viernes, 19 de enero de 2024

Días perfectos


We were in a small cafe

And you could hear the guitars play

It was oh so nice

Hey baby, it was paradise

LOU REED, Berlin

 

-I-

Hubo un tiempo —al menos lo hubo para gente que tiene cierta edad, gente que conoció y usó las casetes— en el que no había móviles, y más específicamente hubo un tiempo en el que los móviles no se usaban como despertador. Hubo incluso un tiempo en que no había despertadores digitales, sino pequeños objetos redondos con intrincadas mecánicas a los que había que practicar con asiduidad el boca a boca del dar cuerda para que siguieran irrumpiendo en nuestro sueño con su irritante timbre. Cuando era niño llegó a haber uno de esos artilugios en la casa familiar que provenía del breve expolio de la casa de la difunta abuela materna y que sonaba de tal manera en su tictac —no hablemos del estruendo de su timbrazo— que fue bautizado como la bomba y era tal su poder sonoro que mi madre lo colocaba en la cocina, lejos del dormitorio y dentro de un cajón. Era tan solo el despertador de emergencia, había uno menos estridente —yo también sigo aún poniendo dos despertadores cada día— y luego finalmente la bomba cayó en desuso y acabó —acaso, tampoco sabría decirlo en realidad— en el lugar donde acabaron tantos objetos que formaron parte de ese inventario tristísimo de las cosas que ya no tienen importancia y acaban en quién sabe dónde cuando el expolio correspondió al de la casa paterna y materna y los ejecutantes fuimos mi hermano y yo, mucho tiempo después.

Yo también tuve despertadores de cuerda al principio. El primero, un regalo de mi adolescencia, cuando mis horarios empezaron a ser propios, y ya no tenía sentido que fuera mi madre la que me despertara cada mañana, como cuando iba al colegio. Luego empezaron a llegar los relojes digitales, y todos los chavales de entonces rivalizábamos con nuestros Casios y nuestros Orient, que incluían extravagancias como cronómetro y cuenta-atrás y, sí, despertador o, por mejor decir, alarmas, que se disparaban a menudo cuando uno se descuidaba —porque había olvidado desprogramarlas— e inundaban con el pipipí más agudo que imaginarse pueda el silencio de las celebraciones más solemnes o rompían, cimarrones, la disciplina de clases y reuniones.

Aún dispongo de un despertador digital, que suena pipipí en un agudo insoportable, especialmente cuando lo hace a las seis y media de la mañana —ya no me toca madrugar tanto, ya no tengo clases a primera hora y... ya no las tendré más—, pero ahora es el de emergencia. Mi despertador es, claro, el móvil. No sé qué número hace ya mi móvil actual en la larga lista de delicados dispositivos electrónicos que se inauguró hace algunas décadas con telefoninos de marcas hoy extintas como Alcatel —la mitad de mi familia ha trabajado en Alcatel—: al principio su funcionalidad era básica, y sin embargo resultaba subyugante esa liberación de la no tan invisible cadena —había un cable enrollado y otro cable que iba a la pared— que ataba nuestras conversaciones a mesitas u otros artilugios también devenidos obsoletos como las rinconeras. Sólo poco a poco fueron haciéndose los móviles más poderosos, y versátiles, o simplemente barrocos, y de entre sus muchas posibilidades, una, de las más modestas acaso, pero de indudable valor cotidiano, era la de ejercer de despertador. Ah, por supuesto, primero con pipipís dignos del mejor Casio, pero luego, casi en seguida, con música.

No he cambiado la música de mi despertador desde que la instauré como tal hace no sé cuántos móviles. No tengo una argumentación clara de por qué esa canción fue la elegida. Más allá, claro, de ser una canción que me gusta desde hace muchos años, que tiene un cierto significado en mi vida y que tiene un comienzo lo suficientemente suave como para que su penetración en mi sueño aún resistente no sea tan brusca como la de los malhadados pitidos orientales de los despertadores de grandes números cuadrados en LCD.

La canción es Perfect Day, de Lou Reed, y sí, por supuesto que sí, hay una ironía en su elección. No soy lo que los anglosajones llamarían una morning person, ni mucho menos. Tiendo a lo nocturno, no necesariamente a lo noctámbulo —aunque también— y, si bien la rutina del trabajo y las obligaciones me lo impiden normalmente, ha habido rachas de mi vida, en algún periodo vacacional, en que mi horario fue virando hacia lo decididamente vampírico. Así que no, nunca, jamás, que yo recuerde, levantarme por la mañana al son de despertador alguno me pareció una buena idea, y no, bajo ningún concepto, tengo la sensación de que el día será perfecto, o de que siquiera haya existido algún día que pueda ser llamado perfecto en mi vida.

Pero por eso mismo.

-II-

Conocí a David Bowie muy al principio de los ochenta, del modo en que uno podía conocer algo de música entonces: por la radio, por algún disco que uno conseguía comprarse con no poco esfuerzo, por las casetes que grababa de los discos de los colegas o por revistas musicales. Más rara vez, en la tele, aunque también. Ya he hablado de eso. Fue desde Bowie como conocí el Transformer de Lou Reed, porque Bowie es el productor de ese disco. No fue el primer vinilo de Lou que me compré: la leyenda de disco maldito y sublime del Berlin me había subyugado ya y tengo ese vinilo censurado de la edición española, en el que falta The Kids. De la Velvet Underground conocía apenas el nombre, fue luego cuando profundicé. Tras Berlin, Transformer llegó en seguida —de nuevo, estamos en los comienzos de los ochenta, yo aún no he empezado la carrera siquiera— y con él algunos temazos a los que me enganché irremediablemente como Satellite of Love, Vicious, Andy’s chest o esa especie de himno que es Walk on the wild side. Pero la canción que siempre fue la más especial para mí fue la melancólicamente alegre —el oxímoron no es tal, como ya vamos sabiendo los entendidos en melancolía— Perfect days.

No era el Lou Reed doloroso y sangriento del Berlin, era una balada casi feliz que hablaba de cosas sencillas que pueden convertir a un día en perfecto. Oh it’s such a perfect day I’m glad I spent it with you y era fácil pensar en alguien con quien nos habría gustado pasar el día, haciendo que por una vez el tiempo corriera a favor. Hubo días así, por supuesto, aunque no sé si aquel adolescente con tendencia al malditismo hubiera transigido con el calificativo de perfectos, pero era bello naufragar en esa melodía y, al final, claro, lo cierto es que you’re going to reap just what you sow. Hay canciones —tantas, como también hay libros, y películas, y poemas, y pinturas— que nos han permitido vivir.

Así que cuando suenan los primeros acordes cada mañana no tengo ganas de que haya día alguno, ni perfecto ni terrible, al menos que lo haya tan pronto, pero el que esa canción sea mi introductora en el tiempo, mi Caronte inverso desde el mundo del sueño, me hace sentir en casa. Y, sí, alguna sonrisa todavía puede producir, aunque sea de pura ironía.

 

-III-

Un día me ocurrió un hecho prodigioso: me crucé por Madrid con Wim Wenders. He intentado datar aquel suceso y me parece que debió ocurrir en 2010, porque ese año estuvo Wenders en Madrid pero pudo haber sido un poco antes o un poco después. Sí tengo más clara la ubicación: Neptuno. Buen lugar para que un atlético se cruce con uno de sus ídolos, sin duda. Era por la mañana, pasaba yo junto al Vips y él andaba solo. Le reconocí perfectamente, pero lo cierto es que fue como un relámpago, no fui consciente del hecho hasta después. Me parecía de una improbabilidad absoluta. Por muy flâneur que yo sea —me he cruzado con bastante gente conocida en situaciones también geográfica y cronológicamente casi imposibles: con Haneke otro día en Ópera, sin ir más lejos—, el que en una de las rarísimas ocasiones en las que Wim haya podido pasear solo por Madrid una mañana nuestras trayectorias hayan tenido un punto en común me da, la verdad, para varios relatos y películas.

¿Por qué no me volví y le llamé: Herr Wenders e hice, yo qué sé, lo de cualquier fan desaforado: pedirle un autógrafo, decirle lo importante que su cine ha sido en mi vida? Por razones obvias: soy una persona muy tímida —viendo cómo me comporto habitualmente, la desenvoltura que exhibo, cada vez que hago esta declaración quienes me escuchan se lo toman a broma y sin embargo es verdad, esa timidez profunda existe y condiciona mi actuación siempre— y porque, por eso mismo, me parecería una agresión innecesaria abordar a alguien por la calle, por muy Wim Wenders que sea, para contarle mi vida. Porque, además, seguramente Wenders es también tímido, y tendría cosas que hacer, y estaba gozando del anonimato casi completo de un paseante por Madrid al que, sí, algunos cinéfilos irredentos tenemos colocado en un altar como si fuera un icono bizantino pero la mayor parte de la gente, no nos engañemos, no tiene ni idea de quién es.

Sentado todo esto, la verdad es que ahora me arrepiento de no haber aprovechado ese guiño hermosísimo del destino, que ya nunca volverá a producirse, sin duda, para al menos decirle Hi, Wim, o Thank you, Wim, sí, Danke, Wim, vielen Dank, adoro tu cine.

 

-IV-

El Alphaville tenía en realidad cinco salas. Las cuatro primeras eran más o menos convencionales, aunque mínimas para los estándares de la época de mis visitas compulsivas —ya he hablado de ellas, de nuevo, primeros ochenta—, que aún transigía con los cines monumentales de gran capacidad. La quinta sala era... la cafetería. Bienhadada cafetería del Alphaville, con las paredes llenas de fotografías de los directores que habían visitado —mise-en-abîme— esa cafetería, y en la que pasé una buena cantidad de horas, solo o acompañado por los amigos de entonces, cinéfilos también, aunque no tan desaforados como yo.

Allí, en el Alphaville 5, de vez en cuando, se proyectaba una película. Ahí fue donde vi El miedo del portero ante el penalty, el debut de Wenders a partir de la novela de Peter Handke. No era mi primera película del alemán, por entonces ya había visto al menos París, Texas. Y en la tele —quién lo diría, ahora esas películas ya no se consiguen en plataforma alguna, ni siquiera en DVD— Alicia en las ciudades o En el curso del tiempo, que recuerdo más bien confusamente. El amigo americano se proyectó durante meses y meses en el Alphaville pero no la vi entonces, sino después. No he tenido ocasión —¡ay!— de revisitar El miedo del portero, pero la experiencia la recuerdo vívidamente. En aquellos años de formación, ese local lleno de humo —hubo un tiempo, no tan lejano, en el que se fumaba en espacios cerrados, para desgracia de los no fumadores como yo— y de tipos con perfil intelectual, me parecía un templo iniciático y me consideraba importante por hacer esas cosas. Capítulos de la educación sentimental que uno ahora puede y debe mirar con ternura.

La figura del director alemán se fue agigantando para mí. Resumir en esta entrada el impacto que me produjo París, Texas sería imposible, e inconveniente, por demás. Aún ahora sigue siendo una de mis películas fetiche y ha ido reapareciendo en mi vida en momentos muy peculiares, como una cierta noche en Torino que alguna vez contaré en detalle. En cuanto a Cielo sobre Berlín, ya me he extendido aquí en alguna ocasión sobre lo que representa para mí. Es una de esas películas que han sido respuesta alguna vez de la manida pregunta sobre cuál es tu película favorita —otras, según los días, los años o las tardes, Vértigo, El apartamento, Blade Runner, 2001... Y me parece uno de los puntos en los que el cine se ha acercado más a la pura poesía. Hay otras películas de Wenders que me gustan mucho, como Historias de Lisboa, Hasta el fin del mundo o Buena Vista Social Club, pero he de decir que le he ido perdiendo la pista, recuperándolo a ratos, apreciando lo que hace, sin duda, pero con entusiasmos mucho menores que los de aquellos bombazos de mis días del Alphaville.

Hasta el otro día.

 

-V-

Perfect days es una película poco común. Lo es hasta tal punto que uno se pasa casi toda la duración del film pendiente de en qué momento todo se va a convertir en un desastre, toda la armonía que transmite va a colisionar con el conflicto que parece obligatorio en toda historia. Se pasa uno —al menos yo— temiendo ese momento, deseando que no ocurra, que nada se rompa, que todo siga rodando en su bucle, en el que uno ha entrado bien suavemente para recostarse en él y decir: qué bien se está aquí. Y ya era hora.

No reniego de otro tipo de cine, no ignoro que en Perfect days puede juzgarse como ingenua, o complaciente, o simplemente desmovilizadora. Al contrario: creo que ésa es una virtud innegable de esta película, de esta, porque es una película que se gana el ser como ella quiera ser, y eso lo consigue, claro Wenders y ese prodigio que resulta ser Kôji Yakusho, que tendrá su capítulo propio un poco más adelante.

Perfect days es un film transparente —la transparencia, Dios, la transparencia, de Juan Ramón, eso tan difícil—, plantea algo sencillo, muy sencillo de resumir: es posible vivir una buena vida más allá de los parámetros que teóricamente definen, en el consumismo desaforado y enloquecedor del tardocapitalismo, lo que es una buena vida. Es decir, se puede tener menos, tener un trabajo considerado como desagradable —y, en un gesto de soberbia inaceptable de quienes nos creemos mejores que eso, despreciable—, una rutina que se repite cada día al milímetro, relaciones familiares y sociales tenues o casi inexistentes, y estar bien. No uso el concepto de felicidad, que va incluido en el lote de los must y obligaciones de todo buen súbdito de nuestra sociedad caníbal. No: estar bien. Despertarse con la luz del día, repetir los mismos gestos cotidianos, escuchar una y otra vez las mismas casetes en el mismo trayecto, cumplir con los cometidos de forma concienzuda y retornar para que el tiempo de ocio restante incluya actos placenteros, como bañarse, cuidar las plantas, comer en un restaurante en el metro, leer un libro.

Se agradece tanto ese bellísimo manifiesto de Wenders, ese atrevimiento de hacer una película en la que no pasa nada —aunque sí, sí que pasa, todo lo que pasa es realmente complejo y hay silencios, hiatos y elipsis que son películas en sí mismos—, o al menos en la que uno puede todavía mecerse y apostar por la sonrisa de alguien alejado de nosotros cultural, social, económicamente, pero infinitamente cercano en lo humano, alguien que nos llevaríamos a casa, por muchas aristas obscuras que pueda haber tenido, o tenga, ese relato trunco, por mucho dolor que haya en el pasado apenas esbozado del que nuestro héroe ha salido ejecutando un ejercicio de renuncia y construyendo una vida pequeña pero robusta como las plantas que no olvida regar con parsimonia cada mañana.

Y hasta ahí puedo decir, no por temor a cometer spoiler alguno, sino porque realmente no me considero capacitado —ni autorizado— para resumir con burdas palabras un ejercicio eminentemente visual, un milagro de luz y sombra como el Komorebi cotidiano que nuestro Sr. Hirayama trata de inmortalizar cada día con su cámara de fotos analógica: ese juego de la luz del sol a través de las hojas de los árboles movidas por el viento.

 

-VI-

Siempre me gusta —sí, soy uno de ésos— quedarme a ver completos los créditos de una película cuando voy al cine. En muchas ocasiones —pienso en La grande bellezza— esas secuencias finales son una obra de arte en sí mismas. Pero además, al son de la música elegida por el director —¡qué banda sonora tiene Perfect days!, busquen la lista en Spotify, escúchenla— esa sucesión de letreros me permite hacer de mejor modo la difícil transición entre el mundo soñado de la sala obscura y la chillona realidad exterior. Es como la melodía del despertador: uno sabe que tiene que abandonar ese refugio, pero se hace el remolón porque sabe, cuando una película le ha tocado tanto como ésta, que ahí fuera, al menos de momento, no va a encontrar nada tan grandioso.

Así es como pude ver los agradecimientos de Wim Wenders, entre los cuales había uno que me parece de una justicia innegable: to Kôji Yakusho, for being strictly —o quizá consistently, ahora dudo unbelievable. Lo de este actor es de otro mundo. En un papel que le lleva a estar en plano prácticamente todo el metraje, y con un guion en el que sus líneas caben poco más que en un folio, sostiene, y de qué manera, toda la película con sus expresiones faciales y corporales, de una sutileza difícilmente transmisible. Hay un plano al final, larguísimo, en el que el rostro va mutando suavemente de una expresión seria a la sonrisa y vuelta atrás y vuelta adelante, un primer plano frontal, que es literalmente milagroso. Pero no es sólo eso, es una honestidad en cada gesto, en cada ademán que no recuerdo haber visto nunca. No soy original en el elogio: fue premiado como mejor actor en el último Cannes y mal harían los Óscar —la película representa a Japón, pero espero que no se quede en eso, aunque tampoco es que me importen demasiado los Oscars— en no concederle su galardón.

Yo soy occidental, mal que me pese a ratos. He sido educado en el estrés, en la impaciencia, queriendo abarcarlo todo, obligándome, y fracasando casi siempre, a una contemplación que me parece casi inabordable, anhelando una mística, un modo otro que apenas vislumbro los días, los minutos más faustos —ci vuole un’altra vita, canta mi amado Battiato—, así que cuando miro a Japón lo veo como algo casi imposible, inexistente. Hablo de tópicos, superficialmente, mi contacto con lo oriental, y en particular con lo japonés, por muy amante de los haikus que sea, es mínimo, pero lo cierto es que me gustaría ser capaz de valorar los gestos, los rituales, de tener una actitud ante el vivir, ante el estar en el mundo, diferente. Me gustaría encontrar en mí una quietud que no he conocido nunca y ser, aunque sea un rato, Hirayama. Creo que, como a él, no me importaría tener una vida en la que me pagaran por limpiar servicios públicos, igual que a él no le importa, siempre que el trabajo se haga en las condiciones debidas —bien que se rebela cuando no es así—, y me permitiera tomarme mi sandwich fotografiando el Komorebi, comprarme un libro de ocasión cada semana, leer a la luz de una lámpara hasta que me venza el sueño y de tarde en tarde escuchar The House of the Rising Sun en japonés.

Hablo por hablar, sé que no es posible, y probablemente tampoco lo deseo, me identifico demasiado con mi forma de ser, con mi cultura, estoy demasiado bien encajado —apresado— en esta demencia de la sociedad occidental del siglo XXI. Pero es bello ese vislumbre, y es necesario, precisamente porque mi vida va a cambiar en los próximos meses, porque ya no soy joven, porque ya no necesito tantos estímulos, ni competir, ni pasar más tests, ni, en definitiva, ser lo que corresponde.

 

-VII-

En Cielo sobre Berlín, el ángel Damiel, harto de una eternidad de paseos y observaciones sin contacto posible, renuncia a su condición angélica por el amor de una trapecista —¿quién no se enamoraría de una trapecista?— y se convierte en humano. En la secuela In weiter ferne, so nah —aquí traducida, no de un modo completamente satisfactorio, como Tan lejos, tan cerca— le vemos tranquilo, satisfecho, cocinando pizzas, padre de familia con su amada Marion. Cassiel, su compañero, hace en esa película su transición, que resulta ser más dolorosa, pues es un espíritu torturado, pues no hay una trapecista que le enseñe a volar ya sin alas.

Hay otros ángeles, hay muchos ángeles. En Tan lejos incluso Nastassja Kinski es una ángela que se pasea por el Berlín en blanco y negro que ha cambiado ya tanto desde la película inicial. Antes conocimos a algunos otros de los que se vinieron. Peter Falk, en una interpretación enternecedora, saluda a Damiel en su llegada, le da unos marcos para que se vaya apañando y le dice que no deje de hacer nada, que lo haga todo, que disfrute del tocar, del beber café, compañero.

Hirayama es uno de esos ángeles. Secretamente, Wenders ha filmado la película última de la trilogía de Berlín. Lo ha hecho en un Tokyo que recorre con delectación, con la misma poesía de entonces, con un protagonista que viene de no se sabe qué empíreos o avernos, pero que se pasea por esta existencia terrenal como un recienvenido, sorprendido cada mañana de la luz del día, disfrutando de cada bocado, de cada nota de música.

Los que estuvimos aquella noche en el Esplanade escuchando a Nick Cave y oímos a la bella y malograda Dolveig Sommartin decirnos que el nuestro sería un amor de gigantes, reconocemos bien a los ángeles, y ni el mono azul ni los artilugios de limpieza nos engañan. Damiel cocinaba pizzas, Hirayama limpia váteres. Es lo mismo: se pasean por el mundo con la pisada tenue de los pájaros del alma, saben lo que pasa por nuestras cabezas sin que tengamos que hablar y sonríen como sólo lo saben hacer los ángeles.

 

-y VIII-

En esta encrucijada en la que me encuentro, me gustaría que dentro de unos años —no muchos, ya no hay muchos— pudiera decir, hablando con alguien cercano, como se habla esas veces en las que nos sentimos a gusto, con una cerveza, y hacemos un repaso de las cosas en donde no hay acritud, sino la comprensión infinita del que siempre supo en realidad que todo era vanitas vanitatis: “Perfect days me cambió la vida”. Es decir, me gustaría, no sólo que Perfect days me cambiase la vida, sino tener aún una vida que cambiar, ser capaz de tomar de la película ese ritmo, aceptar esa escala de valores, desacelerar, aceptar de una buena vez que el hecho de estar vivo es algo contra lo que no merece la pena estar peleando sin cuartel interminablemente.

Paris, Texas o Der Himmel über Berlin me cambiaron la vida. Estoy tan, tan feliz de que, como me pasó con Víctor Erice, un viejo amigo como Wim Wenders, a sus casi ochenta años, haya vuelto a ofrecerme un lugar para vivir, después de cuarenta años de pasear juntos. Hubiera estado tan bien que ese día en Neptuno yo me hubiera vuelto y le hubiera dicho Wim, gracias por tus películas, por las que has hecho, pero sobre todo por las que vas a hacer, sabiendo, de algún modo —en realidad esas cosas se saben— que catorce años después de aquel día, el Agus que aún no era, pero que ya estaba allí, iba a ir a un cine que ya no puede ser el Alphaville una mañana de sábado a reencontrar algo de la excitación de aquellos días inaugurales, mezclada —cóctel irresistible— con la sensación de paz que sólo trae la renuncia, casi diría que el despojamiento. Acaso al final de mi vida consiga ser por fin un místico.

Lou Reed me canta cada mañana —no, no lo hace, porque paro la alarma mucho antes, en los acordes instrumentales del comienzo— que es un día perfecto, o, en realidad, que ha sido un día perfecto. Aunque los días perfectos estén en el pasado, aunque los tacos de madera con los que podamos armar la construcción de cada día ahora sean apenas repeticiones de las mismas canciones en las casetes de la furgoneta, fotos iguales de momentos irrepetibles, libros que se amontonan, ya imposibles de contener en las estanterías, lo importante es que hay cosas que nos hacen olvidarnos de nosotros mismos, que hay personas a las que pudimos cantar you make me forget myself, y si se lo pudimos cantar aún se lo podemos cantar, y se lo cantamos, aquí se lo cantamos, y así todo duele menos, todo se desliza mejor, todo es suave como aquella caricia que aún, quizás, inconcebiblemente, nos espera.

Porque, en definitiva, al menos alguno de nosotros somos ángeles y es importante que se sepa.


4 comentarios:

Anónimo dijo...

Ya sabes. Lo mejor -siempre- está por llegar (o eso me empeño en creer).
Suerte y ánimo en la encrucijada,
Alicia

AGCano dijo...

Gracias!

Anónimo dijo...

Perfect readings
Ana

AGCano dijo...

Thanks

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