Hubo
un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del
Jardin des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad,
sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.
JULIO CORTÁZAR
El
libro Final del juego, publicado
originalmente en 1956, termina con tres de los relatos más conocidos de Julio
Cortázar, todos ellos conectados (como tantos otros más) por la idea de una
cierta oscilación ontológica, la
inseguridad del ser, la posibilidad de un intercambio, o una metamorfosis
anómala y súbita. De uno, el que da título al volumen (y lo cierra), ya nos
hemos ocupado aquí. El penúltimo es La
noche boca arriba, alucinante en esa guerra
florida que puede ser quizás una calle de París. El anterior es Axolotl, y quien lo haya leído sabe que
algo cambia, algo hace clic después
de haberlo hecho. Por mi parte, yo lo leí, como todos los cuentos de Cortázar,
hace muchos años, cuando era muy joven.
Hablo
del tiempo en el que todavía no era un axolotl o, mejor dicho, sí que lo era,
pero apenas me había dado cuenta de que habitaba un acuario, en el húmedo y
obscuro edificio de los acuarios del Jardin des Plantes, y creía aún que el
acuario era lo otro, el mundo, el lugar por donde se paseaban los demás, que yo
sentía profundamente ajenos, sí, pero que asumía como larvas de un ser que yo
estaba siendo desde siempre, desde el origen, larvas de la angelica farfalla que dolorosamente yo era, agitando mis alas del
triste gris de las alas de polilla y chocándome contra el vidrio del no poder
ser otra cosa.
Bien
conocía, claro, esos segundos en los que las miradas se cruzan y parece
suscitarse no se sabe qué eco óptico que tan fácilmente puede confundirse con
una identificación (ach, was hilfts!). No me entiendan mal, como ser humano o como axolotl, yo era
irreprochable, funcionaba apropiadamente según los estándares exigibles y nadie
hubiera dudado de que me esperaba un futuro brillante de salamandra o de
profesor de universidad, lo que prefiriera. El que persistiera en mi estado
larvario, en mi mezcla incoherente de atributos, pez con dedos, no era
previsible, y sin embargo, los axolotl sabemos cuán inexacta es toda taxonomía,
cuán inútil toda metamorfosis.
El
ser persevera en su conato, y la construcción de espacios acristalados fue una
tarea que acometí con el ahínco de quien no tiene otro modo de estar en el
mundo. Que los demás alcanzasen sin mayor esfuerzo su imago, que les fuera leve el estado de pupa y ostentasen ahora con legítimo orgullo las señas
distintivas de su filogenia, era algo que yo apenas podía contemplar desde mi
piso de piedra y musgo. Escribía, sí, con mi pulcra letra de axolotl, largos
memoriales, vacilantes apologías, poemas destemplados (el agua no siempre está
a la temperatura exigible, son descuidados los operarios del Jardin des
Plantes). Todo sonaba mucho a Cortázar, que escribió sobre mí, que escribió un
cuento en el que el narrador se convertía en uno de nosotros.
Mentiroso.
Ser
un ajolote no es malo, me dijeron una vez, basta con cerrar los ojos y serás
una salamandra, pero lo cierto es que mis branquias seguian funcionando y nunca
me hice criatura del fuego. Es verdad que abusé del amianto y me hice pasar a
veces incluso por fénix, y por lo general disimulaba adecuadamente mis penachos.
Aprendí la lengua común, me relacioné con éxito desigual con otras criaturas. Di
el pego, en suma. Con no poco esfuerzo.
Una
vez, incluso, en un puente de Budapest o de alguna otra ciudad europea, supe
que estaba allí, que me esperaba. El castellano no nos ayuda, si se escribe en
la lengua de los axolotl se entiende mejor: supe que yo estaba allí, que yo me
esperaba. Es decir, que tú estabas
allí, que tú me esperabas. El puente
de Budapest conectaba los acuarios. Entonces nos intercambiamos. Fue la primera
vez, luego nos fue saliendo mejor, no nos hacíamos tanto daño. Luego dejamos de
hacerlo, ahora quién sabe ya si podríamos, quién sabe ya en qué puentes, quién
sabe si no eres ya una salamandra, o un dragón, o una libélula.
Quién
sabe si nunca fuiste un axolotl, si me confundí con mi propio reflejo en el
cristal del acuario. La reflexión de la luz es caprichosa. Y mis ojos dorados
no son gran cosa, nunca lo fueron. Tú veías mejor, tú lo viste más claro.
Hoy
he visto una vez más Persona, de
Ingmar Bergman. El juego es el mismo. Hay una escena duplicada, contada cada
vez de un punto de vista distinto. Las dos mujeres, que acaso son el mismo
axolotl, que acaso son el axolotl y Cortázar, que son Bibi y Liv además de ser
Alma y Elisabet, y por lo tanto que somos tú y yo, se enfrentan, sentadas una a
cada lado de la mesa. Podría haber un espejo entre ellas, acaso lo hay, un
espejo demediado y cómplice que se las apaña para fundir los dos rostros en uno
(no se reconocían, dice Bergman, cada una pensaba que era el rostro de la
otra), es decir, para recomponer el andrógino cuya sutura nos tira desde antes
de nacer, para abrigarnos al fin del frío del costado expuesto.
Sí,
ya sé, no sirve. Cosas de axolotl, una escritura muy complicada para decir
cosas muy simples, un horror vacui
que se colma con místicas de agua estancada. Pero Cortázar dice que larva es lo mismo que máscara y fantasma. Máscara, persona.
Nos reconocemos entre nosotros: nuestro rostro es el mismo. Nuestro rostro de
axolotl.
La
máscara funciona, uno puede parecer una salamandra, un tigre, un águila. En la
soledad del desvestirnos la mirada al espejo se hace cada vez más de soslayo.
Las luces del Jardin des Plantes se extinguen para la noche. Nos damos la
vuelta en la cama, estamos allí, del otro lado del sueño. Entonces nos
despertamos y el acuario se renueva. Son cosas que pasan.
No
hay ningún problema en no ser, me dirías, lo malo es ser a medias, y yo asentiría,
cómo no asentir cuando soy yo mismo quien compongo la frase, siendo tú, o siendo
los dos cada uno un lado del ser el otro, no objeto e imagen, no habitación y
reflejo, sino puro frío de andrógino demediado, puro eco en el que ninguna de
las frases precede a otra, en la que la contestación no exige otra pregunta que
su mera formulación, la necesidad de su énfasis. No, no hay ningún problema en
no ser, te diría y tú responderías: lo malo es ser a medias, y te marcharías
una vez más, y yo me quedaría en el acuario, inmóvil, o ejecutado mis obscuros movimientos, pues soy un
axolotl y todavía no me ha sido dado ser otra cosa.
Teshigahara,
en El rostro ajeno, basada en la novela
de Kobo Abe, de quien también te he hablado (ayer vi la película en la
Filmoteca), nos cuenta que la máscara, la persona,
acaba siendo la que manda, que el cuerpo, la voz, el traje, los ademanes, los
besos, se adaptan a la máscara. Cambiamos de casa, de nombre, alquilamos
habitaciones de hotel con el número 2047. Y así transcurre la película. Acaba
mal. Es decir, acaba bien. Todo acaba bien, ya lo sabes. Acaba con ese momento
final en el que pasan a toda prisa las imágenes. En una de esas imágenes estás,
estamos. Somos ángeles. Nunca fuimos axolotl, sólo éramos polluelos de ángel.
Sí,
esa foto, ese trozo de película. Ángeles abriendo las alas por primera vez.
Brillantes alas de ángel, no de polilla. El cristal, finalmente blando:
nuestras alas se tocaron, apenas las puntas, breves dedos de pluma en el corazón
del otro. Entonces las extendimos del todo, las batimos y cada uno se marchó en
una dirección.
Sí,
esa foto, la del alejarnos en nuestro vuelo, definitivamente ficticios. Aquella
vez, cuando el axolotl supo, y comenzó
a escribir de otro modo. Cuando empezó a escribir así, como por espejo.
[En
el texto hay referencias más o menos explícitas a algunos relatos de Cortázar
como Axolotl, por supuesto, o Lejana (recogido en Bestiario), en la que el puente de Budapest es el escenario
decisivo. Los cuentos de Cortázar se pueden comprar en ediciones baratas y son
extremadamente recomendables. No obstante, pongo aquí sendos links para quien quiera leerlos y no
tenga a mano el libro:
https://ciudadseva.com/texto/axolotl/
https://ciudadseva.com/texto/lejana/
El
fascinante libro Axolotiada, de Roger
Bartra, editado por Fondo de Cultura Económica en 2012 (ISBN 9786071605597) es
una referencia ineludible para todo el que esté interesado en obtener información
de los ajolotes como criaturas zoológicas y literarias.
Angelica farfalla es en origen una metáfora de la Commedia de Dante que Primo Levi utiliza como título de un relato alucinante incluido en Storie naturali, 1966.
Se mencionan también en la
entrada las películas Persona,
de Ingmar Bergman y El rostro ajeno,
de Hiroshi Teshigahara, ambas también de 1966 y con una cierta resonancia entre ellas. Las dos pueden verse en YouTube, además de en otras plataformas:
Persona:
https://www.youtube.com/watch?v=pkhvH7HojEo
El rostro ajeno:
https://www.youtube.com/watch?v=4wYHtei_6rQ
Como
se dice en el texto, la película de Teshigahara se basa en la novela de Kobo
Abe publicada por Siruela, en traducción de Fernando Rodriguez Izquierdo, ISBN
9788498411010. El guion de Persona
está editado por Nórdica con traducción de Carmen Montes Cano, ISBN
9788492683147. Hay información interesante sobre la película en libros de
Bergman como Imágenes o Cuadernos de trabajo, editados por Tusquets y Nórdica, respectivamente.
Independientemente
de estas referencias, obviamente el texto debe entenderse como un relato de
ficción o una prosa poética, no como un ensayo.]
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