[Poco tiempo, siempre poco tiempo, y ese tiempo que es tan poco nos arrastra sin término.
El fin de semana pasada tuve un retiro iluminador y gozoso con la gran escritora María Negroni y un conjunto de compañeros con los que constituyo ahora una célula de conspiradores. Fue en un entorno increíble, Monells. Escribí poemas, después de mucho tiempo de no hacerlo. No escribí entradas en el blog. Tampoco era necesario.
Pasan los días. Poco tiempo, poco tiempo. El fin de semana que viene tendré también complicado escribir entradas. No quiero que el blog se agoste. Recupero, así, un texto antiguo, que contiene una cierta profesión de fe, una cierta poética. Un texto que se quiso un día cabecera de un libro de relatos que llegó a componerse para acabarse marchitando en la existencia precaria e incomunicable de las carpetas virtuales.
Elea es la patria de Parménides y de su seguidor Zenón. No creían en el movimiento, sino en la inmutabilidad del ser. Desde mi turbulencia heraclítea les miro con cierta envidia. Las aporías de Zenón me persiguen desde la infancia, desde una cierta clase del colegio en la que se juntaron mis profesores de matemáticas y de filosofía. Ahí, en esas exactas coordenadas, me situé yo, aparentemente para los restos. La frecuentación de Borges, por decirlo al borgiano modo, hizo el resto.
Había querido escribir esta semana una entrada que fuera a las entradas de blog lo que "Explicación falsa de mis cuentos" de Felisberto Hernández es a los cuentos. Esperará. O tal vez no, tal vez es eso lo que he escrito, lo que escribí antes, cuando aún no se sabía para qué.
En todo caso, la espera es la actividad eléata por excelencia. Para amenizarla, les dejo con este certamen de los atletas eléatas, en su casi exacto anagrama, con esta crónica de un viaje que me llevó, hace ya tantos años, al lugar donde nacen los relatos. Ya me contarán.
P.S. Les recuerdo que el próximo lunes a las 19 h. daré una conferencia virtual sobre "El ojo cortado. Algunos aspectos ópticos del surrealismo". Me encantaría que acudieran. Les dejo el enlace de Google Meet:
https://meet.google.com/jex-wtko-ugj]
Zenón cae en un paralogismo cuando dice: si siempre todo lo que está en algún lugar igual a sí mismo está en reposo, y si lo que se desplaza está siempre en un «ahora» entonces la flecha que vuela está inmóvil.
ARISTÓTELES, Física
Escribo
de esta manera su exposición: Aquiles, símbolo de rapidez, tiene que alcanzar a
la tortuga, símbolo de morosidad. Aquiles corre diez veces más ligero que la
tortuga y le da diez metros de ventaja. Aquiles corre esos diez metros, la
tortuga corre uno; Aquiles corre ese metro, la tortuga corre un decímetro;
Aquiles corre ese decímetro, la tortuga corre un centímetro; Aquiles corre ese
centímetro, la tortuga un milímetro; Aquiles el milímetro, la tortuga un décimo
de milímetro, y así infinitamente, de modo que Aquiles puede correr para
siempre sin alcanzarla. Así la paradoja inmortal.
JORGE LUIS BORGES
Aquiles
no puede alcanzar a la tortuga, porque ella es su pasado.
MARÍA ZAMBRANO
Los
cronopios lo saben, y cada vez que encuentran una tortuga, sacan la caja de
tizas de colores y sobre la redonda pizarra de la tortuga dibujan una
golondrina.
JULIO CORTÁZAR
Aceptada
a regañadientes la evidente superioridad de las tortugas en este tipo de
certámenes, la práctica del atletismo cayó en desuso entre los eléatas, siendo
substituida por actividades de diverso género, entre las que destacaba la
invención de relatos que se querían paradójicos y que, puesto que se realizaban
a las mismas horas y en los mismos lugares de las antiguas competiciones,
acabaron recibiendo el nombre de atletismo
y el de atletas sus autores.
Así,
la excesiva confianza en la razón y sus argumentaciones convirtió al pueblo
eléata en un conjunto de individuos sedentes, derrotados y monótonamente
locuaces. Como cabe imaginar, en Elea las tortugas gozan de gran renombre, a diferencia
de los atletas, que han de practicar su actividad un poco a escondidas, en
medio de la indiferencia general, cuando no de la hostilidad.
Las
piezas que componen los atletas eléatas son breves, como para ser recitadas con
un golpe de voz. El esfuerzo enorme que supone vencer la Imposibilidad hace que
más largas extensiones no puedan siquiera concebirse. De hecho, en Elea la
principal modalidad atlética es el desfallecimiento.
Todos
los relatos de los atletas de Elea
hablan de la impotencia, o de la inutilidad de los afanes, cantan el deporte de
los inmóviles, las endechas de Aquiles derrotado.
Todos
los relatos de los atletas de Elea hablan del círculo y de la línea recta y de
su conflicto, hablan de los granitos de la arena del tiempo, y de los huecos
entre ellos, y de su imposible orden y del deslizarse de unos sobre los otros.
Los
relatos de los atletas de Elea hablan del relatar, hablan de mundos posibles,
de países ilusorios donde la gente camina y se desplaza, hablan de monstruos
móviles, de vencedores sin caparazón, de derrotados…
La
aspiración máxima de un atleta eléata es la composición de un relatario. Un relatario
es un miembro de la familia de los poemarios y los rosarios (y hasta los
osarios). Cada relato es una pequeña piedra o una cuenta de colores que se
guarda en una bolsita. Cuando el atleta ha alcanzado su madurez y ha acumulado
suficientes relatos ensarta esas cuentas en un hilo y se cuelga al cuello su
relatario, y lleva así ya para siempre colgada su guirnalda de palabras. Los
mejores relatos tienen colores bellísimos, casi imposibles. Ese collar es el
símbolo del triunfo del atleta, la medalla de esas olimpiadas estáticas. Y
extáticas.
Leer
es un ejercicio de quietud, dicen los atletas eléatas. Y nos señalan a
nosotros, los extranjeros, que nos quedamos inmóviles, fascinados ante la
visión de sus relatos de colores. Y entonces nos dicen muy bajito: “gira con el
relatario” y nosotros movemos apenas la cabeza, movemos apenas los ojos y los
relatos parecen rotar, parecen recontarse muchas veces, se mezclan en una
historia estroboscópica, inabarcable. A eso le llaman leer los eléatas. Pero
ellos no leen, ellos sólo recuerdan en silencio sus relatos, tocando cada
piedrita una vez, con los ojos cerrados.
Cada
tarde, en la hora del crepúsculo, cuando se diría que el día se ha quedado también
inmóvil, indeciso, los atletas recitan, solemnes, su profesión de fe, como un
salmo responsorial. Los impíos llaman despectivamente a esa composición el catecismo de Zenón, pero los eléatas
se refieren a ella simplemente como la Derrota.
Dice
así:
¿Cuántos son los relatos eléatas?
Incontables, los relatos son
incontables. Pero son diminutos, y por eso caben, mira, en este libro, que te
entrego con un beso.
¿En qué lengua están escritos?
En la lengua del silencio.
En la lengua del cansancio.
En todos los dialectos de la
lengua eléata, que unos llaman Desidia, y otros Miedo.
¿Quiénes son sus protagonistas?
Casi siempre, el Minotauro.
¿Quiénes los compusieron?
Los compuso el pueblo de los
muertos.
Los compuso la secta de los puros.
Los compuso el bando de los
derrotados.
Los compusieron los Septuaginta,
inmóviles en la contemplación de la Medusa, en las gradas del Gran Estadio
Especular.
¿Para qué sirven los relatos
eléatas?
No
sirven para nada, pero algunas tardes sólo les tenemos a ellos para parapetarnos
tras su liviandad y resistir así los embates de la Muerte, dueña de la palabra fin, que, a la larga, como es justo, resulta
vencedora sempiternamente en estos certámenes.
Sólo
tras muchos días de convivencia los atletas se dieron por enterados de mi presencia
y tuvieron a bien compartir algunas de sus enseñanzas conmigo. Recuerdo aquellas
conversaciones entrecortadas, mientras caía a plomo el sol del mediodía y
parecía que todo lo que cabía suplicar a los dioses silentes era la aparición
de unas nubes que, acaso por nuestros pecados, nunca comparecían.
“No
se trata de que el relato sobreviva, sino de que se extinga con una llamarada
de fulgor bellísimo y que el breve humo de esa combustión ascienda sin término
hacia los cielos”, decía uno. Y otro le respondía airado: “no, no, te
equivocas. Lo único que tiene que ser el relato es rápido. Tiene que poder
ganar a la Tortuga”. Y volvía la mirada, avergonzado, pues los ojos se le
llenaban de lágrimas.
Y
pasaban así las horas y los días, y sólo muy de vez en cuando un atleta sonreía
y nos enseñaba una bolita turquesa o tornasolada y todos celebramos el nuevo
relato y el inclemente astro parecía también querer prestar su homenaje a ese
momento irrepetible y comenzaba a declinar por fin, tiñéndolo todo de rojo.
Es
cierto, y ellos no lo ocultan, que ha habido herejes entre los atletas,
blasfemos que llevados por su soberbia se levantaron inopinadamente un día y
echaron a correr aullando, y se alejaron del estadio y siguieron corriendo
hasta que se les perdió de vista. Los eléatas escupen siempre que acaban de
narrar semejante acto de demencia y comentan con tranquilidad: “es verdad que
algunos opinan que viajar eliminaría nuestra melancolía, pero la realidad es
que ni siquiera sabemos ya cómo ponernos en pie, por no hablar de que es dudoso
que pudiéramos reunir las fuerzas suficientes como para poder llegar siquiera a
las puertas del estadio. Así las cosas, la atra
bilis se acumula en nuestros cuerpos y se corrompe, y esos malos humores
alcanzan nuestra conciencia, y hasta nuestra visión, y el ánimo se nos torna
sombrío, y todos los paisajes se obscurecen. El gris es nuestro color y sobre
nuestro espíritu cae interminablemente una fina lluvia de tristeza”. Mientras
dice todo esto, el narrador permanece tendido y parece, en efecto, incapaz de
incorporarse o siquiera alzar los brazos. Pero articula las palabras con una
voz tan bella y una precisión tan grande que se diría que todo movimiento es en
verdad superfluo y todo deseo, pura vanidad.
Un
día, un atleta inconcebiblemente viejo tuvo a bien por fin responder a mis insistentes
preguntas sobre su método narrativo. Me dijo: “Mira: el relato empieza detrás
de aquella esquina, pero desde nuestra posición no podemos ver lo que ocurre,
por lo que hemos de esperar un poco a que el relato avance para enterarnos.
¡Ah! Ahora ya llegan, son varios, es como un sueño, les vemos correr, galopan
rápidamente, tal vez huyen, no sabemos de quién o de qué. Los tenemos ante
nosotros, vemos su rostro sudoroso, jadean, en un evidente esfuerzo. Son
jóvenes y bellos, pero se diría que tienen la muerte en las entrañas. Sí, sí,
podemos verlos muy bien, pasan raudos, se alejan, vemos sus espaldas, no hay
nadie tras ellos, nadie les persigue, pero ellos aceleran más y más y doblan la
otra esquina, por la que les perdemos de vista, acaso definitivamente. El
relato vuelve así a estar oculto para nosotros, por desgracia, y sería una
imprudencia narrarlo. Como mucho, y siempre como un juego, podemos conjeturar
un par de cosas sobre él para pasar el rato.”
Walser,
se llamaba ese atleta, Robert Walser. A él se le atribuye, acaso abusivamente,
la composición del bellísimo Lamento
eléata, el legendario primer relato de los atletas, que reza así:
¡Apresúrate, flecha! Mi pecho
espera.
No
puedo decir mucho más, apenas estoy empezando a dominar la extraña alquimia que
hará, si los dioses me son propicios, que un día alumbre mi primera cuenta de
vidrio, el inicio de mi relatario.
Quizás entonces las inmóviles flechas alcanzarán al fin nuestros anhelantes pechos y Aquiles, el de los pies ligeros, tendrá su día de gloria.
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