El
Demiurgo amaba los materiales refinados, soberbios y complicados; nosotros
damos preferencia a la pacotilla. Sencillamente estamos seducidos, cautivados
por la baratija, la fruslería y la pacotilla. ¿Comprendéis ―preguntaba
mi padre― el profundo sentido de esa
debilidad, de esa pasión por los trozos de papel de colores, por el
papier mâché, por la laca, la estopa y el
serrín?
BRUNO SCHULZ
En uno de los textos incluidos en Judíos errantes, dentro de la sección
dedicada a Berlín, Joseph Roth hace referencia al Templo de Salomón que un tal Frohmann exhibe de manera itinerante
por las juderías. Se trata de una maqueta que le ha llevado siete años
construir y se pretende fiel a las descripciones del templo que aparecen en la
Biblia, bien entendido que los materiales a los que ha podido acceder Frohmann
no son la madera de cedro o el oro del original, sino más bien el papier maché, la madera de pino y la
purpurina. Por otro lado, según Roth, a la réplica no le falta detalle:
cortinajes, objetos sagrados, torres terminadas en finas agujas. Al fondo de la taberna, entre olor a
pescado y cebolla, se muestra la construcción, ante el desinterés general de
los parroquianos. Apenas un viejo judío se acerca a la maqueta y Roth piensa en
el único muro que sobrevive del templo destruido en Jerusalén, ante el que
otros hombres, no inclinados sobre una miniatura, sino erguidos ante una pared,
rezan y lloran.
Paredes que se derrumban, gentes que lloran...
Fuera de la maqueta, el mundo es dolor, el mundo es guerra y exterminio. Roth
lo sabe. Todos lo sabemos. No deja de ocurrir nunca.
Frohmann es de Drohobycz, la ciudad que vio nacer a
Bruno Schulz, conocedor de maniquíes y otros seres intermedios, que narró lo
que ocurría en una ciudad que era y no era la del sueño, y que en un relato
inolvidable, nos condujo al Sanatorio de la Clepsidra, donde el tiempo tiene
una pendiente negativa.
Cuando leí hace unos meses el texto de Roth, la
idea de esa maqueta en perpetuo desplazamiento, no de museo en museo, sino de
tugurio en tugurio, me evocó inmediatamente una referencia semejante que
aparece en un texto de Sebald incluido en Los
emigrados, que había leído mucho antes. En el capítulo dedicado al pintor
Max Ferber éste, pretendidamente,
relata un sueño en el que se ve a sí mismo con la Reina Victoria, allá por
1887, inaugurando una muestra de arte en un palacio de cristal construido para
la ocasión, y en el interior del cual, tras una puerta disimulada, había un
gabinete polvoriento en el que reconoció, no sin esfuerzo, la sala de estar de la casa de sus padres (que tan diminuta nos
parecería ahora si nos fuera dado retornar a ella desde aquellos cinco o seis
años de estatura), donde un caballero desconocido sostenía en su regazo una maqueta del templo de Salomón hecha de
madera de pino, papel maché y pintura dorada. El caballero se presenta como
Frohmann, de Drohobycz y declara que
le ha llevado siete años construir el Templo y entonces, Frohmann se vuelve a
la cámara del sueño y nos invita: Miren
aquí, se distingue cada una de las almenas, cada cortina, cada umbral, cada
instrumento litúrgico. Y dice Sebald que dijo Ferber que en su sueño se
inclinó sobre el templecillo y supe por
primera vez en mi vida cómo era una obra de arte.
En su inconfundible estilo, en el que los episodios
supuestamente autobiográficos se unen sin solución de continuidad con los datos
históricos, la crónica periodística o la pura y simple ficción, esta aparición manifiestamente onírica del Templo atruena,
casi ópticamente, como una mise-en-abîme
al cuadrado, pues es obvio que, de manera intencionada, Sebald repite lo que
Roth ha escrito en su testimonio sobre Herr
Frohmann, y lo ubica en el sueño de un personaje que se presenta como real,
pero que apenas lo es a medias, porque en Sebald todas las cosas son así,
justamente: intermedias. Y es en ese
reino intermedio donde nos venimos a vivir, a esas maquetas donde nos mudamos.
No conocía, como dije antes, el origen de la
anécdota, pues leí a Sebald antes que a Roth, pero la aparición del arquetipo de la maqueta, al que soy tan
sensible, fue suficiente para que la conexión se estableciera. Hay, de hecho,
un paso anterior, un milagro previo,
que acaso también deba consignarse: según anoto en mi libreta de esos días (29
de abril de 2023, he estado escribiendo sobre el artículo de Roth que habla de
la tienda de relojes de su infancia, al que ya me he referido en otra entrada,
y del que habla Sebald en su Un kaddisch para Austria (Sobre Joseph Roth) incluido
en Pútrida patria), “en algún momento
de estos días me fascinó una referencia a un episodio que Joseph Roth incluye
en sus Judios errantes, y que me
llevó a comprar el libro. Ahora no localizo esa referencia inicial, pero sí he
encontrado, con cierta dificultad el pasaje”, y a continuación transcribo el
fragmento de Roth. Así pues, hay un acorde inicial, una voz-de-ángel que
susurra maqueta (pienso en la que
sostiene en tantos cuadros San Agustín, mi santo homónimo, la Civitas Dei) y todo se pone en marcha.
Sebald, por otra parte, da una vuelta de tuerca más
al Templo portátil. Lo hace dentro de
Los anillos de Saturno, en su
capítulo IX, donde se nos dice que un tal Alec Garrard lleva más de dos décadas construyendo un modelo del templo de Jerusalén,
y Sebald se extiende durante varias páginas en la descripción de la visita que
hizo a Garrard en Moat Farm, no lejos de Harleston, en Norfolk, Inglaterra, y
en la minuciosa exposición de los detalles del templo, incluyendo, como no
podía ser de otro modo, fotografías. Porque lo cierto es que, en esta ocasión,
Garrard y su templo son reales.
Garrard recibe a Sebald con su mono verde de trabajo y sus gafas de relojero y le muestra su obra de décadas, en la que
minuciosamente ha reproducido todos los detalles del Templo de Jerusalén, a
partir de exhaustivas investigaciones y el estudio de un material ingente
procedente de los exégetas bíblicos o los arqueólogos, lo que en no pocas
ocasiones le lleva a introducir constantes modificaciones en su construcción,
que contiene no menos de dos mil figuritas delicadamente pintadas.
Kafkianamente (pienso en Der Bau o en la muralla china), Garrard afirma que lo que queda por hacer sigue siendo
muchísimo, hasta podría decirse que hoy día, dado que mis conocimientos son
cada vez más precisos, mi trabajo me parece en todos los aspectos más difícil
de llevar a cabo que hace diez o quince años, y nos muestra así el vértigo
de las tareas interminables, ésas que bien podrían llenar los días de una vida
eterna, así justificada, en la inútil morosidad de esos gestos, en el
insobornable rigor de la representación.
A veces, cuando
la luz de la tarde penetra de soslayo por la ventana, dice Sebald que dice
Garrard, éste contempla su obra con sosiego, reparando en los infinitos
elementos que contiene (sus pórticos, las
habitaciones de los sacerdotes, la guarnición romana, los baños, el mercado de
avituallamiento, los lugares de sacrificio, las galerías y casas de campo, las
grandes puertas y escaleras, los antepatios y las provincias externas y las
montañas al fondo) y se imagina el Templo construido ya de modo definitivo,
como si estuviese en la antesala del
Paraíso, idéntico al fin a su objeto platónico. En esa enumeración caótica tan característica, Sebald es capaz de
transmitirnos el vértigo de la reproducción: al fondo, las provincias externas; al fondo, las montañas. La
maqueta incluye el mundo que incluye la maqueta, como aquel mapa borgiano que
se superpone sobre el territorio. Y el arquetipo vuelve a funcionar: de repente
somos pájaros que nos cernimos sobre un mundo diminuto pero prolijo, ordenado y
exacto, más allá de todo dolor, más allá de todo abrazo posible.
Al salir del taller, Garrard le dice a Sebald: el templo sólo sobrevivió cien años. Perhaps this one will last a little longer,
y esa frase en inglés, que Sebald incluye en el original alemán, hace que se
remueva aún más el oleaje de la eternidad: construir una maqueta que sea
imperecedera, que sea sempiterna, pues no
lo son las cosas reales. Sí, efectivamente, topos uranos, ese almacén de maquetas.
Una maqueta al fondo de una taberna maloliente, una
maqueta en un gabinete polvoriento en el Palacio de Cristal de los Sueños, una
maqueta en la campiña inglesa, la maqueta de esa maqueta en un texto de Roth,
la maqueta de esa maqueta de esa maqueta en un texto de Sebald, y una foto
abismática en la que las arcadas corren a encontrarse en su perspectiva
acelerada, mientras un solo personaje, minúsculo, uno de esos habitantes que
son figuritas pintadas por Garrard parece esperar no se sabe qué advenimiento.
La reconstrucción, a escala reducida y por lo tanto
inhabitable, salvo para los maniquíes, de lo perdido para siempre, como una
metáfora de este acto de escribir, inútil, inevitable.
El 30 de abril de 2023, en la página siguiente de
la libreta, doy cuenta de otra maqueta próxima, aquella que abre El último lector del escritor argentino
Ricardo Piglia, una Buenos Aires modificada
y alterada por la locura y la visión microscópica del constructor. Así,
propiamente, una ciudad de los sueños,
ese Madrid o Barcelona o Buenos Aires que contiene todas las calles que son, en
un desorden perfectamente perpendicular, como si nuestros sentimientos las
hubieran barajado para dar un patrón de nula contingencia, por el que nos
paseamos con vaga sensación de alarma, andando incansables hacia una meta que
se llama despertar. O muerte.
El constructor de ese Buenos Aires otro es un tal Russell, del barrio de
Flores, que dice ser fotógrafo y tener su estudio en la calle Bacacay donde,
nos dice Piglia, trabaja incesantemente en una maqueta mudable, que se ve obligado a modificar incesantemente, para dar
cuenta de las transformaciones que introduce el tiempo o las crecidas del Río
en los barrios del Sur. Pues la maqueta es la verdadera ciudad y de su
mantenimiento depende la supervivencia de la Otra, de la Gran Ciudad, que no es
sino un remedo grosero en su enormidad de las finas orfebrerías de ese su modelo. Un Aleph tan monstruoso como
todos los Alephs, un cementerio hormigueante de criaturas de las que no sabemos
nada, de las que sólo sabemos que son lo que no podríamos ser nosotros de
ningún modo.
Dice Piglia La
construcción estaba ahí, como fuera del tiempo. Tenía un centro, pero no tenía
fin. En ciertas zonas de las afueras, casi en el borde, empezaban las ruinas.
En los confines del otro lado fluía el río que llevaba al delta y a las islas.
En una de esas islas, una tarde, alguien había imaginado un islote infestado de
ciénagas donde las mareas ponían periódicamente en marcha el mecanismo del
recuerdo. Ese alguien es, inevitablemente, Morel. Así: todo igual que en un
sueño, que en un relato. A otra escala, en otro tiempo, imaginando lo único que
puede ser ya real. Lo ficticio.
Leí El último
lector, o al menos algunas partes de él (singularmente, la dedicada a
Kafka) allá por 2014-5. Hoy, en el primer rato libre que he tenido en semanas
me he encontrado una nueva edición, la de Cátedra, recién salida, en la
fantástica librería Iberoamericana de la calle de Huertas. La he hojeado, he
visto la mención a la maqueta, eso ha iniciado el proceso. La visión del
arquetipo nunca es impune.
Escribía yo en ese 30 de abril, a partir de la
relectura de Piglia en ese otro ejemplar:
“Las reparaciones y actualizaciones de la maqueta, para seguir siendo una
representación fiel de la Ciudad que la contiene y la trasciende. O no, acaso
lo que cabría hacer es construir ex novo,
ab initio, ciudades-maqueta
inexistentes y dejar entonces que la realidad se las componga para replicarlas.
Maqueta-proyecto (sueño premonitorio) frente a maqueta-representación
(sueño-recuerdo).”
Hay una fotografía famosa del Führer en la que su
querido arquitecto de cabecera, el letal y charmant
Albert Speer, le muestra la desmesurada maqueta de Germania, la nueva versión
de Berlín (ese Berlín en cuyas tabernas Frohmann exhibía su templo) que será
construida tras el triunfo militar para que sea la capital del Reich milenario.
El delirio de grandeza, fielmente representado en la cúpula del edificio
principal, que habría de ser muchas veces mayor que la mayor cúpula jamás
construida, la de San Pedro del Vaticano, se hace más palpable justamente
porque se trata de una maqueta, sobre la que se ciernen (es el verbo apropiado, pues es el verbo del Génesis) los genocidas, con una sonrisa
de satisfacción. Estamos en pleno asedio de Berlín, Oliver Hirschbiegel lo
muestra muy bien en ese film impagable que es Der Untergang, presentado en España como El hundimiento. El que Berlín sea destruido es algo bueno, de
hecho, opina Hitler (así lo cuenta Speer en sus memorias), pues es más fácil
construir a partir de los escombros que verse obligado a derribar los edificios
devenidos obsoletos.
Hay una demencial lógica en todo esto: se trata de
imponer a la realidad la extraña pureza de
lo imaginado. A costa de lo que sea. A costa de cuantas vidas sea preciso. Ah,
todo vuelve a ocurrir, siempre, incesantemente, y todo es de verdad, no estamos
en el sueño, estamos en la maqueta de los dioses que se parten de risa mientras
nos desangramos.
En esa película iniciática que es The shining hay una gran maqueta del
laberinto, una maqueta que tuve la oportunidad de contemplar hace unos años en
la exposición que se dedicó en Barcelona a Kubrick. Cuando Jack Torrance se cierne sobre ella puede ver,
diminutos, fácilmente eliminables, a su mujer Wendy y a su hijo Danny que,
verdaderamente, están paseando por entre los setos, sólo moderadamente
extraviados. Los ojos demoniacos siguen a esos habitantes de la maqueta.
Toda mirada que provenga de arriba es
pura amenaza. Por eso construimos maquetas: para ser Dios.
Vae
victis: nadie tendrá nunca piedad, nadie que crea en las
maquetas, que se olvide de la carne, de los latidos, de las bocas.
En la traducción al inglés de Die Ringe des Saturn, Sebald cambió el nombre (verdadero) de Alec
Garrard por Thomas Abrams, en un nuevo retorcimiento de la relación
dificilmente cartografiable entre realidad y ficción. Garrard / Abrams dice a
Sebald, o eso dice Sebald que le dijo Ahora,
cuando comienza a oscurecer lentamente en los márgenes de mi campo visual, a
veces me pregunto si alguna vez acabaré la construcción y si todo lo que he
creado hasta ahora no es una miserable chapuza.
Exactamente.
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