domingo, 13 de agosto de 2023

Fotos


 

Tout ceci doit être considéré comme dit par un personnage de roman.

ROLAND BARTHES

W.G. Sebald se mató en un accidente de tráfico el 14 de diciembre de 2001. Su coche no hizo una curva cuando llevaba a su hija a Norwich, desde su casa en las proximidades (llevaba muchos años viviendo en Inglaterra y trabajando en la Universidad de East Anglia). Chocó contra un camión que venía en el otro sentido. El camión intentó frenar y acabó en la cuneta, pero el choque fue violento. Sin embargo, no queda claro si ese impacto fue realmente la causa de la muerte de Sebald, que venía padeciendo problemas cardiacos desde hacía años. Así, aparentemente, pudo sufrir un infarto y por ese motivo el vehículo, sin control, siguió su trayectoria fatal. Alguno llegó a pensar en un suicidio, pero no parece que tal hipótesis se sostenga, especialmente por el hecho de que su hija, que resultó prácticamente ilesa, viajaba con él. Sebald, cuya obra había ido creciendo hasta extremos de calidad difícilmente alcanzables, y que sonaba ya como un firme candidato al Premio Nobel, murió a los 57 años.

La fatalidad que representa la muerte de Sebald encuentra un paralelismo en un precedente doloroso. Albert Camus, que ya había ganado el Premio Nobel de Literatura en 1957, murió a los 46 años de otro accidente de tránsito. Las circunstancias son aquí aún más extrañas. Camus había ido a pasar la Nochevieja a Lourmarin con su mujer y sus dos hijos. Les acompañaban Michel Gallimard, heredero del imperio editorial Gallimard, donde publicaba Camus, la pareja de éste, Janine, y la hija de Janine. El día 2 de enero de 1960 estaba previsto que los Camus retornaran a París en tren, pero a última hora Albert decidió volver con Gallimard, Janine y la hija de ésta en el lujoso y potente coche de Michel. La mujer y los hijos de Camus se marcharon en tren. A la altura de Villeblevin el coche derrapó en el piso mojado y se estrelló contra los árboles de la cuneta. El choque fue muy violento, porque el vehículo, que acabó partiéndose, llevaba gran velocidad. El reloj del salpicadero se quedó parado en la hora del accidente, las dos menos cinco de la tarde. Camus falleció en el acto. Las lesiones de Janine y su hija no fueron graves. Michel Gallimard, que tenía 42 años, murió unos días después en el hospital. En el maletero del coche se encontró el manuscrito de la novela póstuma de Camus, Le premier homme.

Camus y Sebald, que son de dos generaciones diferentes, corresponden, en mi educación literaria, también a dos épocas muy distintas. A Camus le leí por primera vez en el colegio, en tercero de BUP, es decir, a mis dieciséis años. En la clase de Filosofía se habló, por supuesto, del existencialismo, que en ese tiempo (estamos hablando de 1980-81) era una corriente, tal vez no ya tan vigente, pero sí desde luego reciente y de gran resonancia (Sartre moriría justamente en 1980). Para hacer un trabajo de clase se nos propuso leer algunos libros. Yo elegí El extranjero. El impacto que me produjo esa lectura fue brutal. Lo recuerdo como un punto de inflexión en mi relación con la literatura, me mostró una vía que para mí, que era poeta y lector de poesía y que en narrativa estaba absolutamente entusiasmado por los autores hispanoamericanos, era bastante desconocida (aunque no del todo, porque Kafka ya era mi autor de cabecera en realidad): la posibilidad de tratar asuntos filosóficos y sí, existenciales, a partir de ficciones de gran profundidad pero de pulso narrativo trepidante. Casi inmediatamente después leí El mito de Sïsifo (los tomitos de El libro de bolsillo de Alianza Editorial de nuevo, verdadero paraíso para mí) y ahí sí que me hice camusiano militante. Para mí, como quizá para todo adolescente, o al menos para los adolescentes como yo era entonces, ya letraherido y demasiado dado a la angustia existencial, verdaderamente el único tema filosófico verdaderamente serio era el suicidio. Leí básicamente todo Camus en los años siguientes. Después, poco a poco, lo fui, no soslayando, sino de algún modo superando, o al menos combinándolo con otros estímulos. Pero L’Étranger, que fue seguramente el primer libro en francés que leí en el original, poco después de haberlo leído en castellano, y sin saber francés, sigue siendo uno de mis libros decisivos.

Sebald llegó en mi treintena, con otra formación y otras circunstancias. Ya he hablado aquí de la veneración que siento por él, pero lo curioso es que, siendo un autor tan tardío para mí, me haya calado tan hondo. Es posible que necesitase justamente una mayor maduración y un mayor rango de lecturas para entrar a fondo en él. El hecho es que me acerqué a él de una manera bastante casual e indirecta, pero inmediatamente, desde que leí su incomparable Austerlitz, comencé a resonar en su frecuencia. No es ya sólo su hipnótico estilo, la abundancia casi inagotable de sus referencias, la profundidad de su compromiso ético, hay algo, que los sebaldianos conocemos bien y que no podemos en realidad transmitir que tiene que ver con un cierto reconocimiento, con una cierta familiaridad que nos hace ser uno de los suyos, que nos hace, o al menos a mí me hace, lamentar infinitamente los malos hados del 14 de diciembre de 2001, que acabaron con la posibilidad de que escribiera más, aún más, y nos lleva a releer en bucle sus obras, de igual modo que el adolescente de los 80 se lamentaba de que Camus no hubiera escrito más, aún más y releía también esos tomitos de Alianza, que ahora aún están en mi biblioteca, conviviendo con algunas versiones francesas, maltratados por el tiempo, pero gallardos en sus anotaciones y en su pátina.


No es necesariamente Camus una de las referencias de Sebald, y no hay entre ellos en realidad grandes afinidades. Lo que les reúne aquí tiene que ver, como se ve, sobre todo conmigo, y con el hecho de que en ambos casos algo como un accidente de coche se los llevara por delante de esa manera absurda y desafortunada. El tercer nombre de la entrada de hoy es también una víctima del tráfico, pero en este caso ni siquiera iba montado en un coche: fue atropellado en una calle parisina, la rue des Écoles, por la que he vuelto a pasar hace unos días, como paso cada vez que voy, porque, además de estar en mi barrio de París, tiene librerías como Compagnie o L’Harmattan, que me gustan mucho. En la rue des Écoles, que transcurre entre Saint Michel y Monge, dos de las calles donde he vivido en mis viajes parisinos, porque en ellas se situaban sendos hoteles que he usado, se encuentra también el Collège de France. Hacia él se dirigía el 25 de febrero de 1980 el gran semiólogo Roland Barthes, una personalidad extremadamente destacada dentro de la intelectualidad francesa de la época. Al cruzar de una acera a otra, fue embestido por la furgoneta de una tintorería, quedando malherido. Trasladado a la Pitié-Salpetrière, su estado se complicó por una insuficiencia respiratoria crónica y tal vez por la depresión que venía arrastrando desde la muerte de su madre poco más de dos años antes. Murió el 26 de marzo de 1980. Tenía 64 años.

No he trabajado, para ser sincero, la obra más técnica de Barthes, le he venido leyendo más bien a salto de mata y sólo en los últimos meses parece que me lo estoy tomando más en serio, justamente a raíz de mis últimos viajes a París. Pero, igual que hay libros como El extranjero o Austerlitz que representan hitos en mi vocación de lector y escritor, hay un libro de Barthes (extremadamente sui generis en sí mismo) que también me marcó profundamente cuando lo leí. Se trata, claro, de La cámara lúcida, ese ensayo sobre la fotografía escrito justamente como tributo a la memoria de la madre muerta y en el que el tono más profesoral deja paso ya abiertamente a la confesión personal, decidido como estaba en ese tiempo Barthes a emprender la tarea de construir una ciencia del sujeto, a elevar a categoría de conocimiento científico sus emociones personales.


Además de ser un texto que me ha permitido reflexionar sobre el hecho fotográfico (la fotografía es algo que me acompaña desde siempre, aunque sin pretensión alguna, y que últimamente está adquiriendo para mí una gran importancia) y que he empleado en mis clases de Historia de la Óptica, lo cierto es que Cámara Lúcida es una obra de una gran intensidad, en la que, además, mis circunstancias personales en los momentos en los que he vuelto a ella, me han permitido, de nuevo, entrar hasta el fondo, de la mano del trabajo de duelo que emprende el reputado semiólogo a partir del estudio del contenido sentimental de las fotos, de su relación con el tiempo y con la muerte.

El hallazgo por parte de Barthes, revisando las imágenes de la madre ausente, de la famosa (y anicónica, pues se declara incapaz de hacerla pública) foto del Jardin d’hiver de su madre cuando era niña es, sin duda, uno de los momentos que más emoción me ha provocado en tantos años de lectura y tantísimos libros leídos.

He comprado tres veces el libro de Barthes. La primera, creo recordar (pero puede ser un recuerdo falso: más de esto un poco más abajo) fue en el Guggenheim de Bilbao, acaso la primera vez que lo visité, al comienzo del milenio. Ese ejemplar tuvo luego su propia vida, en otras manos y en otra biblioteca, donde ojalá que esté aún. Es una historia bonita e interesante, pero no la voy a contar aquí ahora. Pasados unos años me lo compré otra vez, de nuevo en castellano, y lo releí. Era 2015, yo estaba escribiendo Morgana en Duino. Finalmente, en mi viaje de las Navidades de 2022 me lo compré en francés, La chambre claire, justamente en la librería La chambre claire de París (La nouvelle chambre claire, para ser exactos, porque cambió de nombre, de dueños y de ubicación respecto de la original), al lado de la rue Monge, al lado de la rue des Écoles, al lado del lugar donde Barthes fue atropellado.

Me he releído en estos días La chambre claire y también el Journal de Deuil, las notas que Barthes escribió cuando murió su madre. Mi madre murió en el 2021, pero el Alzheimer la había hecho lejana ya mucho tiempo atrás. No sé muy bien si he hecho el trabajo de duelo por mi madre, las circunstancias son extrañas con esa enfermedad. Pero algo, quizás, debe de estar pendiente, porque me doy cuenta de que, desde hace unas entradas, recurro una y otra vez a los recuerdos de mi infancia, introduzco aspectos biográficos que no son comunes para nada en mi prosa, y su figura (su figura de antes de la enfermedad, que fui perdiendo durante los largos años de ésta) es invocada con frecuencia. Así, el blog está alcanzando un tono confesional que no me disgusta, porque me parece liberador y porque tengo la sensación de poder escribir aquí en confianza. Voy elaborando así, aquí, poco a poco, mi propia ciencia del sujeto, del sujeto que soy, con todas sus historias, con todos sus libros, con todas sus historias de libros.

La chambre claire está lleno, como no podía ser menos, de fotografías. Más extrañamente (y ése es uno de los rasgos que más llaman la atención a los que se acercan a la obra de Sebald) Austerlitz también tiene una buena cantidad de fotos incluidas en el texto. La relación entre esas fotos y la literatura de Sebald es extremadamente compleja, y no nos da aquí para hacer una disertación. Pero, sobre esas fotos, o una concreta de entre ellas, sí hay algo que tengo que contarles para cerrar esta entrada, porque me parece algo muy extraño.



La portada de Austerlitz representa a un niño, quizás de unos cinco años, ataviado como un paje para la representación de Die Rosenkönigin. Es una foto de los años treinta. En la trama de la novela, que no desvelaré, es una imagen decisiva que aparece, además de en la portada, en un momento fundamental de la narración (p. 184 de la edición de Compactos Anagrama, 2002, con traducción del alemán de Miguel Sáenz). Es una foto extraña. La fijeza de la mirada del niño y la desenvoltura de su pose, unidas a lo peculiar de los ropajes y lo difuso y deslocalizado del fondo le dan un carácter onírico.

Estos días, cuando pensaba en esta entrada, de repente, me di cuenta de que había generado un recuerdo falso: estaba convencido de que esa foto se encontraba también entre las páginas de Cámara lúcida. Recordaba, pero nunca ocurrió, mi sensación de sorpresa cuando la volvía a encontrar en el libro de Barthes, asociada a no sé qué príncipe decimonónico. Como diría Borges, he fatigado La chambre claire en sus dos versiones y no, claro, no está, nunca estuvo. La procedencia de las fotos de Sebald siempre es compleja y él nunca fue explícito al respecto. A día de hoy no parece haber ninguna información clara sobre la identidad de ese niño. Sebald, sí, conoció y anotó profusamente La chambre claire y puede que su relación con la fotografía deba mucho a ese libro, pero la conexión establecida por mí entre los dos textos, es eso: sólo mía, pertenece a mi ciencia del sujeto.

Creo tener alguna explicación, desde la más banal de la pura yuxtaposición en dos diapositivas de mi presentación de clase de Historia de la Fotografía de las imágenes de Sebald y de Barthes, hasta algunos pormenores de mi relación biográfica (y no sólo mía) con esos libros. No me interesa desentrañar el misterio: me gusta poder escribir con él mi historia, multiplicar los referentes.

Porque, y esto es lo verdaderamente importante, si en la foto del Invernadero la madre de Barthes tiene unos cinco años, si en la foto del joven paje, que tan importante es para Austerlitz (y para Sebald, que declaró en alguna ocasión que esa foto fue el origen del libro) aparece un niño de unos cinco años, si en esas fotos hay un punctum que tiene que ver con la mirada que taladra, que tiene que ver con la evidencia de ese haber estado ahí de la que nos habla Barthes, hay una foto de un niño de unos cinco años, una foto que hizo su padre con su Yashica, en torno a 1968-69 probablemente en el Parque del Retiro de Madrid, desde la que ese niño, que soy, por supuesto, yo mismo, me mira con una mirada que parece poner de manifiesto que ese niño sabía ya cosas, probablemente demasiadas para su edad.


Esa mirada me viene persiguiendo desde siempre, desde su posición preferente, en una ampliación con un marco bien historiado, sobre la cómoda de la habitación de mis padres hasta que hubo que vender la casa. Esos ojos (y el gesto ambiguo de esa boca) han conformado sin duda mi identidad. Hay ahí un conocimiento intrasladable (¿intransitable?) de mi propio ser, me dice ahí estabas, me dice ya eras eso.

En el último libro de Sebald, publicado póstumamente, un conjunto de poemas se acompañan de fotos de ojos, de miradas. Así, también, este texto: el misterio de mi foto del Invernadero no se puede (¿no se debe?) desentrañar completamente o, de hacerlo, ha de desentrañarse muy despacio, en muchos textos como éste, porque lo que aquí está en juego es el reconocimiento. Un reconocimiento-de-sí del que Austerlitz no era capaz, pues había perdido su pasado, pero sobre el que yo, desde aquí, desde ahora, puedo, quiero, construir el edificio de mi biografía.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué preciosidad de texto.

AGCano dijo...

Gracias!

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