domingo, 10 de marzo de 2024

Los bulevares periféricos

 


Est-on vraiment sûr que les paroles que deux personnes ont échangées lors de leur première rencontre se soient dissipées dans le néant, comme si elles n’avaient jamais éte prononcées?

PATRICK MODIANO, L’horizon

 

I.

En la desbocada primera novela de Patrick Modiano, La place de l’étoile, aparece la que sin duda es una de las frases más alucinantes que se hayan podido escribir: Vous n’écoulerez jamais vos stocks de kaléidoscopes.

 

II.

En los almacenes, pues, se agolpan, acaso envueltos en cajas de vivos colores, decenas, cientos de caleidoscopios, pero, es sabido, el mercado de caleidoscopios está a la baja. Y eso permite calibrar hasta qué punto nuestra sociedad es desdichada.

 

III.

No habrá forma de dar salida a esos stocks de caleidoscopios que acumulan polvo en quién sabe qué nave industrial de la periferia fractal de una ciudad monstruosa. En su inmovilidad, congelada, la disposición de las fichas que se ha convertido en eterna. Otros mundos esperan en la rotación imposible. No hay manos suficientes para girar tanto tubo.

 

IV.

Es bien cierto que el comentario es sarcástico, que todo es una gran broma y que carecemos aún de la profundidad, de la mesura del tono que sólo nos alcanzará, si es el caso, con la madurez. Pero hemos tenido caleidoscopios durante la infancia. Aún tenemos alguno, otros se han ido rompiendo, perdiendo, escondiéndose en trasteros y mudanzas. Y conocemos las leyes de la Óptica.

 

V.

En L’herbe des nuits el narrador es interrogado en una oficina del Quai des Gesvres. Se da cuenta entonces de que se encontraba quizás en el punto exacto donde Gérard de Nerval se había colgado. La rue de la Vieille Lanterne ha sido sepultada por las nuevas construcciones, pero si se descendiera a los sótanos de este inmueble se descubriría, al fondo de uno de ellos, un trecho de la calle de la Vieja Linterna. Sí, así es todo: subterráneo.

 

VI.

El tiempo es poroso. Tarda uno en descubrirlo, pero Modiano lo sabe, y nosotros lo sabemos ahora ya también. Es un conocimiento inútil, pues no hay modo de localizar esos poros, se abren de repente, en cualquier rincón de la hora, pero son diminutos, no puede uno descender por ellos con qué cuerda de palabras. Si acaso, al despiste, a uno se le pueden caer las llaves dentro. O, poniendo el oído, puede escuchar viejas canciones que parecen salir de un gramófono. Se han dado casos de gente que intenta horadar la malla con agujas de coser, o con cuchillos. Pero todo es angosto.

 

VII.

Hay, sin embargo, modos. El más sencillo, pero igualmente arbitrario y desoladoramente imprevisible, es el sueño. Claro que cuando uno sueña está inevitablemente del lado de abajo y oye resonar sobre su cabeza las pisadas del vivir, cuyo eco se expande sobre ese hueco del estar dormido. Lo decoramos como podemos, con nuestros viejos juguetes. Y sobre su pavimento trazamos, con la tiza de entonces, una rejilla de calles que se parece tanto a los circuitos ciclistas donde jugábamos a las chapas.

 

VIII.

Hay otros modos, pero son aún más difíciles de dominar, y apenas puede uno ponerse en una disposición de extrema receptividad y rogar a los dioses que habitan en los intersticios, y que son bellos como insectos, que nos sea concedido el vislumbre. La música funciona, dicen, pero lo cierto es que la música apenas abre algunos espejos, pues ella misma se basa en el ritornelo y en la trampa. Y luego están los dedos, pero quién se acuerda ya de los dedos.

 

IX.

Deambular, en todo caso, agotar el mapa, dejar caer las miguitas del transcurso, repetirse en voz baja las letanías de las estaciones de metro, es un buen método para conjurar las bifurcaciones, para descubrir las puertas del tiempo perpendicular. Es así: la geometría es congruente, la topología es sedosa, de repente la perspectiva es compartida por dos ciudades distantes, por dos ciudades anteriores. Entonces es como saltar a la vía de al lado, es como ser trasladado al barco que viaja hacia el Polo Magnético.

 

X.

Hay otros tiempos igualmente disciplinados en su sucederse, tiempos paralelos que se ven desde las otras miradas. Podemos hablar de ellos: hace ya veinte años, fue anteayer, te espero mañana. Y cada uno se marcha a su casa con su larga cola de tiempo, arrastrando sonrisas, dolores y muchas hojas de calendario. A veces parece que algo rima. Sí, pero de qué sirve.

 

XI.

No, de lo que se habla aquí es de acceder a los procesos no interrumpidos, recuperar inquietudes y expectativas. Un joven sale de la Universidad y recorre el mismo camino cada tarde. No tiene aún veinte años. Lleva un libro de Canetti. Alguien le dice: “¿lees a Canetti?”. Canetti está aún vivo entonces. Cuando muera, algunos años después, decretará que una parte substancial de su legado deberá permanecer oculta, secreta, en la Biblioteca de Zürich, hasta treinta años después de su muerte. Ya han pasado treinta años de su muerte. El estudiante lleva mucho esperando. Tiene sesenta años. Ay, qué será de su legado, de sus cuadernos, qué sótanos los acogerán, que manos póstumas los recorrerán, quizás, con mimo.

 

XII.

Así funciona todo. Pilotitos encendidos en un gran panel de la guardarropía consabida de las series de ciencia ficción de la infancia. En la central térmica del corazón, fugas que van consumiendo una potencia que ahora se necesitaría tanto. Una mañana en la que parecía que todo estaba por hacer. Cuadernos empezados, y nunca terminados. Agendas con teléfonos de siete cifras. La inminencia del milagro, o de la catástrofe. Todo ahí, intacto, no bifurcado, sino detenido, estático, extático, a la espera de alguien que sepa bucear. Quién supiera.

 

XIII.

Cuando el avión desciende, todavía no ha pasado nada de lo que iba a pasar. Una vez se formuló así: si volvemos... Hemos vuelto, gastados, por algún lado se esconden esos simulacros, recorren nuestros dobles incansables (éramos más jóvenes, más fuertes, más tristes, con más ganas) la ciudad que se fue colando en los sueños, que se fue mezclando con la Ciudad. Hemos vuelto. Ya tenemos plano. Ya no nos perdemos. Pero no encontramos las puertas que dan a los transbordos inesperados. Hemos agotado todas las líneas del metro y la estación aquella de los besos no llega.

 

XIV.

A medida que las estaciones se sucedían, yo remontaba el curso del tiempo. Así Modiano. Hay otro método, hay otra posibilidad: escribir. Es cierto que eso significa renunciar al espacio, renunciar a los cuerpos. Es cierto que no deja de ser encender fantasmagorías. Pero nada me impide decir: estoy llegando, dime dónde me esperas. Nada me impide decir: todavía no ha ocurrido, todo está por estrenar. Paseemos un rato más, no dejemos que se nos caiga al suelo esta vez. Lo he hecho: lo sigo haciendo. La avenida se agota, el tiempo ya no se sostiene, la línea se comba. O empiezo a trazar mis agujeros de gusano o en breve todo habrá terminado.

 

XV.

J’écris ces pages pour trouver des lignes de fuite et m’échapper par les brèches du temps, dice, escribe Modiano. Líneas de fuga, brechas: eso es. Sueño, texto, metro, ciudad, todo es lo mismo. Si reproducimos el itinerario (y lo hacemos obsesivamente, porque estamos convencidos de que en algún punto de ese trayecto perdimos algo irreparable) entramos en el tiempo-otro, y nos podrán salir al paso losquefuimos, losqueeran, estaremos otra vez juntos. Abre el mapa. No, ése no, el nuestro, el de la Ciudad que compartimos. Cierra los ojos, apunta al azar una esquina cualquiera, un café. Los cafés siempre funcionan. Ahí estamos. Míranos, no hemos cambiado nada.

 

XVI.

Al comienzo de su Memorabilia, ya lo sabemos, Juan Gil-Albert dice que es preciso que leamos estas líneas como si todos los que aparecemos en ella estuviéramos ya muertos. La advertencia es innecesaria: siempre hemos muerto. Siempre hemos sido substituidos. Los que aparecemos en ellas ya no somos los que las escribimos. Pero los que hemos muerto somos nosotros, tantas veces. Ellos son inmortales.

 

XVII.

Recorro cuadernos, casi siempre negros, agendas, carpetas y archivos que arrastro desde hace una eternidad de ordenadores. Me encuentro, nos encontramos. Me veo escribiendo A partir de ahora todo será más neto, más nítido, pero más estrecho. Han pasado diez años. Sí, todo es angosto, pero cada vez hay que moverse menos. En última instancia, en el quicio de la asíntota, apenas se necesita el espacio para que un dedo pulse un botón. O unos labios lancen un beso.

 

XVIII.

Leo, en una carpeta que no abría hace mucho: Cuando pienso en ti se produce un extraño silencio en mi interior, un silencio pleno de inquietudes, con fugaces resplandores de tristeza. Es el silencio de las cosas idas, de las librerías desaparecidas, de los cines cerrados, el silencio de una ciudad que ya no es, salvo cuando la recorremos en los sueños, en los sueños donde encuentro los poemas que hablan de ti, los poemas que escucho en este silencio de la larga noche de tu ausencia, de la noche obscura del alma. Estamos en barrios distintos, tú, yo, Modiano, todas sus amadas perdidas o muertas, todos sus embrollos del mercado negro y de la Ocupación, pero la Ciudad es la misma.

 

XIX.

El tiempo pasa y convierte a los abrazos en arqueología, a los besos en monedas fenicias. Hay en ellas rostros grabados, desgastados, apenas ya discernibles. Las excavaciones son demasiado profundas, la fatiga nos vence, renunciamos a esos tesoros. Pero un día un terremoto subvierte los estratos. Un día una filtración milenaria de agua abre un socavón, revela las catacumbas. Y nos ponemos a jugar como niños con las baratijas del menaje fúnebre. No, nada se pierde. Y no hay que buscar la perpendicular, simplemente hay que hacerse a un lado de la cinta transportadora, dejar de correr como posesos, abrir una puerta metálica en el andén, llegar a la estación espejo, coger el metro levógiro.

 

XX.

Todo ha transcurrido ya y aquellos temores no sirvieron de nada. Los dolores de entonces son apenas ya anotaciones. Fuimos demasiado cobardes, todo acaba bien al final. Todo relato es un recuento de extinciones. El único tema filosófico verdaderamente serio es la evanescencia.

 

XXI.

Modiano: después de haber escrito estas páginas, me digo que hay un medio, justamente, de luchar contra el olvido. Es ir a ciertas zonas de París a las que no hemos retornado desde hace treinta, cuarenta años y pasar una tarde, como si se hiciera guardia. Sí, hay que ir a ciertas zonas de París y hacer guardia. En París los agujeros del tiempo son más grandes, y nosotros somos más pequeños.

 

XXII.

Los desastres que nos quitaron el sueño nunca ocurrieron. Las galernas no llegaron a desatarse. Los días fueron cayendo, martilleándonos el cráneo sin otro ruido que el de los relojes. Un día era 2024. Alguien, con su llave, abrirá la cripta de los manuscritos silenciados. Una sucesión de jóvenes, de adultos, de viejos, una sucesión que comparte nombre y apellidos, ha leído a Canetti todos estos años, y de repente sueña con nuevas ediciones. Ay, quién encontrara un día un sótano imposible lleno de obras de Sebald.

 

XXIII.

En cualquier caso, a pesar de que las explosiones no reventaron las paredes de vidrio del acuario, a que las averías se arreglaron con algo de fontanería y el aturdimiento que va trayendo el cansancio, es verdad que la catástrofe sobreviene igualmente, este apocalipsis lentísimo del estar vivo. Sordo, desapercibido, irreparable, el Gran Proceso nos lleva de la mano al ángulo muerto, desde donde las lucecitas de los pequeños procesos no interrumpidos del pasado, aún con sabor a ilusiones, no pueden verse. Pero queda la música.

 

XXIV.

Te propongo una cosa: volvamos a vernos. Aquí o allí, en este tiempo o en el pasado. De este lado del sueño o del otro. Pongámonos un pasamontañas, vistámonos como espías de cine mudo. Avancemos sigilosos, agotemos las líneas del metro, crucemos los bulevares periféricos. Asaltemos la fábrica de caleidoscopios. Girémoslos interminablemente, busquemos la combinación aquella, propicia. Repartamos caleidoscopios por la ciudad, que nadie se quede sin figuras de colores. Y hagámonos los remolones cuando el despertador suene: ya hemos madrugado demasiado.

 

XXV.

Ventanas que dejamos abiertas por pura inadvertencia, luces que dejaste prendidas, paisajes a la espera, eclipses de luna, órbitas desperdiciadas, vértigos de las manecillas, cenizas que nos sobrevivieron, polvo enamorado, choques de trenes. Le destin insiste quelquefois. Y en su caída, la roca de Sísifo enciende, cada vez, una vela.

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