...pero también sabía que toda
muerte es secreta.
CLARICE
LISPECTOR
En
noviembre de 1944, mientras la Segunda Guerra Mundial agoniza en Europa,
Clarice Lispector se encuentra en la Nápoles ocupada por las fuerzas aliadas
(entre las que se incluye el ejército brasileño) ejerciendo de
esposa-de-cónsul, y tratando de escribir su segunda novela, La lámpara, después de que un poco antes
hubiera aparecido su extraño y brillante libro de debut, Cerca del corazón
salvaje. Intercambia cartas con sus hermanas y con Lúcio Cardoso, escritor,
homosexual, gran amigo y también amor imposible en ese tiempo. En una carta de
Cardoso él le habla de una novela que está empezando a escribir, El anfiteatro. En su contestación,
Clarice, que tiene entonces 24 años, pregunta: ¿Qué es el anfiteatro?
¿Es el anfiteatro con gente viendo un espectáculo o un anfiteatro oscuro, en la
hora de la limpieza? Ahí, en esa frase, creo, está todo lo que pretendo
escribir aquí. Intentaré, ahora, escribirlo.
En
las vísceras del anfiteatro, en los intestinos del Coliseo hay galerías y
corredores, jaulas para bestias y celdas para hombres y mujeres. En el exterior, sobre su piel
de arena, calcinada por un sol siempre en el puntual mediodía de la luz cegadora,
se celebra el espectáculo ante las
gradas llenas de un público enfervorecido. Todo estadio dispone de altares para
el sacrificio. Y el ritual ha de ser cumplido hasta los últimos detalles. En
cuanto a lo que los arúspices pronostican a partir de la lectura de los
despojos, quizá sería mejor no saberlo...
Clarice
nació en un lugar perdido de la Unión Soviética que hoy pertenece a Ucrania,
aunque quién sabe... Entonces ella se llamaba Chaya, y con sólo unos meses de edad recorrió
Europa y cruzó el Atlántico huyendo de los progroms. Su madre fue violada múltiples veces, contrajo una enfermedad venérea que destruyó por completo su salud: Chaya fue concebida, al parecer, porque alguien le dijo a su madre, absurdamente, que un embarazo podría curarla de sus padecimientos. Sólo poco a poco Chaya acabó siendo Clarice y brasileña y mujer de diplomático y
periodista y escritora, la más grande escritora de Brasil, una de las más grandes del mundo. Su deslumbrante
obra, tan deslumbrante como esa blancura de la habitación vacía de G.H., me
acompaña desde hace tiempo, pero lo cierto es que no había vuelto a ella desde
los confusos tiempos de la cuarentena, cuando la releía para asistir a un curso
sobre ella en La Central de Madrid, porque 2020 era el centenario de Clarice
Lispector, y luego 2020 acabó siendo otras cosas.
Hay
estadios en Brasil, enormes estadios abarrotados donde se juega un partido
infinito entre equipos cuyos nombres recorren mi infancia, una infancia sin
apenas partidos televisados, con torneos veraniegos, con Mundiales legendarios
ganados y perdidos por la canarinha,
con Luiz Pereira y Leivinha, que vinieron al Atleti, mi equipo, como enviados de un Más
Allá futbolístico que resultaba inconcebible en esos días. Palmeiras, Flamengo,
Fluminense, Vasco da Gama, Santos...
Y
Botafogo. Clarice era hincha de Botafogo, aunque lo era de un extraño modo,
pues declaraba su ignorancia apasionada
del fútbol y se reconocía con el corazón partido, porque uno de sus hijos era
también de Botafogo, pero el otro era de Flamengo, y la rivalidad era máxima.
Son años gloriosos para Botafogo, en el equipo están nombres legendarios como
Gérson y Jairzinho, y el entrenador es Zagallo, que luego fue el seleccionador
de la triunfante y mítica Brasil del Mundial de México en 1970.
Hablo
de 1968. Clarice escribe cada semana su columna en el Jornal de Brasil. La colección de esos artículos, titulada A descoberta do mundo, es impagable. Hay
uno de ellos curioso, extraño, se titula Armando
Nogueira, futebol e eu, coitada, y corresponde al 30 de marzo de 1968. La
intrahistoria de ese artículo es digna de ser contada. Armando Nogueira era
otro colaborador del periódico, el encargado de la crónica futbolística
(Brasil, años 60, el fútbol sería una religión si “religión” no fuera un
término que se quedase ridículamente corto). En una de esas crónicas, que
Lispector dice no haber leído, aunque se confiesa seguidora de la prosa de
Nogueira, éste dice: Cambiaría de buen
grado la victoria de mi equipo en un gran partido por una crónica de Clarisse [sic]
Lispector sobre fútbol. El equipo de
Nogueira era también Botafogo, que a la sazón acabaría ganando ese año el
Campeonato Carioca y la Taça do Brasil,
el Campeonato Brasileño (sólo ha ganado dos en toda su historia, así que es un
año realmente especial para los albinegros).
Clarice
supo de esa cita porque se recogió, en una recopilación de frases aparecidas en
la prensa en la última semana, en el Correio
da Manha y aceptó, a su manera, el reto, escribiendo su pieza sobre fútbol,
donde dice las cosas que he venido contando, coitada por no saber nada de fútbol, recordando que sólo una vez
fue a un estadio y le pareció que un partido no era para nada semejante a un ballet sino más bien a una lucha entre vida y muerte, entre gladiadores.
Y entonces le devuelve el guante a Nogueira, retándole a que ahora escriba él
una crónica sobre la vida, sobre lo
que el fútbol representa para él no como deporte, sino como parte de su vida. Y
Nogueira contestó a su vez, pero eso ya no nos interesa ahora mismo.
A
salvo de un par de entrevistas medio en serio, medio en broma, a dos
personalidades del fútbol brasilero
como Saldanha y Zagallo, nada más escribe Clarice sobre fútbol, o sobre
estadios hasta varios años después. Entonces aparece, en 1974, dentro de la
recopilación Onde estivestes de noite
su cuento A procura de uma dignidade.
En castellano se ha vertido como La
búsqueda de la dignidad, pero me parece relevante que en el título original
se hable de una dignidad, una
concreta, acaso pequeña, imprescindible. Si uno lee el cuento, terrible en su
reconocimiento de la vejez y del deseo, entiende lo que quiere trasmitirnos
Lispector al titularlo así. Es, como todo lo que escribe Clarice, genial, y lo
es de un modo peculiar, sí, como todo lo que escribe ella.
El
inicio del relato es decididamente kafkiano, aunque ella probablemente no se
reconocería influida por Kafka, como negó a los Joyce o Woolf que se invocaron
al aparecer Cerca del corazón salvaje diciendo
simplemente: no los he leído. Nuestra
protagonista, una mujer de 70 años (pero le echan unos 57, concretamente), se ha extraviado. Es una mujer sin nombre,
durante toda la narración la voz en off
que habla en tercera persona la presenta como la señora de Jorge B. Xavier. Ese extravío, profundamente onírico,
desgarradoramente real (Parece que no
está usted muy bien de la cabeza, le dicen, y ella arrastra sus pies de vieja) se extiende en realidad por todas las páginas
del cuento, en sus taxis, en sus idas y venidas por Rio, en su casa, frente a
su espejo, en busca de una salida a algo que no la tiene: la edad, la
decadencia, el deseo sexual desaforado que todos tomarán por grotesco, la
pasión por el joven ídolo Roberto Carlos (sí, mi infancia, los 70, un gato que
está triste y azul...). Pero el extravío del inicio tiene lugar en, justamente, Maracaná.
Todo
estadio tiene vísceras. La señora de Jorge B. Xavier no recuerda cómo ha ingresado
a ellas. No recuerda una puerta de las muchas que sin duda tiene un campo de
fútbol tan descomunal. Piensa que ha debido introducirse por una rendija, entre los
escombros de las obras. En ese escenario a medio construir o a medio
destruir brotan los pasillos subterráneos, cavernas
estrechas que daban a salas cerradas, por las que ella va y viene,
crecientemente desorientada. ¿Qué hace la señora de Jorge B. Xavier en
Maracaná, por todos los santos? Pretende asistir a una conferencia, ella, que siempre está atenta a las actividades
culturales. Pero se ha despistado, recuerda ahora que le dijeron que el sitio
donde iba a darse estaba cerca de
Maracaná, y ella, absurdamente ahora está deambulando por el laberinto de
sus intestinos, y no le sirve de mucho las indicaciones del hombre que aparece de repente, y mucho menos el poder
acceder al espacio de luz clara y mudez
abierta del terreno de juego en ese estadio
desnudo desventrado, sin balón de fútbol en el que había una multitud que existía por el vacío de su ausencia absoluta.
Sí,
el anfiteatro a obscuras, en la hora de
la limpieza, treinta años después de aquella carta de Nápoles, el infinito viacrucis por la Construcción (¿trabaja
en esas obras el héroe anónimo de la canción de Chico Buarque que tropeçou no céu como se fosse um bêbado?),
todo lo que oculta la lámpara cegadora del espectáculo, todo lo que bulle bajo
la superficie, un dédalo para el que no hay mapa, o, de haberlo, no está en la
posesión de una mujer de 70 años envejecida de repente, aturdida, en busca de
sus compañeros de la conferencia, y a la que finalmente, el hombre del estadio, le muestra, sin esfuerzo, dos amplios portones abiertos, por los
que sale, pero no hay salida. Aunque ella grite al final del cuento que tiene que haberla, unaaaa saliiiida.
Analicé
el cuento para una sesión de ese curso de 2020 a cargo de Laura Freixas,
estudiosa de Lispector. Recuerdo bien el sótano
de La Central de Callao, que ya no existe, que se perdió como se pierden todas las cosas.
No olvidé ese relato, pero, lo cierto es que Lispector se había teñido de contenidos
dolorosos. No sólo el confinamiento: eran de la brasileña muchas veces los
libros que llevaba a los hospitales para estar junto a la cama de mi padre
durante aquellos terribles días de 2017-18. Hace algunas meses releí la
insuperable La pasión según G.H. y
todo volvió a empezar. Entonces, un día, hace unas semanas, me di cuenta de que
tendría que hablar, aquí en el blog, de Clarice y de esa búsqueda de una dignidad. Y, de repente, todo empezó a
resonar.
Todos
los estadios tienen vientres y producen negras excreciones. Hay uno que desde
siempre para mí fue el símbolo del horror. Son los años 70, es 1973. Yo tengo 9 años, no
sé nada de nada pero en realidad ya lo voy sabiendo todo, incluso lo que no
podía saberse aún en el país en el que vivía. En mi colegio se hablaba. Era un
raro colegio rojo de la periferia de
Madrid. Nos pasábamos discos, cassettes,
pegatinas. Ya soy un poco mayor, han pasado tres, cuatro años desde el golpe.
Ha muerto Franco entre medias, como había muerto Allende de una manera tan
radicalmente diferente. Es el año 1977. Me compro el LP, el primero que compro por mi propia voluntad, el primero de mi
discoteca. Te recuerdo, Amanda, de
Víctor Jara. Por supuesto.
En los años anteriores me habían hecho partícipe de la leyenda de Víctor Jara. Me habían contado que lo habían torturado, que le habían roto los dedos para que no pudiera tocar la guitarra. Que había estado detenido en el Estadio Nacional de Santiago. En aquellos años había selecciones de fútbol que boicoteaban al régimen pinochetista y recuerdo una imagen del telediario en el que Chile jugó contra nadie, sacó de centro, los jugadores se fueron pasando la pelota y marcaron el 1-0, en ese mismo estadio, aunque yo no supe relacionar todo eso hasta más tarde. Por la radio empezaba a sonar Quilapayún, cantábamos El pueblo unido jamás será vencido, y Víctor Jara era, simplemente, leyenda.
Te recuerdo, Amanda, la calle mojada, corriendo a la fábrica donde trabajaba Manuel. Aún hoy puedo recitar las letras de todas las canciones de ese disco, que está todavía en una de mis estanterías. No entendía muy bien qué quería decir que Manuel partió a la sierra, pero sí me estremecía cuando sabía que en cinco minutos quedó destrozado, y lloraba con Amanda su amor trunco, mientras corríamos, ella a la fábrica y yo al colegio.
50
años ha hecho hace unos días del asalto al Palacio de la Moneda. Sólo ahora (s-ó-l-o a-h-o-r-a) se ha condenado a los
torturadores de Víctor Jara. Cuando fueron a detenerlos, ya octogenarios, uno
se suicidó, confirmando así de manera indiscutible su cobardía: un buen modo de
ocupar el sitio más bajo en la jerarquía de los infames. No es ya la violencia
o el asesinato: es la tortura. Crecí,
crecimos, con las informaciones espeluznantes de las torturas perpetradas en
las dictaduras del Cono Sur, que rimaban (ay)
con las que se ejecutaban a pocos metros de nuestras casas, en los sótanos de la Puerta del Sol. En
penumbra, fuera del espectáculo. Sin duda los torturadores (si Terencio
afirmaba aquello de nihil humanum a me
alienum puto, yo hago una excepción con los torturadores: no me reconozco
de su misma especie, no me une con ellos ningún vínculo, ni siquiera zoológico)
pensarían que era la hora de la limpieza,
y la ejecutaban, perfectos lacayos, dispensadores de un dolor maximizado,
conocedores de la técnica y los procedimientos, en el vértice del muladar de la
crueldad que ocupaban de pleno derecho.
Hay
un episodio (hay tantos) de la crónica familiar que me fue relatado más bien
con medias palabras, en un tono desabrido. No eran tiempos aquellos para hablar
de esas cosas, y luego la gente se fue haciendo mayor, y luego murió y yo no pregunté lo suficiente. Y ahora
no tengo a quién preguntar, nadie que me corrobore, que me dé detalles. En ese
episodio, al acabar la Guerra Civil española, mi abuelo está preso en un
estadio, menos monumental que el de Santiago, sin duda, o que el justamente
llamado Monumental, el estadio de
River, donde en 1978 el dictador celebró el triunfo de la selección argentina
mientras ahí, al lado, se ahogaban los gritos de los torturados o el chapotear
de los cadáveres cayendo desde los aviones y helicópteros al Río de La Plata
(Rodrigo Fresán lo cuenta en su cuento de
fútbol titulado La pasión de
multitudes).
Se trata del campo del Rayo, con su franja roja como la de River, del Estadio de Vallecas, convertido en campo de prisioneros tras el triunfo definitivo de los sublevados. En ese retazo inconexo de la crónica familiar mi abuela se desplaza cada día, a pie, desde la Avenida de Aragón, en la otra punta de Madrid, muy cerca de donde está ahora el Metropolitano, cruzando descampados, temblando ante la posibilidad bien cierta de que pudieran violarla los soldados, para llevarle una manta seca a mi abuelo, y llevarse la manta húmeda del día anterior. No sé cuánto tiempo estuvo mi abuelo en ese campo de concentración, ni sé dónde estuvo, en qué intemperie o qué corredor obscuro, sólo sé que mi abuela era, sin duda, la persona más miedosa que he conocido (miedosa, no cobarde, no era cobarde en absoluto, pero todo le hacía temblar) y mi abuelo un personaje complejo, torvo a ratos, lleno de ira y de una furia que no podía sacar. Ellos sabían. Mis padres sabían, pero no contaban, o contaban al sesgo, como para no tener que volver a pensar en ello, a revivirlo, porque eran cosas tristes, cosas que los niños no teníamos por qué saber. Los niños nos hicimos mayores y ya no tenemos esas historias, y sin embargo esos laberintos están ahí, en nuestros sueños, entre las ruinas de los estadios desaparecidos, en los pasillos de los estadios por los que ahora transitamos.
La
primera vez que fui consciente del calvario de mi abuela en su larga caminata
con la manta fue un día en que, siendo yo ya adulto, mi madre (que era su
nuera) me lo contó así: tenía miedo de
que le hicieran algo. Mi madre era una mujer pudorosa, y muy miedosa
también, pero ese algo resonó como un
mazazo. Ambos nos estremecimos. Cosas
tristes.
¿Cuándo
acabará el espectáculo de nuevo, cuándo se apagarán las luces del rectángulo de
juego, o se callarán los vatios del equipo de sonido en el concierto, y las
vísceras del estadio volverán a servir para lo que acaso fueron secretamente concebidas, para
desorientar a los transeúntes, para conducirlos a su encierro, como si
estuviéramos en The Cask of Amontillado de
Poe, y el infierno, una vez más, se quitase la máscara? ¿Cuándo volverán a
reverberar en esas desoladas arquitecturas de gris hormigón los gritos?
No
acaba nunca el espectáculo, siguen sus luces y su música, pero igualmente sigue también a obscuras la hora de la limpieza, la hora interminable de la
crueldad, pues siempre hay tiranos y torturadores, y eso es algo que me ha
hecho plantearme siempre, desde que era un niño y escuchaba a Víctor Jara, la
pertinencia de ser humano.
Aunque,
claro, por fortuna, a veces son otros los gritos que se escuchan en los
estadios, a veces mi equipo gana, y a veces ganamos todas algo más importante.
A veces la hora de la limpieza, la de la verdadera limpieza, la de la que acaba con la mugre, se ejecuta, de verdad, en el lado del
espectáculo, bajo la potencia de los focos, y uno dice ya era hora, y ve desfilar la procesión de los insectos, aturdidos
ahora ellos (ya era hora), avanzando
hacia su Nada, hacia un futuro en el que acaso (ay, bien quisiéramos) a nadie
le rompen los dedos para que no pueda tocar la guitarra o le violan en un descampado, o en su casa, o en su trabajo. Ojalá siga habiendo esas voces, esas veces, cada vez más. Por todos nosotros. Por todas nosotras. Para que acabe.
#SeAcabó.
2 comentarios:
Muy bueno...encajan una y otra, y otra las piezas. He disfrutado mucho leyendo tu texto.
ana
Gracias, Ana. La idea es justamente ésa, que una cosa lleve a la otra. Es así como voy construyendo el texto, por asociaciones que me van viniendo. Me alegro de que te haya gustado.
Publicar un comentario