domingo, 17 de septiembre de 2023

Cabalgata

 

 

LES AÉROPLANES         LES AÉROPLANES

Ne fermeront pas leurs ailes ce matin

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VICENTE HUIDOBRO, Hallali.

El estreno de la película había sido convenientemente difundido por los medios. Arrastraba ya entonces una aureola de film maudit y se contaban las bizarras peripecias de su rodaje, que incluía infartos de protagonistas y largas jornadas en la húmeda jungla filipina. Todo parecía rodeado de una locura como la de Ahab. En los comentarios se decía que el guion partía de El corazón de las tinieblas, que yo no había aún leído (tenía quince años solamente). Todo aquello era, sin duda, subyugante, y contribuía a que mi deseo de ver la película alcanzara niveles estratosféricos. Era, además, decían, una película sobre Vietnam, y no precisamente triunfalista, y yo era ya un pacifista irredento para el que, desde niño, la guerra era la de Vietnam. En seguida pasó a ser la del Líbano. (De fondo, claro, la guerra era otra, la que dividía el tiempo en antes de la Guerra y la postguerra, pero de ésa se hablaba poco y aún con un cierto temblor en los labios.)

Pero ninguna de esas razones fueron la principal para que arrastrase a mi padre al cine (yo era menor, teóricamente no me hubieran dejado entrar solo) a ver Apocalypse Now en el Palacio de la Música (¿o fue el Avenida?), una de las enormes salas que se alineaban antaño en el Broadway madrileño, la Gran Vía, hoy prácticamente todas desaparecidas y convertidas en no menos enormes tiendas de ropa. No: lo fundamental era la llamada escena de los helicópteros. Así, desgajada del resto, se mostraba en los noticieros y era objeto del boca a boca. Se decía (era verdad) que los cines habían tenido que adaptar su sistema de sonido para cumplir con los requisitos técnicos de la producción, y que, vista en la sala, la escena era algo que no tenía comparación en la historia del cine bélico... No se hablaba de la larga marcha por el río, de las escenas con Marlon Brando en perpetuo claroscuro, de la alucinógena versión de la guerra en la jungla: todo eso vino también, pero hubo que procesarlo en sucesivos visionados que cubrieron toda mi adolescencia y juventud. Lo importante era la escena de los helicópteros.

[https://www.youtube.com/watch?v=VE03Lqm3nbI]   

Y, sí, allí, junto a mi padre, en la obscuridad del Palacio de la Música, comandada la patrulla por el Coronel Kilgore, al que nada le gustaba más que el olor a nápalm por las mañanas, empezaron a aparecer esos raros insectos mecánicos, desplegándose por el cielo clarísimo, avanzando sobre el mar, y entonces, por supuesto, la música, atronando el nuevo sistema acústico de la ya veterana sala. Poco sabía yo de Wagner entonces, y menos del Ring, pero la palabra valquiria, asociada a vagos conocimientos de mitología germánica, me permitía casar ese vuelo con la danza letal de esos otros pájaros dolorosos. Y, acaso no lo recuerden, pero, si pueden, vuelvan a ver la escena: en un momento dado, cuando se estaba cercano ya al clímax: pan-paran-pan-pan, el silencio absoluto. El silencio del poblado que es el objetivo del ataque. Los niños que salen de la escuela, la alarma, los nidos de ametralladoras. Y entonces, otra vez, la música, ya terminal sin ambages, ya letal en cada acorde. Y el nápalm, para coronar la masacre.


Desde el punto de vista cinematográfico es, indudablemente, una escena legendaria, memorable. Aún hoy la uso en mi clase de Historia de la Óptica para mostrarle a los estudiantes un ejemplo de montaje cinematográfico, de manejo de ritmos y de adecuación entre imagen y sonido. Ahora sé muchas más cosas que la primera vez que la vi y también les cuento a qué se asocia la música de Wagner, por qué la elección de Coppola fue en su momento polémica, y cómo esa escena se engarza en todo un rosario de episodios que van marcando el descenso por el río del Capitán Willard en busca del Coronel Kurtz, y cómo, en la novela de Conrad, ese río está en África y la sinrazón que sirve de fondo es el delirio colonialista de Leopoldo, rey de los belgas. Cómo, en fin, la brillante pieza de arte que constituye la danza de los helicópteros es un epítome de la crueldad y el dolor, y no debe tomarse at face value, porque la estetización de la destrucción y de la inhumanidad es peligrosa, muy peligrosa, y es un pecado original del arte y la literatura, tan proclives a epopeyas y exaltaciones de tiranos. 

O tal vez no, tal vez no me da tiempo a contar tantas cosas, pero cuando muestro la escena no lo hago desde un entusiasmo acrítico. Eso lo fui aprendiendo, cuando, tras haber sido educado por largas tardes sabatinas de películas de guerra de sobremesa, que se desarrollaban frecuentemente en submarinos, fui dándome cuenta de que la violencia era un territorio que no quería habitar, y la mili algo que no quería, desde luego, hacer, y entonces empezó lo de la objeción con todos sus líos, y el cine bélico fue haciéndose distinto, o yo lo miré con otros ojos, y luego vi muchas otras guerras, vi en directo, en prime time desde mi cómodo sillón, las imágenes de las cámaras de infrarrojo en los bombardeos de Bagdad en la primera guerra del Golfo, y los Balcanes ardieron una vez más, y ahora arde Ucrania, y en tantos otros lugares alguien, muchos, ceden a la tentación de olvidar que las marchas militares, la música wagneriana a todo volumen desde los grandes altavoces que cargan los helicópteros, las historias de heroísmo y camaradería, esconden los montones de escombros, los montones de muertos, la barbarie y la sinrazón.

Sí, es un juego peligroso el arte cuando pasa al lado de la guerra. No hay belleza en el asesinato, pero estamos demasiado acostumbrados a la estilización del gesto criminal y obviamos sin mayor esfuerzo la otra mitad de la historia. Vae victis, sobre todo, porque los vencidos somos nosotros mismos. Por mi parte, siempre preferí la Odisea a la Iliada, pero en ambos casos se habla de guerreros, de hombres que han alcanzado la gloria masacrando a sus semejantes. Es una historia triste, y no ayudan los oropeles, ni los discursos estereotipados a poner las cosas en su sitio.

Hubieron de pasar muchos años hasta que, sorprendido, aprendiera que la conexión entre la Walkürenritt y el bombardeo no era una idea original de Coppola. El aroma bélico de lo wagneriano iba de suyo, desde los nazis en adelante, pero el que un ataque aéreo tuviera como banda sonora ese pasaje concreto de El anillo de los Nibelungos se le ocurrió antes a... nada menos que Proust. He buscado en la Red esta asociación y las menciones son raras, no soy consciente de que Coppola se haya referido a ello, aunque tampoco he hecho una búsqueda exhaustiva. A mí, desde luego, me sorprendió la primera vez que lo leí.

Estamos en el melancólico y definitivo Le Temps retrouvé. El Narrador ha vuelto a París tras una de sus prolongadas estancias en la maison de santé. Es la Primera Guerra Mundial, y ha traído una novedad con ella: el uso de los aeroplanos como arma de combate. Cada noche suenan las alarmas, se apagan las luces de las calles, se encienden los reflectores (algunos, desde la Tour Eiffel que cantara Huidobro por esos años) y la población corre a refugiarse en el métro. Se combinan esas descripciones con la crónica social de un París a medio gas, pero que no deja de tener sus reuniones de buen tono. Robert de Saint-Loup, al que hemos conocido tan joven, al que hemos visto en el cuartel de Doncières, del que hemos sabido sus aventuras y vicios, y que ahora está casado, cerrando el gran círculo de la Recherche, con Gilberte Swann, reuniendo así los dos côtés, es un militar que participa en la guerra pero que a veces pasa por París y conversa con nuestro cronista que, por motivos de salud, está exento del servicio. La posición de Saint-Loup es ambivalente, pues no puede evitar una cierta admiración por el enemigo germánico y porque las consideraciones de clase social y las relaciones familiares de la aristocracia se superponen a la razón patriótica.

En una de esas conversaciones, trufadas de detalles técnicos y discusiones estratégicas, Robert se refiere con emoción a los combates aéreos, que llenan de estrellas otras el firmamento y evoca el momento de la señal inicial de la incursión, cuando ils font apocalypse (sus palabras, y las cursivas son de Proust). Esas sirenas tan wagnerianas, lo que se considera natural para saludar a los alemanes: cabría preguntarse, prosigue Saint-Loup, si no son aviadores, sino las mismas Valquirias las que pilotan. Concluye, con un tono que casi ya podemos tildar de sarcástico: La música de las sirenas es la de la Cabalgata. Ha hecho falta finalmente la llegada de los alemanes para que se pueda escuchar a Wagner en París.

Cuando leí por primera vez el pasaje, no lo creí. Ahí estaba todo, ahí estaba la escena de los helicópteros que me había marcado a los quince años. Ahí estaba la combinación letal de la muerte y el arte, de la crueldad y la belleza. Esa death from above la servían las nórdicas damas mitológicas sobre París, con los primeros aeroplanos, como la servía la caballería en las playas de Vietnam con sus cazas, y como ahora, ay, la servirán en las llanuras ucranianas y como, ay, fue servida en Guernica por los nazis, aliados del ejército sublevado, y como, ay, en cualquier momento será servida de nuevo sobre nuestras cabezas.

¿Coppola y Proust, pues? ¿La Recherche y Apocalypse now, ya desde el mero título del film de 1979? Me parece justo, me parece adecuado que Proust, testigo de algo nuevo, de una nueva modalidad de asesinato, que es la muerte que viene del cielo, inaugure una saga, proporcione una escenografía, regale una visión tan certera. Él, cuyo gran amor, su chófer y secretario Alfred Agostinelli, murió estrellando su avión en las costas de Antibes. Hay muchos aviones en la Recherche y en la figura de Albertine, prisionera y fugitiva, resuena la historia de Alfred, que se apuntó a las clases de vuelo con el nombre de Marcel Swann.

Recuerdo que, de muy pequeño, cuando vivía en Legazpi, muy cerca de donde vivo ahora, a mi hermano y a mí nos estaba vedada la (minúscula) terraza exterior de la casa, pero que se nos franqueaba el paso a ella, acompañados, claro, de mi madre o de mi abuela, para ver los aviones, que pasaban justo por arriba de la casa, en su camino al Desfile de la Victoria, para honrar al Dictador y su Heredero. Ya he hablado por aquí de las visitas a Barajas los domingos para ver los aviones. Ver los aviones es algo que entonces generaba fascinación, y aún la sigue produciendo. Por eso, esa muerte aérea nos suscita el pánico que pueden producir tan sólo los dioses más despiadados.


Me acuerdo, claro, aquí, de esa otra obra maestra, Estrella distante, de Roberto Bolaño, y los poemas escritos en el cielo por el aviador torturador. Citaré, como no puede ser de otro modo, Sobre la historia natural de la destrucción de Sebald, con sus descripciones de lo atroz y la pregunta que se repite: ¿por qué hablamos de la guerra como esplendor pero callamos sobre sus consecuencias? ¿Por qué en la literatura alemana de la postguerra apenas hay relatos sobre las ruinas de las ciudades alemanas, sometidas a bombardeos arrasadores día tras día, más allá de todo objetivo militar, con el fin declarado de acabar con la moral de la población? ¿Por qué aún ahora hay desfiles y cazas que sobrevuelan las poblaciones en bellas formaciones, esos mismos cazas que serán empleados, cuando toque (y tocará, siempre toca), para arrasar al enemigo?

A partir de la obra de Sebald conocí el escalofriante ensayo de Alexander Kluge Ataque aéreo a Halberstadt, el 8 de abril de 1945. Este informe se abre con la matinal interrumpida en el cine Capitol de Halberstadt. El ataque aéreo se lanza y una parte del teatro queda dañada. La encargada se apresta a limpiar los escombros con la esperanza de que la sesión de las dos de la tarde pueda llevarse a cabo (en las ciudades sitiadas hay cine y conciertos, y todo eso es raro de entender, porque hemos olvidado lo que es la guerra, porque hemos sido tan afortunados de no haber vivido una guerra, pero nuestros padres sabían, nuestros abuelos sabían). Entonces cae otra bomba y se lleva por delante el cine. La ciudad entera se convierte en un enorme incendio, todo queda destruido. Kluge no ahorra detalles sobre el estado de los cadáveres o sobre la desorientación de los supervivientes.

La película que se proyectaba en el Capitol de Halberstadt esa mañana era Heimkehr, que podemos traducir como Regreso a casa. El Capitol era (es) otro de los cines de la Gran Vía madrileña. ¿Qué película pasarán en qué cine cuando se desencadene el próximo apocalipsis? ¿Con qué palita intentaremos recoger una montaña de escombros más grande que el Everest? ¿Qué música sonará antes de que el pitido en los oídos ya no nos permita oír nada?

Es difícil hablar sobre la historia natural de la destrucción, las palabras se quedan cortas o no aciertan en el blanco, los detalles desagradables desmovilizan, hacen que apartemos la mirada de la pantalla, que arrojemos el libro: no funcionan. Funciona mejor la prestancia de los uniformes, el espectáculo de pirotecnia, las estelas en el cielo (sólo estelas en la mar, caminante), la Cabalgata de las Valquirias. Por eso, cuando al final, Kurtz (que es el agente de comercio de Conrad y el coronel de Coppola) encuentra la palabra justa, sólo cabe repetirla:

the Horror,

the

Horror.

Saint-Loup muere en la guerra. El Capitán Willard ordena un ataque aéreo con la contraseña: Almighty, todopoderoso. En unos días los cazas pasarán por encima de mi casa: parece que tiendo a encontrarme en su trayectoria. No sé si se siguen bendiciendo: la cruz sobre la cruz que el aeroplano dibuja en el firmamento y que contemplaba alucinado Huidobro. No veo ningún triunfo en esto. Soy, siempre lo he sido, parte de los derrotados.



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