domingo, 7 de enero de 2024

Los vivos


Better pass boldly into that other world, in the full glory of some passion, than fade and wither dismally with age.

JAMES JOYCE, The Dead

 

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James Joyce sitúa —si bien no de manera explícita— la acción del relato The Dead —habitualmente traducido como Los muertos—, que cierra su ciclo Dublineses, el día de la Fiesta de la Epifanía —también llamada en inglés Twelfth night, como en la obra de Shakespeare— de 1904. Aunque el calendario católico opera por igual en España e Irlanda —y también en Italia, igualmente importante para nuestra historia, como veremos— y es por tanto correcto referirnos a la festividad que se celebra de manera solemne el día 6 de enero como a la Epifanía del Señor, lo cierto es que en nuestra cultura esa fecha viene asociada de manera inevitable a los Reyes Magos, la otra cara de esa moneda —es justamente ese reconocimiento de los Magos venidos de las tres partes del mundo el que constituye la manifestación de la divinidad del Niño Dios— y a la larga tradición de la entrega de regalos, supuestamente provinientes de Oriente, que forma parte de nuestra infancia en tanto que niños y niñas nacidos en España.

En la Epifanía de ese año, es decir, el 6 de enero de 1904, las hermanas Morkan, dos solteronas relacionadas con el ambiente musical de Dublín, y su sobrina Mary Jane, organista y profesora de piano, organizan, como cada año, una cena, a la que asisten diversos amigos de la familia, las discípulas de Mary Jane y el sobrino favorito de las dos hermanas, Gabriel Conroy, acompañado de su esposa, Gretta. A lo largo del relato parece no ocurrir gran cosa, pero el final desvela que, subterráneamente, tras los ojos que a veces se quedan momentáneamente perdidos, o bien dentro de los corazones, otras cosas están pasando, hay ausencias que son tanto más presentes justamente en cuanto que son lejanas e inalcanzables, y hay un extraño equilibrio entre los vivos y los muertos que pasará desapercibido por lo general, pero que ciertos acontecimientos, algunas conversaciones, un poema, una melodía, pueden poner de manifiesto, como una epifanía.

Si aceptamos esa fecha como la de un acontecimiento real —no lo es, claro, porque hablamos de un relato, si bien uno que contiene un buen número de elementos autobiográficos de Joyce— nos encontraremos en una extraña encrucijada cronológica. Ayer —esta entrada iba a escribirse ayer, pero al final no fue posible— era la fiesta de la Epifanía de 2024. Así, 120 años separan ese momento de la recepción dublinesa del hoy en el que, seguramente, habrá habido comidas familiares y apertura de envoltorios. 120 años no es un número especialmente celebratorio, aunque no deja de ser redondo. Pero se da una circunstancia que a mí sí me atañe especialmente. Yo he nacido en 1964 —es verdad que en el solsticio de verano, no en la fiesta de Reyes—, así pues, el año de mi nacimiento marca una especie de bisectriz perfecta en el siglo y un quinto que han pasado desde esa fantasmal cena. O, dicho de otro modo —y cuando se dice así suena sorprendente, y también pavoroso—, hay la misma distancia entre ese Dublín aún tan decimonónico, en el que la música se interpreta en vivo porque aún no se ha popularizado el gramófono y donde no hay una sola sala de cine todavía y el 1964 de los veinticinco años de paz —¡ay!— y el desarrollismo montado en su seiscientos, que la que hay entre esa cumbre del baby boom y el momento actual. Porque, sí, claro, este 2024 es el año que cumplo sesenta. Y estoy tan lejos de mi nacimiento como mi nacimiento estaba de la acción de Los muertos.

La primera vez que jugué a ese juego tan perverso —lo inventé ahí, no sé para qué ni cómo, y a lo mejor nadie lo había inventado antes— fue justamente cuando cumplí 50 años, es decir, en 2014. Ahí me di cuenta que extendiendo mi edad a mi anterioridad, a esa otra nada antes del paréntesis que abre —pienso, claro, en el Speak, memory de Nabokov—, llegaba a 1914, al año del comienzo de la Gran Guerra. Ese comienzo estaba tan cerca, o tan lejos, de mis primeros vagidos, como mi cincuenta cumpleaños estaba tan lejos, o tan cerca, de mi nacimiento. Entre mi vida y su reflejo en la obsidiana de mi no existencia se componía un siglo, bien redondo. El escalofrío, claro, estaba garantizado. Pero la tembladera aumenta cuando uno se da cuenta de que cada año que avanza retrocede un año ese otro punto focal, esa imagen especular. Cuando doblo la página de mi ejecutoria vital por el vértice de mi venida al mundo, el día de ayer se toca con el día en que la tía Julia Morkan estaba nerviosa porque su sobrino Gabriel no llegaba y en cualquier momento aparecería Freddy Malins, seguramente borracho.

Pero resulta que además, justamente, 1914 es la fecha de la publicación de Dubliners, publicación que se hizo de rogar, porque en 1905 ya estaban concluidos todos los relatos salvo precisamente The dead, el número... catorce. De hecho, Joyce, según confiesa a su hermano y benefactor Stanislaus, considera necesario este añadido para compensar de alguna manera el tono bastante negativo de los anteriores en lo que se refiere a Dublín en particular y a Irlanda en general. Este colofón quería ser un homenaje y un reconocimiento a una de las virtudes irlandesas: la hospitalidad. Así, de esa publicación a mi nacimiento —mes arriba, mes abajo— pasan sólo cincuenta años y yo soy tan contemporáneo de Joyce como lo soy del pequeño Agus, entonces aún incapaz siquiera de pronunciar su propio nombre.

Por lo tanto, en 2014 se celebró el centenario de Dublineses. ¿Qué hice yo en 2014 además de cumplir cincuenta años? Pues viajé a Trieste. Era mi segundo viaje, desde aquel inaugural de enero de 2012, por el centenario de la voz del ángel, donde arranca realmente todo. Volvía a Trieste con la intención de escribir una novela. La novela acabó escribiéndose, ya lo saben, y Trieste entró definitivamente en mi mitología personal y se situó en un lugar de honor.

Fue en Trieste donde Joyce escribió Los muertos. La idea la tuvo en Roma algunos meses antes. Hay elementos que conectan, como ya he dicho, con vivencias personales de Joyce, y de hecho la historia del joven muerto tiene un correlato en un suceso equivalente vivido por su pareja, Nora Barnacle, con la que se había escapado al continente. La redacción tuvo lugar en los años 1906 y 1907. Es en septiembre de 1907 cuando pone el punto y final.

 

-2-

No era consciente, lo prometo, de esas numerologías hasta ayer. Iba a escribir una entrada sobre Los muertos, sí, pero más bien centrada en la película de Huston —lo voy a seguir haciendo: es esta entrada—, pero es inevitable que me ponga a jugar con fechas, conexiones, simbologías... No les concedo significado real alguno, pero me gustan estéticamente, me parece un juego divertido. Si sigo seguro que encuentro algunas más, pero lo cierto es que no me hace falta, porque ya de por sí mi vínculo con el relato de Joyce es muy fuerte.

Demos otro salto por la cronología. Estamos en 1981, estoy terminando el BUP, tengo dieciséis años. Siempre se me han dado bien los idiomas, cosa que no dejo de agradecer cada día a los dioses, que asumo igualmente políglotas. En la clase de Inglés mi nivel, adquirido básicamente por mi cuenta, leyendo todo lo que se me ocurría, incluido Shakespeare, y escuchando las letras de las canciones que me gustaban entonces, y que aún puedo clavar en un karaoke si la cosa se tercia —cosas del almacenamiento en el disco duro de la memoria—, es más alto que el del promedio de mis compañeros. La profesora me dice que vaya un poco por libre mientras por enésima vez comienza con el iamyouareheis y me pongo a leer relatos en inglés de autores muy relevantes. No recuerdo, y no me gusta cuando no recuerdo algún detalle, si fue ella la que me recomendó el libro o si lo había comprado yo ya anteriormente —tenía más libros en inglés ya por entonces—, acaso en la librería Booksellers que había en José Abascal, que visitaba asiduamente. El caso es que empecé a recorrer el Penguin Book of English Short Stories y su nómina de grandes nombres de la literatura en lengua inglesa —Dickens, Conrad, Kipling, Wells, Joyce, Woolf, Mansfield, etc., etc. Para entonces, me parece, ya andaba yo trasteando con el Ulises en la traducción castellana de José María Valverde y probablemente me había empezado a leer el Retrato del artista adolescente, siempre en castellano. Así que, de entre los relatos de la antología, decidí empezar por Joyce y me lancé a leer The Dead.

A pesar de todo, mi nivel de inglés no era, claro, tan bueno, y hay dentro del libro, aún, hojitas de papel con vocabulario —en este caso de otro cuento, el Kew Gardens de Virginia Woolf—, pero lo cierto es que leí el relato, lo anoté, lo resumí para mi clase de Inglés y se me quedó grabado en la memoria como si fuera una canción de The Wall de Pink Floyd, que escuchaba obsesivamente entonces.

No puedo ya saber, realmente, cuánto me impresionó esa historia —unas capas de la memoria se superponen a otras, como en los estratos arqueológicos, y todo revisitar es también un quedarse aquí—, porque es una historia que habla justamente del paso del tiempo, de la pervivencia —oblicua, obscura— de los muertos del pasado, y yo aún tenía todo por escribir de mi propia historia, yo aún tenía más o menos la edad del muerto, Michael Furey, que se extinguió cuando apenas tenía diecisiete años, tras una imprudente manifestación de su amor por Gretta, cantando, bajo la lluvia, él, un enfermo de tuberculosis. Ay, y en esa música vive aún y Gretta bien que lo reconoce cuando vuelve a escucharla. Queda la música, cantaba Aute, y yo con él, por esos años también.

 

-3-

Cuando estudiaba la carrera de Físicas en la Complutense era bastante frecuente que volviera andando desde la Facultad a Moncloa, y a veces el paseo se prolongaba a Plaza de España, donde cogía el suburbano hasta mi barrio, Aluche. Por esos años —justo antes y justo después de mi veintena, ya que estamos recorriendo las décadas— empecé a hacer profesión de fe cinéfila y me impuse —el vocablo es el apropiado— la obligación de ver cuanta película buena —sería largo de contar qué entendía yo por buena en ese entonces, pero desde luego no hubiera estado alejado de los estándares más exigentes del gafapastismo— se exhibiera en Madrid, incluso si había que ir a buscarla a la Filmo —que no estaba en el Doré entonces—  o a cinestudios un poco ruinosos. Así, muchos de esos paseos míos —hablo del año 83, del año 84— acababan en el templo de todos los templos de las películas en V.O.S., el Alphaville. Tardaría demasiado en contar las películas decisivas para mí —acompañadas de más o menos morralla intelectualoide que mis juveniles tragaderas deglutieron— que vi en esas salas por esos años. Bastarán, creo, dos: Paris, Texas y Der Himmer über Berlin. Wenders y yo tenemos, sí, nuestra historia. Otro día se la cuento.

Pues fue ahí, en el Alphaville donde se estrenó la película de John Huston que aquí se tituló, de manera un poco absurda Dublineses (Los muertos). Ya conocía a Huston, claro, acaso el director cuya lista de películas es más apabullante, desde el debut (!) de The Maltese Falcon. Era un director de grandes públicos: no sé, no mucho antes yo había visto a Pelé —¡y a Sylvester Stallone!— en Evasión o victoria, que es suya, en el Avenida o en cualquiera de esos grandes cines de la Gran Vía. Así, la aparición en una de esas pequeñas salas de la versión original subtitulada de una película de Huston era, como mínimo, reseñable, sobre todo por comparación con el otro resto de films que encontraban allí su acomodo. De algún modo, ya anticipaba que no era, claro, Evasión o victoria, o El hombre que pudo reinar. Era otra cosa, algo más pequeño, más íntimo, más delicado. Algo, literalmente, incomparable.

Así pues, yo vi The Dead, de John Huston, de estreno, en el tristemente desaparecido Alphaville, en 1988, probablemente en abril, y la vi conociendo perfectamente el relato de Joyce. Quizá por eso entré en ella de aquel modo y me quedé de alguna manera a vivir en ella, hasta hoy. Me sigue pareciendo —y la he vuelto a ver por enésima vez hace dos días— una película milagrosa, un prodigio de elegancia y contención, la manifestación bellísima de una melancolía que no sólo es compatible con la alegría, sino que es casi su condición de partida. Me reconozco mucho en la película, como me reconozco mucho en la historia. Cuando, en la habitación del hotel, Gabriel mira la nieve mientras su esposa duerme, tras haberle contado su malogrado amor de adolescencia, soy a la vez ella, que duerme, él, que se lamenta de no haber sido capaz de suscitar en su mujer un amor así, ni de haberlo experimentado él mismo y el muerto Michael Furey, que salta del lecho y se va a lanzar chinitas a la ventana de su amada, que va a dejar al día siguiente Galway para ir a la capital, y a la que ya no volverá a ver.

Hay algo mágico en la puesta de escena de Huston, algo increíble si tenemos en cuenta que dirigió la película en silla de ruedas, muriéndose de enfisema pulmonar, hasta el punto de que la película es propiamente póstuma, ya que tuvo su première en la Mostra de Venecia —Venecia: al otro lado está Trieste— el 3 de septiembre de 1987 y Huston había muerto el 28 de agosto —el 28 de agosto es San Agustín— anterior. Un testamento, pues, inevitablemente, la película de un muerto.

 

-4-

Una parte fundamental de mi educación cinematográfica, en un tiempo en el que aún no había, ya no Internet o DVDs, sino ni siquiera VHS, correspondía, como no podía ser de otro modo, a la televisión. Entonces sólo existía una, TVE, con un canal y medio (“el UHF”, que luego sería La 2, sólo emitía por la tarde-noche) y, a pesar de eso, en aquellos años de mi adolescencia juro haber podido ver más cine del bueno —ya me entienden— del que ahora, a lo mejor, se podría ver sumando todos los canales de Movistar y todas las plataformas, si exceptuamos la nunca suficientemente ponderada Filmin. El programa cinéfilo por excelencia era Cine Club, en la segunda cadena, y allí podían verse ciclos de autores fundamentales, entre ellos Roberto Rossellini.

Aunque parezca mentira, si uno busca un poco por Internet, puede saber cuándo se exhibió Te querré siempre —un título que, de puro extraño e inadecuado, acaba por convertirse en mágico en sí mismo y que pretende nombrar una película que se llama Viaggio in Italia— en el Cine Club del UHF: 21 de febrero de 1985. Es seguro que la vi ahí, y creo que esa vez fue la primera. Vi algunas otras películas de Rossellini en ese ciclo, y de nuevo, marcaron su impronta en mi educación, ya no cinéfila, sino puramente sentimental: hablo todo el rato de cosas, obras, sucesos que me conformaron, por haber llegado justamente en esos años decisivos.

La película es realmente extraña. No parece contener en sí una historia, al menos narrada del modo tradicional —estamos hablando de una película de 1953, es anterior incluso a la Nouvelle Vague: algunos críticos la sitúan justamente como uno de los referentes del movimiento—: comienza de un modo tan abrupto como acaba, parecería de nuevo ese espacio entre dos paréntesis que es... la vida. Hay, si se quiere, una trama: una pareja inglesa de mediana edad —interpretada por dos grandes, George Sanders e Ingrid Bergman, que era entonces la pareja de Rossellini— viaja a Nápoles para hacerse cargo de la herencia de un tío de él, que recibe el revelador nombre de uncle Homer. Son gente acomodada, y su matrimonio está obviamente en una crisis profunda. Él se desinteresa por todo lo que ve, salvo algunas potenciales conquistas amorosas. Ella, sin embargo, intenta conocer los principales atractivos turísticos de la zona —y en ese sentido la película a veces parece un documental promocional de Nápoles y alrededores— y en sus diferentes visitas va encontrándose con lo extraño, lo numinoso, diríamos. Ese viaje supone realmente entonces un rito iniciático y transforma profundamente la relación.

En todo momento hay una continua presencia de la muerte, justamente en tanto que ausencia. Pero esa ausencia es resonante: la muerte y la vida se hacen eco la una de la otra. Hay una comunión de tono con el relato de Joyce, aunque la película partió en origen de la novela Duo de Colette. De hecho, Rossellini no oculta la relación: el matrimonio inglés se llama justamente Joyce. Y la reaparición de lo pasado, de lo nunca olvidado, de lo latente, de los muertos, es el gran tema.

La primera vez que la vi no fui, desde luego consciente, a pesar de ya conocer The Dead, pero luego, en algún otro de mis muchos visionados —ésta es otra de mis películas fetiche, porque es justamente otra película milagrosa— identifiqué perfectamente la alusión: en uno de los agrios parlamentos entre Alexander y Katherine Joyce, en la terraza de la villa de su tío Homero —¿no escribió Joyce el Ulysses?— ella le habla a él de un joven poeta muerto, con el que tenía una relación muy cercana, y al que añora por su delicadeza y por su dedicación a ella, fuertemente contrapuestas a la desidia de su marido. No es Michael Furey, pero la historia es la de Los muertos.

 

-5-

La escena más célebre de Viaggio in Italia —si descontamos la última, que no revelaré aquí— es la que transcurre en las excavaciones —en 1953 en plena actividad— de Pompeya. Hay mucha leyenda con esa escena, que se supone completamente improvisada —hubo realmente muchísima improvisación en la película, que poco menos que se fue escribiendo sobre la marcha, para desesperación de Sanders—, en la que el matrimonio inglés es invitado a contemplar el desentierro de dos cuerpos sepultados por la lava y la ceniza del Vesubio veinte siglos antes. Un uomo e una donna, dice el arqueólogo. Katherine, completamente destrozada por el fin de su matrimonio, rompe a llorar y tiene que marcharse de Pompeya.

Es una escena verdaderamente sobrecogedora y, por ejemplo, Almodóvar la evoca en Los abrazos rotos. Por algún motivo volví a ver Los abrazos rotos durante los días del confinamiento duro por el covid, y de ahí pasé una vez más a mi obsesión rosselliniana. Tengo anotaciones de esos días, me compré libros, sobre Viaggio in Italia y también sobre The dead de Huston, conseguí artículos en la Red, investigué, que es lo que me sale hacer por pura deformación profesional. Parte de lo averiguado está aquí, en esta entrada. Es la parte fácil de escribir, porque se trata de datos, más o menos objetivos. Pero lo que quiero decir es otra cosa, lo que quiero es transmitir la emoción, diría incluso que la sorpresa de que en mi vida se vayan encadenando esas resonancias, que mi historia se pueda contar a partir de una serie de objetos culturales con los que de algún modo sintonizo.

Es así como trato de conocerme, siguiendo el mandato de la Pitia —Katherine visita el antro de la Sibila, pero no se atreve a hacerle ninguna pregunta—, porque yo mismo no sé por qué me ocurren estas cosas. Así, estos textos son a la vez inútiles e inevitables. Lo sé hace tiempo y hace tiempo que el pacto consiste en lo siguiente: escribir con rigor lo que puede ser escrito, tratar de escribir lo que no puede ser escrito, aceptar con deportividad y hasta alegría el fracaso, conformarse, finalmente, con poder transmitir, siquiera, emoción.

 

-6.-

He estado dos veces en Nápoles. La primera fue por ocio, en diciembre de 2004. La noche del mismo día que llegamos había ocurrido el brutal tsunami del Índico. Recuerdo cómo veíamos las noticias en la televisión del hotel, aterrados por la magnitud del desastre, por el número de muertos. Estábamos al final de una relación muy larga, como Alexander y Katherine. Visitamos Pompeya, un día gris, lluvioso. Nos impresionó. En algún momento, seguramente, debí evocar la película de Rossellini, pero no tengo constancia de ello. Era muy real para mí entonces.

2004: cien años exactos antes, unos cuantos amigos y familiares se reunieron en la casa de las hermanas Morkan para celebrar la Epifanía.

Volví a Nápoles en 2007, para asistir a un congreso sobre sensores de fibra óptica, mi tema de investigación durante décadas, junto con otros compañeros de mi grupo. Era verano, los primeros días de julio. Ellos fueron a visitar Pompeya, con un calor completamente asfixiante. Yo no fui. Aunque en ese momento aún no se sabía, esos días también había terminado algo. Algo que apenas había empezado unas semanas antes. Eran tiempos extraños.

2007: cien años exactos antes Joyce terminaba The Dead en Trieste. Siete años después yo fui a Trieste a intentar escribir una novela que hablaba, de algún modo, de cosas parecidas.

We are the dead, repiten los personajes de Orwell en 1984. Impresionado por la lectura de esa obra David Bowie incluyó algunas canciones en su elepé Diamond Dogs, una de ellas justamente con ese título. Now I’m hoping someone will care.

 

-y 7.-

Esta semana, cuando me puse a decidir sobre qué iba a escribir para el blog —intento escribir, ya lo saben, una entrada por semana— empecé a pensar en algo sobre la fotografía de fantasmas. Entonces, por casualidad, en TCM vi un documental sobre John Huston, que repasaba su vida y su filmografía y que concluía, claro, con su película póstuma. A partir de ahí, el deseo de revisarla fue irrefrenable. También volví a ver Viaggio in Italia, a releer todo el material. Iba a escribir ayer la historia: era el día apropiado. Al final la he escrito hoy: ayer no era finalmente el día apropiado, la inspiración no puede programarse con tal precisión. Cuando me he sentado a escribir, hace un par de horas, tenía claro lo que iba a contar en cuanto a lo que se puede contar. No sabía muy bien qué iba a contar de lo que no se sabe cómo. Sospecho que al final, como siempre, todo es inútil e inevitable, todo es un fracaso que esplende en su éxito.

Supongo que, en última instancia, lo que sostiene todo es el hecho de que justamente nuestros muertos somos nosotros mismos, el hecho de que convivimos con nuestros simulacros, con la memorias de quienes llevan nuestros nombres sin ser nosotros ya o no siéndolo todavía, el hecho, en definitiva, de que es precisamente la ausencia la que nos acompaña del modo más íntimo.

Tengo que escribir estas cosas, sobre todo, para mí, porque puede que se me olviden, porque pueden ser sepultadas por lava y ceniza, por nieve que cae blandamente por todas las regiones de Irlanda, y porque es preciso saber que hay melodías, hay sonrisas, hay paisajes, hay poemas, hay nombres, hay historias, hay momentos, hay viajes que se conservarán intactos pase lo que pase —y todo pasa— y lo que nosotros somos justamente es eso: los muertos. Es decir, que lo que nosotros somos es, ahora, gloriosamente ahora, los vivos.

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