There are only two kinds of men,
sar ―the alive and the dead. When you
are dead you are dead, but when you are alive you live.
RUDYARD KIPLING
Hay
un destino peor que el de Sísifo. Cuando éste transporta, bañado en sudor, la
roca hasta la cumbre esquiva de la montaña, nadie duda de que su pisada es
firme, de que el suelo le responde con su resistencia sólida. Avanza un pie
Sísifo y luego otro, va dibujando en su trayectoria la geometría de la
pendiente, sobre la dura corteza. Cada paso es una vibración que repercute en
su musculatura, eternamente fatigada ya. Y cuando desciende nuevamente en busca
de la piedra huidiza, más ligero, más resignado, sus sandalias encuentran
siempre un lugar donde posarse.
Hay
un destino peor. En su novela de 1962 La
mujer de la arena, el escritor japonés Kôbô Abe diseña un infierno
polvoriento del que no se puede escapar y nos lo ofrece con la naturalidad de
las cosas que no pueden ser de otro modo, en un gesto que hemos visto tantas
veces en Kafka. Una persona común, inesperadamente se ve envuelta en una
situación que se escapa por completo de su control y que le sitúa ante una
bifurcación irreversible de su vida. Cierto
día de agosto, un hombre desapareció, comienza la novela. Se trata del entomólogo
Jumpei Niki, quien, como ávido colector de especímenes se ha trasladado a una
región, de la que no se nos dice el nombre, en la que hay una enorme extensión
cubierta de arena. Aparentemente una playa, pero ¿dónde el mar? El mar nunca
comparece.
Muchos
insectos se esconden entre la arena, viven allí, es su hábitat, su hogar, y los
dedos de un ser de otra especie, de un tamaño infinitamente superior al suyo,
los extraen (con cuidado, bien es cierto, pues son ejemplares valiosos y no se
querría que sufrieran ningún daño, al menos hasta el momento de ser atravesados por el alfiler) y los colocan en frascos cerrados. En esos frascos
los insectos se mueven, desplazándose a duras penas por el vidrio, cóncavo para
ellos, en una ascensión sin fruto, pues, salvo por los pequeños agujeros
practicados en la tapa para permitirles respirar, no hay en ese arriba
(profundamente contingente, pues el bote puede estar horizontal, o cabeza
abajo, el entomólogo camina por las dunas y lleva los frascos atados a la
cintura, o metidos en los bolsillos de su chaqueta) más que otro muro.
El
vidrio del recipiente ha substituido a la arena. El vidrio, finalmente, no deja
de ser arena, pero es difícil para los habitantes de ese medio, siempre móvil,
blando, ondulante, reconocerse en esa superficie dura, resbaladiza. El
inclemente sol, refractado por las leyes de la dióptrica, sin duda les quema un
cuerpo que ha aprendido a lo largo de los milenios de la evolución a ocultarse,
a sumergirse (pues la arena es
también un mar) en esa tierra desmenuzada, en esa corporeidad fragmentaria y
volátil, en ese eslabón último de la entropía, con el que ya nada podrá ser
construido: triunfo de la erosión, incontrovertible.
En
justa compensación, diríamos, algunas páginas después (algunos fotogramas en la
fascinante adaptación cinematográfica de Hiroshi Teshigahara, 1964, que se
encarga bien claramente de subrayar el paralelismo en sus imágenes), el
paseante, el forastero, va a verse atrapado también, en una trampa de otra
índole, una trampa justamente no de vidrio, sino de arena.
Interpelado
por los habitantes de la población cercana, dice que va a coger el autobús de
vuelta a Tokyo, pero le dicen que el último autobús ha partido. Contento con
sus adquisiciones del día, pero ansioso por cazar un representante de una
especie concreta, nunca hallada en esas latitudes, acepta el ofrecimiento de un
alojamiento. No hay hotel, le dicen, el pueblo es muy pequeño, pero sí hay una
mujer que tiene una habitación disponible en su casa. Una mujer viuda, que
perdió a su marido y a su hijo hace algún tiempo. Venga por aquí, le dicen, le
indican una especie de pozo, de pozo de arena, le ofrecen una escala de cuerda,
abajo la casa de la mujer de la arena, todo son sonrisas, el entomólogo está
complacido, le vendrá bien un poco de sopa, una cama donde dormir, desciende,
la mujer le saluda, le indica dónde puede acostarse, le prepara la cena. La
noche cae. La arena se mueve, incesante, ubicua. Podemos sentir la sequedad en
la garganta. Nos dormimos, no obstante, estamos tan cansados.
Y
entonces el viajero aprende, esa primera noche y de forma ya definitiva, que la
trampa se ha cerrado sobre él. Dedicada, incansable, la mujer desaloja la arena
que resbala de la duna, llena capazos con ella, capazos que son alzados con una cuerda al
borde del precipicio por los habitantes del pueblo. Uno tras otro. Es una tarea
obviamente infinita, pues la arena cae interminablemente. “Es preciso hacerlo,
si no, en pocos días la casa estaría sepultada, y después lo estarían todas las
casas del pueblo”, la duna avanzaría, devoraría todo con su mordedura suave,
ahogaría en su polvo fino a seres humanos y bestias y objetos: sin golpes,
apenas perceptible al principio, como la arena que cae de un vaso a otro en el
reloj de arena. La arena siempre ha sido el tiempo y el tiempo siempre ha sido
arena: nos sepulta.
Bien
lo sabe ella, que perdió a su marido y a su hijo así, enterrados. Ahora, los
habitantes del pueblo, que le han otorgado esa tarea, que ella acepta no se
sabe si con sumisión de esclava o con el convencimiento de un destino, le han
traído un marido nuevo, un colaborador en el trabajo-de-Sísifo de hacer
ascender la arena que desciende. Así es como funcionan los suplicios
circulares.
Cuando
es consciente de la encerrona, el hombre, desesperado, intenta huir. Intenta
trepar por la pendiente de arena, agarrarse a las paredes de arena, que se
escurre entre sus dedos: a cada paso un nuevo derrumbe, no hay modo de elevarse
un metro, y lo único que se produce es una avalancha detrás de otra que
amenazan la casa del fondo del pozo. No hay escala, ha sido retirada. La cuerda
de la polea para subir los capazos de arena apenas se tiende en la noche, y los
habitantes del pueblo le impiden agarrarse a ella. Una y otra vez lo intenta.
Una y otra vez lo vemos en el film de Teshigahara: la cara cubierta de arena,
la boca cubierta de arena, los ojos cubiertos de arena, intentando poner un pie
sobre la arena que se deshace, el otro pie, cayendo de espaldas sobre lo único
duro del paisaje: el fondo del agujero. No hay un modo mejor de mostrar la
angustia.
Sudorosos
y llenos de arena, esos cuerpos (el viajero, la mujer de la arena) se amarán, temblarán juntos por el hambre y la
sed cuando los guardianes les asedien, por negarse a seguir desalojando la
arena, poco a poco el entomólogo irá aceptando su impotencia, pergeñando
ardides poco resolutivos, construyendo su
esperanza (así la llama) en la forma de una trampa para cuervos. Pretende
capturar uno, atar un papel con un mensaje a su pata, hacer saber a su familia,
a sus amigos que está ahí, atrapado, infinitamente atrapado en una cárcel que
se deslíe, náufrago en un oleaje de arena que no parece cansarse nunca. Una
vez, incluso, consigue huir, sólo para darse cuenta de que en el desierto
inmenso por el que debe transitar, y que desconoce, hay también otra forma de
arena, arenas movedizas en las que se hunde y de las que debe ser salvado por
los habitantes del pueblo. Siempre, la falta de consistencia del suelo sobre el
que apoyarnos. Siempre, la imposibilidad de Sísifo de cumplir siquiera con la
mitad de su misión, con el acarreo de la roca falda arriba.
Algo
se obtendrá de la esperanza, no
obstante: la circularidad del relato de algún modo expande sus anillos de humo
más allá de su final, que no desvelaré. A él llegamos (llegamos al
final de la película así) sedientos, pegajosos, con un aliento entrecortado de
mediodía de sol a plomo. Bien podríamos descerrajar todas las balas de un
revólver sobre otro habitante de la playa.
No
conocía la obra de Abe. Debo a mi amiga, la gran escritora Menchu Gutiérrez, el
descubrimiento de la película, en el curso del taller sobre el espacio que
realicé en Menorca hace algún tiempo. Le hice notar el impacto que me habían
producido las imágenes. Ella me recomendó que viera la película, que leyera el
libro. Tardé aún algunos meses en hacer ambas cosas. El impacto no hizo sino
incrementarse, reconocí en esas obras el
dibujo exacto de una pesadilla, una pesadilla de ahogo en la que no había
modo de no saberse partícipe.
Pero
había algo más que resonaba ahí. Algo que empezó mucho tiempo antes, cuando sucumbí, quizá por
2008, a la belleza rotunda en tanto que
objeto de un voluminoso tomo de Acantilado dedicado a los Relatos de Rudyard Kipling, un autor que
apenas había leído. En esa colección que incluye alguno de los cuentos más
perfectos jamás escritos (sigo en esto a la autoridad de Borges), me impresionó
vivamente uno, que resulta ser de la juventud de Kipling (tenía poco más de veinte
años cuando lo escribió). Su título es The
strange ride of Morrowbie Jukes (traducido por Catalina Martínez como La extraña cabalgada de Morrowbie Jukes,
pero ride tiene más matices, creo,
que el poco habitual término cabalgada).
Allí nos encontramos con un escenario muy semejante al de La mujer de la arena. No me consta si Abe fue influido o no por el cuento de Kipling, no he encontrado información verdaderamente detallada sobre eso, pero importa poco: más allá de algunos detalles reveladores que aparecen en ambos, lo que llama la atención es la absoluta congruencia de sus geometrías. En ambos casos tenemos una trampa exactly on the same model as that which the ant-lion sets for its prey. En el caso de Kipling, el terraplén conduce a una extensión que limita por el otro costado con el agua cuya visión se le niega a nuestro esforzado entomólogo japonés: un río, patrullado por una embarcación cuyos tripulantes no dudan en ponerse a disparar con sus rifles a quien se aventure en sus proximidades, que son terrenos, por otro lado, pantanosos y llenos de arenas movedizas por donde no puede realmente avanzarse. Así, por ningún lado hay escapatoria.
Allí,
en esa gigantesca trampa de la
hormiga-león, cae Morrowbie Jukes con su caballo, pero no le espera una
mujer en su casa, una mujer que es la Encargada de la Arena, sino un pueblo
entero de nomuertos, de seres malditos que no pueden ser aceptados ni en la
vida ni en la muerte, pues despertaron cuando estaban siendo conducidos ya a
sus piras funerarias. Esos hombres viven allí, aparentemente olvidados por la
muerte, en agujeros que se parecen mucho a ataúdes, comen los cuervos que caen en sus trampas, y
contemplan, con un desinterés absoluto, los desesperados intentos de Jukes y de
su caballo por ascender las pendientes que se deshacen.
Anfiteatro (con
esos sobretonos anatómicos) llama el
narrador a ese paisaje propiamente dantesco
(el infierno de Dante, con sus círculos, es el vaciado de la entraña de la Tierra
producido por la caída irrefrenable del Ángel Rebelde: con esa tierra se forma
la montaña del purgatorio) y sólo podrá salir de él si recibe una ayuda
exterior que también anhela cada vez con menos esperanza.
Cuando
se recorre la literatura no es infrecuente encontrarse con laberintos en los
que el protagonista se pierde, mazmorras de las que no puede escapar,
fortalezas inexpugnables, torturas imaginativas e inagotables. Pero me parece
insuperable ese diseño tan sencillo, tan elegante, tan aterrador de Kipling y Abe de un
pozo, acaso no tan hondo, por cuyas paredes no puede treparse porque no son paredes, porque son sólo
un lago de arena, un estanque de arena, una cascada de arena, sí, como la arena
del reloj de arena, como el tiempo, porque el tiempo es arena.
Borges
tenía en mucha estima a Kipling. No menciona, no obstante, que yo sepa,
esa extraña cabalgada. A Abe se le relacionó con Kafka, inevitablemente. Kafka
escribió una vez estamos construyendo el
pozo de Babel. Así es el pozo de Babel, un pozo fluido, lábil, como el que
todos hemos construido de niños en la playa, con nuestra palita, con nuestro
cubo (y cuando profundizábamos un poco la arena estaba húmeda y lo que
extraíamos del agujero nos servía para edificar nuestra montaña del Purgatorio
en forma de castillo de arena): nadie
duda de que la imaginación humana ha sido fértil a la hora de diseñar
tormentos. Ashes to ashes. Aquella era la
playa del Mar Muerto y no nos dimos cuenta.
Hay
un modo de escapar de esa prisión. No es este
modo, no es escribir. Escribir sirve para redactar mensajes de auxilio (message in a bottle) que anudar a la
pata de los cuervos conjeturales que acudirán al llamado de la esperanza.
Escribir no es tan diferente a llenar capazos de arena, que serán recogidos por
la Gente de Arriba. Cuando hemos terminado de llenar uno, de llenar una página,
empezamos con otro, con otra. Roland Barthes consideraba que Sísifo no era
feliz, sino que estaba alienado: de igual modo se sentía él, que terminaba un
texto, una conferencia, sólo para empezar otro, otra, Sísifo subyugado por la
repetición, adicto a la caída de la piedra.
No, es otro el modo. Sólo una vez Sísifo paró en su tarea: cuando Orfeo descendió al Hades en busca de Eurídice y ablandó a los fieros guardianes con la música de su lira. Dejó la roca sobre el suelo, se sentó sobre ella, en la ladera, y escuchó. Y entonces, maravillado, vio salir de entre las sombras a Eurídice, la vio entre sus lágrimas de emoción, y supo que ese día ya no tendría repetición, y se cargó otra vez la roca sobre sus hombros, y se congratuló de que su montaña fuera dura, y entendió que por la escalera sólo se sube una vez, y que justamente por eso el resto del tiempo es arena.
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