domingo, 6 de agosto de 2023

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Maupassant s’è fatto tutto rosso. Quella parola inaspettata, quella parola absurda, non l’ha detta lui, l’ha detta l’altro.

ALBERTO SAVINIO, Maupassant e “L’altro”

El primer libro de Borges que me compré fue El hacedor. La edición, que aún conservo, en El Libro de Bolsillo de Alianza Editorial / Emecé, es de 1979. Yo tenía quince años. Había conocido a Borges en aquel benemérito libro de Literatura de octavo de Básica del que ya he hablado por aquí y me había deslumbrado. Por otro lado, Borges era una personalidad muy conocida y un autor aún vivo y activo, con presencia en los medios de comunicación. Mi curiosidad por él era absoluta y en seguida me hice con varios de esos volúmenes de Alianza, que devoré y que me cambiaron, literalmente, la vida.

Pero el primero fue El hacedor. Tengo una imagen muy clara de mi padre y yo buscándolo por las librerías de la calle Libreros. Veo, o quiero ver, a la legendaria Felipa diciendo: “eso está editado en Emecé de Buenos Aires”. Por lo general, el resto de los empleados me miraba con perplejidad ante la seguridad que manifestaba en esa y otras peticiones  igualmente peregrinas el adolescente con acné y pelo ensortijado que era yo entonces. No sé dónde acabé consiguiendo el libro, acaso en la Casa del Libro, que era tan diferente entonces, que era el verdadero templo de las librerías madrileñas. Como fuere, me vi con ese tomito híbrido en las manos, y encontré en él piezas breves, poemas en prosa y verso y una miscelánea apócrifa que no tardé en empezar a descifrar. Cuando entré en el juego de alusiones y ficciones borgianas ya quedé atrapado para siempre, y ahí seguimos.

La portada de esa edición (de Daniel Gil, como todas las de El Libro de Bolsillo entonces) muestra una tira de papel con el título EL HACEDOR en mayúsculas componiendo una banda de Möbius, esa superficie tan peculiar y fascinante para ese adolescente que estaba enamorado por igual de la literatura y las matemáticas. Leí y releí en bucle de Möbius ése mi entonces único libro borgiano. En seguida compré Historia de la eternidad, del que ya he hablado y tendré que hablar más. Y luego Ficciones. Y todo se llenó de Borges.

En El hacedor había piezas que me impresionaron, y aún lo hacen, como Ragnarök o Los espejos velados o el texto final, el que muestra que nuestros pasos en la tierra acaban dibujando nuestro rostro. Pero sin duda fue la sección Museo, que proviene de las juguetonas publicaciones de Borges y Bioy en El Hogar, si no recuerdo mal, y que contiene supuestas citas de otras obras, la que más directamente me transportó a esas regiones que uno coloniza de la mano de Borges casi sin darse cuenta. Quince años tenía, sí, y me fui a vivir a ese país donde los cartógrafos compusieron, llevados de su afán de rigor, un mapa que se superponía exactamente sobre el territorio. Me sobrecogí con el premonitorio y fatal Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) / Hay alguno que nunca abriré (ay, cuán cierto), que firmaba Julio Platero Haedo en 1923, otro de esos subrepticios y fugaces heterónimos de los que se valía el bibliotecario ciego para amueblar su museo.

Pero de todas esas pequeñas joyas, el texto que mayor resonancia suscitó y suscita aún ahora en mí (he llegado una vez más a él esta noche al final de toda una tarde de búsquedas y asociaciones de las que aquí apenas se dará cuenta en orden inverso) es aquel dístico llamado Le regret d’Héraclite que, famosamente, dice:

Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca

Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach.

(En mi Hacedor figura como un fragmento en prosa, pero tiene la sonoridad de un dístico casi epitáfico, me parece.)

El apócrifo autor de esas memorables palabras sería Gaspar Camerarius, si bien sólo en calidad de aparente antólogo (y así, no hay mención al autor original) de las Deliciae Poetarum Borussiae, las delicias de los poetas prusianos, obra de apabullante magnitud, parece, puesto que la cita provendría de un tomo VII y dentro de él de su página 16.

No faltan nunca quienes fatigan los anaqueles de las bibliotecas, por decirlo al borgiano modo, en busca de las referencias y de los personajes mencionados por el gran prestidigitador, pero, por supuesto, ni Camerarius, ni los profusos tomos de la enciclopedia poética prusiana (otra más de las abundantes enciclopedias borgianas, a las que volveremos una y otra vez) ni, lo que es más importante, Matilde Urbach, han existido nunca, más allá (y ya es mucho, ya es todo) que la existencia que les confiere su presencia en la página impresa.

Si están interesados, paséense un poco por la Red y verán a donde lleva la búsqueda de la en principio modesta Matilde. Esa búsqueda proporciona hallazgos como un apócrifo sobre el apócrifo, a cargo de Juan Bonilla, una cita de ese apócrifo al cuadrado en unas formales Obras completas, una etimología probablemente ajustada (Ur-bach, el arroyo original, ya que estamos hablando de Heráclito) y hasta una canción, muy recomendable, de Javier Krahe. Nada de eso importa para lo que aquí estamos tratando: Matilde Urbach es apropiada, en tanto que nombre sonoro y con matices germánicos y originarios. Pero tanto valdría cualquier otro nombre.

Porque la cuestión es que yo, y tal vez ustedes también, seguramente sí, también ustedes, hemos sido, somos, tantos, muchos, hombres y mujeres, nos deshilachamos, emitiendo nuestros simulacros que se quedan luego enganchados en las esquinas del transcurrir, nos sucedemos en una huida sin otro objeto que el agotamiento, replicándonos cada día, pelando nuestras pielecillas de serpiente, arrojando nuestros eidola hacia el agua de la visión de los otros (Balzac, al parecer, creía literalmente en esto, que no es sino la teoría de la visión de los atomistas clásicos, y pensaba en términos de espíritus en los que nos deshojamos, que es lo que atrapa la lente de la cámara fotográfica para apresarlos en la celda de la cámara obscura y parir así ese fantasmal y misterioso daguerrotipo que le producía escalofríos).

Y, entre todos los que hemos sido, falta siempre, siempre (ay, siempre) aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach. Y esa ausencia es el hueco en torno al cual orbita incesantemente (tournant tournant) nuestra tristeza. 

Así es cómo funciona la melancolía. 

¿O no? ¿O tal vez no? Lo cierto es que ya cada vez podemos fiarnos menos de nuestros recuerdos. No estamos al tanto de nuestras bifurcaciones. ¿Abrazamos acaso un día a Matilde Urbach y lo hemos olvidado y nos confundimos cuando sentimos la angustiosa privación de ese abrazo, su metafísica imposibilidad que deja un agujero abismático en nuestra biografía? 

¿Cómo saberlo? ¿Cómo saberlo ya, si no quedan testigos? Los que fuimos ya no son, ya no somos: sus simulacros están esparcidos en su precaria bidimensionalidad por todas las avenidas del paisaje. Guardamos apenas leves improntas de esos tactos en una piel cuarteada, acordes casi inaudibles en una memoria en plena deriva.

Quién sabe, pues. Sí, acaso fue así, hay un contraluz que nos parece apropiado, un apenas erizarse del vello de un brazo. ¿Cuándo fue, cómo fue? ¿Quiénes éramos entonces, quién era Matilde Urbach?

En uno de los momentos más mágicos de una película llena de ellos, Holy motors, de Leos Carax, Kylie Minogue canta 

Who were we? Who were we when we were who we were, back then? Who would we have become if we'd done differently, back then? 

[https://www.youtube.com/watch?v=DZJrTwDwmcw

¿Es verdad, entonces, que alguien, que éramos, que fuimos, abrazó a Matilde Urbach y el abrazo fue tan estrecho que ella se dejó ir blandamente, hasta que nos adormecimos y, por una vez, se agotó el insomnio, y el perro del miedo nos dejó dormir toda la noche? Si es verdad, ¿por qué no lo recordamos, por qué no podemos sentirlo? Si es así, esta tristeza que nos constituye, esta tristeza que somos tan desde siempre no tiene objeto.

Pero cómo, cómo saberlo. ¿Sirven las fotos? Pudiera ser. Cuando empezaba mi investigación de esta tarde lo hacía por una frase que me había venido sugerida de una de mis lecturas parisinas. La anotación en la hojita de papel del hotel era Nerval - Doppelgänger. Gérard de Nerval ha sido uno de mis autores decisivos, pero llevaba tiempo sin frecuentarlo. Y el tema del doble es, sin duda, uno de mis temas claves. Me apetecía volver a profundizar en ello.

Así, me he puesto a buscar al azar de mi biblioteca, borgianamente. Sí, Nerval se temía (¿se sabía?) acechado, perseguido por su doble. El deterioro de sus facultades mentales y físicas se fue acentuando. Escribió, como terapia, relatos cuya mera existencia parece inverosímil, como Aurélia, y nos proporcionó la imagen decisiva de la melancolía: le soleil noir de El Desdichado.


Un día, en Strasbourg, una ciudad que tiene también connotaciones muy importantes para mí, Nerval se topó con un libro sobre él mismo, una biografía. En las primeras páginas de ese libro había un grabado con su imagen. Ese grabado procedía de un daguerrotipo que se había hecho unos años antes, en medio de una de sus grandes crisis. Escribe entonces una carta a su amigo Georges Bell, el 1 de junio de 1854, comentando el suceso. Le dice que le hicieron posar para ese retrato sous prétexte de biographie nécrologique. El infame daguerrotipo muestra a un hombre enfermo: es sin duda un retrato que se le parece, pero, dice Nerval, es un retrato póstumo.

Nerval anotó ese ejemplar. Junto a su imagen escribió una frase que no ha dejado de resonar desde entonces: Je suis l’autre. Yo soy el otro. 

Qui suis-je?, quién soy yo, se interroga André Breton al comienzo de ese libro cruel que es Nadja (1928), un libro con fotografías. Je est un Autre, le escribirá Arthur Rimbaud en la famosa carta del vidente a otro Georges, Izembad, el 13 de mayo de 1871. Unamuno, siempre tan dudoso de su propia identidad, nos contará en un artículo escrito en su exilio parisino y publicado en Nuevo Mundo el 24 de octubre de 1924 (figura en el tomo VIII de las Obras completas publicadas por Escelicer bajo el título de Extracciones fotográficas y es un texto decisivo para entender la relación de Unamuno con la fotografía) que un loco en un manicomio le preguntó un día si él, Unamuno, era él, el auténtico,  y no el de las fotografías, y, aunque Unamuno le contestó con rotundidad que sí, tampoco las tenía todas consigo.

Miro las fotos. Sí, quizá sí, ahí, inesperadamente, Matilde Urbach. su cabeza en mi hombro. ¿Mío? ¿Yo? Son fotos de muy mala calidad, reposan en álbumes casi perdidos, en viejas carpetas de ordenador. ¿Dónde, cuando, de quién, ese abrazo que se deshizo y ahora se recuerda apenas, como desmenuzado, como un abrazo sólo de palabras, ajeno a toda piel? Who were we, back then? ¿Quiénes somos, si somos, ahora?  

¡Ah, si de verdad yo hubiera podido ser el Otro, el que nunca dejó el abrazo, el que ahora está escribiendo, en su cosmos, en su bifurcación, con Matilde al lado, y sueña conmigo, el que la perdió!

¿Sirve entonces de algo haber vivido, haber impresionado una placa con haluros de plata, haber movido pequeños paquetes de portadores en un CCD, sirve haber hecho a la luz que formase nuestra imagen? ¿Produce eso alguna certeza? ¿Es eso cierto, es eso tan cierto al menos como las Deliciae Poetarum Borussiae? Ojalá...

Nerval, muy pocos días antes de colgarse de una farola en la gélida noche parisina, se hizo hacer otro daguerrotipo. Fue el gran Nadar quien lo retrató, y el afán de Nerval era que la fotografía le demostrase que existía, necesitaba esa prueba de que él era él, o el otro, o quien fuera. Ese retrato es el que se imprime en casi todas las obras de Nerval. Es su rostro, único, para nosotros, su posteridad.

Pero Nerval había escrito en Aurélia: una idea terrible me vino: el hombre es doble, me dije. Si somos dobles, somos múltiples, y cada uno tiene su pequeño cosmos, y cada uno tiene su pequeño pasillo temporal, y en algunas de esas habitaciones de hotel (¿en cuáles?) duerme, sí, ahora, abrazada a nosotros, Matilde Urbach. ¿Y en las otras, las otras habitaciones? En esas habitaciones no estamos. Ay.

En tout cas, l’autre m’est hostile, concluye Nerval. Ay.


¿Cuál es nuestra conclusión de la pesquisa? No sé. Yo, ahora, en esta noche en la que las formas se diluyen, en la que carece de sentido seguir manteniendo este pugilato estéril con el fantasma de las Navidades Pasadas y toda su retahíla de podría haber sido de otro modo, quiero sentir, siento, aun fugazmente, que no, que el otro no es hostil, que en las habitaciones en las que Matilde Urbach duerme, no abrazada a nosotros, sino al Otro, también estamos, también nos abrazamos, porque, al final, todos somos el mismo.

La banda de Möbius tiene solo una cara. Si recorremos con el dedo su borde nunca tenemos que saltar a ningún otro lado: simplemente a veces estamos del lado de dentro y a veces del lado de fuera, del otro lado. En la banda de Möbius, a veces somos nosotros, a veces somos el Otro, a veces somos Matilde Urbach y, sí, en ese lecho extrañamente torsionado, extradimensional, yacemos todos en una eternidad suave, desfallecidos en el amor de un abrazo infinito y cíclico.

Y el ruido del río de Heráclito, manso, arrulla nuestro sueño.

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