En la biblioteca del Príncipe de Guermantes, mientras espera a que termine la ejecución de una pieza musical en el salón, en la matinée a la que ha sido invitado después de mucho tiempo de alejamiento de le monde, el Narrador encadena una secuencia de iluminaciones, de impactos sensoriales que le provocan memorias involuntarias que le permiten alcanzar una simultaneidad, una coincidencia perfecta entre el instante vivido y el evocado por la reminiscencia y deshacer así el trabajo del Tiempo, que de manera tan clara se pondrá de manifiesto algunos minutos más tarde, en la escena del bal de têtes, en la que comprobará los estragos del envejecimiento en sus amistades, y en él mismo. Estamos, sí, en Le Temps retrouvé.
Es,
sin duda, la culminación de esa obra de magnitud inconcebible que es la Recherche, y en esas páginas, que uno no
puede leer sin emoción, que uno no puede dejar de subrayar prácticamente
palabra por palabra, Proust nos muestra el porqué
del Arte, y se conjura (se conjura su Narrador, que es y no es él mismo) a
construir su Obra, una Obra que trabajará a contratiempo,
ofreciéndonos un mosaico de la vida pasada, y mostrando cómo en algunas
extrañas, fugaces ocasiones, esa súbita aparición del recuerdo nos permite el vislumbre
de lo extratemporal. Estamos hablando de una de las cumbres de la literatura
mundial de todos los tiempos, y Proust, en esa peculiar mise-en-abyme, le hace comunicar a su Je que va a empezar a escribirla, a escribir este libro que tenemos en las manos, o su equivalente en ese París
novelado en el que nosotros también tenemos, de algún modo, nuestros dobles.
Pero
no hay que olvidar que el vasto proyecto de À
la recherche du temps perdu nace, y se desarrolla imparable,
imprevisiblemente, de una idea mucho más modesta, de la elaboración de un
ensayo crítico titulado Contre
Sainte-Beuve, que intentaría, mediante un pequeño artificio narrativo,
entablar una discusión sobre las ideas del insigne crítico, y en particular,
sobre la relación entre la creación y la biografía del autor. Poco a poco la narrativa
se va imponiendo, pero hay en la Recherche
pasajes de análisis literario y exposición de las teorías del propio Proust.
Así, justo después de la emocionante secuencia de las iluminaciones, aún dentro de la biblioteca del Príncipe de
Guermantes, el Narrador nos apunta otras instancias en las que la memoria
involuntaria disparada por una
impresión sensorial ha sido utilizada por los literatos. Nos habla de
Chateaubriand, y de la Sylvia de
Nerval, un autor del que ya nos hemos ocupado por aquí y al que seguramente
reencontraremos.
Y entonces menciona a Baudelaire. Lo hace con reservas, pues considera que en ese caso hay una cierta voluntariedad, una cierta búsqueda, casi como un método, en ese establecimiento de correspondencias a veces obvias. Y nos pone dos ejemplos, que remiten a impresiones olfativas, dos poemas de Les fleurs du mal, en los que la sensualidad de la amada evoca, entre otras cosas, el viaje a tierras lejanas. El primero es La chevelure ("La cabellera"), que tiene un gemelo entre los Pequeños poemas en prosa de Le spleen de Paris, en el que la cabellera acaba convirtiéndose en el mundo entero, Un hémisphère dans une chevelure. El otro es un soneto, Parfum exotique. En ambos casos se suscita la visión de un puerto lleno de barcos, en algún lugar remoto. Proust utiliza, a modo de ejemplo, dos versos, el primero correspondiente a La chevelure: l’azur du ciel immense et rond. El segundo dice
un port rempli
de flammes et de mâts,
y
es un verso que no existe.
En
Parfum exotique el verso al que en
principio se nos remite en las notas de la edición de Gallimard (tanto en Folio
como en La Pleiade) dice
Je vois un port
rempli de voiles et de mâts.
Es
decir, Proust ha citado incorrectamente, cambiando voiles (velas) por flammes (lo
que significa aquí flammes lo tenemos
que discutir un poco más).
El
verso de Baudelaire es “Veo un puerto
lleno de velas y de mástiles”. En La
chevelure hay otros dos versos muy similares que permiten explicar la interferencia de Proust. Refiriéndose a
la cabellera de la amada (probablemente Jeanne Duval) Baudelaire dice Tu contiens, mer de ebène, un éblouissant
rêve / De voiles, de rameurs, de flammes et de mâts. Ahí está la
combinación de los mástiles con esas flammes,
junto con las velas y los remeros, en el deslumbrante sueño del mar de ébano de
la cabellera.
Curiosamente
esta transferencia entre poemas no es
señalada por los editores. Sin embargo, me parece significativa, toda vez que
se produce en el momento decisivo de
la Recherche, en el que justamente lo
que se está poniendo de manifiesto por el Narrador es el valor evocador de las
sensaciones. Es bien cierto que mi sorpresa inicial me vino por mi limitado
conocimiento del francés, ya que asumí sin más que flammes significaba, como es habitual, llamas, lo cual convertía la imagen baudeleriana en aún más
atrevida, y sugería un incendio naval
provocado por los reflejos del sol, esos reflejos que encendían la cabellera. Extrañado por todo esto, por ese cambio
entre la vela y la llama, profundicé un poco. Flamme es también una banderola,
un pabellón que se enarbola sobre el mástil
más alto en los buques de guerra. Algo que flamea (ese flamear de
banderas que hemos oído a menudo a comentaristas exaltados de fervor
patrio). El paisaje visual de Baudelaire se aclaraba así (a costa de perder su
mordisco surrealista), y, habida cuenta de que los dos poemas citados por
Proust contenían una imaginería casi idéntica, la incorrección en la cita (algo
nada raro en la Recherche, por otro
lado) pasaba a ser casi trivial.
Y sin embargo... Si
aceptamos la posibilidad del disparo,
la posibilidad de que un hasard objectif
desencadene en nosotros procesos que nos conduzcan a la creación literaria a
partir de una especie de posesión sagrada,
en la que el poeta se convierte en médium o cadena de transmisión de no se sabe
qué fuentes o potencias, lo cierto es que en los minutos en los que había visto
el paisaje ardiente en ese puerto en
llamas, las correspondencias
empezaron a presentárseme.
En
francés vela, la vela que sirve para
alumbrarse es bougie, bujía o chandelle, candela
(bellas palabras). Bachelard tiene un hermoso libro titulado La flamme d'une chandelle. Hay una flamme en
una candela, pero no la hay en una voile. En castellano, sin embargo, había juego.
Porque la substitución (acto fallido) de Proust entre las llamas y las velas nos
introducía en un mundo de evocaciones casi infinito.
Vela es
un vocablo extremadamente rico en polisemias y homonimias. Una vela, además de
la cera y la mecha que generan la llama, es también, ya lo vemos, esa tela que el viento abomba para
la navegación. Pero velar es
permanecer despierto, atento, acaso como el vigía (acaso como el gaviero Maqroll: la gavia es también una vela), alumbrado por su bujía, por su pequeña candela,
mientras el velamen hace avanzar el navío en la noche estrellada. La vela de la
vela. Permanecemos despiertos para velar a los muertos, junto a su cadáver, ya
indefinidamente no vígil, una wake como
la de Finnegan.
Si
velamos algo lo ocultamos, lo
cubrimos con un velo, para luego desvelarlo,
y si nos desvelamos estamos despiertos, en vela. Algo puede
entonces sernos revelado, como el
sabor de la magdalena reveló a Proust
el significado de la memoria involuntaria y desveló
toda una porción de su pasado, el de la infancia en Combray.
En
nuestra vela encendemos velas para ayudar al viaje del difunto, acaso en la
barca de Caronte, empujadas las velas por los vientos de la Estigia, en esa
travesía a la Isla de los Muertos que nos pinta Böcklin. Cuando Teseo abandonó,
maligno, a Ariadna en la isla de Naxos y se dirigió a su tierra natal, olvidó
cambiar las velas del barco, y Egeo, desde el cabo Sunnión, al ver las velas
negras pensó que la nave sólo conducía el cadáver de su hijo, y se arrojó a su
mar epónimo. Hay un verso del Pessoa ortónimo en Episodios: A múmia que parece recordar el suceso: Embandeiraram-se o barco de maneira errada.
En
mi segundo viaje a Trieste, cuando ya estaba escribiendo Morgana en Duino, que describe una noche en vela (He hecho algo contra
el miedo, he estado despierto toda la noche. Y he escrito, dice Rilke en el
Malte) vi en Grignano, a donde en realidad ni siquiera tenía que haber
ido (el episodio se cuenta en la novela), entre las muchas embarcaciones del
puerto, una con una vela en la que ponía Morgana. Morgana: espejismo.
En la procesión del Grial, los objetos sagrados incluyen candelabros, cuya luz, no obstante, es superada infinitamente por esa escudilla que sólo después se convirtió en la copa de José de Arimatea. La vela es un elemento fundamental en todas las liturgias. María Zambrano se ocupa de las velas, de la llama muchas veces, sobre todo en esa obra fundamental que es De la aurora. En otro texto habla de las mariposas de aceite, de las lamparillas que mi abuela siempre encontraba un motivo para encender. Mariposas. A la luz de las velas todo se dora, todo se convierte en bizantino. Todo es un cuadro de Georges de la Tour.
En
una de las secuencias más atrevidas y más profundamente conmovedoras de la
historia del cine, el protagonista de Nostalghia,
de Andréi Tarkovski, tiene que trasladar una vela encendida de un extremo a
otro de un estanque vaciado. El plano no se corta, y el actor tiene que
regresar más de una vez al punto de partida porque la vela se ha apagado y la
promesa, o el rito, o lo que sea que le ha llevado a hacer ese recorrido, exige
mantener con vida esa llamita. No he visto nunca navegación más dolorosa que
ésa.
https://www.youtube.com/watch?v=O3Dp6EdFRHo
Cada
año doy una conferencia a mis alumnos de Historia de la Óptica que se titula La luz como objeto poético. En un
momento dado, cuando he recorrido diferentes advocaciones de la luz en algunos
textos literarios, y la conferencia está próxima a su fin, recito estos versos
de un poeta chino de la dinastía Tang que nunca puedo leer sin escalofrío:
A
BORDO DE UNA BARCA LEYENDO LOS POEMAS DE YÜAN CHEN
Tomo
tus poemas en mis manos
y
los leo a la luz de una vela.
Cuando
termino la lectura,
la
vela está casi consumida
pero
aún no ha amanecido.
Siento
escozor en los ojos,
apago la luz
y
permanezco sentado en la oscuridad
escuchando
las olas que,
impulsadas por el viento,
baten la proa de la barca.
Siempre
he querido poder leerlo en la clase a obscuras, iluminada sólo por una vela,
pero nunca lo he hecho. El poeta nocturno que yo soy bien puede entender lo que
significa ese escozor y cómo nos mecerían entonces las olas en la habitación
convertida en barca. En la isla de Kampa, a obscuras, en el
ostracismo al que estaba condenado en la Checoslovaquia de entonces, Vladímir
Holan escribía toda la noche, y la vela tras su ventana iluminaba el mundo.
El
poema que recito a continuación del poema Tang en mi conferencia es, claro, Velas, de Cavafis.
Los
días del futuro se yerguen ante nosotros
como
una hilera de velas encendidas –
velas
doradas, cálidas y vivaces.
Los
días del pasado quedan atrás,
lúgubre
hilera de velas apagadas;
humeantes
aún las más cercanas,
velas
frías, derretidas y dobladas.
No
quiero verlas, me apena su aspecto
y
me apena recordar su luz primera.
Miro
adelante mis velas encendidas.
No
quiero volverme por no ver y horrorizarme
cuán
aprisa va alargándose la hilera sombría,
cuán
aprisa van creciendo las velas apagadas.
La
edad, el Tiempo sorprenden en su matinée
a nuestro Narrador. Esas velas detrás de él ya se han apagado. El aliento
de los moribundos hace moverse la llamita, empaña el espejo: así los sabemos
aún vivos. Luego, al final, siempre, el espejo está claro, la llama se alza, vertical. Ya no hay aliento, ya no hay viento que empuje la vela del corazón.
Velas,
y banderolas, y mástiles en un puerto lejano le parece a Baudelaire la
cabellera morena de Jeanne. Un día, hace muchos años, coloqué como título de
un poema La muerte es también una
cabellera. No sé por qué la muerte se me apareció como cabellera, pero lo
cierto es que bastante después escribí un poema para mi libro La pasión de Max Schreck, el libro de
Orlok, al que ya conocemos, que podría explicarlo, si es que estas cosas tienen
explicación,
Me despierto
enredado en tus cabellos
como el pez en la nasa.
Como a él,
esta ligadura me trae la muerte.
Marcel
Proust escribió los textos fundamentales de Le
Temps retrouvé en los primeros tiempos de la redacción de la Recherche, en muchos casos aún en la
época del Contre Sainte-Beuve. El
final del ciclo es coetáneo del comienzo. Siempre supo cómo iba a acabar. Lo que vino despúes fue un trabajo
intensísimo, solitario, nocturno. Un trabajo a contrarreloj, pues sabía que la muerte, con su cabellera, le iba
envolviendo. La Recherche es, en
realidad, una obra inacabada, Proust no llegó a ver publicados los tres últimos
volúmenes.
En mi conferencia sobre la luz hay un momento mágico, que me sobrecoge cada vez que ocurre, aunque se repita año tras año, con un auditorio de jóvenes de primer curso, la mayoría de los cuales no tiene realmente ningún interés en la poesía y ha sido expuesto a ella, si es que lo ha sido, de un modo muy parcial y superficial. Cuando la luz ha dejado de ser vela para ser aurora, el poema a recitar es uno de los más bellos y duros de nuestra literatura. Pertenece a un libro que me marcó decisivamente (ya lo he dicho aquí), Poeta en Nueva York.
En vez de recitar La aurora, siempre, cada año, me callo, y pongo música. Podría elegir la versión impresionante de Morente, pero desde siempre para mí la música que acompaña al poema es la de Chico Buarque, que en un disco impagable de hace muchos años, Poetas en Nueva York, le dio a las bruscas aristas del poema la suavidad de su portugués. Todo el mundo escucha en silencio, un silencio de celebración litúrgica. Cada año, en ese momento, se me saltan las lágrimas.
https://www.youtube.com/watch?v=OhSepBb4yb0
Ayer,
día 18 de agosto, fue el aniversario del asesinato de Federico García Lorca, un
hecho de una magnitud tal que no puede sino dejarnos atónitos, la manifestación
perfecta del absurdo y la crueldad más inverosímiles. Ayer, cuando pensé en
hacer algo para homenajear a Federico, sólo se me ocurrió colocar en Twitter y
en Instagram una foto suya con la música de Morente o de Chico cantando estos
versos desgarradores de La aurora,
La luz es sepultada por cadenas y
ruidos
en impúdico reto de ciencia sin
raíces.
Por los barrios hay gentes que
vacilan insomnes
como recién salidas de un
naufragio de sangre.
El
horror de la muerte de Federico es tal que es imposible acudir a las palabras,
especialmente porque la luz se remueve aún, y siempre, en su sepulcro,
encadenada por la cabellera de la muerte, y, cada vez más, deambulamos
insomnes, porque el naufragio de sangre nunca deja de producirse.
Hoy,
sin embargo, creo que he hecho algo mejor que ayer. Hoy le he puesto una vela a
Federico. Ésta.
3 comentarios:
Sin comentarios!!!
Un abrazo
Otro.
Publicar un comentario