Quiero decir, no eras tú, pero
estabas dentro del cuerpo de ese hombre que iba de la mano de esa joven, como
si el océano de Solaris hubiera leído dentro de mí y hubiera diseñado una
réplica corpórea de mis terrores en esa ciudad sitiada.
ANGÉLICA LIDDELL
I.
Schema Corporis Solaris
Si
abrimos el primer volumen de la lujosa edición de 1664 (Johannes Jansson,
Amsterdam) del Mundus subterraneus
del sacerdote jesuita y polímata
Athanasius Kircher encontraremos, tras la página 64 —segunda aparición, ya
vemos, de este cuadrado perfecto, de esta potencia sexta de la pareja
primordial: el 64 es, claro, el año de mi nacimiento— un interesante grabado que
podremos desplegar. En él se muestra un círculo torturado, rodeado de llamas
que también son cabellos y flecos, un interior confuso, con montañas,
explosiones, más hogueras, que son también plantas, que es también un mar. Nada
el círculo, que representa una esfera, en el Aetherum Spatium.
El
título nos informa: Schema Corporis
SOLARIS prout ab Auctore et P. Scheinero. Romae Anno 1634 observatum fuit.
La palabra SOLARIS aparece netamente
destacada en el título, hasta el punto que, observado sin mucha atención, se
diría que el padre Kircher nos ofrece, no ya una imagen tentativa de un Sol
fluido e ígneo, segun las observaciones
del Padre Scheiner, sino el mapa de un inconcebiblemente lejano y extraño
cuerpo sideral denominado Solaris.
El
grabado, como muchos otros de las obras de Kircher, es justamente famoso, y no
es raro verlo reproducido en diferentes lugares. Por ello sorprende más que, al
menos en lo que a mí me consta, nadie haya relacionado tal grabado con la
soberbia novela del polaco Stanislaw Lem Solaris,
de la que se deriva la no menos fabulosa película de Andréi Tarkovski.
Descubrí la imagen por casualidad cuando tanto el libro como la película habían ya entrado en mi panteón particular para ocupar los lugares de honor que en él les corresponden. He indagado con cierta dedicación, aunque limitado obviamente por mi desconocimiento del idioma polaco, el origen de la elección del nombre del planeta por parte de Lem y no parece que haya una conexión evidente. En cuanto a Kircher, lo he estudiado en el marco de la Historia de la Óptica —es autor de una gran obra titulada justamente Ars Magna Lucis et Umbrae— y me he perdido a ratos en su producción casi inagotable. No tengo, pues, ninguna prueba segura de que ese círculo en llamas estuviera en la cabeza de Lem cuando concibió el Océano solariano, pero me gusta creer que es así, y que Solaris es el último eslabón de una larga cadena de revelaciones que están destinadas sólo a los iniciados.
II.
Space Age Kid
En
cuanto a mí, no ostento otro honor para hacerme depositario de esta sabiduría
que la de haber sido un niño de la Era Espacial. Había cumplido cinco años
justo un mes antes y, por supuesto, no trasnoché para el magno evento, pero
supe a la mañana siguiente que el ser humano había pisado la Luna. Cuenta la
leyenda familiar —contaba, pues ya se han callado para siempre las bocas que
podrían enunciarla— que mi abuela paterna, al verme recién nacido exclamó que
yo sería el conquistador de la Luna. Crecí escuchando términos de infinita
sugerencia como Sputnik. Supe quiénes
fueron Yuri Gagarin, Valentina Tereshkova, Neil Armstrong, la perrita Laika.
Soñé una noche con el espacio —tendría quizás ocho años y en la tele me encantaba ver Viaje a las estrellas, que aún no se
llamaba en España Star Trek— y
recuerdo aún, más de cincuenta años después, la sensación de extraña paz
combinada con una fuerte conciencia de mi poderío mientras navegaba ingrávido
por una obscuridad primordial en la que, a lo lejos, se adivinaban las luces de
una nave espacial prometiendo una fiesta infinita.
Alguna
vez, cuando me ponía a pensar en mi futuro, cuando respondía a esa pregunta
recurrente de qué quieres ser de mayor
decía, en vez de futbolista, astronauta. Y sí, sí quise ser
astronauta, aún lo querría ser. Cuando fui creciendo empezó el tiempo de los
transbordadores espaciales, se multiplicaban los vuelos, hubo un español en el
programa espacial. Yo estudiaba Físicas. Cuando entré a la Facultad estaba
decidido a especializarme en Astrofísica, como nos pasaba a casi todos los
aprendices de físico entonces. Luego la Cuántica me cautivó y acabé haciendo
Física Fundamental, es decir, siendo, ay, un
teórico.
Me
descarté de la carrera espacial, me hubiera parecido irrisorio incluso a mí
mismo siquiera pensar en ello. Siempre fui torpe, miedoso, mi condición física
nunca fue la de un atleta. Era algo que no cabía ni formular. Dejé de mirar a
los cielos, ni siquiera aprendí propiamente a ser un astrónomo aficionado. Me
sumergí en las ecuaciones. Muchos años después conocí a Athanasius Kircher. Y
vi la película de Tarkovski. Y leí el libro de Lem. Y entonces me di cuenta de
que la cuestión, como dice uno de los personajes, no tiene tanto que ver con la
ciencia como con la conciencia. Pero estoy adelantando acontecimientos.
III.
Un videoclub en Ópera
Por
estos días de enero, en 2005, comencé a vivir solo por primera vez, unas
semanas después de la vuelta del viaje a Nápoles del que hablaba en la entrada
anterior. El apartamento era muy pequeño y obscuro, en el barrio madrileño de
Huertas. Era también la primera vez que vivía en el centro de la ciudad. Eso me
resultaba excitante, pero lo cierto es que los nueve meses que estuve allí —una gestación de lo que acabaría por
ser— fueron un tiempo muy difícil, en el que el duelo tenía que cumplirse en un
territorio que se reveló hostil.
Para
la mudanza compré bastantes cosas, porque no tenía ningún mueble y me faltaba
todo tipo de artículos de menaje: ya lo he dicho, nunca había vivido solo.
También compré un reproductor de DVDs, no tenía uno tampoco. Había sido, por
supuesto, un ávido consumidor de VHS, y disponía de decenas de cintas con
grabaciones de la tele, mi particular
y selecta videoteca. Aún andan por ahí la mayoría, arrumbadas en un trastero.
El magnetoscopio dejó de funcionar justo antes de confinamiento. Es una
historia interesante en sí misma, ya se la contaré.
Iba
cada semana a cenar con mis padres, a su casa de Aluche. Como aparcar era
básicamente imposible en mi nuevo barrio, movía el coche lo menos posible y
usaba el metro. No había buena combinación. Así que lo que hacía al volver era
bajarme a Empalme y viajar en la 5 a La Latina, para evitar transbordos. De La
Latina a mi casa había un paseíto, que me daba en esas noches frías del
invierno, lleno de zozobra, porque, a pesar de mi edad, me había convertido en
un absolute beginner de muchas cosas,
y la tristeza y el miedo siempre estaban disponibles, agazapados detrás del
frenesí de las nuevas aventuras.
A
veces no era La Latina. A veces, a la ida o a la vuelta, o en otras tardes o
noches de la semana —era repentinamente libre para organizar mi tiempo y me
gustaba el desorden y la improvisación, contra todo pronóstico— usaba la
estación siguiente, la de Ópera. Ópera ha sido siempre mi barrio favorito de
Madrid, y parece que nunca conseguiré vivir en él, a pesar de mis deseos. En
una de las callecitas de Ópera había un videoclub. Sí, existían los videoclubs
entonces, por supuesto. Yo era un consumidor habitual en esos lugares que
proporcionaban algo que hasta entonces era imposible de concebir: la posibilidad
de elegir qué película poner en la tele.
Había muchos videoclubs en Aluche, cerca de mi casa: con mi hermano vimos todas
las películas malas de terror
imaginables. En 2005 el clima iba cambiando, las cintas de VHS estaban en
retroceso, los DVDs, con mucha mayor calidad, con la posibilidad de varias
pistas de audio, con los extras, se
estaban imponiendo. Y empezaba a ser habitual el comprarse películas —yo también empecé a
hacerlo: algunos cientos de DVDs después aún no he parado. El videoclub de
Ópera era moderno y tenía muchos
DVDs. Algunos, incluso, de importación.
Uno de ellos era una edición rusa de Solaris
de Andréi Tarkovski.
IV.
Ya estás volando, Kelvin
Llevo
pensando desde que decidí escribir esta entrada, esta mañana, en la ducha,
donde cada sábado me suelo preguntar: entonces,
de qué escribo en el blog esta semana, si verdaderamente fue en ese DVD que
me llevé alquilado al apartamento de Huertas ese invierno de 2005 cuando vi por
primera vez Solaris. Creo que sí,
aunque no estoy completamente seguro. La he visto muchas veces, algunas en el
cine, en la Filmo, puede que una de
esas fuera anterior. Puede que la pasaran en algún Cine Club. No lo sé, en cualquier caso sí que sé que esa vez, en
ese 2005 obscuro, fue decisiva.
De
Lem sí sabía, sabía mucho, era uno de mis autores favoritos de ciencia-ficción —si
es que esa etiqueta le cuadra a la vasta y profunda obra del polaco. En los
tiempos de mi infancia y adolescencia espaciales
me había interesado en el género, había leído bastante ciencia-ficción. Cuando
iba entrando en la Física hasta el fondo me satisfacía la hard SciFi, llena de precisiones técnicas e insobornable en cuanto
al rigor científico. Pienso en Clarke, claro, a quien se le debe una parte del
que acaso fue mi primer verdadero éxtasis cinematográfico: 2001, de Kubrick. Asimov nunca me interesó, pero sí Bradbury, y
desde luego Aldiss. Toqué también algo a otros menos conocidos como Christopher
Priest. Sólo después de engancharme a
Blade Runner empecé con Philip K.
Dick, que es un autor de un calibre difícilmente igualable, y una personalidad
tan atrayente en sí misma que merecerá sin duda una entrada propia. No hablo
del mundo Lovecraft, que habité sin descanso a mis dieciséis, diecisiete,
dieciocho años, y por el que aún me doy un garbeo de vez en cuando.
Lem
fue de los últimos en llegar. Leí sus maravillosos Diarios de las estrellas y poco a poco fui entrando en su obra, que
recorrí casi entera. Curiosamente, no Solaris,
que me parecía menos atrayente por algún motivo. Solaris la leí sólo después de ver la película de Tarkovski en
aquel invierno, y justo después de verla. Luego he visto, ya lo he dicho,
muchas veces, la película, y me he releído al menos en un par de ocasiones el
libro de Lem. No sé si son credenciales suficientes como para reclamarme como
un experto en Solarística, pero me encantaría que fuera así.
V.
La Solarística se ha convertido en un
callejón sin salida
Mi
capítulo favorito, con mucho, del libro de Lem —al que vuelvo a menudo— es
aquel en el que el psicólogo Kris
Kelvin, recién llegado a la estación espacial solariana y tras el extraño
recibimiento de sus habitantes se encierra en la bien nutrida biblioteca de la
estación a repasar los textos principales de la Solarística, que se ocupan
sobre todo de las diversas hipótesis sobre la naturaleza del único habitante
del planeta, el misterioso Océano. La existencia de un doble sol —rojo, celeste—
condenaría a la larga a la destrucción de Solaris, imposibilitado de mantenerse
en una órbita estable. El que eso no ocurra parece deberse justamente a la
acción del Océano, que llena por completo la superficie del planeta, y en el
que una incesante actividad de transformación —autometamorfosis ontológica— tiene lugar, para perplejidad de los
observadores terrestres que llevan ya más de ocho décadas rondando por ahí.
Los
tomos de la biblioteca Solarística se extienden en la descripción de las
colosales e incomprensibles construcciones
del Océano, efímeras, eruptivas, de una complejidad geométrica casi
inconcebible, que emergen y desaparecen y que reciben nombres como mimoides, simetríadas, asimetríadas.
La posibilidad de que el Océano sea un organismo sentiente e incluso que esté
dotado de una inteligencia propia —evidentemente por completo disímil de la
humana— es algo en lo que los científicos no se han puesto de acuerdo, y la
Solarística parece ya una disciplina melancólica, en la que todo intento de
poner orden es vano.
El
Océano parece ignorar toda posibilidad de contacto, y en el momento en que Kelvin
es reclamado para definir qué está
pasando en la estación espacial la discusión es si emplear radiaciones de
alto poder de penetración para provocar
una respuesta. Es decir, la discusión es si los humanos haríamos lo que
siempre hacemos: destruir todo lo que
entra en contacto con nosotros. Aniquilar lo que no comprendemos.
VI.
Milagros crueles
La
abrumadora grandeza de mimoides, simetriadas y asimetriadas sólo nos retrotrae
al punto de partida: en el relato interminable, ubicuo, complicadísimo del
Océano, ¿somos siquiera una nota al pie de página? Y si no lo somos, ¿qué
somos, entonces?
La
desordenada nave está habitada por seres fantasmales. Unos son los tripulantes
supervivientes: Snaut, Sartorius. Gibarian ha acabado por suicidarse. Otros son
los visitantes. Aparentemente el
Océano nos los regala: encarnaciones
de extraña materialidad de personajes que ocupan nuestros sueños o representan
nuestras obsesiones. Así es como aparece, inopinadamente, Harey, la mujer de
Kelvin, que se suicidó muchos años atrás. Aparece tal como él la sueña, con una conciencia temblorosa de sí misma,
desamparada en un vacío existencial en el que Kelvin parece ser su único agarradero.
El
comercio con los révenants es siempre
complicado. Kelvin intenta deshacerse de ella. La envía al espacio exterior. Se
quema las manos y la cara con el fogonazo de la sonda especial al despegar.
Agotado, se duerme, sólo para descubrir a una nueva Harey a la mañana
siguiente. No la misma, otra, que el delivery fantasmal y metafísico del
océano súbitamente centrífugo le proporciona. Empieza, inevitablemente, a
amarla. A llenar con ella una nostalgia que no tiene fondo. Empieza a jugar al
juego peligroso del amor por los fantasmas. Todo eso no puede acabar bien. O
sí, quizás sí, de algún modo sí.
La
última frase del libro lo define a la perfección: No tenía ni idea, pero albergaba el firme convencimiento de que la
época de los milagros crueles estaba lejos de haber terminado. Son crueles
los milagros precisamente porque no deberían ser, porque subvierten un orden en
el que estamos asentados y donde hemos pactado una cuota de sufrimiento
aceptable. Esos regalos hacen que todo lo demás se desequilibre, que no sepamos
ya a qué atenernos, que todo se nos escurra definitivamente entre los dedos.
VII.
Una cajita metálica
Probablemente
la clave de bóveda de toda la discusión sea el determinar de un modo
incontrovertible qué cualifica a una entidad para ser considerada de un modo
aceptable como ser humano. No hablo del Océano, cuya extrañeza es tal que
impone como único acercamiento a él la teología
apofática. Hablo de las criaturas de nuestros sueños, de nuestros anhelos,
de nuestros deseos súbitamente
enarboladas por una fábrica de readymades
que no tiene empacho en penetrar en lo más recóndito de nuestra mente y nuestro
corazón para otorgarnos el milagro.
¿Amamos,
siquiera, otra cosa que esos simulacros, que arrojamos impunemente sobre el
cuerpo de otros seres sintientes, que
disfrazamos así con nuestras carencias, y a los que nos gustaría, si se
terciase, hasta darlos cuerda para
que repitan i love you, i love you,
especialmente en las noches de invierno de la gran ciudad, cuando la soledad es
literalmente cósmica y no hay ninguna nave espacial ataviada con las luces del
Paraíso eterno?
¿No
es, acaso, el Océano la metáfora perfecta de la melancolía, enredada en sus
circunloquios, ajena a un exterior que no puede ser sino dañino, afanándose en
la producción de esas criaturas? ¿No estará, así, el Océano compuesto no de no
se sabe qué substancias coloidales, sino de bilis negra?
En
la película de Tarkovski, Kelvin, en la
tarde de antes de su partida, en la casa de su padre —una partida para un
viaje tan largo que probablemente no le permita encontrar a ese padre en el
retorno—, utiliza una cajita metálica oblonga, como las que se usan para
guardar el material médico, los instrumentos quirúrgicos —hay una cajita así
también en Stalker, si mi memoria no
me engaña— para guardar tierra de esa
su heredad, que llevar al espacio, junto con la foto de su madre muerta. En esa
tierra acabará por florecer una planta. No es posible dejar de ser demiurgos,
no es posible dejar de cultivar dobles. No buscamos otros mundos, dice Snaut,
buscamos un espejo. Estamos tan solos siempre que sólo se nos ocurre
inventarnos de nuevo, repintarnos, esculpirnos con los besos, imaginarnos
dormidos en la almohada de al lado.
Ach, was hilfts.
VIII.
Ten cuidado con lo que sueñas
Como
hechicero, mis conjuros siempre han resultado fallidos. He sido, no obstante,
un maestro en el registro de esos
fracasos. Así, soy culpable del nefando pecado —lean a Borges en Tlön— de la reduplicación. El aprendiz
de brujo de Fantasia se encuentra de
repente con un ejército de escobas que trasladan desaforadamente decenas de
baldes. Cuando vi esa escena en el cine, muy niño, me aterró. Mis padres
tuvieron que calmar mi llanto, por mucho que fuera el ratón Mickey quien
intentaba gobernar ese pulular. Pero no soy capaz de evitarlo.
Los
golems requieren, es sabido, de una palabra mágica, quizás de cuatro letras,
para animarse. El mejor artesano
puede moldear la arcilla con precisión y producir un bello ejemplar de estatua.
Pero hay una efusión del espíritu que sólo corresponde al demiurgo. No es
posible no ser demiurgos. Todos lo somos. También yo tengo hermanos
solarísticos, también en algún lugar alguien me ha pensado y ha construido ese remedo desdichado que bebe el
oxígeno líquido. Porque la muerte no es una opción.
Hubo
un tiempo en que creí ser Kelvin, y soñé con el eterno retorno de Judy Barton.
Ahora sé que soy el Océano, y que mi descanso es imposible. A dream come true: si te invoco, ahí
estás. Y sin embargo...
IX.
La casa del padre
Por
el mismo precio, bien podría el Océano habernos proporcionado una invención de Morel en la que
inscribirnos de modo indoloro para una eternidad de soledad cósmica, en la que,
llegado el inesperable visitante, siempre nos encontraría en perfecto estado de
revista. Larga es la plenitud amorosa de las imágenes y los fantasmas, mucho
más larga que la de los seres humanos. Así, sería el habitar el que nos apaciguaría, y las imágenes narcóticas del
principio de la película nos mecerían en una calma tan duramente peleada. Al
lado, la visitante duerme abrazada a
nuestro cuerpo glorioso en ese cielo breve y definitivo como la eternidad.
Cuando
el Océano lee el encefalograma de Kelvin, que le ha sido enviado en pulsos
eléctricos, comprende y empieza a producir islas. En una de ellas está la casa del padre. Llueve en su
interior, porque estamos en el reino de los muertos. Allí desemboca el río de Kelvin, que acaba la película abrazado a las
rodillas del padre. Ese regreso es, de un modo prodigioso, el bello naufragar que tanto perseguimos.
y
X. Loving the Alien
No
hay playa en Solaris, esa playa donde estuvimos juntos en nuestro sueño mejor
escrito. El Océano es la función de onda
que inventamos en esas tardes de la Mecánica Cuántica, cuando el estar o no en
otra galaxia era irrelevante, porque todo pesaba demasiado. Harey ha muerto ya
demasiadas veces, y la resurrección es un negocio ruinoso, porque sólo conduce
a un nuevo y fatigoso re-enactment.
Las criaturas prodigiosas que fuimos siguen levitando en el paisaje nevado de
Brueghel y nosotros no hacemos otra cosa que deambular por el pasillo circular
de la estación espacial, sin mirar por las ventanas, levemente levógiros.
Bibi
Andersson, Alma, podía haber
interpretado a Harey, Tarkovski lo estuvo considerando. Se hubiera puesto sobre
los hombros ese chal de lana que reaparece a cada nacimiento. Nos habría
abrazado por detrás. Natasha McElhone nos mira con sus ojos verdes. Estamos en
la tarde de antes: mañana partimos a
un viaje muy largo. Llevamos una cajita con tierra, llevamos la Tierra con
nosotros. El tiempo de los milagros crueles no termina nunca.
Mira:
en el horizonte, un nuevo mimoide empieza a crecer. No me importa ya quién es
el visitante de quién, ni cuántas veces hemos resucitado. Dame tu mano: el sol
rojo empieza a ponerse. Pero el celeste no se apaga nunca.
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