escribir.

El intertítulo que corona la alucinante galopada en negativo de la carroza que transporta a Hutter al Castillo de Orlok dice: cuando atravesó el puente, salieron a recibirle los fantasmas. Era un texto que adoraban los surréalistes, que acudían al cine como a un lugar de sueño. Quizá también Kafka, que era tan aficionado al cine, pudo ver Nosferatu y ahí estaban ya su puente y su castillo. Sebald así lo sugiere.

El comenzar siempre es el ser recibido por los fantasmas. Aunque los fantasmas, en realidad, también somos nosotros.

El lunes comienzo mi último curso en la Universidad. Aún quedan unos días. Me acurruco bien en el jergón de paja y me duermo otra vez. Fuera, el ruido del torrente.


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