Hacía
menos frío junto al Sena que en las calles, y Oliveira se subió el cuello de la
canadiense y fue a mirar el agua. Como no era de los que se tiran, buscó un
puente para meterse debajo y pensar un rato en lo del kibbutz, hacía rato que
la idea del kibbutz le rondaba, un kibbutz del deseo.
JULIO
CORTÁZAR, Rayuela, 36.
Ya
estoy de vuelta en Madrid. La Semana ha concluido y la isla de Morel ha dejado
paso a este vasto continente de la cotidianeidad donde los días se agotan, como
nuestras esperanzas, en su vélodrome de l’age
/ tournant tournant (Juan Larrea dixit), pues hay también una circularidad,
un bucle mayor que encierra a los pequeños rizos de los otros bucles, una gran
espiral que nos asume en su Coriolis.
En
suma, como repetía el torturado e insomne narrador de Morgana en Duino, cíclico él también hasta la náusea, se han acabado las vacaciones.
O tal vez no
(siempre hay una bifurcación, un jardín lleno de ellas): queda la posibilidad
de la retrogradación, que otros llaman memoria, que otros llaman imágenes, y a
esa posibilidad nos aferraremos en estas jornadas del Perro de las que hablaba
Sebald al comienzo de su particular danza por los anillos de Saturno. A eso cabe consagrar pues la canícula, a revisar lo vivido, a revisar
lo escrito, a escribir más, a vivir más.
Hay, pues, una insistencia de los itinerarios y los gestos que nos salva de la
usura y la deriva. En la tenacidad del viajero que se obstina en recuperar los
viejos pasos, en hallar sus viejos simulacros por cada esquina de las ciudades
visitadas, radica la posibilidad salvadora de la literatura. O, si tal
salvación, como toda salvación, no es más que un pretexto, en esa tenacidad, en
esa obstinación radica el juego. Y
entonces, había, hay juego.
De
las navegaciones parisinas, ninguna otra más ceremonial e imprescindible que
la que tiene lugar en los márgenes de la Sena,
en esos trayectos paralelos a favor o a contra río que hemos ejecutado vez tras
vez, desde la primera, deslumbrante, cuando aún éramos recién llegados al mundo
de las Ciudades. ¿Bajo qué especies se comulga en esos rituales? ¿Qué altares
acogen nuestras preces? Libros,
claro, libros. Bouquins.
A
duras penas en el París lluvioso que me ha acogido estos días, luchando
a brazo partido contra las multitudes de los turistas somnámbulos,
despreciando, altivo, las casetas que sólo ofrecen souvenirs y carteles de la Belle Epoque, he recorrido también esta
vez las líneas de los bouquinistes,
he pasado revista a esa guarnición inextinguible.
Siempre
estuvieron allí, también en mis primeros viajes, pero fue en el decisivo (todos
lo son) de 2016 cuando fui plenamente consciente de su significación y sus
posibilidades. Luego, en el viaje gemelo de 2017 las recorrí con verdadera
ansia recolectora. Por entonces yo estaba obsesionado con Antonin
Artaud. Es una figura muy poderosa, es peligroso acercarse a esa sombra
deslumbrante con demasiada inconsciencia, sobre todo si uno es una polilla de
alas frágiles.
Escribí
cientos de notas sobre Artaud, me compré decenas de libros sobre él. Muchos de
ellos, especialmente los viejos tomos de sus Obras Completas publicados por NRF
- Gallimard, en los bouquinistes. Al
mismo tiempo, trataba de componer una ficción alucinatoria sobre París que se
iba, ella también, bifurcando dentro de su Grand
Jeu hasta hacerse inviable.
Nunca,
probablemente, me he acercado con tanta emoción como entonces a una caja llena
de libros viejos. A una caja y luego a otra y luego a otra y así
interminablemente, un desfile estático de kilómetros. El río, a su lado,
carecía de importancia para mí. Los puentes servían sólo para cruzar hacia los bouquinistes del otro lado.
¿Cuál
es la fascinación, pues, de esas cajas ancladas al pretil de las riberas del
Sena? ¿Lo que uno pueda encontrar en ellas? Algunas veces, pero lo cierto es
que el mercado editorial francés es tan profuso (y sus precios tan razonables)
y hay tantas grandes librerías en París que uno no necesita de hallazgos
milagrosos, por lo general. ¿Es una cuestión de tradición, tipismo, su poquito
de pedantería? Bueno, posiblemente, pero París es una ciudad llena de esas
cosas y los bouquinistes parecen un
poco demasiado canaille y no muy
globalizables.
No,
para mí lo inconcebible de la larga sucesión de armarios llenos de libros es la
extraña mezcla de lo interior y la intemperie. Esas librerías portátiles,
grandes baúles, que sin embargo se han convertido con los años en sedentarias,
que están sometidas a las inclemencias del clima parisino y resisten desde hace
décadas sin apenas cambios, representan para mí una calidez que hace más
tolerable la vida, un refugio precario pero inquebrantable en el que ser
acogidos sin más credenciales que las del flâneur.
Un derecho de asilo.
Porque
lo cierto es que nadie vacía esos arcones, nadie se lleva los libros, los
libros duermen allí, protegidos
apenas por candados y arandelas oxidadas. El bouquiniste comparece, sin horario prefijado, levanta la tapa y los bouquins
allí tendidos recobran su existencia de libros, en su contigüidad casi eterna,
condenados por el orden alfabético o el formato a forzadas vecindades, a
promiscuidades que permiten ayuntamientos extraños de Céline y Cendrars o
Proust y Prévert.
Uno
no piensa (yo al menos no pensaba, las primeras veces) en esos libros allí
durmientes, cuando uno ya está de vuelta hacia el hotel o cuando uno ha
madrugado para ir al Louvre y se pasea por un París casi desierto, bordeando el
Sena y los puestos están cerrados. Es posible que uno no piense tampoco en los
libros que duermen en la gran librería de Gallimard en Raspail, pero allí hay
estancias, estantes, cerraduras, escaparates. Aquí tenemos cajas llenas de
libros que quedan aparcadas, o, por
mejor decir, atracadas junto al agua.
Ayer
volví en tren desde Barcelona a Madrid. Por la mañana había visto una noticia
desconcertante (y descorazonadora) en el periódico. Parece ser que la ceremonia
inaugural de los Juegos Olímpicos de París en 2024, rizando el rizo de la
originalidad (ay, la originalidad), no tendrá lugar en un estadio, sino en el río. Por ese motivo, las
autoridades han decidido que, por razones
de seguridad (ay, la seguridad), los puestos de los bouquinistes habrán de ser desmontados durante el tiempo que duren
los Juegos. Uno a uno tendrán que ser extraídos de sus vetustos anclajes,
transportados a no sé qué otra ubicación para constituir no se sabe qué village des bouquinistes, una reserva
india en la que pasar esa cuarentena olímpica.
Los
libreros están preocupados porque consideran que sus baqueteados recipientes no
aguantarán la ordalía, que perderán su estanqueidad, que se deteriorarán en ese
exilio. No tienen todas consigo, imagino, de que finalmente no acaben por globalizarlos a ellos también,
transformando sus estructuras cutres en
brillantes receptáculos de aluminio y vidrio, obra de los más modernos
diseñadores. Al cabo, son anacronismo vivo, si al menos fueran verdaderas
tiendas de souvenirs... pero, ¿a
quién le interesa el tomo XXII de las Oeuvres
complètes de Artaud, Gallimard, 1986?
Ese
tomo que recoge los Cuadernos de la
vuelta a París, mayo-agosto 1946 y cuya primera anotación dice esto:
Dimanche
26 mai 1946.
Objets.
Arbres.
Pas de liquide
céphalo-rachidien.
Y
de ahí, para arriba.
Con
la mente taladrada por escrituras artaudianas como ésta, concebí (y no acabé de
ejecutar) en esos veranos del 2016 y el 2017 una novela pesadillesca en la que, en un momento dado, por la Seine
bajaba el Barco de la Peste de Nosferatu,
comandado por Artaud (actor él mismo, no se olvide) en el papel de Orlok,
trayendo a ese París en blanco y negro la
gran mortandad que ya había asolado Wisborg, la Peste que en el siglo XVIII
había venido de Marsella, el lugar natal de Artaud.
Así,
por los boulevards empezaban los
largos desfiles de cadáveres, como en el film
de Murnau, y era tal la necesidad de recipientes para trasladar los cuerpos
que se usaban los arcones de los bouquinistes,
mientras los libros alimentaban las hogueras en las que se quemaban las ropas y
los objetos de los moribundos.
Esa
imagen funeral de los puestos de los libreros del Sena me venía, más bien
subliminalmente, de ese pasaje del muy importante capítulo 36 de Rayuela (el de la clocharde y el kibbutz del
deseo) en el que Cortázar nos confiesa que a
Oliveira las cajas de los bouquinistes le parecían siempre fúnebres de noche,
hilera de ataúdes de emergencia posados en el pretil de piedra, y una noche de
nevada se habían divertido en escribir RIP con un palito en todas las cajas de
latón, y a un policía le había gustado más bien poco la gracia y se los había
dicho, mencionando cosas tales como el respeto y el turismo, esto último no se
sabía bien por qué.
Ay,
el turismo.
Cuando
las autoridades miran a esos ataúdes
de reserva ven ahora lugares propicios para la colocación de artefactos explosivos.
Así que, por primera vez en siglos,
de verdad se va a realizar una procesión
de ataúdes à la Nosferatu por las calles de París.
No
creo que pueda haber acto más simbólico del tiempo en que estamos viviendo que
esa contraposición entre los fastos olímpicos, adecuadamente patrocinados,
transmitidos simultáneamente a miles de millones de personas en todo el mundo y
ese desfile alucinatorio de las cajas grisáceas a hombros de no se sabe qué deudos, o, mejor aún, en las panzas
oblongas de un adecuado número de furgonetas, previsiblemente de motor
eléctrico.
Es
posible, pues, que, cuando los bouquinistes
retornen, hayan entendido el mensaje, y adapten su comercio a los nuevos
tiempos, y nos proporcionen ya todos en sus modestas paradas de bazar gadgets electrónicos, perfumes truchos, camisetas con la Tour Eiffel o bibelots con el logo de las Olimpiadas Pasadas.
Cada
visita puede ser siempre la última, pero esta vez puede ser de veras.
Y,
mientras la ceremonia de inauguración de los Juegos de la XXXIII Olimpiada de la
Era Moderna recorre el río, con los atletas de todos los países del mundo en
sucesivas barcazas, sin duda bellamente engalanadas, quizás, vociferante,
desgreñado y lúcido como sólo lo pueden ser los locos, desde Rodez, Ivry,
México o cualquier otro manicomio, Artaud, contemplando el espectáculo grite
Je ne suis pas un
corps,
con el evidente perjuicio para el turismo y el olimpismo que eso supondría.
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