We were in a small cafe
And you could hear the guitars
play
It was oh so nice
Hey baby, it was paradise
LOU
REED, Berlin
-I-
Hubo
un tiempo —al menos lo hubo para gente que tiene cierta edad, gente que conoció
y usó las casetes— en el que no había
móviles, y más específicamente hubo un tiempo en el que los móviles no se
usaban como despertador. Hubo incluso un tiempo en que no había despertadores
digitales, sino pequeños objetos redondos con intrincadas mecánicas a los que
había que practicar con asiduidad el boca a boca del dar cuerda para que
siguieran irrumpiendo en nuestro sueño con su irritante timbre. Cuando era niño
llegó a haber uno de esos artilugios en la casa familiar que provenía del breve
expolio de la casa de la difunta abuela materna y que sonaba de tal manera en
su tictac —no hablemos del estruendo
de su timbrazo— que fue bautizado como la
bomba y era tal su poder sonoro que mi madre lo colocaba en la cocina,
lejos del dormitorio y dentro de un cajón.
Era tan solo el despertador de emergencia,
había uno menos estridente —yo también sigo aún poniendo dos despertadores cada
día— y luego finalmente la bomba cayó
en desuso y acabó —acaso, tampoco sabría decirlo en realidad— en el lugar donde
acabaron tantos objetos que formaron parte de ese inventario tristísimo de las
cosas que ya no tienen importancia y
acaban en quién sabe dónde cuando el
expolio correspondió al de la casa paterna y materna y los ejecutantes fuimos
mi hermano y yo, mucho tiempo después.
Yo
también tuve despertadores de cuerda al principio. El primero, un regalo de mi
adolescencia, cuando mis horarios empezaron a ser propios, y ya no tenía
sentido que fuera mi madre la que me despertara cada mañana, como cuando iba al
colegio. Luego empezaron a llegar los relojes digitales, y todos los chavales
de entonces rivalizábamos con nuestros Casios y nuestros Orient, que incluían
extravagancias como cronómetro y cuenta-atrás y, sí, despertador o, por mejor
decir, alarmas, que se disparaban a
menudo cuando uno se descuidaba —porque había olvidado desprogramarlas— e
inundaban con el pipipí más agudo que
imaginarse pueda el silencio de las celebraciones más solemnes o rompían,
cimarrones, la disciplina de clases y reuniones.
Aún
dispongo de un despertador digital, que suena pipipí en un agudo insoportable, especialmente cuando lo hace a las
seis y media de la mañana —ya no me toca madrugar tanto, ya no tengo clases a
primera hora y... ya no las tendré más—, pero ahora es el de emergencia. Mi despertador es, claro, el móvil. No sé qué
número hace ya mi móvil actual en la larga lista de delicados dispositivos
electrónicos que se inauguró hace algunas décadas con telefoninos de marcas hoy extintas como Alcatel —la mitad de mi
familia ha trabajado en Alcatel—: al principio su funcionalidad era básica, y
sin embargo resultaba subyugante esa liberación de la no tan invisible cadena —había
un cable enrollado y otro cable que iba a la pared— que ataba nuestras
conversaciones a mesitas u otros artilugios también devenidos obsoletos como las rinconeras. Sólo poco a poco fueron
haciéndose los móviles más poderosos, y versátiles, o simplemente barrocos, y de entre sus muchas
posibilidades, una, de las más modestas acaso, pero de indudable valor
cotidiano, era la de ejercer de despertador. Ah, por supuesto, primero con pipipís dignos del mejor Casio, pero
luego, casi en seguida, con música.
No
he cambiado la música de mi despertador desde que la instauré como tal hace no
sé cuántos móviles. No tengo una argumentación clara de por qué esa canción fue
la elegida. Más allá, claro, de ser una canción que me gusta desde hace muchos
años, que tiene un cierto significado en mi vida y que tiene un comienzo lo
suficientemente suave como para que su penetración en mi sueño aún resistente no
sea tan brusca como la de los malhadados pitidos orientales de los
despertadores de grandes números cuadrados en LCD.
La
canción es Perfect Day, de Lou Reed,
y sí, por supuesto que sí, hay una ironía en su elección. No soy lo que los
anglosajones llamarían una morning person,
ni mucho menos. Tiendo a lo nocturno, no necesariamente a lo noctámbulo —aunque
también— y, si bien la rutina del trabajo y las obligaciones me lo impiden
normalmente, ha habido rachas de mi vida, en algún periodo vacacional, en que
mi horario fue virando hacia lo decididamente vampírico. Así que no, nunca,
jamás, que yo recuerde, levantarme por la mañana al son de despertador alguno
me pareció una buena idea, y no, bajo ningún concepto, tengo la sensación de
que el día será perfecto, o de que siquiera haya existido algún día que pueda
ser llamado perfecto en mi vida.
Pero por eso mismo.
-II-
Conocí
a David Bowie muy al principio de los ochenta, del modo en que uno podía
conocer algo de música entonces: por la radio, por algún disco que uno
conseguía comprarse con no poco esfuerzo, por las casetes que grababa de los discos de los colegas o por revistas
musicales. Más rara vez, en la tele, aunque también. Ya he hablado de eso. Fue
desde Bowie como conocí el Transformer
de Lou Reed, porque Bowie es el productor de ese disco. No fue el primer vinilo
de Lou que me compré: la leyenda de disco maldito y sublime del Berlin me había subyugado ya y tengo ese
vinilo censurado de la edición
española, en el que falta The Kids. De
la Velvet Underground conocía apenas
el nombre, fue luego cuando profundicé. Tras Berlin, Transformer llegó
en seguida —de nuevo, estamos en los comienzos de los ochenta, yo aún no he
empezado la carrera siquiera— y con él algunos temazos a los que me enganché irremediablemente como Satellite of Love, Vicious, Andy’s chest o esa especie de himno que
es Walk on the wild side. Pero la
canción que siempre fue la más especial para mí fue la melancólicamente alegre —el
oxímoron no es tal, como ya vamos sabiendo los entendidos en melancolía— Perfect days.
No
era el Lou Reed doloroso y sangriento
del Berlin, era una balada casi feliz
que hablaba de cosas sencillas que pueden convertir a un día en perfecto. Oh it’s such a perfect day — I’m glad I spent it with you y era fácil
pensar en alguien con quien nos habría gustado pasar el día, haciendo que por una vez el tiempo corriera a favor. Hubo días así, por supuesto, aunque no
sé si aquel adolescente con tendencia al malditismo hubiera transigido con el
calificativo de perfectos, pero era
bello naufragar en esa melodía y, al final, claro, lo cierto es que you’re going to reap just what you sow.
Hay canciones —tantas, como también hay libros, y películas, y poemas, y
pinturas— que nos han permitido vivir.
Así
que cuando suenan los primeros acordes cada mañana no tengo ganas de que haya
día alguno, ni perfecto ni terrible, al menos que lo haya tan pronto, pero el que esa canción sea mi introductora en el
tiempo, mi Caronte inverso desde el mundo del sueño, me hace sentir en casa. Y, sí, alguna sonrisa todavía
puede producir, aunque sea de pura ironía.
-III-
Un
día me ocurrió un hecho prodigioso: me crucé por Madrid con Wim Wenders. He
intentado datar aquel suceso y me parece que debió ocurrir en 2010, porque ese
año estuvo Wenders en Madrid pero pudo haber sido un poco antes o un poco
después. Sí tengo más clara la ubicación: Neptuno. Buen lugar para que un
atlético se cruce con uno de sus ídolos, sin duda. Era por la mañana, pasaba yo
junto al Vips y él andaba solo. Le reconocí perfectamente, pero lo cierto es
que fue como un relámpago, no fui consciente del hecho hasta después. Me
parecía de una improbabilidad absoluta. Por muy flâneur que yo sea —me he cruzado con bastante gente conocida en
situaciones también geográfica y cronológicamente casi imposibles: con Haneke
otro día en Ópera, sin ir más lejos—, el que en una de las rarísimas ocasiones
en las que Wim haya podido pasear solo por Madrid una mañana nuestras
trayectorias hayan tenido un punto en común me da, la verdad, para varios relatos
y películas.
¿Por
qué no me volví y le llamé: Herr Wenders
e hice, yo qué sé, lo de cualquier fan desaforado:
pedirle un autógrafo, decirle lo importante que su cine ha sido en mi vida? Por
razones obvias: soy una persona muy tímida —viendo cómo me comporto
habitualmente, la desenvoltura que exhibo, cada vez que hago esta declaración
quienes me escuchan se lo toman a broma y sin embargo es verdad, esa timidez
profunda existe y condiciona mi actuación siempre— y porque, por eso mismo, me
parecería una agresión innecesaria abordar a alguien por la calle, por muy Wim
Wenders que sea, para contarle mi vida. Porque, además, seguramente Wenders es
también tímido, y tendría cosas que hacer, y estaba gozando del
anonimato casi completo de un paseante por Madrid al que, sí, algunos cinéfilos
irredentos tenemos colocado en un altar como si fuera un icono bizantino pero
la mayor parte de la gente, no nos engañemos, no tiene ni idea de quién es.
Sentado
todo esto, la verdad es que ahora me arrepiento de no haber aprovechado ese
guiño hermosísimo del destino, que ya nunca volverá a producirse, sin duda,
para al menos decirle Hi, Wim, o Thank you, Wim, sí, Danke, Wim, vielen Dank, adoro tu cine.
-IV-
El
Alphaville tenía en realidad cinco salas. Las cuatro primeras eran más o menos
convencionales, aunque mínimas para los estándares de la época de mis visitas
compulsivas —ya he hablado de ellas, de nuevo, primeros ochenta—, que aún
transigía con los cines monumentales de gran capacidad. La quinta sala era...
la cafetería. Bienhadada cafetería del Alphaville, con las paredes llenas de
fotografías de los directores que habían visitado —mise-en-abîme— esa cafetería, y en la que pasé una buena cantidad
de horas, solo o acompañado por los amigos de entonces, cinéfilos también,
aunque no tan desaforados como yo.
Allí,
en el Alphaville 5, de vez en cuando,
se proyectaba una película. Ahí fue donde vi El miedo del portero ante el penalty, el debut de Wenders a partir
de la novela de Peter Handke. No era mi primera película del alemán, por
entonces ya había visto al menos París,
Texas. Y en la tele —quién lo diría, ahora esas películas ya no se
consiguen en plataforma alguna, ni siquiera en DVD— Alicia en las ciudades o En
el curso del tiempo, que recuerdo más bien confusamente. El amigo americano se proyectó durante
meses y meses en el Alphaville pero no la vi entonces, sino después. No he
tenido ocasión —¡ay!— de revisitar El
miedo del portero, pero la experiencia la recuerdo vívidamente. En aquellos
años de formación, ese local lleno de humo —hubo un tiempo, no tan lejano, en
el que se fumaba en espacios cerrados, para desgracia de los no fumadores como yo— y de
tipos con perfil intelectual, me parecía un templo iniciático y me consideraba importante por hacer esas cosas.
Capítulos de la educación sentimental que uno ahora puede y debe mirar con
ternura.
La
figura del director alemán se fue agigantando para mí. Resumir en esta entrada
el impacto que me produjo París, Texas
sería imposible, e inconveniente, por demás. Aún ahora sigue siendo una de mis
películas fetiche y ha ido reapareciendo en mi vida en momentos muy peculiares,
como una cierta noche en Torino que alguna vez contaré en detalle. En cuanto a Cielo sobre Berlín, ya me he extendido
aquí en alguna ocasión sobre lo que representa para mí. Es una de esas
películas que han sido respuesta alguna vez de la manida pregunta sobre cuál es tu película favorita —otras,
según los días, los años o las tardes, Vértigo,
El apartamento, Blade Runner, 2001... Y
me parece uno de los puntos en los que el cine se ha acercado más a la pura
poesía. Hay otras películas de Wenders que me gustan mucho, como Historias de Lisboa, Hasta el fin del mundo o
Buena Vista Social Club, pero he de
decir que le he ido perdiendo la pista, recuperándolo a ratos, apreciando lo
que hace, sin duda, pero con entusiasmos mucho menores que los de aquellos
bombazos de mis días del Alphaville.
Hasta
el otro día.
-V-
Perfect days es
una película poco común. Lo es hasta tal punto que uno se pasa casi toda la
duración del film pendiente de en qué
momento todo se va a convertir en un desastre, toda la armonía que transmite va a colisionar con
el conflicto que parece obligatorio
en toda historia. Se pasa uno —al menos yo— temiendo
ese momento, deseando que no ocurra, que nada se rompa, que todo siga rodando
en su bucle, en el que uno ha entrado bien suavemente para recostarse en él y
decir: qué bien se está aquí. Y ya era hora.
No
reniego de otro tipo de cine, no ignoro que en Perfect days puede juzgarse como ingenua, o complaciente, o
simplemente desmovilizadora. Al contrario: creo que ésa es una virtud innegable
de esta película, de esta, porque es una película que se gana
el ser como ella quiera ser, y eso lo consigue, claro Wenders y ese prodigio
que resulta ser Kôji Yakusho, que tendrá su capítulo propio un poco más
adelante.
Perfect days
es un film transparente —la transparencia, Dios, la transparencia, de
Juan Ramón, eso tan difícil—, plantea algo sencillo, muy sencillo de resumir:
es posible vivir una buena vida más allá de los parámetros que teóricamente
definen, en el consumismo desaforado y enloquecedor del tardocapitalismo, lo
que es una buena vida. Es decir, se puede tener menos, tener un trabajo
considerado como desagradable —y, en un gesto de soberbia inaceptable de
quienes nos creemos mejores que eso,
despreciable—, una rutina que se repite cada día al milímetro, relaciones
familiares y sociales tenues o casi inexistentes, y estar bien. No uso el concepto de felicidad, que va incluido en el lote de los must y obligaciones de todo buen súbdito de nuestra sociedad
caníbal. No: estar bien. Despertarse
con la luz del día, repetir los mismos gestos cotidianos, escuchar una y otra
vez las mismas casetes en el mismo
trayecto, cumplir con los cometidos de forma concienzuda y retornar para que el
tiempo de ocio restante incluya actos placenteros, como bañarse, cuidar las
plantas, comer en un restaurante en el metro, leer un libro.
Se
agradece tanto ese bellísimo manifiesto de
Wenders, ese atrevimiento de hacer una película en la que no pasa nada —aunque sí, sí que pasa, todo lo que pasa es realmente
complejo y hay silencios, hiatos y elipsis que son películas en sí mismos—, o
al menos en la que uno puede todavía mecerse
y apostar por la sonrisa de alguien alejado de nosotros cultural, social,
económicamente, pero infinitamente cercano en
lo humano, alguien que nos
llevaríamos a casa, por muchas aristas obscuras que pueda haber tenido, o
tenga, ese relato trunco, por mucho dolor que haya en el pasado apenas esbozado
del que nuestro héroe ha salido
ejecutando un ejercicio de renuncia y construyendo una vida pequeña pero
robusta como las plantas que no olvida regar con parsimonia cada mañana.
Y
hasta ahí puedo decir, no por temor a cometer spoiler alguno, sino porque realmente no me considero capacitado —ni
autorizado— para resumir con burdas palabras un ejercicio eminentemente visual, un milagro de luz y sombra como el Komorebi cotidiano que nuestro Sr.
Hirayama trata de inmortalizar cada día con su cámara de fotos analógica: ese
juego de la luz del sol a través de las hojas de los árboles movidas por el
viento.
-VI-
Siempre
me gusta —sí, soy uno de ésos— quedarme a ver completos los créditos de una
película cuando voy al cine. En muchas ocasiones —pienso en La grande bellezza— esas secuencias
finales son una obra de arte en sí mismas. Pero además, al son de la música
elegida por el director —¡qué banda sonora tiene Perfect days!, busquen la lista en Spotify, escúchenla— esa
sucesión de letreros me permite hacer de mejor modo la difícil transición entre el mundo soñado de la
sala obscura y la chillona realidad exterior. Es como la melodía del
despertador: uno sabe que tiene que abandonar ese refugio, pero se hace el remolón porque sabe, cuando
una película le ha tocado tanto como ésta, que ahí fuera, al menos de momento,
no va a encontrar nada tan grandioso.
Así es como pude ver los agradecimientos de Wim Wenders, entre los cuales había uno que me parece de una justicia innegable: to Kôji Yakusho, for being strictly —o quizá consistently, ahora dudo— unbelievable. Lo de este actor es de otro mundo. En un papel que le lleva a estar en plano prácticamente todo el metraje, y con un guion en el que sus líneas caben poco más que en un folio, sostiene, y de qué manera, toda la película con sus expresiones faciales y corporales, de una sutileza difícilmente transmisible. Hay un plano al final, larguísimo, en el que el rostro va mutando suavemente de una expresión seria a la sonrisa y vuelta atrás y vuelta adelante, un primer plano frontal, que es literalmente milagroso. Pero no es sólo eso, es una honestidad en cada gesto, en cada ademán que no recuerdo haber visto nunca. No soy original en el elogio: fue premiado como mejor actor en el último Cannes y mal harían los Óscar —la película representa a Japón, pero espero que no se quede en eso, aunque tampoco es que me importen demasiado los Oscars— en no concederle su galardón.
Yo
soy occidental, mal que me pese a ratos. He sido educado en el estrés, en la impaciencia, queriendo
abarcarlo todo, obligándome, y fracasando casi siempre, a una contemplación que
me parece casi inabordable, anhelando una mística, un modo otro que apenas vislumbro los días, los minutos más faustos —ci vuole un’altra vita, canta mi amado
Battiato—, así que cuando miro a Japón lo veo como algo casi imposible,
inexistente. Hablo de tópicos, superficialmente, mi contacto con lo oriental, y
en particular con lo japonés, por muy amante de los haikus que sea, es mínimo, pero lo cierto es que me gustaría ser
capaz de valorar los gestos, los rituales, de tener una actitud ante el vivir,
ante el estar en el mundo, diferente. Me gustaría encontrar en mí una quietud
que no he conocido nunca y ser, aunque sea un rato, Hirayama. Creo que, como a
él, no me importaría tener una vida en la que me pagaran por limpiar servicios
públicos, igual que a él no le importa, siempre que el trabajo se haga en las
condiciones debidas —bien que se rebela cuando no es así—, y me permitiera
tomarme mi sandwich fotografiando el Komorebi, comprarme un libro de ocasión
cada semana, leer a la luz de una lámpara hasta que me venza el sueño y de
tarde en tarde escuchar The House of the
Rising Sun en japonés.
Hablo
por hablar, sé que no es posible, y probablemente tampoco lo deseo, me
identifico demasiado con mi forma de ser, con mi cultura, estoy demasiado bien
encajado —apresado— en esta demencia de la sociedad occidental del siglo XXI.
Pero es bello ese vislumbre, y es necesario, precisamente porque mi vida va a
cambiar en los próximos meses, porque ya no soy joven, porque ya no necesito
tantos estímulos, ni competir, ni pasar más tests,
ni, en definitiva, ser lo que corresponde.
-VII-
En
Cielo sobre Berlín, el ángel Damiel,
harto de una eternidad de paseos y observaciones sin contacto posible, renuncia
a su condición angélica por el amor de
una trapecista —¿quién no se enamoraría de una trapecista?— y se convierte
en humano. En la secuela In weiter ferne,
so nah —aquí traducida, no de un modo completamente satisfactorio, como Tan lejos, tan cerca— le vemos
tranquilo, satisfecho, cocinando pizzas,
padre de familia con su amada Marion. Cassiel, su compañero, hace en esa
película su transición, que resulta
ser más dolorosa, pues es un espíritu torturado, pues no hay una trapecista que
le enseñe a volar ya sin alas.
Hay
otros ángeles, hay muchos ángeles. En Tan
lejos incluso Nastassja Kinski es una ángela
que se pasea por el Berlín en blanco y negro que ha cambiado ya tanto desde la
película inicial. Antes conocimos a algunos otros de los que se vinieron. Peter Falk, en una
interpretación enternecedora, saluda a Damiel en su llegada, le da unos marcos
para que se vaya apañando y le dice que no deje de hacer nada, que lo haga
todo, que disfrute del tocar, del beber café, compañero.
Hirayama
es uno de esos ángeles. Secretamente, Wenders ha filmado la película última de
la trilogía de Berlín. Lo ha hecho en un Tokyo que recorre con delectación, con
la misma poesía de entonces, con un protagonista que viene de no se sabe qué empíreos o avernos, pero que se pasea por esta existencia terrenal como un recienvenido, sorprendido cada mañana de
la luz del día, disfrutando de cada bocado, de cada nota de música.
Los
que estuvimos aquella noche en el Esplanade
escuchando a Nick Cave y oímos a la bella y malograda Dolveig Sommartin
decirnos que el nuestro sería un amor de gigantes, reconocemos bien a los
ángeles, y ni el mono azul ni los artilugios de limpieza nos engañan. Damiel
cocinaba pizzas, Hirayama limpia
váteres. Es lo mismo: se pasean por el mundo con la pisada tenue de los pájaros
del alma, saben lo que pasa por nuestras cabezas sin que tengamos que hablar y sonríen como sólo lo saben hacer los ángeles.
-y VIII-
En
esta encrucijada en la que me encuentro, me gustaría que dentro de unos años —no
muchos, ya no hay muchos— pudiera
decir, hablando con alguien cercano, como se habla esas veces en las que nos
sentimos a gusto, con una cerveza, y hacemos un repaso de las cosas en donde no
hay acritud, sino la comprensión infinita del que siempre supo en realidad que
todo era vanitas vanitatis: “Perfect days me cambió la vida”. Es
decir, me gustaría, no sólo que Perfect
days me cambiase la vida, sino tener aún una vida que cambiar, ser capaz de
tomar de la película ese ritmo, aceptar esa escala de valores, desacelerar, aceptar de una buena vez
que el hecho de estar vivo es algo contra lo que no merece la pena estar
peleando sin cuartel interminablemente.
Paris, Texas
o Der Himmel über Berlin me cambiaron
la vida. Estoy tan, tan feliz de que, como me pasó con Víctor Erice, un viejo
amigo como Wim Wenders, a sus casi ochenta años, haya vuelto a ofrecerme un
lugar para vivir, después de cuarenta años de pasear juntos. Hubiera estado tan
bien que ese día en Neptuno yo me hubiera vuelto y le hubiera dicho Wim, gracias por tus películas, por las que
has hecho, pero sobre todo por las que vas a hacer, sabiendo, de algún modo
—en realidad esas cosas se saben— que catorce
años después de aquel día, el Agus que aún no era, pero que ya estaba allí,
iba a ir a un cine que ya no puede ser el Alphaville una mañana de sábado a
reencontrar algo de la excitación de aquellos días inaugurales, mezclada —cóctel
irresistible— con la sensación de paz que sólo trae la renuncia, casi diría que el
despojamiento. Acaso al final de mi vida consiga ser por fin un místico.
Lou
Reed me canta cada mañana —no, no lo hace, porque paro la alarma mucho antes,
en los acordes instrumentales del comienzo— que es un día perfecto, o, en
realidad, que ha sido un día perfecto.
Aunque los días perfectos estén en el pasado, aunque los tacos de madera con los
que podamos armar la construcción de cada día ahora sean apenas repeticiones de
las mismas canciones en las casetes de
la furgoneta, fotos iguales de momentos irrepetibles, libros que se amontonan,
ya imposibles de contener en las estanterías, lo importante es que hay cosas
que nos hacen olvidarnos de nosotros
mismos, que hay personas a las que pudimos cantar you make me forget myself, y si se lo pudimos cantar aún se lo
podemos cantar, y se lo cantamos, aquí se lo cantamos, y así todo duele menos,
todo se desliza mejor, todo es suave como aquella caricia que aún, quizás,
inconcebiblemente, nos espera.
Porque, en definitiva, al menos alguno de nosotros somos ángeles y es importante que
se sepa.
4 comentarios:
Ya sabes. Lo mejor -siempre- está por llegar (o eso me empeño en creer).
Suerte y ánimo en la encrucijada,
Alicia
Gracias!
Perfect readings
Ana
Thanks
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