jueves, 7 de septiembre de 2023

Puente Borges

Teoría de puentes, II




Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo mismo.

JLB

Cuando el puente se alza, no sobre un curso de agua o sobre otra calle, sino sobre un manojo de vías, quizás en las inmediaciones de una estación, que es el lugar donde las vías se mueren, el río de Heráclito se hace metálico y duro, y próximo a la herrumbre, y hay grandes remaches que sabemos en el fondo frágiles, pues todo puente acaba por ser derribado de su soberbia. En puentes así uno puede optar por cualquiera de las dos bandas. A un lado habrá, seguramente una larga bóveda, del otro, si hay suerte, no habrá sino el punto de fuga que construyen, trabajando juntos como buenos instrumentos de la finitud que son, nuestra fatiga ocular y la curvatura del orbe.

El brazo de la cruz que es el puente soporta pasos y vehículos que se deslizan sobre el asfalto. Su perpendicular es esa corriente de caminos de hierro, que en las proximidades de su desembocadura se curvan, se entrecruzan, se multiplican, en un intento de elevar su complejidad matemática, acaso para que en esas fugaces bandas de Möbius nazcan nodos o vórtices donde puedan alojarse Alephs inesperados, difíciles de observar para los transeúntes, para los viajeros del tren, para los operarios de la Compañía Ferroviaria (de Kalda, acaso), para los conductores, para cualquiera que no sepa mirar, que no sepa acodarse en la baranda y esperar un cierto destello del sol poniente, una extraña música hecha de estruendos y disonancias, un frío que pone en marcha ese mecanismo del que estamos, finalmente, todos dotados, el temblor del Mysterium tremendum.

Algo así funciona. Uno debe saber perderse por las penúltimas calles, desechar viejas bifurcaciones conocidas, afrontar el escalofrío de la noche ya casi cerrada, en los confines de un espacio que habíamos aprendido a llamar Ciudad, como si Ciudad no fuera igualmente un tiempo, y una altura, y, sobre todo, una profundidad. Así es como se sueña, o así al menos sueño yo, y si alguna vez aciertan mis pasos somnámbulos, los pasos que da mi cuerpo inerte en ese lecho que transportan los ascensores del sueño, y me acercan al Puente, me acodo y leo los hilos de los tendidos eléctricos, cuento las piezas del puente y canto al compás del traqueteo de los trenes incesantes.


Pero ese paisaje no es mío. Ese paisaje es de Borges, el paseante, el que se lanzaba a recorrer Buenos Aires en sus grandes caminatas nocturnas. Hacia su Palermo natal, hacia el Sur, hacia esos lugares donde podía aún detectar la traza sepultada de su Villa Mitológica, esa que inventó llena de conventillos, arroyos, guapos y esquinas rosadas. María Esther Vázquez se hace eco en su biografía, por ejemplo, de esos paseos hacia Barracas, en los que había forjas resplandecientes y fábricas abandonadas con vidrios de losanges milagrosamente intactos, y en el libro que dedica Mariana Enríquez a la impar Silvina Ocampo también se recuerda la afición de Borges a comandar la expedición a los confines, que acababa a menudo en el Puente Alsina, que se elevaba sobre la basura y la pestilencia del agua, y tras el que venía la Nociudad, en la que podían hallarse caballos o vacas perdidas. No había nada en el mundo como ese puente, narraba Silvina, y eso que, según ella, era uno de los lugares más sucios y lúgubres de Buenos Aires.

Borges era, ya a estas alturas esta afirmación no sirve para epatar, un místico. Cuánto de místico, cómo de místico, son cosas que no merece la pena tratar de calibrar, porque lo cierto es que hay en sus letras muchas instancias en las que se enfrenta al numen y balbucea con la afasia propia de los que se hallan en pleno vuelo. La mística atea y quizá impostada (porque en Borges todo es impostado, pero justamente por eso es real, porque Borges se edifica desde siempre como impostura, como construcción-de-biblioteca, como doble múltiple en un laberinto de espejos que le cabe en el bolsillo) trajo intentos como el Zahir, como el Aleph, como las largas tiradas de versos en enumeración caótica, como las simetrías de Triste-le-Roy, como la suave escritura que se extiende por la piel de un felino, como los Tigres, amarillos sobre un negro ya total, azules, transparentes en Tlön.

Es sabido que Borges mismo confesó (¿sería ése el verbo?), a Willis Barnstone (se recoge ese testimonio en el libro de conversaciones Borges at eighty) haber sufrido (¿sería, ay, ése el verbo?) dos experiencias místicas en su vida, de las que quedaron reflejos en sus textos, muy particularmente en el llamado Sentirse en muerte, que publicó, casi repetido, hasta en cuatro lugares distintos a lo largo de las décadas. Ahí tenemos las calles penúltimas, un momento en el que la contemplación de una tapia rosada le extrae del tiempo (estoy en mil ochocientos y tantos). Yo leí ese texto en Historia de la eternidad, que fue el segundo libro de Borges que tuve en mis manos, hace ya tanto. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo... me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad. Puede ser, quizás, el texto borgeano que más veces he leído, y sólo muy recientemente reparé en una palabra que había pasado por alto todos estos años, una palabra rara en Borges, y que hace que me salten las lágrimas: ternura.

Luce López-Baralt, la inmensa estudiosa de la mística (y mística ella misma, como ha confesado, si de nuevo ése es el verbo, en su La cima del éxtasis), tuvo la posibilidad de preguntarle directamente a Borges por sus experiencias, y lo hizo en más de una ocasión. El argentino le dijo, supongo que mirándola con esos ojos ciegos que ya no miraban: usted estudia a San Juan de la Cruz, así que sabrá que una experiencia de esas características simplemente no puede expresarse con palabras. Una vez, en la Facultad de Filología de mi universidad, la Complutense, escuché a Luce en una conferencia, en un ciclo en el que estaba también mi amiga, la gran escritora Menchu Gutiérrez. Al terminar su charla, pude conversar un momento con ambas. Hablamos del Aleph, del Aleph que el narrador declara falso en su postdata. Yo llevo mucho tiempo estudiando El Aleph desde el punto de vista de la Óptica (de una Óptica mística, en la que el hic stans eleva la dimensionalidad de la mirada y complica hasta lo inconcebible el juego de ángulos de las perspectivas) y le sugerí que el Aleph sonoro que se acaba proponiendo era, acaso, el lamento impotente del Borges progresivamente ciego que ya no vería el Aleph ni ninguna otra cosa, salvo, acaso, confusamente, el oro de los tigres. La emoción con la que Luce (cuyo estudio sobre El Zahir es fundamental) hablaba de Borges, la certeza que ella tenía de la veracidad de esas experiencias místicas, es algo que no olvido. He leído mucho sobre mística, he leído mucho a los místicos y las místicas, toda la vida, y resueno con facilidad en esas frecuencias.

He hablado (Borges ha hablado) de dos experiencias. El otro texto clave para el estudio de la torpe transcripción verbal de tales extrañamientos es, como de nuevo es bien sabido, el poema Mateo XXV, 30, que se puede hallar en el libro El otro, el mismo. Mi historia con ese poema es muy peculiar. Aunque empecé conociendo al Borges narrador y ensayista, en seguida me interesé por su poesía (en puridad, ya conocía algunos poemas desde mi célebre libro de literatura de octavo de Básica) y me hice con la edición de Alianza / Emecé (en la bella colección Alianza Tres) de la Obra poética 1923-1977 (obsérvese que Borges aún vivía, y de hecho en esa recopilación no estaban incluidos sus dos poemarios postreros, La cifra y Los conjurados, que también compré, tomos ellos mismos de Alianza Tres). Pues bien, como pude comprobar ya demasiado tarde, en mi Obra poética había una serie de páginas en blanco, defecto de impresión que había pasado desapercibido para mí (son una docena más o menos, en un volumen de más de 500 páginas). Es sorprendente la cantidad de veces que me ha pasado eso mismo a lo largo de mi vida con libros muy variados: se diría que esos blancos siempre transmiten no se sabe qué mensaje.

Cuando empecé a saber de Mateo XXV, 30, me dispuse a leerlo y no lo encontré. El poema místico de Borges se había hecho apofático y lo tuve que localizar por otro lado. De hecho, me acabé comprando el tomito de la poesía completa que para entonces había sacado en El Libro de Bolsillo Alianza, dividida en tres volúmenes (El otro, el mismo estaba en el segundo). Pasados los años también me compré la edición compacta de la Poesía completa en Debolsillo. ¿La página en blanco era un signo de los misteriosos dioses que escribieron la piel del tigre, quienes me transmitían así que aún no era digno? Acaso. Lo cierto es que cuando finalmente me adentré en el poema (que, ay, no me parece que sea de los más altos de la gran producción borgiana, fatigado como está por la enumeración caótica, prima hermana de la del Aleph, recurso del que Borges, obviamente, llega a abusar) me fascinó, absolutamente, el arranque:

El primer puente de Constitución y a mis pies

fragor de trenes que tejían laberintos de hierro.

Humo y silbatos escalaban la noche

que de golpe fue el Juicio Universal.

Constitución hace referencia a una estación de trenes en Buenos Aires. El primer puente, como uno averigua tras una leve investigación, es el que se alza sobre las vías a la altura de la calle Ituzaingó, que comienza de un lado del entramado ferroviario, en la calle Paracas, para alcanzar, ya del otro lado, la calle Guanahaní y seguir su camino. Las tapias y los alambres de púas que impiden el acceso al territorio vedado a las vías (vedado para quienes no somos trenes) se extienden por Paracas y Guanahaní (estamos en el barrio de Barracas), y el primer puente es metálico, y desde él se ve, Borges ve, el Juicio Universal.

Mateo XXV, 30 es un poema triste, un poema de culpabilidad. El versículo evangélico corresponde al relato de la parábola de los talentos y contiene una de esas frases que atruenan en la cabeza de cualquier niño al que se le expuso tempranamente a esas fuentes: el llanto y el crujir de dientes. Ahí, a las tinieblas exteriores, es destinado el servidor por el amo por no haber sacado rédito de la moneda que le entregó. Borges escucha una voz, una voz que dice las cosas, pero no las dice así, no las dice como se dicen en el poema, y, tras haber enumerado todos los objetos del Universo, le amonesta, cruelmente:

En vano te hemos prodigado el océano;

en vano el sol, que vieron los maravillados ojos de Whitman;

has gastado los años y te han gastado,

y todavía no has escrito el poema.

En las tinieblas de su ceguera, Borges, que sabe que no es Whitman, que se sabe inexacto, innecesariamente abundante, impotentemente secuencial, esconde la cabeza entre las manos, en el frío de la noche, en el extremo de su trayecto, sintiendo el tacto frío del metal del Puente Ituzaingó y se calla.

He estado dos veces en mi vida en Buenos Aires. Nunca, ay, se me ocurrió ir a Constitución, seguir los pasos del flâneur Borges, llegar a Ituzaingó y Paracas, cruzar el puente. Cuando he vuelto tantas veces a él, de la mano del texto, he necesitado verlo. Es fácil hacerlo ahora, la tecnología nos favorece. Me transformo en el pequeño muñequito amarillo (¿amarillo-tigre?) del Google Maps y desciendo, como un paracaidista, sobre el mapa de Buenos Aires. Sí, ahí está. Puedo entrar en él, desde Paracas. Avanzo. Entonces, algo ocurre. Mis pasos no progresan, el programa me envía de vuelta al comienzo. No había llegado ni a la mitad del puente, quería girar para mirar las vías, que apenas se vislumbran tras la barandilla. Lo intento desde Guanahaní. Entro en el puente. Avanzo. Soy rechazado. De nuevo. No se puede cruzar el puente Borges en Google Maps, no se puede cruzar desde casa, desde tan lejos, no se puede mirar las vías. No se puede contemplar el Juicio Final. Es preciso ir allí. Hay que volver a Buenos Aires, y arriesgarse, arriesgarse al llanto y al crujir de dientes. 


Una vez fui a Edinburgh, con otros compañeros, para participar en un congreso científico (sensores de fibra óptica, ese trabajo mío de verdad, por lo menos hasta ahora, y por poco tiempo ya). Pudimos hacer poco turismo, pero no dejamos de pasear por la bella ciudad. Avanzando hacia el Parlamento uno se encuentra con la peculiar Jacob’s ladder. Cerca de allí hay un lugar donde uno puede ver las vías. La estación de Waverley no está lejos. Hice algunas fotos, he sentido de golpe la necesidad de recuperarlas. Sí, ahí estaban: fascinantes. Siempre me han fascinado vistas así, entiendo tan bien que tuviera que ser en el primer puente de Constitución donde se produjo la epifanía. Sobre ese río de Heráclito de metal y herrumbre, porque uno no puede subirse dos veces al mismo tren, porque los trenes entran y salen, y avanzan, avanzan, siguiendo horarios, itinerarios, protocolos que nos trascienden a nosotros, meros ejecutores de laberintos de papel y palabras.

El Puente Borges, que no se llama así, me parece, aunque iba a llamarse, pero quién sabe lo que puede y no puede pasar en un lugar maravilloso y caótico como la República Argentina, se cierne, como el espíritu del génesis, sobre los trenes que nos conducen hacia el futuro (todo se mueve siempre hacia el futuro, todo transcurre hacia la Estación Término, hacia Kalda). Yo construyo puentes en mis sueños, siento el vértigo de atravesarlos, recorro puentes en las Ciudades y el corazón me late más fuerte, acaso porque estoy conversando contigo y de repente es el sueño y de repente nos hemos hecho ficticios (ay, sí, el vértigo, dame la mano). Yo invento místicas, me sorprendo de ciertos tonos de luz, rememoro instantes ambiguos, me hago merecedor de la parábola, asciendo escaleras de Jacob, quiero ser digno de la revelación, quiero recibir, gozosa, aniquiladora, la ternura.

En la enumeración de Mateo XXV, 30 hay un verso que siempre me pareció bien logrado, y que he utilizado muchas veces como cita: amor y víspera de amor y recuerdos intolerables. Sí, el amor. La víspera del amor, esa expectativa que no nos deja dormir. Los recuerdos. ¿Intolerables? Sí, quizás: hay noches, hay palabras, hay gestos, hay un alejarse. Pero no hay llanto ni hay crujir de dientes. En este territorio, vasto e íntimo, de la ternura no hay dioses crueles ni castigos. Hay puentes que cruzar y en los que estamos, estás, estuvimos, estaremos, del otro lado, de este lado, de todos los lados.


Aniquilado por la experiencia del dolor, de la fiebre, del delirio (que traduce la experiencia real de Borges en la septicemia), tras haber entrado en ese territorio crepuscular que se llama convalecencia, Juan Dahlmann resuelve ir a El Sur. Un coche de punto lo lleva a Constitución, donde toma el tren. Lo que le espera al final de las vías es, claro, la muerte (al fondo está la muerte), la muerte heroica que había soñado en los largos días del hospital. La que, acaso, pudo chalanear a los Hados, en un pacto que incluía la obligación de acuñar ese destino onírico en uno de los relatos más perfectos que se hayan escrito.

Cuando está en el tren, acompañado de Las mil y una noches, Dahlmann formula un pensamiento gozoso:

Mañana me despertaré en la estancia.

El convaleciente mira hacia un futuro de quietud, de aire, de luz, de lejanía. Ese futuro nunca llegará, pero en esa frase Borges amoneda la fórmula de la felicidad.

Mañana iré a Atocha a tomar un tren para Barcelona, mi tren gestionará con destreza su paso por el laberinto de las vías y, ya por la tarde, en el hotel, formularé un pensamiento: Mañana despertaré en Barcelona y tomaré el Metro y me trasladaré a un lugar en el que hablaremos de Borges. Un buen modo para coronar esta intensa primera semana del curso académico, de mi último curso académico. Algo que se parece bastante a la felicidad.

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