jueves, 21 de diciembre de 2023

A escala


El Demiurgo amaba los materiales refinados, soberbios y complicados; nosotros damos preferencia a la pacotilla. Sencillamente estamos seducidos, cautivados por la baratija, la fruslería y la pacotilla. ¿Comprendéis preguntaba mi padre el profundo sentido de esa debilidad, de esa pasión por los trozos de papel de colores, por el papier mâché, por la laca, la estopa y el serrín?

BRUNO SCHULZ

En uno de los textos incluidos en Judíos errantes, dentro de la sección dedicada a Berlín, Joseph Roth hace referencia al Templo de Salomón que un tal Frohmann exhibe de manera itinerante por las juderías. Se trata de una maqueta que le ha llevado siete años construir y se pretende fiel a las descripciones del templo que aparecen en la Biblia, bien entendido que los materiales a los que ha podido acceder Frohmann no son la madera de cedro o el oro del original, sino más bien el papier maché, la madera de pino y la purpurina. Por otro lado, según Roth, a la réplica no le falta detalle: cortinajes, objetos sagrados, torres terminadas en finas agujas. Al fondo de la taberna, entre olor a pescado y cebolla, se muestra la construcción, ante el desinterés general de los parroquianos. Apenas un viejo judío se acerca a la maqueta y Roth piensa en el único muro que sobrevive del templo destruido en Jerusalén, ante el que otros hombres, no inclinados sobre una miniatura, sino erguidos ante una pared, rezan y lloran.

Paredes que se derrumban, gentes que lloran... Fuera de la maqueta, el mundo es dolor, el mundo es guerra y exterminio. Roth lo sabe. Todos lo sabemos. No deja de ocurrir nunca.

Frohmann es de Drohobycz, la ciudad que vio nacer a Bruno Schulz, conocedor de maniquíes y otros seres intermedios, que narró lo que ocurría en una ciudad que era y no era la del sueño, y que en un relato inolvidable, nos condujo al Sanatorio de la Clepsidra, donde el tiempo tiene una pendiente negativa.

Cuando leí hace unos meses el texto de Roth, la idea de esa maqueta en perpetuo desplazamiento, no de museo en museo, sino de tugurio en tugurio, me evocó inmediatamente una referencia semejante que aparece en un texto de Sebald incluido en Los emigrados, que había leído mucho antes. En el capítulo dedicado al pintor Max Ferber éste, pretendidamente, relata un sueño en el que se ve a sí mismo con la Reina Victoria, allá por 1887, inaugurando una muestra de arte en un palacio de cristal construido para la ocasión, y en el interior del cual, tras una puerta disimulada, había un gabinete polvoriento en el que reconoció, no sin esfuerzo, la sala de estar de la casa de sus padres (que tan diminuta nos parecería ahora si nos fuera dado retornar a ella desde aquellos cinco o seis años de estatura), donde un caballero desconocido sostenía en su regazo una maqueta del templo de Salomón hecha de madera de pino, papel maché y pintura dorada. El caballero se presenta como Frohmann, de Drohobycz y declara que le ha llevado siete años construir el Templo y entonces, Frohmann se vuelve a la cámara del sueño y nos invita: Miren aquí, se distingue cada una de las almenas, cada cortina, cada umbral, cada instrumento litúrgico. Y dice Sebald que dijo Ferber que en su sueño se inclinó sobre el templecillo y supe por primera vez en mi vida cómo era una obra de arte.

En su inconfundible estilo, en el que los episodios supuestamente autobiográficos se unen sin solución de continuidad con los datos históricos, la crónica periodística o la pura y simple ficción, esta aparición manifiestamente onírica del Templo atruena, casi ópticamente, como una mise-en-abîme al cuadrado, pues es obvio que, de manera intencionada, Sebald repite lo que Roth ha escrito en su testimonio sobre Herr Frohmann, y lo ubica en el sueño de un personaje que se presenta como real, pero que apenas lo es a medias, porque en Sebald todas las cosas son así, justamente: intermedias. Y es en ese reino intermedio donde nos venimos a vivir, a esas maquetas donde nos mudamos.

No conocía, como dije antes, el origen de la anécdota, pues leí a Sebald antes que a Roth, pero la aparición del arquetipo de la maqueta, al que soy tan sensible, fue suficiente para que la conexión se estableciera. Hay, de hecho, un paso anterior, un milagro previo, que acaso también deba consignarse: según anoto en mi libreta de esos días (29 de abril de 2023, he estado escribiendo sobre el artículo de Roth que habla de la tienda de relojes de su infancia, al que ya me he referido en otra entrada, y del que habla Sebald en su Un kaddisch para Austria (Sobre Joseph Roth) incluido en Pútrida patria), “en algún momento de estos días me fascinó una referencia a un episodio que Joseph Roth incluye en sus Judios errantes, y que me llevó a comprar el libro. Ahora no localizo esa referencia inicial, pero sí he encontrado, con cierta dificultad el pasaje”, y a continuación transcribo el fragmento de Roth. Así pues, hay un acorde inicial, una voz-de-ángel que susurra maqueta (pienso en la que sostiene en tantos cuadros San Agustín, mi santo homónimo, la Civitas Dei) y todo se pone en marcha.


Sebald, por otra parte, da una vuelta de tuerca más al Templo portátil. Lo hace dentro de Los anillos de Saturno, en su capítulo IX, donde se nos dice que un tal Alec Garrard lleva más de dos décadas construyendo un modelo del templo de Jerusalén, y Sebald se extiende durante varias páginas en la descripción de la visita que hizo a Garrard en Moat Farm, no lejos de Harleston, en Norfolk, Inglaterra, y en la minuciosa exposición de los detalles del templo, incluyendo, como no podía ser de otro modo, fotografías. Porque lo cierto es que, en esta ocasión, Garrard y su templo son reales. Garrard recibe a Sebald con su mono verde de trabajo y sus gafas de relojero y le muestra su obra de décadas, en la que minuciosamente ha reproducido todos los detalles del Templo de Jerusalén, a partir de exhaustivas investigaciones y el estudio de un material ingente procedente de los exégetas bíblicos o los arqueólogos, lo que en no pocas ocasiones le lleva a introducir constantes modificaciones en su construcción, que contiene no menos de dos mil figuritas delicadamente pintadas.

Kafkianamente (pienso en Der Bau o en la muralla china), Garrard afirma que lo que queda por hacer sigue siendo muchísimo, hasta podría decirse que hoy día, dado que mis conocimientos son cada vez más precisos, mi trabajo me parece en todos los aspectos más difícil de llevar a cabo que hace diez o quince años, y nos muestra así el vértigo de las tareas interminables, ésas que bien podrían llenar los días de una vida eterna, así justificada, en la inútil morosidad de esos gestos, en el insobornable rigor de la representación.

A veces, cuando la luz de la tarde penetra de soslayo por la ventana, dice Sebald que dice Garrard, éste contempla su obra con sosiego, reparando en los infinitos elementos que contiene (sus pórticos, las habitaciones de los sacerdotes, la guarnición romana, los baños, el mercado de avituallamiento, los lugares de sacrificio, las galerías y casas de campo, las grandes puertas y escaleras, los antepatios y las provincias externas y las montañas al fondo) y se imagina el Templo construido ya de modo definitivo, como si estuviese en la antesala del Paraíso, idéntico al fin a su objeto platónico. En esa enumeración caótica tan característica, Sebald es capaz de transmitirnos el vértigo de la reproducción: al fondo, las provincias externas; al fondo, las montañas. La maqueta incluye el mundo que incluye la maqueta, como aquel mapa borgiano que se superpone sobre el territorio. Y el arquetipo vuelve a funcionar: de repente somos pájaros que nos cernimos sobre un mundo diminuto pero prolijo, ordenado y exacto, más allá de todo dolor, más allá de todo abrazo posible.


Al salir del taller, Garrard le dice a Sebald: el templo sólo sobrevivió cien años. Perhaps this one will last a little longer, y esa frase en inglés, que Sebald incluye en el original alemán, hace que se remueva aún más el oleaje de la eternidad: construir una maqueta que sea imperecedera, que sea sempiterna, pues no lo son las cosas reales. Sí, efectivamente, topos uranos, ese almacén de maquetas.

Una maqueta al fondo de una taberna maloliente, una maqueta en un gabinete polvoriento en el Palacio de Cristal de los Sueños, una maqueta en la campiña inglesa, la maqueta de esa maqueta en un texto de Roth, la maqueta de esa maqueta de esa maqueta en un texto de Sebald, y una foto abismática en la que las arcadas corren a encontrarse en su perspectiva acelerada, mientras un solo personaje, minúsculo, uno de esos habitantes que son figuritas pintadas por Garrard parece esperar no se sabe qué advenimiento.

La reconstrucción, a escala reducida y por lo tanto inhabitable, salvo para los maniquíes, de lo perdido para siempre, como una metáfora de este acto de escribir, inútil, inevitable.

El 30 de abril de 2023, en la página siguiente de la libreta, doy cuenta de otra maqueta próxima, aquella que abre El último lector del escritor argentino Ricardo Piglia, una Buenos Aires modificada y alterada por la locura y la visión microscópica del constructor. Así, propiamente, una ciudad de los sueños, ese Madrid o Barcelona o Buenos Aires que contiene todas las calles que son, en un desorden perfectamente perpendicular, como si nuestros sentimientos las hubieran barajado para dar un patrón de nula contingencia, por el que nos paseamos con vaga sensación de alarma, andando incansables hacia una meta que se llama despertar. O muerte.

El constructor de ese Buenos Aires otro es un tal Russell, del barrio de Flores, que dice ser fotógrafo y tener su estudio en la calle Bacacay donde, nos dice Piglia, trabaja incesantemente en una maqueta mudable, que se ve obligado a modificar incesantemente, para dar cuenta de las transformaciones que introduce el tiempo o las crecidas del Río en los barrios del Sur. Pues la maqueta es la verdadera ciudad y de su mantenimiento depende la supervivencia de la Otra, de la Gran Ciudad, que no es sino un remedo grosero en su enormidad de las finas orfebrerías de ese su modelo. Un Aleph tan monstruoso como todos los Alephs, un cementerio hormigueante de criaturas de las que no sabemos nada, de las que sólo sabemos que son lo que no podríamos ser nosotros de ningún modo.

Dice Piglia La construcción estaba ahí, como fuera del tiempo. Tenía un centro, pero no tenía fin. En ciertas zonas de las afueras, casi en el borde, empezaban las ruinas. En los confines del otro lado fluía el río que llevaba al delta y a las islas. En una de esas islas, una tarde, alguien había imaginado un islote infestado de ciénagas donde las mareas ponían periódicamente en marcha el mecanismo del recuerdo. Ese alguien es, inevitablemente, Morel. Así: todo igual que en un sueño, que en un relato. A otra escala, en otro tiempo, imaginando lo único que puede ser ya real. Lo ficticio.

Leí El último lector, o al menos algunas partes de él (singularmente, la dedicada a Kafka) allá por 2014-5. Hoy, en el primer rato libre que he tenido en semanas me he encontrado una nueva edición, la de Cátedra, recién salida, en la fantástica librería Iberoamericana de la calle de Huertas. La he hojeado, he visto la mención a la maqueta, eso ha iniciado el proceso. La visión del arquetipo nunca es impune.

Escribía yo en ese 30 de abril, a partir de la relectura de Piglia en ese otro ejemplar: “Las reparaciones y actualizaciones de la maqueta, para seguir siendo una representación fiel de la Ciudad que la contiene y la trasciende. O no, acaso lo que cabría hacer es construir ex novo, ab initio, ciudades-maqueta inexistentes y dejar entonces que la realidad se las componga para replicarlas. Maqueta-proyecto (sueño premonitorio) frente a maqueta-representación (sueño-recuerdo).”

Hay una fotografía famosa del Führer en la que su querido arquitecto de cabecera, el letal y charmant Albert Speer, le muestra la desmesurada maqueta de Germania, la nueva versión de Berlín (ese Berlín en cuyas tabernas Frohmann exhibía su templo) que será construida tras el triunfo militar para que sea la capital del Reich milenario. El delirio de grandeza, fielmente representado en la cúpula del edificio principal, que habría de ser muchas veces mayor que la mayor cúpula jamás construida, la de San Pedro del Vaticano, se hace más palpable justamente porque se trata de una maqueta, sobre la que se ciernen (es el verbo apropiado, pues es el verbo del Génesis) los genocidas, con una sonrisa de satisfacción. Estamos en pleno asedio de Berlín, Oliver Hirschbiegel lo muestra muy bien en ese film impagable que es Der Untergang, presentado en España como El hundimiento. El que Berlín sea destruido es algo bueno, de hecho, opina Hitler (así lo cuenta Speer en sus memorias), pues es más fácil construir a partir de los escombros que verse obligado a derribar los edificios devenidos obsoletos.


Hay una demencial lógica en todo esto: se trata de imponer a la realidad la extraña pureza de lo imaginado. A costa de lo que sea. A costa de cuantas vidas sea preciso. Ah, todo vuelve a ocurrir, siempre, incesantemente, y todo es de verdad, no estamos en el sueño, estamos en la maqueta de los dioses que se parten de risa mientras nos desangramos.

En esa película iniciática que es The shining hay una gran maqueta del laberinto, una maqueta que tuve la oportunidad de contemplar hace unos años en la exposición que se dedicó en Barcelona a Kubrick. Cuando Jack Torrance se cierne sobre ella puede ver, diminutos, fácilmente eliminables, a su mujer Wendy y a su hijo Danny que, verdaderamente, están paseando por entre los setos, sólo moderadamente extraviados. Los ojos demoniacos siguen a esos habitantes de la maqueta. Toda mirada que provenga de arriba es pura amenaza. Por eso construimos maquetas: para ser Dios.


Vae victis: nadie tendrá nunca piedad, nadie que crea en las maquetas, que se olvide de la carne, de los latidos, de las bocas.

En la traducción al inglés de Die Ringe des Saturn, Sebald cambió el nombre (verdadero) de Alec Garrard por Thomas Abrams, en un nuevo retorcimiento de la relación dificilmente cartografiable entre realidad y ficción. Garrard / Abrams dice a Sebald, o eso dice Sebald que le dijo Ahora, cuando comienza a oscurecer lentamente en los márgenes de mi campo visual, a veces me pregunto si alguna vez acabaré la construcción y si todo lo que he creado hasta ahora no es una miserable chapuza.

Exactamente.

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