Better
pass boldly into that other world, in the full glory of some passion, than fade
and wither dismally with age.
JAMES JOYCE, The Dead
-1-
James
Joyce sitúa —si bien no de manera explícita— la acción del relato The Dead —habitualmente traducido como Los muertos—, que cierra su ciclo Dublineses, el día de la Fiesta de la
Epifanía —también llamada en inglés Twelfth
night, como en la obra de Shakespeare— de 1904. Aunque el calendario
católico opera por igual en España e Irlanda —y también en Italia, igualmente
importante para nuestra historia, como veremos— y es por tanto correcto referirnos
a la festividad que se celebra de manera solemne el día 6 de enero como a la
Epifanía del Señor, lo cierto es que en nuestra cultura esa fecha viene
asociada de manera inevitable a los Reyes Magos, la otra cara de esa moneda —es
justamente ese reconocimiento de los Magos venidos de las tres partes del mundo
el que constituye la manifestación de
la divinidad del Niño Dios— y a la larga tradición de la entrega de regalos,
supuestamente provinientes de Oriente, que forma parte de nuestra infancia en
tanto que niños y niñas nacidos en España.
En
la Epifanía de ese año, es decir, el 6 de enero de 1904, las hermanas Morkan,
dos solteronas relacionadas con el ambiente musical de Dublín, y su sobrina
Mary Jane, organista y profesora de piano, organizan, como cada año, una cena,
a la que asisten diversos amigos de la familia, las discípulas de Mary Jane y
el sobrino favorito de las dos hermanas, Gabriel Conroy, acompañado de su
esposa, Gretta. A lo largo del relato parece no ocurrir gran cosa, pero el
final desvela que, subterráneamente, tras los ojos que a veces se quedan
momentáneamente perdidos, o bien dentro de los corazones, otras cosas están pasando, hay ausencias
que son tanto más presentes justamente en cuanto que son lejanas e
inalcanzables, y hay un extraño equilibrio entre los vivos y los muertos que
pasará desapercibido por lo general, pero que ciertos acontecimientos, algunas
conversaciones, un poema, una melodía, pueden poner de manifiesto, como una epifanía.
Si
aceptamos esa fecha como la de un acontecimiento real —no lo es, claro, porque
hablamos de un relato, si bien uno que contiene un buen número de elementos
autobiográficos de Joyce— nos encontraremos en una extraña encrucijada
cronológica. Ayer —esta entrada iba a escribirse ayer, pero al final no fue
posible— era la fiesta de la Epifanía de 2024. Así, 120 años separan ese
momento de la recepción dublinesa del hoy en el que, seguramente, habrá habido
comidas familiares y apertura de envoltorios. 120 años no es un número
especialmente celebratorio, aunque no deja de ser redondo. Pero se da una
circunstancia que a mí sí me atañe especialmente. Yo he nacido en 1964 —es
verdad que en el solsticio de verano, no en la fiesta de Reyes—, así pues, el
año de mi nacimiento marca una especie de bisectriz perfecta en el siglo y un
quinto que han pasado desde esa fantasmal cena. O, dicho de otro modo —y cuando
se dice así suena sorprendente, y también pavoroso—, hay la misma distancia entre ese Dublín aún tan
decimonónico, en el que la música se interpreta en vivo porque aún no se ha
popularizado el gramófono y donde no hay una sola sala de cine todavía y el
1964 de los veinticinco años de paz —¡ay!—
y el desarrollismo montado en su seiscientos, que la que hay entre esa cumbre
del baby boom y el momento actual.
Porque, sí, claro, este 2024 es el año que cumplo sesenta. Y estoy tan lejos de
mi nacimiento como mi nacimiento estaba de la acción de Los muertos.
La
primera vez que jugué a ese juego tan perverso —lo inventé ahí, no sé para qué
ni cómo, y a lo mejor nadie lo había inventado antes— fue justamente cuando
cumplí 50 años, es decir, en 2014. Ahí me di cuenta que extendiendo mi edad a
mi anterioridad, a esa otra nada
antes del paréntesis que abre —pienso, claro, en el Speak, memory de Nabokov—, llegaba a 1914, al año del comienzo de
la Gran Guerra. Ese comienzo estaba tan cerca, o tan lejos, de mis primeros vagidos,
como mi cincuenta cumpleaños estaba tan lejos, o tan cerca, de mi nacimiento.
Entre mi vida y su reflejo en la obsidiana de mi no existencia se componía un
siglo, bien redondo. El escalofrío, claro, estaba garantizado. Pero la
tembladera aumenta cuando uno se da cuenta de que cada año que avanza retrocede
un año ese otro punto focal, esa imagen especular. Cuando doblo la página de mi
ejecutoria vital por el vértice de mi venida al mundo, el día de ayer se toca
con el día en que la tía Julia Morkan estaba nerviosa porque su sobrino Gabriel
no llegaba y en cualquier momento aparecería Freddy Malins, seguramente
borracho.
Pero
resulta que además, justamente, 1914 es la fecha de la publicación de Dubliners,
publicación que se hizo de rogar, porque en 1905 ya estaban concluidos todos
los relatos salvo precisamente The dead,
el número... catorce. De hecho, Joyce, según confiesa a su hermano y benefactor
Stanislaus, considera necesario este añadido para compensar de alguna manera el
tono bastante negativo de los anteriores en lo que se refiere a Dublín en
particular y a Irlanda en general. Este colofón quería ser un homenaje y
un reconocimiento a una de las virtudes irlandesas: la hospitalidad. Así, de esa publicación a mi nacimiento —mes arriba,
mes abajo— pasan sólo cincuenta años
y yo soy tan contemporáneo de Joyce como lo soy del pequeño Agus, entonces aún
incapaz siquiera de pronunciar su propio nombre.
Por
lo tanto, en 2014 se celebró el centenario de Dublineses. ¿Qué hice yo en 2014 además de cumplir cincuenta años?
Pues viajé a Trieste. Era mi segundo viaje, desde aquel inaugural de enero de
2012, por el centenario de la voz del ángel, donde arranca realmente todo.
Volvía a Trieste con la intención de escribir una novela. La novela acabó
escribiéndose, ya lo saben, y Trieste entró definitivamente en mi mitología
personal y se situó en un lugar de honor.
Fue
en Trieste donde Joyce escribió Los muertos. La idea la tuvo en Roma
algunos meses antes. Hay elementos que conectan, como ya he dicho, con vivencias
personales de Joyce, y de hecho la historia del joven muerto tiene un correlato
en un suceso equivalente vivido por su pareja, Nora Barnacle, con la que se
había escapado al continente. La
redacción tuvo lugar en los años 1906 y 1907. Es en septiembre de 1907 cuando
pone el punto y final.
-2-
No
era consciente, lo prometo, de esas numerologías hasta ayer. Iba a escribir una
entrada sobre Los muertos, sí, pero
más bien centrada en la película de Huston —lo voy a seguir haciendo: es esta entrada—, pero es inevitable que me
ponga a jugar con fechas, conexiones, simbologías... No les concedo significado
real alguno, pero me gustan estéticamente, me parece un juego divertido. Si
sigo seguro que encuentro algunas más, pero lo cierto es que no me hace falta,
porque ya de por sí mi vínculo con el relato de Joyce es muy fuerte.
Demos
otro salto por la cronología. Estamos en 1981, estoy terminando el BUP, tengo
dieciséis años. Siempre se me han dado bien los idiomas, cosa que no dejo de
agradecer cada día a los dioses, que asumo igualmente políglotas. En la clase
de Inglés mi nivel, adquirido básicamente por mi cuenta, leyendo todo lo que se
me ocurría, incluido Shakespeare, y escuchando las letras de las canciones que
me gustaban entonces, y que aún puedo clavar
en un karaoke si la cosa se tercia —cosas del almacenamiento en el disco duro
de la memoria—, es más alto que el del promedio de mis compañeros. La profesora
me dice que vaya un poco por libre mientras por enésima vez comienza con el iamyouareheis y me pongo a leer relatos
en inglés de autores muy relevantes. No recuerdo, y no me gusta cuando no
recuerdo algún detalle, si fue ella la que me recomendó el libro o si lo había
comprado yo ya anteriormente —tenía más libros en inglés ya por entonces—,
acaso en la librería Booksellers que había en José Abascal, que visitaba
asiduamente. El caso es que empecé a recorrer el Penguin Book of English Short Stories y su nómina de grandes
nombres de la literatura en lengua inglesa —Dickens, Conrad, Kipling, Wells,
Joyce, Woolf, Mansfield, etc., etc. Para entonces, me parece, ya andaba yo
trasteando con el Ulises en la traducción
castellana de José María Valverde y probablemente me había empezado a leer el Retrato del artista adolescente, siempre
en castellano. Así que, de entre los relatos de la antología, decidí empezar
por Joyce y me lancé a leer The Dead.
A
pesar de todo, mi nivel de inglés no era, claro, tan bueno, y hay dentro del
libro, aún, hojitas de papel con vocabulario —en este caso de otro cuento, el Kew Gardens de Virginia Woolf—, pero lo
cierto es que leí el relato, lo anoté, lo resumí para mi clase de Inglés y se
me quedó grabado en la memoria como si fuera una canción de The Wall de Pink Floyd, que escuchaba obsesivamente
entonces.
No
puedo ya saber, realmente, cuánto me impresionó esa historia —unas capas de la
memoria se superponen a otras, como en los estratos arqueológicos, y todo
revisitar es también un quedarse aquí—, porque es una historia que habla
justamente del paso del tiempo, de la pervivencia —oblicua, obscura— de los
muertos del pasado, y yo aún tenía todo por escribir de mi propia historia, yo aún
tenía más o menos la edad del muerto,
Michael Furey, que se extinguió cuando apenas tenía diecisiete años, tras una
imprudente manifestación de su amor por Gretta, cantando, bajo la lluvia, él,
un enfermo de tuberculosis. Ay, y en esa música vive aún y Gretta bien que lo
reconoce cuando vuelve a escucharla. Queda
la música, cantaba Aute, y yo con él, por esos años también.
-3-
Cuando
estudiaba la carrera de Físicas en la Complutense era bastante frecuente que
volviera andando desde la Facultad a Moncloa, y a veces el paseo se prolongaba
a Plaza de España, donde cogía el
suburbano hasta mi barrio, Aluche. Por esos años —justo antes y justo
después de mi veintena, ya que
estamos recorriendo las décadas— empecé a hacer profesión de fe cinéfila y me impuse —el vocablo es el apropiado— la
obligación de ver cuanta película buena
—sería largo de contar qué entendía yo por buena
en ese entonces, pero desde luego no hubiera estado alejado de los estándares
más exigentes del gafapastismo— se exhibiera
en Madrid, incluso si había que ir a buscarla a la Filmo —que no estaba en el Doré entonces— o a cinestudios un poco ruinosos. Así, muchos
de esos paseos míos —hablo del año 83, del año 84— acababan en el templo de
todos los templos de las películas en
V.O.S., el Alphaville. Tardaría demasiado en contar las películas decisivas
para mí —acompañadas de más o menos morralla intelectualoide que mis juveniles
tragaderas deglutieron— que vi en esas salas por esos años. Bastarán, creo,
dos: Paris, Texas y Der Himmer über Berlin. Wenders y yo
tenemos, sí, nuestra historia. Otro día se la cuento.
Pues
fue ahí, en el Alphaville donde se
estrenó la película de John Huston que aquí se tituló, de manera un poco
absurda Dublineses (Los muertos). Ya
conocía a Huston, claro, acaso el director cuya lista de películas es más
apabullante, desde el debut (!) de The
Maltese Falcon. Era un director de grandes públicos: no sé, no mucho antes
yo había visto a Pelé —¡y a Sylvester Stallone!— en Evasión o victoria, que es suya, en el Avenida o en cualquiera de
esos grandes cines de la Gran Vía. Así, la aparición en una de esas pequeñas
salas de la versión original subtitulada
de una película de Huston era, como mínimo, reseñable, sobre todo por
comparación con el otro resto de films
que encontraban allí su acomodo. De algún modo, ya anticipaba que no era,
claro, Evasión o victoria, o El hombre que pudo reinar. Era otra
cosa, algo más pequeño, más íntimo, más delicado. Algo, literalmente, incomparable.
Así
pues, yo vi The Dead, de John Huston,
de estreno, en el tristemente
desaparecido Alphaville, en 1988, probablemente en abril, y la vi conociendo
perfectamente el relato de Joyce. Quizá por eso entré en ella de aquel modo y me quedé de alguna manera a vivir en
ella, hasta hoy. Me sigue pareciendo —y la he vuelto a ver por enésima vez hace
dos días— una película milagrosa, un
prodigio de elegancia y contención, la manifestación bellísima de una
melancolía que no sólo es compatible con la alegría, sino que es casi su
condición de partida. Me reconozco mucho en la película, como me reconozco
mucho en la historia. Cuando, en la habitación del hotel, Gabriel mira la nieve
mientras su esposa duerme, tras haberle contado su malogrado amor de
adolescencia, soy a la vez ella, que duerme, él, que se lamenta de no haber
sido capaz de suscitar en su mujer un amor así, ni de haberlo experimentado él
mismo y el muerto Michael Furey, que
salta del lecho y se va a lanzar chinitas
a la ventana de su amada, que va a dejar al día siguiente Galway para ir a la
capital, y a la que ya no volverá a ver.
Hay
algo mágico en la puesta de escena de Huston, algo increíble si tenemos en
cuenta que dirigió la película en silla de ruedas, muriéndose de enfisema
pulmonar, hasta el punto de que la película es propiamente póstuma, ya que tuvo su première
en la Mostra de Venecia —Venecia: al otro lado está Trieste— el 3 de septiembre
de 1987 y Huston había muerto el 28 de agosto —el 28 de agosto es San Agustín—
anterior. Un testamento, pues,
inevitablemente, la película de un muerto.
-4-
Una
parte fundamental de mi educación cinematográfica, en un tiempo en el que aún
no había, ya no Internet o DVDs, sino ni siquiera VHS, correspondía, como no
podía ser de otro modo, a la televisión. Entonces sólo existía una, TVE, con un
canal y medio (“el UHF”, que luego sería La 2, sólo emitía por la tarde-noche)
y, a pesar de eso, en aquellos años de mi adolescencia juro haber podido ver
más cine del bueno —ya me entienden—
del que ahora, a lo mejor, se podría ver sumando todos los canales de Movistar
y todas las plataformas, si exceptuamos la nunca suficientemente ponderada
Filmin. El programa cinéfilo por excelencia era Cine Club, en la segunda
cadena, y allí podían verse ciclos de autores fundamentales, entre ellos
Roberto Rossellini.
Aunque
parezca mentira, si uno busca un poco por Internet, puede saber cuándo se
exhibió Te querré siempre —un título
que, de puro extraño e inadecuado, acaba por convertirse en mágico en sí mismo
y que pretende nombrar una película que se llama Viaggio in Italia— en el Cine
Club del UHF: 21 de febrero de 1985. Es seguro que la vi ahí, y creo que esa
vez fue la primera. Vi algunas otras películas de Rossellini en ese ciclo, y de
nuevo, marcaron su impronta en mi educación, ya no cinéfila, sino puramente sentimental: hablo todo el rato de
cosas, obras, sucesos que me conformaron,
por haber llegado justamente en esos años decisivos.
La
película es realmente extraña. No
parece contener en sí una historia,
al menos narrada del modo tradicional —estamos hablando de una película de
1953, es anterior incluso a la Nouvelle
Vague: algunos críticos la sitúan justamente como uno de los referentes del
movimiento—: comienza de un modo tan abrupto como acaba, parecería de nuevo ese
espacio entre dos paréntesis que
es... la vida. Hay, si se quiere, una trama: una pareja inglesa de mediana edad
—interpretada por dos grandes, George Sanders e Ingrid Bergman, que era
entonces la pareja de Rossellini— viaja a Nápoles para hacerse cargo de la
herencia de un tío de él, que recibe el revelador nombre de uncle Homer. Son gente acomodada, y su
matrimonio está obviamente en una crisis profunda. Él se desinteresa por todo
lo que ve, salvo algunas potenciales conquistas amorosas. Ella, sin embargo,
intenta conocer los principales atractivos turísticos de la zona —y en ese
sentido la película a veces parece un documental promocional de Nápoles y
alrededores— y en sus diferentes visitas va encontrándose con lo extraño, lo numinoso, diríamos. Ese
viaje supone realmente entonces un rito
iniciático y transforma profundamente la relación.
En
todo momento hay una continua presencia de la muerte, justamente en tanto que
ausencia. Pero esa ausencia es resonante:
la muerte y la vida se hacen eco la una de la otra. Hay una comunión de tono con el relato de Joyce, aunque
la película partió en origen de la novela Duo
de Colette. De hecho, Rossellini no oculta la relación: el matrimonio
inglés se llama justamente Joyce. Y la reaparición de lo pasado, de lo nunca
olvidado, de lo latente, de los muertos,
es el gran tema.
La
primera vez que la vi no fui, desde luego consciente, a pesar de ya conocer The Dead, pero luego, en algún otro de
mis muchos visionados —ésta es otra de mis películas fetiche, porque es
justamente otra película milagrosa—
identifiqué perfectamente la alusión: en uno de los agrios parlamentos entre Alexander
y Katherine Joyce, en la terraza de la villa
de su tío Homero —¿no escribió Joyce el Ulysses?—
ella le habla a él de un joven poeta muerto, con el que tenía una relación muy
cercana, y al que añora por su delicadeza y por su dedicación a ella, fuertemente
contrapuestas a la desidia de su marido. No es Michael Furey, pero la historia
es la de Los muertos.
-5-
La
escena más célebre de Viaggio in Italia
—si
descontamos la última, que no revelaré aquí— es la que transcurre en las
excavaciones —en 1953 en plena actividad— de Pompeya. Hay mucha leyenda con esa
escena, que se supone completamente improvisada —hubo realmente muchísima
improvisación en la película, que poco menos que se fue escribiendo sobre la
marcha, para desesperación de Sanders—, en la que el matrimonio inglés es
invitado a contemplar el desentierro de dos cuerpos sepultados por la lava y la
ceniza del Vesubio veinte siglos antes. Un
uomo e una donna, dice el arqueólogo. Katherine, completamente destrozada
por el fin de su matrimonio, rompe a llorar y tiene que marcharse de Pompeya.
Es
una escena verdaderamente sobrecogedora y, por ejemplo, Almodóvar la evoca en Los abrazos rotos. Por algún motivo volví a ver Los abrazos rotos durante los días del
confinamiento duro por el covid, y de
ahí pasé una vez más a mi obsesión rosselliniana. Tengo anotaciones de esos
días, me compré libros, sobre Viaggio in
Italia y también sobre The dead
de Huston, conseguí artículos en la Red, investigué,
que es lo que me sale hacer por pura deformación profesional. Parte de lo
averiguado está aquí, en esta entrada. Es la parte fácil de escribir, porque se
trata de datos, más o menos objetivos. Pero lo que quiero decir es otra cosa,
lo que quiero es transmitir la emoción, diría incluso que la sorpresa de que en mi vida se vayan
encadenando esas resonancias, que mi historia se pueda contar a partir de una
serie de objetos culturales con los
que de algún modo sintonizo.
Es
así como trato de conocerme, siguiendo
el mandato de la Pitia —Katherine visita el antro de la Sibila, pero no se
atreve a hacerle ninguna pregunta—, porque yo mismo no sé por qué me ocurren
estas cosas. Así, estos textos son a la vez inútiles
e inevitables. Lo sé hace tiempo y hace tiempo que el pacto consiste en lo
siguiente: escribir con rigor lo que puede ser escrito, tratar de escribir lo
que no puede ser escrito, aceptar con deportividad y hasta alegría el fracaso,
conformarse, finalmente, con poder transmitir, siquiera, emoción.
-6.-
He
estado dos veces en Nápoles. La primera fue por ocio, en diciembre de 2004. La
noche del mismo día que llegamos había ocurrido el brutal tsunami del Índico. Recuerdo cómo veíamos las noticias en la televisión
del hotel, aterrados por la magnitud del desastre, por el número de muertos.
Estábamos al final de una relación muy larga, como Alexander y Katherine.
Visitamos Pompeya, un día gris, lluvioso. Nos impresionó. En algún momento,
seguramente, debí evocar la película de Rossellini, pero no tengo constancia de
ello. Era muy real para mí entonces.
2004:
cien años exactos antes, unos cuantos amigos y familiares se reunieron en la
casa de las hermanas Morkan para celebrar la Epifanía.
Volví
a Nápoles en 2007, para asistir a un congreso sobre sensores de fibra óptica,
mi tema de investigación durante décadas, junto con otros compañeros de mi grupo. Era verano, los primeros días de julio. Ellos fueron a
visitar Pompeya, con un calor completamente asfixiante. Yo no fui. Aunque en
ese momento aún no se sabía, esos días también había terminado algo. Algo que
apenas había empezado unas semanas antes. Eran tiempos extraños.
2007:
cien años exactos antes Joyce terminaba The
Dead en Trieste. Siete años después
yo fui a Trieste a intentar escribir una novela que hablaba, de algún modo, de
cosas parecidas.
We are the dead,
repiten los personajes de Orwell en 1984.
Impresionado por la lectura de esa obra David Bowie incluyó algunas canciones
en su elepé Diamond Dogs, una de
ellas justamente con ese título. Now I’m
hoping someone will care.
-y 7.-
Esta
semana, cuando me puse a decidir sobre qué iba a escribir para el blog —intento
escribir, ya lo saben, una entrada por semana— empecé a pensar en algo sobre la
fotografía de fantasmas. Entonces, por casualidad, en TCM vi un documental
sobre John Huston, que repasaba su vida y su filmografía y que concluía, claro,
con su película póstuma. A partir de
ahí, el deseo de revisarla fue irrefrenable. También volví a ver Viaggio in Italia, a releer todo el
material. Iba a escribir ayer la historia: era el día apropiado. Al final la he
escrito hoy: ayer no era finalmente el
día apropiado, la inspiración no puede programarse con tal precisión.
Cuando me he sentado a escribir, hace un par de horas, tenía claro lo que iba a
contar en cuanto a lo que se puede contar.
No sabía muy bien qué iba a contar de lo que no se sabe cómo. Sospecho que al final, como siempre, todo es
inútil e inevitable, todo es un fracaso que esplende en su éxito.
Supongo
que, en última instancia, lo que sostiene todo es el hecho de que justamente nuestros muertos somos nosotros mismos,
el hecho de que convivimos con nuestros simulacros, con la memorias de quienes
llevan nuestros nombres sin ser nosotros ya o no siéndolo todavía, el hecho, en
definitiva, de que es precisamente la ausencia
la que nos acompaña del modo más íntimo.
Tengo que escribir estas cosas, sobre todo, para mí, porque puede que se me olviden, porque pueden ser sepultadas por lava y ceniza, por nieve que cae blandamente por todas las regiones de Irlanda, y porque es preciso saber que hay melodías, hay sonrisas, hay paisajes, hay poemas, hay nombres, hay historias, hay momentos, hay viajes que se conservarán intactos pase lo que pase —y todo pasa— y lo que nosotros somos justamente es eso: los muertos. Es decir, que lo que nosotros somos es, ahora, gloriosamente ahora, los vivos.
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