domingo, 14 de enero de 2024

Breve tratado de Solarística

 

 

Quiero decir, no eras tú, pero estabas dentro del cuerpo de ese hombre que iba de la mano de esa joven, como si el océano de Solaris hubiera leído dentro de mí y hubiera diseñado una réplica corpórea de mis terrores en esa ciudad sitiada.

ANGÉLICA LIDDELL

 

I. Schema Corporis Solaris

Si abrimos el primer volumen de la lujosa edición de 1664 (Johannes Jansson, Amsterdam) del Mundus subterraneus del sacerdote jesuita y polímata Athanasius Kircher encontraremos, tras la página 64 —segunda aparición, ya vemos, de este cuadrado perfecto, de esta potencia sexta de la pareja primordial: el 64 es, claro, el año de mi nacimiento— un interesante grabado que podremos desplegar. En él se muestra un círculo torturado, rodeado de llamas que también son cabellos y flecos, un interior confuso, con montañas, explosiones, más hogueras, que son también plantas, que es también un mar. Nada el círculo, que representa una esfera, en el Aetherum Spatium.

El título nos informa: Schema Corporis SOLARIS prout ab Auctore et P. Scheinero. Romae Anno 1634 observatum fuit. La palabra SOLARIS aparece netamente destacada en el título, hasta el punto que, observado sin mucha atención, se diría que el padre Kircher nos ofrece, no ya una imagen tentativa de un Sol fluido e ígneo, segun las observaciones del Padre Scheiner, sino el mapa de un inconcebiblemente lejano y extraño cuerpo sideral denominado Solaris.

El grabado, como muchos otros de las obras de Kircher, es justamente famoso, y no es raro verlo reproducido en diferentes lugares. Por ello sorprende más que, al menos en lo que a mí me consta, nadie haya relacionado tal grabado con la soberbia novela del polaco Stanislaw Lem Solaris, de la que se deriva la no menos fabulosa película de Andréi Tarkovski.

Descubrí la imagen por casualidad cuando tanto el libro como la película habían ya entrado en mi panteón particular para ocupar los lugares de honor que en él les corresponden. He indagado con cierta dedicación, aunque limitado obviamente por mi desconocimiento del idioma polaco, el origen de la elección del nombre del planeta por parte de Lem y no parece que haya una conexión evidente. En cuanto a Kircher, lo he estudiado en el marco de la Historia de la Óptica —es autor de una gran obra titulada justamente Ars Magna Lucis et Umbrae— y me he perdido a ratos en su producción casi inagotable. No tengo, pues, ninguna prueba segura de que ese círculo en llamas estuviera en la cabeza de Lem cuando concibió el Océano solariano, pero me gusta creer que es así, y que Solaris es el último eslabón de una larga cadena de revelaciones que están destinadas sólo a los iniciados.

 


II. Space Age Kid

En cuanto a mí, no ostento otro honor para hacerme depositario de esta sabiduría que la de haber sido un niño de la Era Espacial. Había cumplido cinco años justo un mes antes y, por supuesto, no trasnoché para el magno evento, pero supe a la mañana siguiente que el ser humano había pisado la Luna. Cuenta la leyenda familiar —contaba, pues ya se han callado para siempre las bocas que podrían enunciarla— que mi abuela paterna, al verme recién nacido exclamó que yo sería el conquistador de la Luna. Crecí escuchando términos de infinita sugerencia como Sputnik. Supe quiénes fueron Yuri Gagarin, Valentina Tereshkova, Neil Armstrong, la perrita Laika. Soñé una noche con el espacio —tendría quizás ocho años y en la tele me encantaba ver Viaje a las estrellas, que aún no se llamaba en España Star Trek— y recuerdo aún, más de cincuenta años después, la sensación de extraña paz combinada con una fuerte conciencia de mi poderío mientras navegaba ingrávido por una obscuridad primordial en la que, a lo lejos, se adivinaban las luces de una nave espacial prometiendo una fiesta infinita.

Alguna vez, cuando me ponía a pensar en mi futuro, cuando respondía a esa pregunta recurrente de qué quieres ser de mayor decía, en vez de futbolista, astronauta. Y sí, sí quise ser astronauta, aún lo querría ser. Cuando fui creciendo empezó el tiempo de los transbordadores espaciales, se multiplicaban los vuelos, hubo un español en el programa espacial. Yo estudiaba Físicas. Cuando entré a la Facultad estaba decidido a especializarme en Astrofísica, como nos pasaba a casi todos los aprendices de físico entonces. Luego la Cuántica me cautivó y acabé haciendo Física Fundamental, es decir, siendo, ay, un teórico.

Me descarté de la carrera espacial, me hubiera parecido irrisorio incluso a mí mismo siquiera pensar en ello. Siempre fui torpe, miedoso, mi condición física nunca fue la de un atleta. Era algo que no cabía ni formular. Dejé de mirar a los cielos, ni siquiera aprendí propiamente a ser un astrónomo aficionado. Me sumergí en las ecuaciones. Muchos años después conocí a Athanasius Kircher. Y vi la película de Tarkovski. Y leí el libro de Lem. Y entonces me di cuenta de que la cuestión, como dice uno de los personajes, no tiene tanto que ver con la ciencia como con la conciencia. Pero estoy adelantando acontecimientos.

 


III. Un videoclub en Ópera

Por estos días de enero, en 2005, comencé a vivir solo por primera vez, unas semanas después de la vuelta del viaje a Nápoles del que hablaba en la entrada anterior. El apartamento era muy pequeño y obscuro, en el barrio madrileño de Huertas. Era también la primera vez que vivía en el centro de la ciudad. Eso me resultaba excitante, pero lo cierto es que los nueve meses que estuve allí —una gestación de lo que acabaría por ser— fueron un tiempo muy difícil, en el que el duelo tenía que cumplirse en un territorio que se reveló hostil.

Para la mudanza compré bastantes cosas, porque no tenía ningún mueble y me faltaba todo tipo de artículos de menaje: ya lo he dicho, nunca había vivido solo. También compré un reproductor de DVDs, no tenía uno tampoco. Había sido, por supuesto, un ávido consumidor de VHS, y disponía de decenas de cintas con grabaciones de la tele, mi particular y selecta videoteca. Aún andan por ahí la mayoría, arrumbadas en un trastero. El magnetoscopio dejó de funcionar justo antes de confinamiento. Es una historia interesante en sí misma, ya se la contaré.

Iba cada semana a cenar con mis padres, a su casa de Aluche. Como aparcar era básicamente imposible en mi nuevo barrio, movía el coche lo menos posible y usaba el metro. No había buena combinación. Así que lo que hacía al volver era bajarme a Empalme y viajar en la 5 a La Latina, para evitar transbordos. De La Latina a mi casa había un paseíto, que me daba en esas noches frías del invierno, lleno de zozobra, porque, a pesar de mi edad, me había convertido en un absolute beginner de muchas cosas, y la tristeza y el miedo siempre estaban disponibles, agazapados detrás del frenesí de las nuevas aventuras.

A veces no era La Latina. A veces, a la ida o a la vuelta, o en otras tardes o noches de la semana —era repentinamente libre para organizar mi tiempo y me gustaba el desorden y la improvisación, contra todo pronóstico— usaba la estación siguiente, la de Ópera. Ópera ha sido siempre mi barrio favorito de Madrid, y parece que nunca conseguiré vivir en él, a pesar de mis deseos. En una de las callecitas de Ópera había un videoclub. Sí, existían los videoclubs entonces, por supuesto. Yo era un consumidor habitual en esos lugares que proporcionaban algo que hasta entonces era imposible de concebir: la posibilidad de elegir qué película poner en la tele. Había muchos videoclubs en Aluche, cerca de mi casa: con mi hermano vimos todas las películas malas de terror imaginables. En 2005 el clima iba cambiando, las cintas de VHS estaban en retroceso, los DVDs, con mucha mayor calidad, con la posibilidad de varias pistas de audio, con los extras, se estaban imponiendo. Y empezaba a ser habitual el comprarse películas —yo también empecé a hacerlo: algunos cientos de DVDs después aún no he parado. El videoclub de Ópera era moderno y tenía muchos DVDs. Algunos, incluso, de importación. Uno de ellos era una edición rusa de Solaris de Andréi Tarkovski.

 


IV. Ya estás volando, Kelvin

Llevo pensando desde que decidí escribir esta entrada, esta mañana, en la ducha, donde cada sábado me suelo preguntar: entonces, de qué escribo en el blog esta semana, si verdaderamente fue en ese DVD que me llevé alquilado al apartamento de Huertas ese invierno de 2005 cuando vi por primera vez Solaris. Creo que sí, aunque no estoy completamente seguro. La he visto muchas veces, algunas en el cine, en la Filmo, puede que una de esas fuera anterior. Puede que la pasaran en algún Cine Club. No lo sé, en cualquier caso sí que sé que esa vez, en ese 2005 obscuro, fue decisiva.

De Lem sí sabía, sabía mucho, era uno de mis autores favoritos de ciencia-ficción —si es que esa etiqueta le cuadra a la vasta y profunda obra del polaco. En los tiempos de mi infancia y adolescencia espaciales me había interesado en el género, había leído bastante ciencia-ficción. Cuando iba entrando en la Física hasta el fondo me satisfacía la hard SciFi, llena de precisiones técnicas e insobornable en cuanto al rigor científico. Pienso en Clarke, claro, a quien se le debe una parte del que acaso fue mi primer verdadero éxtasis cinematográfico: 2001, de Kubrick. Asimov nunca me interesó, pero sí Bradbury, y desde luego Aldiss. Toqué también algo a otros menos conocidos como Christopher Priest. Sólo después de engancharme a Blade Runner empecé con Philip K. Dick, que es un autor de un calibre difícilmente igualable, y una personalidad tan atrayente en sí misma que merecerá sin duda una entrada propia. No hablo del mundo Lovecraft, que habité sin descanso a mis dieciséis, diecisiete, dieciocho años, y por el que aún me doy un garbeo de vez en cuando.

Lem fue de los últimos en llegar. Leí sus maravillosos Diarios de las estrellas y poco a poco fui entrando en su obra, que recorrí casi entera. Curiosamente, no Solaris, que me parecía menos atrayente por algún motivo. Solaris la leí sólo después de ver la película de Tarkovski en aquel invierno, y justo después de verla. Luego he visto, ya lo he dicho, muchas veces, la película, y me he releído al menos en un par de ocasiones el libro de Lem. No sé si son credenciales suficientes como para reclamarme como un experto en Solarística, pero me encantaría que fuera así.

 

V. La Solarística se ha convertido en un callejón sin salida

Mi capítulo favorito, con mucho, del libro de Lem —al que vuelvo a menudo— es aquel en el que el psicólogo Kris Kelvin, recién llegado a la estación espacial solariana y tras el extraño recibimiento de sus habitantes se encierra en la bien nutrida biblioteca de la estación a repasar los textos principales de la Solarística, que se ocupan sobre todo de las diversas hipótesis sobre la naturaleza del único habitante del planeta, el misterioso Océano. La existencia de un doble sol —rojo, celeste— condenaría a la larga a la destrucción de Solaris, imposibilitado de mantenerse en una órbita estable. El que eso no ocurra parece deberse justamente a la acción del Océano, que llena por completo la superficie del planeta, y en el que una incesante actividad de transformación —autometamorfosis ontológica— tiene lugar, para perplejidad de los observadores terrestres que llevan ya más de ocho décadas rondando por ahí.

Los tomos de la biblioteca Solarística se extienden en la descripción de las colosales e incomprensibles construcciones del Océano, efímeras, eruptivas, de una complejidad geométrica casi inconcebible, que emergen y desaparecen y que reciben nombres como mimoides, simetríadas, asimetríadas. La posibilidad de que el Océano sea un organismo sentiente e incluso que esté dotado de una inteligencia propia —evidentemente por completo disímil de la humana— es algo en lo que los científicos no se han puesto de acuerdo, y la Solarística parece ya una disciplina melancólica, en la que todo intento de poner orden es vano.

El Océano parece ignorar toda posibilidad de contacto, y en el momento en que Kelvin es reclamado para definir qué está pasando en la estación espacial la discusión es si emplear radiaciones de alto poder de penetración para provocar una respuesta. Es decir, la discusión es si los humanos haríamos lo que siempre hacemos: destruir todo lo que entra en contacto con nosotros. Aniquilar lo que no comprendemos.

 

VI. Milagros crueles

La abrumadora grandeza de mimoides, simetriadas y asimetriadas sólo nos retrotrae al punto de partida: en el relato interminable, ubicuo, complicadísimo del Océano, ¿somos siquiera una nota al pie de página? Y si no lo somos, ¿qué somos, entonces?

La desordenada nave está habitada por seres fantasmales. Unos son los tripulantes supervivientes: Snaut, Sartorius. Gibarian ha acabado por suicidarse. Otros son los visitantes. Aparentemente el Océano nos los regala: encarnaciones de extraña materialidad de personajes que ocupan nuestros sueños o representan nuestras obsesiones. Así es como aparece, inopinadamente, Harey, la mujer de Kelvin, que se suicidó muchos años atrás. Aparece tal como él la sueña, con una conciencia temblorosa de sí misma, desamparada en un vacío existencial en el que Kelvin parece ser su único agarradero.

El comercio con los révenants es siempre complicado. Kelvin intenta deshacerse de ella. La envía al espacio exterior. Se quema las manos y la cara con el fogonazo de la sonda especial al despegar. Agotado, se duerme, sólo para descubrir a una nueva Harey a la mañana siguiente. No la misma, otra, que el delivery fantasmal y metafísico del océano súbitamente centrífugo le proporciona. Empieza, inevitablemente, a amarla. A llenar con ella una nostalgia que no tiene fondo. Empieza a jugar al juego peligroso del amor por los fantasmas. Todo eso no puede acabar bien. O sí, quizás sí, de algún modo sí.

La última frase del libro lo define a la perfección: No tenía ni idea, pero albergaba el firme convencimiento de que la época de los milagros crueles estaba lejos de haber terminado. Son crueles los milagros precisamente porque no deberían ser, porque subvierten un orden en el que estamos asentados y donde hemos pactado una cuota de sufrimiento aceptable. Esos regalos hacen que todo lo demás se desequilibre, que no sepamos ya a qué atenernos, que todo se nos escurra definitivamente entre los dedos.

 

VII. Una cajita metálica

Probablemente la clave de bóveda de toda la discusión sea el determinar de un modo incontrovertible qué cualifica a una entidad para ser considerada de un modo aceptable como ser humano. No hablo del Océano, cuya extrañeza es tal que impone como único acercamiento a él la teología apofática. Hablo de las criaturas de nuestros sueños, de nuestros anhelos, de nuestros deseos súbitamente enarboladas por una fábrica de readymades que no tiene empacho en penetrar en lo más recóndito de nuestra mente y nuestro corazón para otorgarnos el milagro.

¿Amamos, siquiera, otra cosa que esos simulacros, que arrojamos impunemente sobre el cuerpo de otros seres sintientes, que disfrazamos así con nuestras carencias, y a los que nos gustaría, si se terciase, hasta darlos cuerda para que repitan i love you, i love you, especialmente en las noches de invierno de la gran ciudad, cuando la soledad es literalmente cósmica y no hay ninguna nave espacial ataviada con las luces del Paraíso eterno?

¿No es, acaso, el Océano la metáfora perfecta de la melancolía, enredada en sus circunloquios, ajena a un exterior que no puede ser sino dañino, afanándose en la producción de esas criaturas? ¿No estará, así, el Océano compuesto no de no se sabe qué substancias coloidales, sino de bilis negra?

En la película de Tarkovski, Kelvin, en la tarde de antes de su partida, en la casa de su padre —una partida para un viaje tan largo que probablemente no le permita encontrar a ese padre en el retorno—, utiliza una cajita metálica oblonga, como las que se usan para guardar el material médico, los instrumentos quirúrgicos —hay una cajita así también en Stalker, si mi memoria no me engaña— para guardar tierra de esa su heredad, que llevar al espacio, junto con la foto de su madre muerta. En esa tierra acabará por florecer una planta. No es posible dejar de ser demiurgos, no es posible dejar de cultivar dobles. No buscamos otros mundos, dice Snaut, buscamos un espejo. Estamos tan solos siempre que sólo se nos ocurre inventarnos de nuevo, repintarnos, esculpirnos con los besos, imaginarnos dormidos en la almohada de al lado.

Ach, was hilfts.

 


VIII. Ten cuidado con lo que sueñas

Como hechicero, mis conjuros siempre han resultado fallidos. He sido, no obstante, un maestro en el registro de esos fracasos. Así, soy culpable del nefando pecado —lean a Borges en Tlön— de la reduplicación. El aprendiz de brujo de Fantasia se encuentra de repente con un ejército de escobas que trasladan desaforadamente decenas de baldes. Cuando vi esa escena en el cine, muy niño, me aterró. Mis padres tuvieron que calmar mi llanto, por mucho que fuera el ratón Mickey quien intentaba gobernar ese pulular. Pero no soy capaz de evitarlo.

Los golems requieren, es sabido, de una palabra mágica, quizás de cuatro letras, para animarse. El mejor artesano puede moldear la arcilla con precisión y producir un bello ejemplar de estatua. Pero hay una efusión del espíritu que sólo corresponde al demiurgo. No es posible no ser demiurgos. Todos lo somos. También yo tengo hermanos solarísticos, también en algún lugar alguien me ha pensado y ha construido ese remedo desdichado que bebe el oxígeno líquido. Porque la muerte no es una opción.

Hubo un tiempo en que creí ser Kelvin, y soñé con el eterno retorno de Judy Barton. Ahora sé que soy el Océano, y que mi descanso es imposible. A dream come true: si te invoco, ahí estás. Y sin embargo...

 


IX. La casa del padre

Por el mismo precio, bien podría el Océano habernos proporcionado una invención de Morel en la que inscribirnos de modo indoloro para una eternidad de soledad cósmica, en la que, llegado el inesperable visitante, siempre nos encontraría en perfecto estado de revista. Larga es la plenitud amorosa de las imágenes y los fantasmas, mucho más larga que la de los seres humanos. Así, sería el habitar el que nos apaciguaría, y las imágenes narcóticas del principio de la película nos mecerían en una calma tan duramente peleada. Al lado, la visitante duerme abrazada a nuestro cuerpo glorioso en ese cielo breve y definitivo como la eternidad.

Cuando el Océano lee el encefalograma de Kelvin, que le ha sido enviado en pulsos eléctricos, comprende y empieza a producir islas. En una de ellas está la casa del padre. Llueve en su interior, porque estamos en el reino de los muertos. Allí desemboca el río de Kelvin, que acaba la película abrazado a las rodillas del padre. Ese regreso es, de un modo prodigioso, el bello naufragar que tanto perseguimos.

 

y X. Loving the Alien

No hay playa en Solaris, esa playa donde estuvimos juntos en nuestro sueño mejor escrito. El Océano es la función de onda que inventamos en esas tardes de la Mecánica Cuántica, cuando el estar o no en otra galaxia era irrelevante, porque todo pesaba demasiado. Harey ha muerto ya demasiadas veces, y la resurrección es un negocio ruinoso, porque sólo conduce a un nuevo y fatigoso re-enactment. Las criaturas prodigiosas que fuimos siguen levitando en el paisaje nevado de Brueghel y nosotros no hacemos otra cosa que deambular por el pasillo circular de la estación espacial, sin mirar por las ventanas, levemente levógiros.

Bibi Andersson, Alma, podía haber interpretado a Harey, Tarkovski lo estuvo considerando. Se hubiera puesto sobre los hombros ese chal de lana que reaparece a cada nacimiento. Nos habría abrazado por detrás. Natasha McElhone nos mira con sus ojos verdes. Estamos en la tarde de antes: mañana partimos a un viaje muy largo. Llevamos una cajita con tierra, llevamos la Tierra con nosotros. El tiempo de los milagros crueles no termina nunca.

Mira: en el horizonte, un nuevo mimoide empieza a crecer. No me importa ya quién es el visitante de quién, ni cuántas veces hemos resucitado. Dame tu mano: el sol rojo empieza a ponerse. Pero el celeste no se apaga nunca.

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