domingo, 31 de diciembre de 2023

Capodanno

Una felicitación

 

Due mondi — e io vengo dall’altro.

CRISTINA CAMPO

I.

La siempre finísima y certera Cristina Campo nos regaló un día (el primer día que se puso a escribir poesía en serio) este poema, uno de mis favoritos desde que lo leí, hace ya casi diez años.

Moriremo lontani. Sarà molto

se poserò la guancia nel tuo palmo

a Capodanno; se nel mio la traccia

contemplerai di un’altra migrazione.

Dell’anima ben poco

sapiamo. Berrà forse dai bacini

delle concave notti senza passi,

posera sotto aeree piantagioni

germinate dai sassi...

O signore e fratello! ma di noi

sopra una sola teca di cristallo

popoli studiosi scriveranno

forse, tra mille inverni:

“nessun vincolo univa questi morti

nella necropoli deserta”.

 


II.

No sé hasta qué punto puede traducirse un poema: seguramente no se pueda. Menos yo aún, que ni sé realmente italiano ni soy traductor (y habría que ver si soy poeta). Sin embargo, hace un tiempo, para una amiga, me animé a hacer esta traducción, bastante libre, que ahora comparto:

Moriremos lejos. Ya será mucho

apoyar mi mejilla en tu mano

en Fin de Año, o que en la mía contemples

la línea de otra migración.

Del alma bien poco

sabemos. Beberá acaso de las cuencas

de las cóncavas noches sin pasos,

se asentará en plantaciones aéreas

germinadas de  piedras...

¡Oh, señor y hermano! Pero de nosotros

sobre una urna de vidrio

pueblos estudiosos escribirán,

tal vez, tras mil inviernos

“ningún vínculo unía a estos muertos

en la desierta necrópolis”.

 

III.

Lontani bien podría traducirse como alejados o lejanos, pero me parece más natural el lejos, los lejos en que moriremos los habitantes del poema. Lontani el uno del otro, alejados también de nosotros mismos.

Palmo es la palma de la mano, y en ella se pueden leer las líneas que nos hablan de la otra migración, y podemos vislumbrar las caravanas armándose para el paso del desierto. Mi mejilla, mientras, reposa en la palma de tu mano, y cierro los ojos y mi gesto es de puro abandono, de pura quietud, como el del San Bernardo de Ribalta.

Quizá un alma se encuentre con la otra en no se sabe qué jardines aéreos. Ahora, aquí, basta con que estemos juntos un momento, en Fin de Año, y nos bebamos, como los amantes de Rilke.



IV.

Cristina Campo siempre declaró que, habiendo escrito poco, hubiera querido escribir menos aún. Esa extrema exigencia convierte los textos que finalmente nos dejó en piedras preciosas. Desconocida de facto en el mundo castellanoparlante hasta hace bien poco, ahora pueden empezar a encontrarse algunas ediciones, como la del fundamental Los imperdonables, en la colección Árbol del Paraíso, que dirige mi admirada Victoria Cirlot, o la biografía de Cristina De Stefano publicada en Trotta, que muestra bien a las claras las complejidades de la personalidad de Vittoria. Que yo sepa, no hay una traducción de su poesía en forma de libro, aunque pueden encontrarse traducciones sueltas de algún poema por la Red o en ciertas revistas.

La colección completa de sus poemas, acompañada de sus numerosas traducciones poéticas de otros autores (John Donne, William Carlos Williams, Emily Dickinson, Simone Weil, San Juan de la Cruz...) puede encontrarse en uno de esos bellos libros de la Biblioteca Adelphi bajo el título La tigre assenza, que corresponde a uno de los poemas más desgarradores escritos por Cristina, tras la muerte de sus padres (Ahi che la Tigre Assenza ha tutto divorato...).

En italiano hay algunos otros libros de Cristina Campo (ella en vida publicó muy poca cosa, ya se ha dicho), casi siempre en Adelphi, entre los que destacan sus epistolarios. Su figura, que puede ser controvertida en algunos aspectos, ha ido agrandándose con los años, y ahora se ha convertido, me parece, en una especie de secreto a voces entre los iniciados que nos hemos acercado a su obra y nos hemos convertido en feligreses de su culto.

 

V.

Moriremo lontani formó parte de la plaquette Passo d’addio junto con otra decena de composiciones y fue editada por All’insegna del pesce d’oro el 8 de diciembre de 1956. Antes, el poema ya había sido publicado en la revista Paragone de febrero de 1955. En el quadernetto con poemas que Cristina entregó a Margherita Pieracci, su entrañable Mita, con la que se estuvo escribiendo durante años (ese epistolario es una joya en sí mismo) el poema aparece fechado Navidades ’53-’54. Es obvio que se escribió en torno al Capodanno de 1953 y que se concibe como un envoi a un destinatario que no se desvela, pero con el cual parece existir un vínculo íntimo y al mismo tiempo imposible.

La traductora Margherita Dalmati, otra gran amiga de Vittoria, cuenta en un artículo titulado Il viso riflesso della luna, incluido en la colección Per Cristina Campo, de 1998, que el nombre del dedicatario oculto podría ser un gran poeta, casado por entonces. Cristina De Stefano, su biógrafa, desvela la identidad: Mario Luzi. Luego, Vittoria tuvo una relación muy larga, que nunca desembocó en el matrimonio, pues él era también casado, con Elemire Zolla, importantísimo estudioso del simbolismo. Como fuere, el poema es una felicitación agridulce de un fin de año al que sucederán otros, hasta un último que sorprenderá a los protagonistas lejos el uno del otro. Sin una mano en la que apoyar la mejilla.

 

VI.

En Belinda e il mostro, la biografía de Vittoria/Cristina que Cristina De Stefano escribe, se cita una carta de Campo a Margherita Dalmati del verano de 1955 que se refiere a Moriremo lontano (le dice que escribe versos apenas hace un año y que ése es su primer poema) en estos términos: Lo escribí en una noche en la que estaba tan cansada... Si estás por los Museos Vaticanos verás en la sala egipcia una custodia de vidrio con los cuerpos de dos bellísimos jóvenes dentro. Y sobre esa pareja milenaria, que es la imagen misma del amor, hay un cartel: “no estaban unidos por ningún vínculo familiar”.

La arqueología había sido para Vittoria su pasión infantil. En esa sala del Museo Vaticano había encontrado una paradoja irresoluble, y gozosa, como son todas las paradojas irresolubles: recogidos acaso en la misma necrópolis, unidos por no se sabe qué azares de transporte o museología, los dos cuerpos que acabaron compartiendo urna no habían tenido en realidad ninguna relación en vida. Fueron apenas sus momias las que fueron emparejadas para una eternidad que trascendía todo gesto humano. Y, sin embargo, eran cuerpo, seguían siendo cuerpo: juntos. Ah, ya será mucho si mi mejilla en tu palma...

Mil inviernos después seguiremos juntos y alguien mirará nuestras manos unidas. Qué importa el presente.

 

VII.

Muy poco después Cristina Campo vuelve a escribir a Margherita Dalmati: Me ha llamado mi padre y hemos ido a los Museos Vaticanos. Tú ya sabes a quién quería visitar. Pero, ¿podrás creerlo? ¡Los han separado! En la sala tranquila que rodea el pasillo, ¡ahora las urnas son dos! Al verlo, mi corazón se ha dividido con ellos... En el Moriremo, al menos, están unidos para siempre.

Ay, señor y hermano, señora y hermana, qué impío está siendo el tiempo con nosotros. Menos mal que nos quedan las palabras. Menos mal que compusimos unos versos en los que reconocernos. No hay por qué escandalizarse: entre nosotros todo fue siempre un asunto de palabras.

A lo largo de los años 90 y del siglo XXI se han ido realizando estudios más detallados y técnicamente avanzados de los diversos restos arqueológicos que contienen los Museos Vaticanos. Así es cómo se ha ido descubriendo que una buena parte de las momias que en principio se atribuían a la antigüedad egipcia eran falsificaciones, frecuentemente del siglo XIX. De este modo, quizá, acabaría esta historia.

Pero no, porque nunca fuimos ésos, nunca fuimos carroña en una caja de vidrio. Siempre fuimos poema.

 

VIII.

La breve pero decisiva correspondencia entre Cristina Campo y María Zambrano revela hasta qué punto mantenían una comunión de intereses y hasta qué punto se acompañaban en esas travesías de la razón poética.

A comienzos de 1965 Cristina envió a María el recordatorio de la misa funeral por su madre, fallecida poco antes (ahimè, la Tigre Assenza...), que tuvo lugar el 28 de diciembre de 1964, festa dei Santi Innocenti. El 28 de diciembre era el cumpleaños de mi padre. 1964 es el año de mi nacimiento.

La misa tuvo lugar en la iglesia de San Anselmo, a la que Cristina acabó por acudir cada día en sus últimos años, de extremo fervor religioso. La iglesia está en el bello Aventino, y en homenaje a Cristina Campo un día, en mi último viaje a Roma, me levanté muy pronto para acudir allí a una misa con canto gregoriano. Era mi primera misa en décadas y casi me sentí mal por ocupar un lugar entre los fieles, contemplador, desde mi ateísmo irredento, de lo que yo tomaba como una manifestación artística. No sé cómo lo habría entendido Vittoria.

El recordatorio por Emilia Guerrini (Emilia era el nombre de mi abuela paterna) acaba con las palabras del Cantar de los Cantares: Surge, amica mea, et veni. María Zambrano (a la que Cristina llama en esa carta vicina sempre) hizo grabar esas mismas palabras en la tumba que hoy ocupa, junto a su hermana Araceli (dos cuerpos juntos) en el cementerio de Vélez-Málaga. Junto a la tumba siempre hay gatos. María y Cristina adoraban a los gatos.

Sí, los muertos, y los lejanos, siempre tan cerca.

Hay muchos testimonios que recuerdan la voz cristalina de Cristina, su elegancia, su finura. Siempre estuvo enferma de los pulmones, del corazón. Murió, tan joven, a los 53 años, el 10 de enero de 1977. Entre ese año y el que terminamos justamente se sitúa el quicio del cambio de milenio.

A Vittoria-Cristina, in memoriam le dedicó María un capítulo de ese libro bellísimo, De la aurora. El capítulo que versa, justamente, sobre la llama:

Pura y encendida llama, émula de la rosa de la que nace el día, único aunque se reitere. Pues que sólo el día cuando es el único día lo es de verdad.


IX.

En un pasaje de Gli imperdonabili, Cristina Campo escribe: mani congiunte per lungo tempo divennero alla fine archi gotici. Esa ojiva que acaban siendo las manos unidas, el interminable juego de los dedos, la sonrisa cuando los ojos se encuentran... El beso. Cosas que llevarnos a la otra migración.

El 8 de agosto de 2010 estoy visitando el Neues Museum de Berlín. Anoto abundantemente en la libreta de entonces. Por ejemplo, un breve texto entre corchetes que comienza: porque a veces, inopinadamente, el trayecto del metro acaba en Isla Decepción. A continuación doy cuenta de una pieza perteneciente a la abundante colección de antigüedades egipcias, uno de los objetos de museo que más me ha impactado en la vida: De una estatua de Akhenaton y Nefertiti sólo restan dos manos unidas. Llevan así más de tres mil años.

La pieza ostenta la signatura ÄM 20494 y si se la busca en la Red aparece como Hände von einer Statuengruppe, Sandstein. Es una parte de una estatua de arenisca encontrada entre otros restos de estatuas dedicadas a la pareja real de Akhenaton y Nefertiti (es en Berlín donde se halla ese inolvidable busto del ojo perdido) halladas en Amarna y datadas en torno al 1350 antes de nuestra era.

Inmediatamente bauticé a esa pareja de manos como el objeto eterno, lo concebí indestructible, capaz de sobrevivir a toda ekpyrosis, rotundo en la sencillez de su enunciación: permanecemos juntas. Mi mano en tu mano, y los años pasan por detrás, a los lados. No nos tocan. The shame was on the other side.

 

X.

En el primer capítulo de Los anillos de Saturno, W.G. Sebald habla del Urn Burial de Thomas Browne, ese texto tan peculiar de un autor tan peculiar. Dice Sebald que dice Browne: es sorprendente el tiempo tan largo durante el que, medio metro bajo tierra, las vasijas de barro, de paredes tan finas, se han conservado intactas, mientras por encima de ellas pasaban rejas de arado y guerras, y grandes edificios y palacios y torres tan altas como nubes se derrumbaban y desmoronaban a su alrededor.

Hay entonces un catálogo de objetos incluidos en los ajuares funerarios, que incluyen cosas como el anillo de la amada de Propercio o un birimbao de latón que por última vez resonaría en el viaje a través de las aguas negras. Pero, nos dice Sebald, la pieza que le parece más extraordinaria a Browne de las muchas encontradas en sepulcros, túmulos y urnas funerarias, es una copa completamente intacta, tan clara como si se hubiese acabado de soplar.

La frágil copa, que persevera en su existencia, dada a luz por unas manos tan profundamente ajenas, amorosas en su manejo, y escrutada por estudiosos de muchos inviernos después. Dice Sebald que Browne considera que este tipo de cosas respetadas por el flujo del tiempo se convierten en símbolos de la indestructibilidad del alma humana.

Y así, concluye Sebald, como la más pesada losa de la melancolía es el miedo al fin sin perspectivas de nuestra naturaleza, Browne busca bajo aquello que se escapaba de la destrucción, busca las huellas de la misteriosa capacidad de transmigración que tan a menudo estudió en las orugas y las mariposas. El pequeño jirón de seda de la urna de Patroclo, sobre la que hace una exposición, ¿qué otra cosa significa?

Y el capítulo termina.

 


XI.

Hay cosas, pues, que duran, que resisten, hay objetos eternos. Hay cuerpos en una urna, hay palabras en un poema, hay manos unidas, hay copas intactas. Estamos nosotros.

Está el amor que nos tenemos, la boca que besa o dice los versos, los dedos que se posan suaves sobre un hombro. Está la memoria, que se las arregla para navegar entre las aguas obscuras del dejar de ser. Estás tú, que me lees, desde tantos lugares, a tantas horas, a desgana, con entusiasmo, viendo mi cara entre las líneas del texto. Yo también veo la tuya.

No hay otra permanencia que la accidental, no hay otra eternidad que la momentánea, por eso somos eternos, porque somos ahora, por eso permanecemos, porque fuimos gloriosamente casuales, porque pudimos no habernos encontrado.

A ciertas horas, cuando ya obscurece, en un interior que querríamos iluminado por velas, suenan los susurros de quienes fuimos, de quienes éramos, de quienes seremos. Y ese lenguaje está fuera del tiempo.

 


XII.

Toda transición es peligrosa y exige ritos de paso. Yo tengo los míos.

Leo el Poema del año nuevo de Marina Tsvietáieva, ése que concluye el fascinante epistolario a tres del que ya he hablado, las Cartas del verano de 1926, y que está dedicado a un Rilke recién muerto, apenas en las primeras etapas de la altra migrazione: Primera carta para ti en el nuevo lugar.

Concluye el poema:

Para que nada se desborde tiendo mi palma

sobre el Ródano y Rarogne,

sobre la clara y neta separación.

A Rainer —Maria— Rilke. En propia mano.

La mano de Marina pasándole un poema a Rainer, del otro lado del río. Los poemas salvan esas fronteras.

Y luego tengo una cita, a la que no falto ningún año. Me espera Miss Kubelik, la ascensorista. Jugaremos a las cartas. Y yo me quedaré embelesado mirándola y le diré I ab-so-lu-te-ly adore you, Miss Kubelik. Y ella sonreirá, me dará la baraja y me dirá Shut up and deal!

Y la bolita de la ruleta (con la edad, la ruleta cada vez es más rusa) se parará en el 24. Negro, par y pasa.

En quince días el blog cumple un año. Me gusta que estéis ahí, me gusta que vivamos cerca aunque estemos lejos, me gusta pasaros estos textos de un lado a otro del mundo, de una pantalla a la otra. En propia mano.

Disfrutad del día. Es el único día, y por eso es de verdad. Y mañana volverá a ser único. Nos vemos mañana.

I absoutely adore you.

Feliz año nuevo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Bonito. Sugerente. Fetiches. Y lo no-eterno.
Muy feliz Año Nuevo.
Un beso.
Alicia

AGCano dijo...

Feliz año nuevo! Besos

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