miércoles, 2 de agosto de 2023

París, libros

 

Hacía menos frío junto al Sena que en las calles, y Oliveira se subió el cuello de la canadiense y fue a mirar el agua. Como no era de los que se tiran, buscó un puente para meterse debajo y pensar un rato en lo del kibbutz, hacía rato que la idea del kibbutz le rondaba, un kibbutz del deseo.

JULIO CORTÁZAR, Rayuela, 36.

Ya estoy de vuelta en Madrid. La Semana ha concluido y la isla de Morel ha dejado paso a este vasto continente de la cotidianeidad donde los días se agotan, como nuestras esperanzas, en su vélodrome de l’age / tournant tournant (Juan Larrea dixit), pues hay también una circularidad, un bucle mayor que encierra a los pequeños rizos de los otros bucles, una gran espiral que nos asume en su Coriolis.

En suma, como repetía el torturado e insomne narrador de Morgana en Duino, cíclico él también hasta la náusea, se han acabado las vacaciones.

O tal vez no (siempre hay una bifurcación, un jardín lleno de ellas): queda la posibilidad de la retrogradación, que otros llaman memoria, que otros llaman imágenes, y a esa posibilidad nos aferraremos en estas jornadas del Perro de las que hablaba Sebald al comienzo de su particular danza por los anillos de Saturno. A eso cabe consagrar pues la canícula, a revisar lo vivido, a revisar lo escrito, a escribir más, a vivir más.

Hay, pues, una insistencia de los itinerarios y los gestos que nos salva de la usura y la deriva. En la tenacidad del viajero que se obstina en recuperar los viejos pasos, en hallar sus viejos simulacros por cada esquina de las ciudades visitadas, radica la posibilidad salvadora de la literatura. O, si tal salvación, como toda salvación, no es más que un pretexto, en esa tenacidad, en esa obstinación radica el juego. Y entonces, había, hay juego.

De las navegaciones parisinas, ninguna otra más ceremonial e imprescindible que la que tiene lugar en los márgenes de la Sena, en esos trayectos paralelos a favor o a contra río que hemos ejecutado vez tras vez, desde la primera, deslumbrante, cuando aún éramos recién llegados al mundo de las Ciudades. ¿Bajo qué especies se comulga en esos rituales? ¿Qué altares acogen nuestras preces? Libros, claro, libros. Bouquins.

A duras penas en el París lluvioso que me ha acogido estos días, luchando a brazo partido contra las multitudes de los turistas somnámbulos, despreciando, altivo, las casetas que sólo ofrecen souvenirs y carteles de la Belle Epoque, he recorrido también esta vez las líneas de los bouquinistes, he pasado revista a esa guarnición inextinguible.

Siempre estuvieron allí, también en mis primeros viajes, pero fue en el decisivo (todos lo son) de 2016 cuando fui plenamente consciente de su significación y sus posibilidades. Luego, en el viaje gemelo de 2017 las recorrí con verdadera ansia recolectora. Por entonces yo estaba obsesionado con Antonin Artaud. Es una figura muy poderosa, es peligroso acercarse a esa sombra deslumbrante con demasiada inconsciencia, sobre todo si uno es una polilla de alas frágiles.

Escribí cientos de notas sobre Artaud, me compré decenas de libros sobre él. Muchos de ellos, especialmente los viejos tomos de sus Obras Completas publicados por NRF - Gallimard, en los bouquinistes. Al mismo tiempo, trataba de componer una ficción alucinatoria sobre París que se iba, ella también, bifurcando dentro de su Grand Jeu hasta hacerse inviable.

Nunca, probablemente, me he acercado con tanta emoción como entonces a una caja llena de libros viejos. A una caja y luego a otra y luego a otra y así interminablemente, un desfile estático de kilómetros. El río, a su lado, carecía de importancia para mí. Los puentes servían sólo para cruzar hacia los bouquinistes del otro lado.

¿Cuál es la fascinación, pues, de esas cajas ancladas al pretil de las riberas del Sena? ¿Lo que uno pueda encontrar en ellas? Algunas veces, pero lo cierto es que el mercado editorial francés es tan profuso (y sus precios tan razonables) y hay tantas grandes librerías en París que uno no necesita de hallazgos milagrosos, por lo general. ¿Es una cuestión de tradición, tipismo, su poquito de pedantería? Bueno, posiblemente, pero París es una ciudad llena de esas cosas y los bouquinistes parecen un poco demasiado canaille y no muy globalizables.

No, para mí lo inconcebible de la larga sucesión de armarios llenos de libros es la extraña mezcla de lo interior y la intemperie. Esas librerías portátiles, grandes baúles, que sin embargo se han convertido con los años en sedentarias, que están sometidas a las inclemencias del clima parisino y resisten desde hace décadas sin apenas cambios, representan para mí una calidez que hace más tolerable la vida, un refugio precario pero inquebrantable en el que ser acogidos sin más credenciales que las del flâneur. Un derecho de asilo.

Porque lo cierto es que nadie vacía esos arcones, nadie se lleva los libros, los libros duermen allí, protegidos apenas por candados y arandelas oxidadas. El bouquiniste comparece, sin horario prefijado, levanta la tapa y los bouquins allí tendidos recobran su existencia de libros, en su contigüidad casi eterna, condenados por el orden alfabético o el formato a forzadas vecindades, a promiscuidades que permiten ayuntamientos extraños de Céline y Cendrars o Proust y Prévert.

Uno no piensa (yo al menos no pensaba, las primeras veces) en esos libros allí durmientes, cuando uno ya está de vuelta hacia el hotel o cuando uno ha madrugado para ir al Louvre y se pasea por un París casi desierto, bordeando el Sena y los puestos están cerrados. Es posible que uno no piense tampoco en los libros que duermen en la gran librería de Gallimard en Raspail, pero allí hay estancias, estantes, cerraduras, escaparates. Aquí tenemos cajas llenas de libros que quedan aparcadas, o, por mejor decir, atracadas junto al agua.

Ayer volví en tren desde Barcelona a Madrid. Por la mañana había visto una noticia desconcertante (y descorazonadora) en el periódico. Parece ser que la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de París en 2024, rizando el rizo de la originalidad (ay, la originalidad), no tendrá lugar en un estadio, sino en el río. Por ese motivo, las autoridades han decidido que, por razones de seguridad (ay, la seguridad), los puestos de los bouquinistes habrán de ser desmontados durante el tiempo que duren los Juegos. Uno a uno tendrán que ser extraídos de sus vetustos anclajes, transportados a no sé qué otra ubicación para constituir no se sabe qué village des bouquinistes, una reserva india en la que pasar esa cuarentena olímpica.

Los libreros están preocupados porque consideran que sus baqueteados recipientes no aguantarán la ordalía, que perderán su estanqueidad, que se deteriorarán en ese exilio. No tienen todas consigo, imagino, de que finalmente no acaben por globalizarlos a ellos también, transformando sus estructuras cutres en brillantes receptáculos de aluminio y vidrio, obra de los más modernos diseñadores. Al cabo, son anacronismo vivo, si al menos fueran verdaderas tiendas de souvenirs... pero, ¿a quién le interesa el tomo XXII de las Oeuvres complètes de Artaud, Gallimard, 1986?

Ese tomo que recoge los Cuadernos de la vuelta a París, mayo-agosto 1946 y cuya primera anotación dice esto:

Dimanche 26 mai 1946.

Objets.

Arbres.

Pas de liquide céphalo-rachidien.

Y de ahí, para arriba.

Con la mente taladrada por escrituras artaudianas como ésta, concebí (y no acabé de ejecutar) en esos veranos del 2016 y el 2017 una novela pesadillesca en la que, en un momento dado, por la Seine bajaba el Barco de la Peste de Nosferatu, comandado por Artaud (actor él mismo, no se olvide) en el papel de Orlok, trayendo a ese París en blanco y negro la gran mortandad que ya había asolado Wisborg, la Peste que en el siglo XVIII había venido de Marsella, el lugar natal de Artaud.

Así, por los boulevards empezaban los largos desfiles de cadáveres, como en el film de Murnau, y era tal la necesidad de recipientes para trasladar los cuerpos que se usaban los arcones de los bouquinistes, mientras los libros alimentaban las hogueras en las que se quemaban las ropas y los objetos de los moribundos.

Esa imagen funeral de los puestos de los libreros del Sena me venía, más bien subliminalmente, de ese pasaje del muy importante capítulo 36 de Rayuela (el de la clocharde y el kibbutz del deseo) en el que Cortázar nos confiesa que a Oliveira las cajas de los bouquinistes le parecían siempre fúnebres de noche, hilera de ataúdes de emergencia posados en el pretil de piedra, y una noche de nevada se habían divertido en escribir RIP con un palito en todas las cajas de latón, y a un policía le había gustado más bien poco la gracia y se los había dicho, mencionando cosas tales como el respeto y el turismo, esto último no se sabía bien por qué.

Ay, el turismo.

Cuando las autoridades miran a esos ataúdes de reserva ven ahora lugares propicios para la colocación de artefactos explosivos. Así que, por primera vez en siglos, de verdad se va a realizar una procesión de ataúdes à la Nosferatu por las calles de París.

No creo que pueda haber acto más simbólico del tiempo en que estamos viviendo que esa contraposición entre los fastos olímpicos, adecuadamente patrocinados, transmitidos simultáneamente a miles de millones de personas en todo el mundo y ese desfile alucinatorio de las cajas grisáceas a hombros de no se sabe qué deudos, o, mejor aún, en las panzas oblongas de un adecuado número de furgonetas, previsiblemente de motor eléctrico.

Es posible, pues, que, cuando los bouquinistes retornen, hayan entendido el mensaje, y adapten su comercio a los nuevos tiempos, y nos proporcionen ya todos en sus modestas paradas de bazar gadgets electrónicos, perfumes truchos, camisetas con la Tour Eiffel o bibelots con el logo de las Olimpiadas Pasadas.

Cada visita puede ser siempre la última, pero esta vez puede ser de veras.

Y, mientras la ceremonia de inauguración de los Juegos de la XXXIII Olimpiada de la Era Moderna recorre el río, con los atletas de todos los países del mundo en sucesivas barcazas, sin duda bellamente engalanadas, quizás, vociferante, desgreñado y lúcido como sólo lo pueden ser los locos, desde Rodez, Ivry, México o cualquier otro manicomio, Artaud, contemplando el espectáculo grite

Je ne suis pas un corps,

con el evidente perjuicio para el turismo y el olimpismo que eso supondría.

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