jueves, 29 de febrero de 2024

Treinta de febrero

 



No puede ser que nos separemos así, antes de habernos encontrado.

JULIO CORTÁZAR

-I.-

Madrid es una ciudad peculiar, en la que el Norte está al oeste. O al menos era así, no sé si la gente sigue llamando Norte al barrio que hay junto a la estación que ahora es de Príncipe Pío. Yo siempre lo llamé así, y tenía su sentido, porque entonces hablábamos de la Estación del Norte, que era donde en su día salían los trenes en dirección al norte de España, y que estuviera situada al Oeste, al final de la Cuesta de San Vicente —que en los años de mi infancia, a los que me estoy refiriendo, aún se llamaba paseo y tenía el nombre de un falangista—, no lejos de la Plaza de España —pero Madrid ha sido siempre excéntrica, también geográficamente— era un azar como otro cualquiera, pues lo suyo hubiera sido que fuera la Estación de Chamartín la del Norte, pero la Estación del Norte es muy anterior, y lo de que acabara siendo la de Príncipe Pío tuvo que ver con que, efectivamente, ya no era la del Norte, ni casi estación, y estaba situada en el llamado cerro del Príncipe Pío, lugar pródigo en fusilamientos goyescos y propiedad en su día de un príncipe de la casa de Saboya. Pío, claro.

 

-II.-

De todas las líneas de Metro de Madrid, que me fascinaba desde pequeño, sin duda mi favorita era una especie de excrecencia mínima que no tenía derecho ni al nombre de línea —otro tanto le pasaba al Suburbano, del que hablaré en un momento— y se denominaba ramal, el Ramal Ópera-Norte, que sólo tenía dos estaciones. A saber, Ópera y Norte, que estaba al oeste. Hoy ese ramal sigue estando operativo, pero, aunque ya se le llama línea, no tiene aún entidad suficiente como para darle un número, y, así, es la línea R. Así que yo, que siempre estuve obsesionado por mapas y por el mondrianesco —Cortázar dixit, o mejor diría, porque lo dijo del métro de París, y más sobre esto también en un momento— diagrama de sus trayectos, supe que Norte era Norte porque en ese norte descentrado desembocaba un ramal, que tenía el otro extremo en la plaza de Ópera, al lado de la plaza de... Ramales.

 


-III.-

Hablamos, pues, ya se ve, de marginalidades, y apéndices. Y únicamente haciendo un ejercicio que resultaba absurdo en aquellos años uno podía llegar a pisar la estación de Metro de Norte, porque uno no iba para nada a la estación del Norte y por ella sólo pasaba el ramal, así que aunque siempre supe de la existencia del ramal y siempre me fascinó —como me fascinan las líneas 7b y 3b de París y me empeñé en recorrerlas en uno de mis viajes—, lo cierto es que no lo usé hasta muchos, muchos años después. Mientras tanto, yo pasaba sin percibirlo por Norte cuando viajaba, mucho más a menudo —y, cuando ya hice el COU en la Gran Vía, o fui universitario en la Complutense, a diario— en el Suburbano, que aún no era tampoco la línea 10, que ahora se ha extendido tanto que apenas recuerda lo que entonces era, de nuevo, un añadido a la red de Metro, mucho más delgada y menos tupida, un ferrocarril incorporado de manera precaria y sin pedigrí a un mapa que apenas entonces empezaba a pintarse en colores. Sí, hablo del ferrocarril suburbano Plaza de España-Carabanchel, en cuyo recorrido se incluían las dos estaciones respecto de las cuales mi casa de la infancia y la adolescencia y la juventud era equidistante: Campamento, que deja bien a las claras el carácter militar de las edificaciones que nos circundaban y Empalme, que era una especie de estación sobrevenida y diminuta, que, contaban las crónicas, el promotor de las urbanizaciones que poblaron los descampados del barrio —con mi familia, llegamos en los primeros setenta, cuando todo se estaba construyendo— se empeñó en hacer y movió sus influencias para conseguirlo.

 


-IV.-

Para ir hacia la Plaza de España cogía el metro en Campamento, que ya no pertenece siquiera a la línea 10, pero que entonces era casi la estación central del Suburbano. Sólo había dos estaciones entre medias, Batán y El Lago —el lago al que se refería era, claro, el de la Casa de Campo— y luego había que salvar el desnivel hacia Plaza de España en un largo túnel —aunque el Suburbano iba muy por debajo de la línea 3 con la que se transbordaba allí, y también eran muy famosas las larguísimas escaleras mecánicas, que siempre estaban estropeadas— y a veces el tren se paraba en mitad del túnel, y no arrancaba, o le costaba arrancar, y a veces incluso se iba la luz, y allí, inquieta pero disciplinada, esperaba la multitud compacta, de una compacidad suficiente como para que yo soltara la carpeta que llevaba en mi mano a la Uni y no se cayera. No tenía espacio.

 

-V.-

Hablo de muchas horas de mi vida pasadas en el Suburbano. Luego, poco a poco, el Metro fue creciendo y redefiniendo su topología y su nomenclatura. La línea 6, la circular, se fue cerrando, con no poco esfuerzo, e incluyó una parada en la Ciudad Universitaria, que evitaba la caminata desde Moncloa o el uso de los no menos atestados buses 62 y 82. Y hubo un cruce de esa 6 con la 10, la heredera del Suburbano que tenía nuevas estaciones como Casa de Campo y que se desviaba justo ahí de Campamento —degradada a la línea 5—, para ir a perderse a territorios fuera del municipio de Madrid. Ese cruce se produjo justamente en Norte, pero para entonces se había abandonado definitivamente ese nombre y se había pasado a usar Príncipe Pío, convirtiéndose ese nudo en lo que en Madrid se llama intercambiador, un lugar de locura en el que confluyen innumerables líneas de autobuses urbanos e interurbanos, varias líneas del metro, algunas de Cercanías y donde acabó construyéndose un centro comercial. Modesta, vetusta, la línea R sobrevivió, pero muy disminuida respecto a la especie de metrópolis del transporte en que se había convertido la flamante Príncipe Pío, donde se alineaban hasta cuatro vías —dos de la 10 y dos de la 6— en un espacio diáfano por el que cada día cientos de miles de pisadas golpeaban un suelo apenas subterráneo. Nadie, nunca más, volvió a hablar de Norte. Yo terminé la Universidad, me compré un coche, acabé cambiando de casa. La geografía es algo que depende del tiempo.

 

-VI.-

No obstante, por atavismo, por pereza, porque al final hay vínculos que no se rompen, seguí yendo al barrio muchas veces. El médico, el dentista, el mecánico, el fisio, el peluquero, algunos amigos, todo seguía, sigue allí. A veces voy en coche. A veces voy en metro, cada vez me cuesta más conducir en la locura de Madrid. El otro día, el martes 27, cogí la línea 10. Venía de San Blas, donde está mi facultad, en la otra punta de la ciudad. Línea 7 hasta Gregorio Marañón y entonces la 10 hasta Batán, donde tengo el fisio. No es lo habitual, y es importante que se recuerde para calibrar bien el azar que gobierna esta historia. Como todas, claro. El metro de Madrid no es el de París, pero es lo suficientemente frondoso como para que en él pasen cosas cada día. Lo que pasó el martes justo a la hora en que yo viajaba en la 10, que ya no es, ya no puede ser más —ay— el Suburbano, fue que el servicio en la 6 entre las estaciones de Moncloa y Alto de Extremadura —así repetía la megafonía— estaba suspendido por atención sanitaria por un tiempo estimado superior a dos horas, y los trenes de la 10 —aunque luego sí, al menos el mío— no realizaban parada en la estación de Príncipe Pío, que está justo en el medio del tramo de la 6 entre Moncloa y Alto de Extremadura. Entonces, cuando lo oí, yo, todos nosotros, lo supimos, supimos lo que había pasado en Príncipe Pío esa tarde del 27 de febrero, algunos minutos antes de las cuatro. Lo supimos, pero nadie nos lo dijo, porque esas cosas no se dicen, salvo que una asistencia sanitaria que dura más de dos horas y que obliga a cortar la circular, a romper el círculo, sólo puede ser una cosa. Sí, claro. Un suicidio.


-VII.-

Hablando de esto, alguien el otro día me dijo que en el Metro de Madrid hay doscientos suicidios al año. No sé si la cifra es correcta, pero desde luego el número es alto. No era mi primera asistencia sanitaria, pero por algún motivo ésta fue la más impactante. Porque, finalmente, y contraviniendo lo que la propia conductora nos había dicho a la altura de Plaza de España, mi tren, el de la 10 sí efectuó parada en Príncipe Pío, y es, como digo, una estación diáfana, con las vías una al lado de la otra, y desde mi vagón sí se podía ver el tren de la 6 parado en mitad de la estación y todo un contingente de chalecos fluorescentes —policía, sanitarios, empleados del Metro, bomberos— que rodeaban un punto ciego en el que debía de haber —cómo no iba a haberlo, qué sentido tendría todo esto si no lo hubiera— un cuerpo, a la espera probablemete de que el juez decretara el levantamiento del cadáver. La pulsión escópica fue, así, satisfecha a medias, para frustración, por ejemplo, de un compañero de vagón que sin mayor apuro se situó junto a mí —yo estaba pegado a la puerta— y empuñó su móvil con la cámara encendida para filmar un muerto. No pudo ser, las columnas se interpusieron cuando finalmente nos paramos. Entonces, realmente entonces, mirando la pantalla de ese móvil con el punto rojo del REC fue cuando sentí un escalofrío, cuando supe que tendría que escribir esta entrada.

 


-VIII.-

Hace un par de años, en uno de mis viajes a Lausanne, cuando me disponía a coger el tren para hacer un renovado periplo rilkiano que me conduciría a sus santos lugares, como Muzot o Raron, donde está enterrado, me encontré un aviso —que también se repetía por la megafonía— de que la línea que iba en dirección a Ginebra —yo iba en el otro sentido— se encontraba suspendida por un tiempo indefinido por accident de personne. Es el eufemismo que corresponde allí a la asistencia sanitaria —luego en los avisos del Metro se pasó a decir simplemente por causas ajenas a Metro: cuando pasé de vuelta por Príncipe Pío a la incidencia se le daba un tiempo de resolución de media hora, pero todo seguía más o menos igual en ese punto ciego que pude observar mucho mejor desde el otro lado— y yo no podía dejar de pensar que, al cabo, personne es también nadie, y que a ese vacío escópico, ese anonimato, esa ocultación mediante denominaciones neutras le cuadraba tan bien la idea de que el tren no podría trasladar a la cantidad ingente de personas que se mueven de Lausanne a Ginebra cada día a causa de un accidente de nadie, un suceso, al parecer, extremadamente común en la opulenta Suiza.

 


-IX.-

Llevo toda mi vida soñando con el Metro, llevo toda mi vida inventándome líneas nuevas en mis sueños, perdiéndome, encontrándome, ensayando nuevos transbordos. Me fascinan los metros, siempre que voy a una ciudad procuro recorrerlos, guardo sus mapas. El de París, por supuesto, es mi favorito, y los cuentos de Cortázar que se desarrollan en él siempre me resultaron inagotablemente sugerentes. De entre ellos, probablemente mi preferido era —seguramente lo sigue siendo, aunque está, claro, también Texto en una libreta, de algún modo su mellizo, y qué decir de El perseguidor, esa obra maestra— es Manuscrito hallado en un bolsillo. La primera vez que lo leí, me parece, aún no había estado en París, no había viajado aún en el Métro. Me marcó profundamente, porque hablaba de planos, de bifurcaciones, itinerarios, reglas del juego. Me marcó porque hablaba —ay, yo era entonces así— de la búsqueda de un amor legendario e imposible, de un destino que sería por una vez propicio, de un catorce que resonaría en el casino al pararse la ruleta. Lo leí muchas veces entonces, lo leyó ese adolescente. Lo consideré —ingenuo— como un cuento optimista, como un cuento en el que el final feliz no estaba descartado, puesto que el dios del Metro, que es un conductor ciego y certero, se las ingeniaría para barajar las cartas de manera adecuada, para que el solitario saliera. Y por eso me repetí luego tantas veces entonces había juego. Y lo hubo, pero no era el juego que yo pensaba. O sí, pero de igual modo el resultado siguió siendo el mismo.

 


-IX.-

Fue sólo después cuando me di cuenta de que el destino del protagonista, más allá de toda pretensión demiúrgica, más allá de todo gesto orgulloso de tahúr, estaba prefijado desde el mero título. El manuscrito es hallado. Es encontrado en un bolsillo. No es una libreta que alguien ha dejado caer, como al acaso, en una papelera. O que se ha deslizado sin querer y acaba en un pasillo para que el servicio de limpieza la conduzca a ese misterioso lugar de los objetos perdidos. No: es encontrado en un bolsillo. ¿El bolsillo de una chaqueta, o, por mejor decir, ya que por ahora somos argentinos, aunque estemos en París, de un saco que quizás se ha quedado en el respaldo de una silla en la terraza de un café en una de esas cálidas tardes parisinas que hemos tenido oportunidad de vivir? No, el bolsillo que es registrado por los sanitarios, el bolsillo del que salen las pertenencias que se introducen en una bolsa de plástico —los efectos personales— para que los recojan los familiares, o quien sea que reclame el cuerpo, el bolsillo en el que se esconden estas hojas de papel, que nuestro narrador ha rellenado, ya presa definitivamente del desaliento, al término del plazo impuesto para la nueva tirada de dados, en Chemin Vert, ese camino verde de la canción que cantaba mi madre cuando yo era pequeño y que acababa en la ermita, aunque también era, claro, cómo podría ser de otro modo, el caminito que el tiempo ha borrado desde hace tanto ya.

 


-X.-

Es obvio que el título del relato de Cortázar resuena con el de la narración de Poe que tan certeramente tradujo el argentino en su día, junto con el resto de los cuentos del americano: MS found in a bottle, el manuscrito encontrado en la botella arrojado al rugiente océano por el extraño pasajero de un barco fantasma en seguro rumbo de derrota al polo magnético y al abismo que en él se abre. Pienso entonces que alguien trasladaría el cuerpo desde Chemin Vert, o desde Daumesnil, o desde Príncipe Pío, una vez cumplidos los trámites judiciales, una vez verificado y certificado el óbito, que alguien desvestiría el cuerpo y lo prepararía para las honras fúnebres, aunque ninguno de esos actos pueden ser registrados ya en el manuscrito hallado en el bolsillo. Ahí, en esa morgue —y vuelve a guiñarnos el ojo el amigo Edgar Allan— alguien leyó esas líneas garabateadas con su extraña profusión de estaciones de metro y con nombres dobles, desdoblados —Paula, Ofelia, Ana, Margrit— y con un nombre final, único, impar, el de la muerte, que en ese cuento se llama, así son las cosas, Marie-Claude.

 


-XI.-

En uno de mis viajes a París, hace ya unos años, decidí explorar concienzudamente el Métro. Decidí viajar por todas sus líneas, incluyendo esas curiosidades que acaban en b a las que antes me refería. Y un día, en el hotel —lo recuerdo muy bien— pensé en ejecutar los trayectos del Manuscrito hallado en un bolsillo. No tenía el relato a mano, pero lo encontré fácilmente en la Red. Anoté todas las estaciones, supe que tendría que hacer mi propio trayecto para unirlas a todas, violando inevitablemente el orden del cuento, y me lancé a recorrer las vísceras parisinas, armado de un billete que me permitía salir y entrar cuando quisiera y de una máquina de fotos que iba registrando los letreros que identificaban las estaciones, tanto en el andén como en la boca de metro. El azar —el destino— quiso que empezase justamente por el final, por Daumesnil, y terminase por la primera del cuento, por la que marca el principio del juego, o al menos de esa bolita en esa ruleta, que en el fondo es rusa: Étienne Marcel. No me faltó ninguna, empleé así un día de mis vacaciones, en el subsuelo, subiendo apenas a hacer la foto de la marquesina, bajando otra vez, intentando optimizar transbordos, conociendo diferentes tipos de vagones, azulejos de pasillos, gentes infinitamente variadas. Pocas veces he tenido un día tan feliz como ése. Se lo digo para que vean a qué tipo de individuo se enfrentan.

 


-XII.-

El métro no deja de crecer. Cada vez que vuelvo a París hay novedades. Me gusta esa idea de un organismo vivo, incesantemente bullente. Una vez descubrí que mi plano de otros viajes se había quedado obsoleto porque una línea entera había sido construida y no aparecía en él. La línea 14 —¡catorce! —, con modernos trenes sin maquinista, que usé sin demora, para seguir marcando muescas en mi revólver de flâneur subterráneo. En la línea 14 —luego también las pusieron en la 1, creo que ahora hay en algunas líneas más, lo comprobaré en unos días, cuando vuelva a París a renovar mi semana de Morel— hay mamparas anti-suicidio. Entre el andén y la vía hay una barrera de metacrilato, ese modesto abismo ha sido vallado para evitar los saltos. Cuando el tren llega, sus puertas se alinean con las puertas de la barrera y se abren simultáneamente. No hay modo ya de irrumpir en el trayecto de la bestia estruendosa que aparece surgiendo desde la obscuridad. Lo agradecerán, sin duda, los conductores. Los exploradores que guardan hojas manuscritas en sus bolsillos tendrán que irse alejando del centro, a líneas marginales, donde todavía no hay mamparas. Acaso la 3b. O los trenes de cercanías, como ese tren hambriento que mordió a PeCasCor en Aravaca.

 


-XIII.-

El juego tiene sus reglas, y la violación de esas reglas conduce a la maldición y a la imposibilidad del amor. Ay, cuánto sabemos eso. Marie-Claude tiene que aceptarlo, y se lanza con nuestro narrador a navegar por el métro en busca de un encuentro que ya no sería tan fortuito. Yo no buscaba a nadie, no busco a nadie en el métro de París cuando lo recorro. Pero no puedo engañarme, también he jugado juegos privados, también he compuesto laberínticas reglas que no he osado violar, también me he dejado llevar por el optimismo taciturno del ludópata. Y he perdido, claro. No siempre, es cierto, una vez, en efecto, la ruleta se paró en el 14, pero, al cabo, de eso hace demasiado tiempo. Cada vez sueño menos con el Metro, en el Metro de mis sueños ya no se abren líneas nuevas. El tiempo me desgasta, incesante.

 


-XIV.-

En el dos mil catorce —el catorce de este párrafo, el catorce de siempre— se celebró el centenario de Cortázar. En mi Facultad, dentro de una iniciativa muy interesante, que como todas las iniciativas interesantes murió en seguida por falta de oxígeno, y que se llamaba Semana Complutense de las Letras, organicé con una compañera una serie de actividades de homenaje. Entre ellas, una proyección de la alucinante película argentina Moebius, sin duda la mejor de las que he visto con temática relacionada con el Metro. Con escaso éxito, he de decir, porque eso de la extensión cultural es algo que no se practica mucho —ay, siempre ay— por estos pagos. Reunimos la localización de esas actividades en un mapa del Metro para cronopios, en el que no faltaba, por supuesto, una línea R. La estación central se llamaba Rayuela y estaba situada en una enorme rayuela que colocamos en el centro del hall de la Facultad. Desde ella, la línea 3 llevaba a Margrit. Allí habíamos colocado una pequeña instalación: dos sillas enfrentadas con un espejo al lado. Si uno mira al reflejo del otro y el otro mira al reflejo de uno, entonces había juego. Nunca olvido mirar en ningún espejo, por si Margrit sigue aún ahí dentro, esperando.

 


-XV.-

Dentro del espejo, en el espacio Margrit, las cosas ocurren al revés, y yo soy zurdo. El conductor del tren tiene un espejo al que mira antes de cerrar las puertas. Cuando era pequeño e iba en el metro de la mano de mi madre tenía siempre mucho cuidado en no introducir el pie entre coche y andén. Ahora, cada día, cuando espero, me sitúo lo más alejado posible de la vía, con la espalda contra la pared cubierta de anuncios publicitarios. No sea que.

 

-XVI.-

Hay una persona en Madrid que salió de su casa el 27 de febrero y se metió en el Metro. No sabemos si ya lo sabía por entonces, o si fue algo que sobrevino. No sabemos si llevaba un manuscrito en su bolsillo, si buscaba a una imposible Marie-Claire. No sabemos su nombre ni su aspecto. Ni siquiera sabemos su sexo. De esas cosas no se habla, y seguramente es mejor así. Es una persona, una personne, nadie. Nadie del que hubiéramos sabido cosa alguna si no hubiéramos ido en el tren de la línea 10 que pasaba por Príncipe Pío. Hoy es 29 de febrero. No hay muchos 29 de febrero que me queden ya por vivir, hay la cuarta parte de los 17 de abril o los 23 de octubre que me quedan. Me importa ser consciente de ello, me importa conmemorar la fecha, por eso quería hacer hoy la entrada, para que en el blog ponga que se hizo el 29 de febrero de 2024, en mi sexagésimo año, en mi decimoquinto 29 de febrero. Nuestra persona no quiso, o no pudo esperar. Es importante que hoy, en este día anómalo dediquemos unos segundos a su memoria imposible, a su conmemoración anónima.

 


-XVII.-

Por los años en que Norte era Norte y estaba al oeste, cuando yo tenía trece o catorce, el panorama musical en España era, digamos, limitado. Había, eso sí, mucha presencia en las radios o en la televisión —en singular— de algunos cantantes de música ligera —ése era el nombre con el que se les identificaba, y parece una broma— que no eran, en absoluto, desdeñables: baste con citar el nombre del gran Camilo Sesto. Por aquellos años yo me compraba singles cuando podía, y empecé a grabar de la radio las canciones en cassettes. Me gustaban mucho Cecilia, Mari Trini, Nino Bravo. Me gustaba mucho Pablo Abraira. A mi amiga Elena, que ya no está, también le gustaba mucho Pablo Abraira, y nos lo decíamos en serio, cuando ya parecía que aquello no podía serlo. Ahora tenderemos a minusvalorar ese tiempo, pero esos cantantes forman parte de mi educación sentimental, como los italianos —Sandro Giacobbe, Umberto Tozzi, Gianni Bella...— y recuerdo cómo machaqué el disco de Abraira. El título del disco —del lp— era 30 de febrero y correspondía al título de una canción, definitivamente truculenta, sobre el suicidio. 30 de febrero me parece un eufemismo correcto. Lo prefiero al accidente de nadie.

 

-XVIII.-

Cuando he escrito al comienzo de este texto en el Word, como título, 30 de febrero, el programa ha sugerido 30 de febrero de 2024, reconociendo el formato de fecha, pero sin ponerse a plantearse sobre si la fecha es posible o no, dándole así carta de naturaleza, admitiendo la posibilidad —quién podría descartarla— de que este febrero bisiesto contenga un día 30, que estará positivamente ya en el espacio Margrit de las cosas otras. Nuestro inconnu de Príncipe Pío habita ya en ese 30, saltó a él no ya desde un andén, sino desde un 27 de febrero, a las cuatro menos algo de la tarde. Es un salto enorme. Hay mucha gente que lo da cada día, en cada metro del mundo. Hay mucha gente que muere a contramano, interrumpiendo el tráfico, como en la Construcción de Chico Buarque. Caminante, tú que has sido compañero de vagón de él, compañero de andén, de escaleras mecánicas averiadas, de vestíbulos, de bocas de metro, que has mirado al mismo tiempo que él el plano del metro, que le has visto apoyado en la puerta, cogido de la barra, sentado, cediendo el asiento, apiñado en la multitud, soltando acaso su carpeta que no podrá llegar al suelo, tú, que has recorrido el mondrianesco árbol del metro de Madrid, de Barcelona, de París, de Londres, de Berlín, tú, caminante, detente un momento y piensa en él, plongeur, pájaro de vuelo infinitamente breve, noticia de sucesos, personne, nadie, alguien, persona, y reza, si aún te quedan dioses, una plegaria por su alma.


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