viernes, 9 de febrero de 2024

Imposibilidad de cornejas

 


A partir de un cierto punto ya no hay vuelta atrás. Ése es el punto al que hay que llegar.

FRANZ KAFKA, 20.X.1917

 

-I-

He aquí un ejemplo casi insuperable de escritura extrema:

 

Las cornejas sostienen que una sola corneja podría destruir el cielo. Esto es indudable, pero no prueba nada contra el cielo, ya que cielo significa justamente imposibilidad de cornejas.

 

-II-

Nada puede o debe decirse de un texto en el que lo que se está tocando ya —por el lado de afuera— es la frontera de lo inexpresable. Nada puede o debe decirse, por más que de su sola enunciación broten cataratas de palabras que tienden a una incoherencia aún mayor, a una gratuidad tanto más dolorosa. Esta entrada, por lo tanto, no debería haberse escrito. Pero así es todo: imposible.

 

-III-

Una vez, en 2012 —un año de todos los demonios, y de todos los ángeles— armé un libro de poemas titulado Imposibilidad de cornejas que contenía cuatro composiciones largas. Apunto sus títulos: Pesca de sirenas, Lo que dice la cabeza parlante, Electrocución de un elefante, Optograma. Presidiendo, en alemán, la cita de Kafka. En los poemas, una búsqueda sin término y sin éxito de eso mismo, de lo inexplorable, de lo incartografiable, de lo que no se sabe decir, de lo que no sabe ser dicho. Un derelicto más en la larga colección de los libros de los sueños. Una arqueología.

 

-IV-

En otra ocasión, cuando ya estaba decididamente sumergido en la escritura magmática en la que sigo a duras penas buceando en busca de no se sabe ya qué perlas —pesca de sirenas—, esa escritura fragmentaria y persistente, que tanto debe a los Cuadernos en octavo de Kafka, al Libro del desasosiego de Pessoa, esa escritura que no acumula ladrillos con vistas a no se sabe qué torre de Babel por construir en un futuro imprevisible, sino más bien escombros de un derrumbe prenatal, intrazable, de un terremoto cuyo estruendo reverbera en cada gesto del escribiente, que se quisiera a ratos autómata de Jaquet-Droz para escribir sin miedo Je pense donc je suis —y Pris hace los coros de ese atrevimiento—, en otra ocasión, digo, anoté: El juicio final iba realizándose de manera sucesiva en todas las habitaciones del hotel. Y entonces miré al cielo: se había llenado de cornejas y se estaba haciendo añicos.

 

-V-

Cada día, al menos esos días en los que la fortuna quiere que me siente a la mesa para escribir, me engaño con proyectos infinitos, con planes progresivamente más demenciales para el asalto a la inexpugnable fortaleza de la Novela Definitiva, me contradigo —contengo multitudes, diría Whitman, pero no yo, yo estoy cada vez más hueco, mis palabras, cuando me aventuro a declamar en voz alta, resuenan como en una tinaja y persevero en este conatus, en esta autoimpuesta tarea interminable que sólo en las ocasiones más faustas podría seguir llamándose escribir, pues los nombres importan. De esas jornadas, de esos periplos retorno a veces, si los dioses han sido propicios, a la vida cotidiana, a sus sofás, sus televisores, su metro o sus aulas, con dos o tres piedras de extraño brillo, substitutas de esas perlas que se esconden en las ostras de los baúles de Pessoa sumergidos en los transatlánticos hundidos de Rilke. Esas joyas a medio desbastar coinciden exactamente con lo contrario que iba a escribir cuando las escribía, van exactamente en la dirección opuesta, son inesperadas, como visitas en la noche de fantasmas que ni siquiera son de nuestra familia. Pequeños relatos que hablan de un cielo hecho añicos. Poemas mínimos que ordenan piensa en la resurrección. Enunciados que sólo en caso de extrema necesidad cabría calificar de aforismos. Fragmentos, en suma, magma, en suma, moho, en suma. Y por esos textos daría, doy, daré la vida.

 

-VI-

No siempre fue así. Hubo tiempos en los que creía en el poema, un poema de decenas de líneas, en los que creía en una novela que empezaba por el principio y acababa por el final, con todas las estaciones del recorrido perfectamente señaladas, y donde el bolígrafo avanzaba sin despistarse montado en los raíles del optimismo, aunque fuera hasta Kalda. Pero un día leí los Cuadernos en octavo de Kafka, y supe que existe una meta, pero no un camino: lo que llamamos camino es vacilación.

 

-VII-

Ah, sí, recuerdo muy bien el momento. Yo fui amamantado literariamente con leche de Kafka esa leche negra del alba de Celan, me paseé por el barrio yendo hacia el colegio con un libro de Kafka en las manos. Leí sus novelas. Un día, cuando aún tenía que ir con mi madre y mi hermano de compras, tardé horas en decidir qué libro me llevaba a casa, para su enfado. Elegí finalmente América de Kafka —América es el título de Max Brod, la novela, inconclusa como todas, se publica ya como El desaparecido—: yo debía de tener trece, catorce años. En la edición de El castillo —siempre en El Libro de Bolsillo de Alianza Editorialhabía una gran K en la portada: mi inicial desde entonces, la de mi verdadero nombre. Leí y leí a Kafka hasta pulverizarme los ojos —sí, Alejandra Pizarnik y aprendí en qué consistía el infinito, pues en cada palabra, y sobre todo en los intersticios entre las palabras anidaba un infinito de lecturas, un enjambre de cornejas que había que tener cuidado de no alarmar, pues, es sabido, una sola corneja podría destruir el cielo, y yo era un Atlas aún tan joven...

 

-VIII-

Ah, sí, recuerdo muy bien el momento. Yo tenía veinte años, había empezado a estudiar alemán para poder leer a Kafka en alemán así le contestaba a mis profesoras cuando me preguntaban por mis razones, y era cierto y en la biblioteca del Goethe Institut mi nomadismo encontraría siempre un caravanseray propicio en cada biblioteca que me saliera al paso cogí un tomo de las Obras completas de Kafka y había en ella textos que yo no conocía, porque aún no habían sido publicados por Alianza, aún no eran libros de bolsillo que comprar en una librería de aquellas por las que ya me paseaba solo, y tanto. Poco después me compré los Cuadernos en octavo en inglés —no los podía conseguir en castellano, también me compré las Cartas a Felice en francés, en París, en Gibert Joseph, cuando no conseguía reunir los tres tomos de la traducción castellana: ávido de tenerlo todo de Kafka y luego salieron por fin en Alianza, y luego Galaxia Gutenberg publicó las Obras completas, salvo las cartas, y tuve al fin toda esa cueva de Alí Babá atestada de joyas de colores imposibles de describir.

 

-IX-

Ahí vinieron las cornejas, y otras faunas igualmente mitológicas (ocultos bajo los faldones del mantel que cubre el altar, somos víctimas a la espera):

 

Los leopardos entran en el templo y beben hasta vaciarlos los cálices de las ofrendas. Esto se repite una y otra vez. Al final puede contarse con que lo volverán a hacer y pasa a convertirse en parte de la ceremonia.

 

Hay escrituras extremas que chirrían en una región de las vísceras que no puede determinarse. Hay escrituras extremas que ululan provocándonos un terror inexpresable. Hay escrituras extremas que suenan como un theremin destemplado y nos hablan de los planetas exteriores. Hay otras que resuenan como coros celestiales en un firmamento de iglesia románica. Hay otras en las que nos reconocemos íntimamente, por las que ya nos hemos paseado en esos sueños de justo antes del despertar, los que se nos quedan en la punta de la lengua. Y luego está Kafka.

 

-X-

Algunos de esos textos fueron compuestos en el otoño de 1917. En agosto había aparecido la sangre, el primer indicio de la tuberculosis, que Kafka señaló como un cumplimiento y como una liberación —ése es el punto al que hay que llegar— y que condujo a la separación definitiva de Felice hace unos años, ya lo saben, escribí todo un libro sobre K. y Felice, que hacía eco con el decisivo de Canetti, El otro proceso, pero de Canetti hablaré en un momentoy a un obligado cambio de régimen de vida que en primera instancia condujo a Franz a una estancia junto a su hermana Ottla en el campo, en Zürau, o Siřem si queremos decirlo en checo, donde escribió en sus cuadernos en octavo un conjunto de textos que no podemos calificar de otro modo que alucinantes. Después, seleccionó de entre ellos una centena, constituyendo un conjunto que quedó inédito y que pasó a llamarse Aforismos de Zürau, si bien no todos fueron escritos allí, o, en el atrevimiento irritante del titulador Max Brod, Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino verdadero. Las cornejas graznan furiosamente al oír ese título.

 

-XI-

Kafka cumple en unos meses cien años de muerto. El 3 de junio de 1924 en Kierling, Austria, llegaba a término el desigual partido que había inaugurado aquella mancha de sangre en el pañuelo de siete años antes. El 3 de junio de 2024 quedarán 18 días para que yo tenga sesenta años. Mi nacimiento ni siquiera está a mitad de camino: cuando yo nací Kafka había muerto menos años antes de los años que han pasado de mi nacimiento aquí. Kafka y yo somos contemporáneos. Lo cual no quiere decir nada, pues Kafka significa precisamente infinito.

 

-XII-

Quizás por esa efemérides, bienvenida, empezarán a aparecer publicaciones que permitirán que engrose mis ya bien nutridos anaqueles kafkianos. La primera de ellas, que ya está en las librerías, es una bella edición de Acantilado siendo de Acantilado, ya se sabe que es bella siempre de los Aforismos de Zürau, bajo el título que, imagino, se pretende catchy de Tú eres la tarea que, claro, proviene de uno de ellos. En la portada, una foto de Kafka con Ottla en Zürau. Sonrientes ambos. La foto se ha teñido de azul. El diseño es impecable, como siempre. Dentro, los textos se acompañan con un prólogo y un análisis aforismo por aforismo de Reiner Stach, el autor de una monumental biografía de Kafka. Por supuesto, apenas vi el libro en la mesa de novedades, lo compré. Fue el sábado pasado, en Zaragoza, en Cálamo, una de las dos librerías la otra es, por supuesto, Antígona que nunca dejo de visitar cuando voy por allí. Lo he ido leyendo esta semana, sobre todo en el metro. Me interesan más bien poco los comentarios, y no soy especialmente partidario de algunas traducciones, pero la aparición de este libro me ha permitido recordar algo que en realidad no olvido, sino que sólo soslayo: sigo viviendo en el país de Kafka, nunca saldré de él, el ferrocarril a Kalda no pasa nunca, y sería hermoso poder acometer esa tarea interminable de la lectura infinita de Kafka, de la exploración de cada uno de esos meandros, de la consagración a una alta escolástica kafkiana, a la que yo, modesto sacerdote en un convento que se parece en todo al Castillo del Conde Westwest, me sometería como a un suplicio gozoso.

 

-XIII-

Por algún motivo que se me escapa, las cornejas en la edición de Acantilado se han transformado en grajos. Mi ornitología es básica hasta la indigencia, y cuando uno traduce nombres de animales o plantas a otros idiomas se da cuenta de que no hay un verdadero solapamiento entre los vocablos, y que la imprecisión es casi inevitable. Krähe, el término alemán, parece identificar a los córvidos en general, así que corneja, o grajo, o simplemente cuervo, podrían ser opciones válidas, pero, aunque grajo en castellano resuena mejor fonéticamente con ese substantivo que parece sugerir la onomatopeya del graznido, no puedo renunciar a mis cornejas. No después de tanto tiempo, después de verlas revolotear tanto por mis cuadernos. Y en cuanto al cuervo, mejor dejémoslo para Poe.

 

-XIV-

Kafka escribió, es sabido, interminablemente, en una escritura igualmente magmática, que sólo arbitrariamente se divide en diarios o relatos. Canetti escribió mucho sobre Kafka Galaxia Gutenberg publicó hace poco un volumen reuniendo todos sus apuntes sobre el checo, incluyendo su lúcido El otro proceso que me sirvió tanto para entender la magnitud de esa novela llamada Cartas a Felice— y también escribió sobre la escritura de diarios. Diálogo con el interlocutor cruel se llama ese texto impagable. En esos pugilatos nos agotamos los escritores clandestinos, que no cesamos de murmurar, como el Océano de Solaris.

 

-XV-

La circunstancia afortunada de que en 1981 le concedieran a Elias Canetti el Premio Nobel de Literatura merecidísimo, pero también extraño, pues Canetti es, sin duda, un escritor peculiarhizo que justo en los años en los que yo iba a la Universidad o al Goethe en metro, cada día, pudiera tener muchos libros de Canetti que leer, y entre ellos sus aforismos, que constituyen otra de esas colecciones inagotables a las que poder acudir siempre. A menudo practico una bibliomancia con el tomo de las Obras completas de Canetti también en Galaxia Gutenberg que reúne todos esos tesoros de breves líneas: abro el libro por cualquier página al azar y leo. Siempre acierto. Lo hago ahora, para completar la entrada: No nos libramos al punto de una palabra que se haya vuelto peligrosa. Antes tenemos que torturarnos largo tiempo utilizándola indebidamente. ¿Se dan cuenta? Funciona siempre.

 

-XVI-

Si practico esa mancia con el Sobre Kafka, de Canetti obtengo esto:

 

La hipnosis de este siglo se llama Kafka.

Es la hipnosis verdadera, y también existe la falsa, que no nombro, pues la han nombrado ya hasta la saciedad.

Pero la hipnosis Kafka, que es la verdadera, es muy tenaz. Aún no ha disminuido en mí, solo a veces siento que podría disminuir.

 

No, Elias, no disminuye.

 

-XVII-

En los apuntes del llamado Cuaderno en octavo G, escritos en Zürau, donde están las cornejas y los leopardos, a veces Kafka incluye fechas. Cuando escribe el día siguiente al 30 de noviembre de 1917 por error fecha esos fragmentos el 31 de noviembre. Así quedan datados, ya para siempre. Es ahí, a esa estación de metro llamada 31 de noviembre ¿qué batalla inmortal, qué revolución conmemorará esa fecha de un universo paralelo? a donde nos conduce la lectura de Kafka, ahí es donde se encuentra el monasterio. Leemos en el monasterio el santoral del día: Qué ridículamente te has enjaezado para este mundo. Y cómo decirnos que no fuimos nosotros quienes nos enjaezamos, ni quienes nos engancharon al tiro, ni quienes nos golpearon con el látigo, cómo decirnos que somos, como mucho, palabras.

 

-XVIII-

Al fondo, quizás Pascal. Para mí fue sobre todo Bernardo Soares, ya lo he dicho. Cioran también, a ratos. Es necesario proveerse de un breviario, en el que poder encontrar las enseñanzas apropiadas para sobrellevar esta travesía que nos conduce desde la oficina del nacimiento a la oficina de la muerte. Miro las notas que tomé antes de empezar esta redacción, las que decían de qué quería escribir. No me falta casi nada, me parece. Y sin embargo... Nada puede ser dicho, y si algo pudiera ser dicho, no debería decirse. Por la esquina del cielo asoma la cabeza de una corneja. No nos queda mucho tiempo.

 

-XIX-

Yo que tantos hombres he sido, no he sido nunca Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach, escribía Borges en el Museo de El hacedor por boca de su heterónimo instantáneo Gaspar Camerarius. Yo, que tantos hombres he sido, apenas he podido ser Josef K., vencido por el cansancio de un Odiseo que no acaba de encontrar la puerta de Troya, obturada acaso por un enorme caballo de madera. Los nombres importan. Yo fui Josef K. una vez, cuando era muy joven, y escribí una especie de columna de una especie de fanzine que titulé Der Prozeß —la ortografía correcta parece ser ahora Proceß—, me bauticé así, jugando con fuego, acepté como heterónimo a un oficinista perdido en un laberinto que era y no era el de sus propias vísceras. Lo demás fue inevitable: cuando me preguntaron mi nombre contesté así, ya no me daba tiempo a ser otro. Si me preguntan ahora, creo que ni siquiera diría Josef, me limitaría a contestar K., la inicial de mi verdadero apellido, Krähe, corneja.

 

-XX-

Yo, que tanto he sido Josef K., en cuyo abrazo de palabras desfalleció acaso quién lo recuerda ya una Matilde Urbach de la que Borges no pudo saber nada, me levanto ahora de la silla, salgo del sótano de escribir en donde no cabe ninguna Felice, me arreglo el nudo de la corbata, ando a grandes zancadas por una ciudad que se llama Praga y es Madrid, me sitúo en el centro exacto, que se llama Zürau, o Siřem si queremos decirlo en checo, empiezo a batir mis alas negras, alzo el vuelo y me dirijo al cielo, porque el cielo es algo que debe ser destruido. Y si es verdad que cielo significa imposibilidad de cornejas, mi vuelo, sostenido hasta el agotamiento, me permitirá llegar entonces a ese detrás del firmamento, a esa tramoya donde los dioses juegan sus solitarios, a esos despachos de paredes desconchadas donde, en grandes archivos, se almacenan las fichas de todos los nacidos, a esa biblioteca infinita donde las obras de Kafka se leen interminablemente, en silencio, durante una eternidad así justificada. Pues sólo hay una meta, pero no hay camino. Todo camino es vacilación.


 [Por si alguien está interesado, ésta es la dirección de YouTube donde puede encontrarse completa mi conferencia sobre "El ojo cortado" del pasado lunes: https://www.youtube.com/watch?v=XZp5PgyOqRo]

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