Teoría de puentes, II
Al
fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo mismo.
JLB
Cuando
el puente se alza, no sobre un curso de agua o sobre otra calle, sino sobre un
manojo de vías, quizás en las inmediaciones de una estación, que es el lugar
donde las vías se mueren, el río de Heráclito se hace metálico y duro, y
próximo a la herrumbre, y hay grandes remaches que sabemos en el fondo
frágiles, pues todo puente acaba por ser derribado de su soberbia. En puentes
así uno puede optar por cualquiera de las dos bandas. A un lado habrá,
seguramente una larga bóveda, del otro, si hay suerte, no habrá sino el punto
de fuga que construyen, trabajando juntos como buenos instrumentos de la
finitud que son, nuestra fatiga ocular y la curvatura del orbe.
El
brazo de la cruz que es el puente soporta pasos y vehículos que se deslizan
sobre el asfalto. Su perpendicular es esa corriente de caminos de hierro, que en las proximidades de su desembocadura se
curvan, se entrecruzan, se multiplican, en un intento de elevar su complejidad
matemática, acaso para que en esas fugaces bandas de Möbius nazcan nodos o
vórtices donde puedan alojarse Alephs inesperados, difíciles de observar para
los transeúntes, para los viajeros del tren, para los operarios de la Compañía
Ferroviaria (de Kalda, acaso), para los conductores, para cualquiera que no
sepa mirar, que no sepa acodarse en la baranda y esperar un cierto destello del
sol poniente, una extraña música hecha de estruendos y disonancias, un frío que
pone en marcha ese mecanismo del que estamos, finalmente, todos dotados, el temblor del Mysterium tremendum.
Algo
así funciona. Uno debe saber perderse por las penúltimas calles, desechar viejas bifurcaciones conocidas,
afrontar el escalofrío de la noche ya casi cerrada, en los confines de un
espacio que habíamos aprendido a llamar Ciudad, como si Ciudad no fuera
igualmente un tiempo, y una altura, y, sobre todo, una profundidad. Así es como se sueña, o así al menos
sueño yo, y si alguna vez aciertan mis pasos somnámbulos, los pasos que da mi
cuerpo inerte en ese lecho que transportan los ascensores del sueño, y me acercan
al Puente, me acodo y leo los hilos
de los tendidos eléctricos, cuento
las piezas del puente y canto al
compás del traqueteo de los trenes incesantes.
Pero
ese paisaje no es mío. Ese paisaje es de Borges, el paseante, el que se lanzaba
a recorrer Buenos Aires en sus grandes caminatas nocturnas. Hacia su Palermo
natal, hacia el Sur, hacia esos lugares donde podía aún detectar la traza
sepultada de su Villa Mitológica, esa que inventó llena de conventillos,
arroyos, guapos y esquinas rosadas.
María Esther Vázquez se hace eco en su biografía, por ejemplo, de esos paseos
hacia Barracas, en los que había
forjas resplandecientes y fábricas abandonadas con vidrios de losanges
milagrosamente intactos, y en el libro que dedica Mariana Enríquez a la impar
Silvina Ocampo también se recuerda la afición de Borges a comandar la expedición a los confines, que acababa a menudo en el Puente Alsina, que se elevaba sobre la basura y la pestilencia del agua, y tras el que venía la
Nociudad, en la que podían hallarse caballos o vacas perdidas. No había nada en el mundo como ese puente,
narraba Silvina, y eso que, según ella, era uno de los lugares más sucios y lúgubres de Buenos Aires.
Borges
era, ya a estas alturas esta afirmación no sirve para epatar, un místico. Cuánto de místico, cómo de místico, son cosas
que no merece la pena tratar de calibrar, porque lo cierto es que hay en sus
letras muchas instancias en las que se enfrenta al numen y balbucea con la afasia propia de los que se hallan en pleno
vuelo. La mística atea y quizá impostada (porque en Borges todo es impostado,
pero justamente por eso es real, porque Borges se edifica desde siempre como
impostura, como construcción-de-biblioteca, como doble múltiple en un laberinto
de espejos que le cabe en el bolsillo) trajo intentos como el Zahir, como el Aleph, como las largas tiradas de
versos en enumeración caótica, como
las simetrías de Triste-le-Roy, como la suave escritura que se extiende por la
piel de un felino, como los Tigres, amarillos sobre un negro ya total, azules,
transparentes en Tlön.
Es sabido que Borges mismo confesó (¿sería ése el verbo?), a Willis
Barnstone (se recoge ese testimonio en el libro de conversaciones Borges at eighty) haber sufrido (¿sería, ay, ése el verbo?) dos
experiencias místicas en su vida, de las que quedaron reflejos en sus textos,
muy particularmente en el llamado Sentirse
en muerte, que publicó, casi repetido,
hasta en cuatro lugares distintos a lo largo de las décadas. Ahí tenemos las calles penúltimas, un momento en el
que la contemplación de una tapia rosada
le extrae del tiempo (estoy en mil ochocientos y tantos). Yo
leí ese texto en Historia de la eternidad,
que fue el segundo libro de Borges que tuve en mis manos, hace ya tanto. Me sentí muerto, me sentí percibidor
abstracto del mundo... me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de
la inconcebible palabra eternidad. Puede ser, quizás, el texto borgeano que
más veces he leído, y sólo muy recientemente reparé en una palabra que había
pasado por alto todos estos años, una palabra rara en Borges, y que hace que me
salten las lágrimas: ternura.
Luce
López-Baralt, la inmensa estudiosa de la mística (y mística ella misma, como ha
confesado, si de nuevo ése es el
verbo, en su La cima del éxtasis),
tuvo la posibilidad de preguntarle directamente a Borges por sus experiencias, y lo
hizo en más de una ocasión. El argentino le dijo, supongo que mirándola con
esos ojos ciegos que ya no miraban: usted
estudia a San Juan de la Cruz, así que sabrá que una experiencia de esas características
simplemente no puede expresarse con palabras. Una vez, en la Facultad de
Filología de mi universidad, la Complutense, escuché a Luce en una conferencia,
en un ciclo en el que estaba también mi amiga, la gran escritora Menchu
Gutiérrez. Al terminar su charla, pude conversar un momento con ambas. Hablamos
del Aleph, del Aleph que el narrador declara falso en su postdata. Yo llevo mucho tiempo estudiando El Aleph desde el punto de vista de la Óptica (de una Óptica
mística, en la que el hic stans eleva
la dimensionalidad de la mirada y complica hasta lo inconcebible el juego de
ángulos de las perspectivas) y le sugerí que el Aleph sonoro que se acaba
proponiendo era, acaso, el lamento impotente del Borges progresivamente ciego que ya no vería el Aleph ni ninguna otra cosa,
salvo, acaso, confusamente, el oro de los
tigres. La emoción con la que Luce (cuyo estudio sobre El Zahir es fundamental) hablaba de Borges, la certeza que ella tenía de la veracidad de esas experiencias
místicas, es algo que no olvido. He leído mucho sobre mística, he leído mucho a
los místicos y las místicas, toda la vida, y resueno
con facilidad en esas frecuencias.
He
hablado (Borges ha hablado) de dos experiencias.
El otro texto clave para el estudio de la torpe
transcripción verbal de tales extrañamientos
es, como de nuevo es bien sabido, el poema Mateo
XXV, 30, que se puede hallar en el libro El otro, el mismo. Mi historia con ese poema es muy peculiar.
Aunque empecé conociendo al Borges narrador y ensayista, en seguida me interesé
por su poesía (en puridad, ya conocía algunos poemas desde mi célebre libro de
literatura de octavo de Básica) y me
hice con la edición de Alianza / Emecé (en la bella colección Alianza Tres) de
la Obra poética 1923-1977 (obsérvese
que Borges aún vivía, y de hecho en esa recopilación no estaban incluidos sus
dos poemarios postreros, La cifra y Los conjurados, que también compré,
tomos ellos mismos de Alianza Tres). Pues bien, como pude comprobar ya
demasiado tarde, en mi Obra poética
había una serie de páginas en blanco, defecto de impresión que había pasado
desapercibido para mí (son una docena más o menos, en un volumen de más de 500
páginas). Es sorprendente la cantidad de veces que me ha pasado eso mismo a lo
largo de mi vida con libros muy variados: se diría que esos blancos siempre transmiten no se sabe
qué mensaje.
Cuando
empecé a saber de Mateo XXV, 30, me
dispuse a leerlo y no lo encontré. El
poema místico de Borges se había hecho apofático
y lo tuve que localizar por otro lado. De hecho, me acabé comprando el tomito
de la poesía completa que para entonces había sacado en El Libro de Bolsillo
Alianza, dividida en tres volúmenes (El
otro, el mismo estaba en el segundo). Pasados los años también me compré la
edición compacta de la Poesía completa en
Debolsillo. ¿La página en blanco era un signo de los misteriosos dioses que
escribieron la piel del tigre, quienes me transmitían así que aún no era digno? Acaso. Lo cierto es
que cuando finalmente me adentré en el poema (que, ay, no me parece que sea de
los más altos de la gran producción borgiana, fatigado como está por la enumeración caótica, prima hermana de la
del Aleph, recurso del que Borges,
obviamente, llega a abusar) me fascinó, absolutamente, el arranque:
El primer puente
de Constitución y a mis pies
fragor de trenes que
tejían laberintos de hierro.
Humo y silbatos
escalaban la noche
que de golpe fue el Juicio
Universal.
Constitución hace referencia a una estación de trenes en Buenos Aires. El primer puente, como uno averigua tras una leve investigación, es el que se alza sobre las vías a la altura de la calle Ituzaingó, que comienza de un lado del entramado ferroviario, en la calle Paracas, para alcanzar, ya del otro lado, la calle Guanahaní y seguir su camino. Las tapias y los alambres de púas que impiden el acceso al territorio vedado a las vías (vedado para quienes no somos trenes) se extienden por Paracas y Guanahaní (estamos en el barrio de Barracas), y el primer puente es metálico, y desde él se ve, Borges ve, el Juicio Universal.
Mateo XXV, 30 es
un poema triste, un poema de culpabilidad. El versículo evangélico corresponde
al relato de la parábola de los talentos
y contiene una de esas frases que atruenan en la cabeza de cualquier niño al
que se le expuso tempranamente a esas fuentes: el llanto y el crujir de dientes. Ahí, a las tinieblas exteriores,
es destinado el servidor por el amo por no haber sacado rédito de la
moneda que le entregó. Borges escucha una
voz, una voz que dice las cosas, pero no
las dice así, no las dice como se dicen en el poema, y, tras haber
enumerado todos los objetos del Universo,
le amonesta, cruelmente:
En vano te hemos
prodigado el océano;
en vano el sol, que vieron los maravillados ojos de Whitman;
has gastado los
años y te han gastado,
y
todavía no has escrito el poema.
En
las tinieblas de su ceguera, Borges, que sabe que no es Whitman, que se sabe inexacto, innecesariamente abundante,
impotentemente secuencial, esconde la cabeza entre las manos, en el frío de
la noche, en el extremo de su trayecto, sintiendo el tacto frío del metal del
Puente Ituzaingó y se calla.
He estado dos veces en mi vida en Buenos Aires. Nunca, ay, se me ocurrió ir a Constitución, seguir los pasos del flâneur Borges, llegar a Ituzaingó y Paracas, cruzar el puente. Cuando he vuelto tantas veces a él, de la mano del texto, he necesitado verlo. Es fácil hacerlo ahora, la tecnología nos favorece. Me transformo en el pequeño muñequito amarillo (¿amarillo-tigre?) del Google Maps y desciendo, como un paracaidista, sobre el mapa de Buenos Aires. Sí, ahí está. Puedo entrar en él, desde Paracas. Avanzo. Entonces, algo ocurre. Mis pasos no progresan, el programa me envía de vuelta al comienzo. No había llegado ni a la mitad del puente, quería girar para mirar las vías, que apenas se vislumbran tras la barandilla. Lo intento desde Guanahaní. Entro en el puente. Avanzo. Soy rechazado. De nuevo. No se puede cruzar el puente Borges en Google Maps, no se puede cruzar desde casa, desde tan lejos, no se puede mirar las vías. No se puede contemplar el Juicio Final. Es preciso ir allí. Hay que volver a Buenos Aires, y arriesgarse, arriesgarse al llanto y al crujir de dientes.
El
Puente Borges, que no se llama así, me parece, aunque iba a llamarse, pero
quién sabe lo que puede y no puede pasar en un lugar maravilloso y caótico como
la República Argentina, se cierne,
como el espíritu del génesis, sobre los trenes que nos conducen hacia el futuro
(todo se mueve siempre hacia el futuro, todo transcurre hacia la Estación
Término, hacia Kalda). Yo construyo puentes en mis sueños, siento el vértigo de
atravesarlos, recorro puentes en las Ciudades y el corazón me late más fuerte,
acaso porque estoy conversando contigo y de repente es el sueño y de repente
nos hemos hecho ficticios (ay, sí, el vértigo, dame la mano). Yo invento
místicas, me sorprendo de ciertos tonos de luz, rememoro instantes ambiguos, me hago merecedor de la parábola,
asciendo escaleras de Jacob, quiero ser digno de la revelación, quiero recibir,
gozosa, aniquiladora, la ternura.
En
la enumeración de Mateo XXV, 30 hay
un verso que siempre me pareció bien logrado, y que he utilizado muchas veces
como cita: amor y víspera de amor y
recuerdos intolerables. Sí, el amor. La víspera del amor, esa expectativa que no nos deja dormir. Los recuerdos.
¿Intolerables? Sí, quizás: hay noches, hay palabras, hay gestos, hay un alejarse. Pero
no hay llanto ni hay crujir de dientes. En este territorio, vasto e íntimo, de
la ternura no hay dioses crueles ni castigos. Hay puentes que cruzar y en los
que estamos, estás, estuvimos, estaremos, del otro lado, de este lado, de todos los lados.
Cuando está en el tren, acompañado de Las mil y una noches, Dahlmann formula un pensamiento gozoso:
Mañana
me despertaré en la estancia.
El
convaleciente mira hacia un futuro de quietud, de aire, de luz, de lejanía. Ese
futuro nunca llegará, pero en esa frase Borges amoneda la fórmula de la
felicidad.
Mañana iré a Atocha a tomar un tren para Barcelona, mi tren gestionará con destreza su paso por el laberinto de las vías y, ya por la tarde, en el hotel, formularé un pensamiento: Mañana despertaré en Barcelona y tomaré el Metro y me trasladaré a un lugar en el que hablaremos de Borges. Un buen modo para coronar esta intensa primera semana del curso académico, de mi último curso académico. Algo que se parece bastante a la felicidad.
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