A
partir de un cierto punto ya no hay vuelta atrás. Ése es el punto al que hay
que llegar.
FRANZ
KAFKA, 20.X.1917
-I-
He
aquí un ejemplo casi insuperable de escritura
extrema:
Las
cornejas sostienen que una sola corneja podría destruir el cielo. Esto es
indudable, pero no prueba nada contra el cielo, ya que cielo significa justamente imposibilidad
de cornejas.
-II-
Nada
puede o debe decirse de un texto en el que lo que se está tocando ya —por el lado de afuera— es la frontera de
lo inexpresable. Nada puede o debe decirse, por más que de su sola enunciación
broten cataratas de palabras que tienden a una incoherencia aún mayor, a una
gratuidad tanto más dolorosa. Esta entrada, por lo tanto, no debería haberse
escrito. Pero así es todo: imposible.
-III-
Una
vez, en 2012 —un año de todos los demonios, y de todos los ángeles— armé un
libro de poemas titulado Imposibilidad de
cornejas que contenía cuatro composiciones largas. Apunto sus títulos: Pesca de sirenas, Lo que dice la cabeza parlante, Electrocución
de un elefante, Optograma.
Presidiendo, en alemán, la cita de Kafka. En los poemas, una búsqueda sin
término y sin éxito de eso mismo, de lo inexplorable, de lo incartografiable,
de lo que no se sabe decir, de lo que no sabe ser dicho. Un derelicto más en la
larga colección de los libros de los sueños. Una arqueología.
-IV-
En otra ocasión, cuando ya estaba decididamente sumergido en la escritura magmática en la que sigo a duras penas buceando en busca de no se sabe ya qué perlas —pesca de sirenas—, esa escritura fragmentaria y persistente, que tanto debe a los Cuadernos en octavo de Kafka, al Libro del desasosiego de Pessoa, esa escritura que no acumula ladrillos con vistas a no se sabe qué torre de Babel por construir en un futuro imprevisible, sino más bien escombros de un derrumbe prenatal, intrazable, de un terremoto cuyo estruendo reverbera en cada gesto del escribiente, que se quisiera a ratos autómata de Jaquet-Droz para escribir sin miedo Je pense donc je suis —y Pris hace los coros de ese atrevimiento—, en otra ocasión, digo, anoté: El juicio final iba realizándose de manera sucesiva en todas las habitaciones del hotel. Y entonces miré al cielo: se había llenado de cornejas y se estaba haciendo añicos.
-V-
Cada
día, al menos esos días en los que la fortuna quiere que me siente a la mesa
para escribir, me engaño con
proyectos infinitos, con planes progresivamente más demenciales para el asalto
a la inexpugnable fortaleza de la Novela Definitiva, me contradigo —contengo multitudes, diría Whitman, pero no yo, yo
estoy cada vez más hueco, mis palabras, cuando me aventuro a declamar en voz
alta, resuenan como en una tinaja— y
persevero en este conatus, en esta
autoimpuesta tarea interminable que sólo en las ocasiones más faustas podría
seguir llamándose escribir, pues los
nombres importan. De esas jornadas,
de esos periplos retorno a veces, si los dioses han sido propicios, a la vida
cotidiana, a sus sofás, sus televisores, su metro o sus aulas, con dos o tres
piedras de extraño brillo, substitutas de esas perlas que se esconden en las
ostras de los baúles de Pessoa sumergidos en los transatlánticos hundidos de
Rilke. Esas joyas a medio desbastar coinciden exactamente con lo contrario que
iba a escribir cuando las escribía, van exactamente en la dirección opuesta,
son inesperadas, como visitas en la noche de fantasmas que ni siquiera son de
nuestra familia. Pequeños relatos que hablan de un cielo hecho añicos. Poemas
mínimos que ordenan piensa en la
resurrección. Enunciados que sólo en caso de extrema necesidad cabría calificar
de aforismos. Fragmentos, en suma, magma, en suma, moho, en suma. Y por esos
textos daría, doy, daré la vida.
-VI-
No
siempre fue así. Hubo tiempos en los que creía en el poema, un poema de decenas
de líneas, en los que creía en una novela que empezaba por el principio y
acababa por el final, con todas las estaciones del recorrido perfectamente
señaladas, y donde el bolígrafo avanzaba sin despistarse montado en los raíles
del optimismo, aunque fuera hasta Kalda. Pero un día leí los Cuadernos en octavo de Kafka, y supe que
existe una meta, pero no un camino: lo
que llamamos camino es vacilación.
-VII-
Ah,
sí, recuerdo muy bien el momento. Yo fui amamantado literariamente con leche de
Kafka —esa leche negra del alba de Celan—,
me paseé por el barrio yendo hacia el colegio con un libro de Kafka en las
manos. Leí sus novelas. Un día, cuando aún tenía que ir con mi madre y mi
hermano de compras, tardé horas en decidir qué libro me llevaba a casa, para su
enfado. Elegí finalmente América de
Kafka —América es el título de Max
Brod, la novela, inconclusa como todas, se publica ya como El desaparecido—: yo debía de tener trece, catorce años. En la
edición de El castillo —siempre en El
Libro de Bolsillo de Alianza Editorial— había
una gran K en la portada: mi inicial
desde entonces, la de mi verdadero nombre. Leí y leí a Kafka hasta pulverizarme los ojos —sí, Alejandra
Pizarnik— y aprendí en qué consistía
el infinito, pues en cada palabra, y sobre todo en los intersticios entre las
palabras anidaba un infinito de lecturas, un enjambre de cornejas que había que
tener cuidado de no alarmar, pues, es sabido, una sola corneja podría destruir
el cielo, y yo era un Atlas aún tan joven...
-VIII-
Ah,
sí, recuerdo muy bien el momento. Yo tenía veinte años, había empezado a
estudiar alemán para poder leer a Kafka
en alemán —así le contestaba a
mis profesoras cuando me preguntaban por mis razones, y era cierto— y en la biblioteca del Goethe Institut
—mi nomadismo encontraría siempre un
caravanseray propicio en cada biblioteca que me saliera al paso— cogí un tomo de las Obras completas de Kafka y había en ella
textos que yo no conocía, porque aún
no habían sido publicados por Alianza, aún no eran libros de bolsillo que
comprar en una librería de aquellas por las que ya me paseaba solo, y tanto. Poco después
me compré los Cuadernos en octavo en inglés —no los podía conseguir en
castellano, también me compré las Cartas
a Felice en francés, en París, en Gibert Joseph, cuando no conseguía reunir
los tres tomos de la traducción castellana: ávido de tenerlo todo de Kafka— y luego salieron por fin en Alianza, y luego Galaxia Gutenberg
publicó las Obras completas, salvo
las cartas, y tuve al fin toda esa cueva de Alí Babá atestada de joyas de
colores imposibles de describir.
-IX-
Ahí
vinieron las cornejas, y otras faunas igualmente mitológicas (ocultos bajo los faldones del mantel que cubre el altar, somos víctimas a la espera):
Los
leopardos entran en el templo y beben hasta vaciarlos los cálices de las
ofrendas. Esto se repite una y otra vez. Al final puede contarse con que lo
volverán a hacer y pasa a convertirse en parte de la ceremonia.
Hay
escrituras extremas que chirrían en una región de las vísceras que no puede
determinarse. Hay escrituras extremas que ululan provocándonos un terror
inexpresable. Hay escrituras extremas que suenan como un theremin destemplado y nos hablan de los planetas exteriores. Hay
otras que resuenan como coros celestiales en un firmamento de iglesia románica.
Hay otras en las que nos reconocemos íntimamente, por las que ya nos hemos
paseado en esos sueños de justo antes del despertar, los que se nos quedan en la punta de la lengua. Y luego está
Kafka.
-X-
Algunos
de esos textos fueron compuestos en el otoño de 1917. En agosto había aparecido
la sangre, el primer indicio de la
tuberculosis, que Kafka señaló como un cumplimiento y como una liberación —ése es el punto al que hay que llegar— y
que condujo a la separación definitiva de Felice —hace unos años, ya lo saben, escribí todo un libro sobre K. y
Felice, que hacía eco con el decisivo de Canetti, El otro proceso, pero de Canetti hablaré en un momento— y a un obligado cambio de régimen de
vida que en primera instancia condujo a Franz a una estancia junto a su hermana
Ottla en el campo, en Zürau, o Siřem
si queremos decirlo en checo, donde escribió en sus cuadernos en octavo un
conjunto de textos que no podemos calificar de otro modo que alucinantes. Después, seleccionó de
entre ellos una centena, constituyendo un conjunto que quedó inédito y que pasó
a llamarse Aforismos de Zürau, si
bien no todos fueron escritos allí, o, en el atrevimiento irritante del titulador Max Brod, Consideraciones acerca del pecado, el dolor, la esperanza y el camino
verdadero. Las cornejas graznan furiosamente al oír ese título.
-XI-
Kafka
cumple en unos meses cien años de muerto. El 3 de junio de 1924 en Kierling,
Austria, llegaba a término el desigual partido que había inaugurado aquella
mancha de sangre en el pañuelo de siete años antes. El 3 de junio de 2024 quedarán
18 días para que yo tenga sesenta años. Mi nacimiento ni siquiera está a mitad
de camino: cuando yo nací Kafka había muerto menos años antes de los años que
han pasado de mi nacimiento aquí. Kafka y yo somos contemporáneos. Lo cual no
quiere decir nada, pues Kafka
significa precisamente infinito.
-XII-
Quizás
por esa efemérides, bienvenida, empezarán a aparecer publicaciones que
permitirán que engrose mis ya bien nutridos anaqueles kafkianos. La primera de
ellas, que ya está en las librerías, es una bella edición de Acantilado —siendo de Acantilado, ya se sabe que es
bella siempre— de los Aforismos de Zürau, bajo el título que,
imagino, se pretende catchy de Tú eres la tarea que, claro, proviene de
uno de ellos. En la portada, una foto de Kafka con Ottla en Zürau. Sonrientes
ambos. La foto se ha teñido de azul. El diseño es impecable, como siempre.
Dentro, los textos se acompañan con un prólogo y un análisis aforismo por
aforismo de Reiner Stach, el autor de una monumental biografía de Kafka. Por
supuesto, apenas vi el libro en la mesa de novedades, lo compré. Fue el sábado
pasado, en Zaragoza, en Cálamo, una de las dos librerías —la otra es, por supuesto, Antígona— que nunca dejo de visitar cuando voy por allí. Lo he ido leyendo
esta semana, sobre todo en el metro. Me interesan más bien poco los
comentarios, y no soy especialmente partidario de algunas traducciones, pero la
aparición de este libro me ha permitido recordar algo que en realidad no
olvido, sino que sólo soslayo: sigo viviendo en el país de Kafka, nunca saldré
de él, el ferrocarril a Kalda no pasa nunca,
y sería hermoso poder acometer esa tarea interminable de la lectura infinita de
Kafka, de la exploración de cada uno de esos meandros, de la consagración a una
alta escolástica kafkiana, a la que
yo, modesto sacerdote en un convento que se parece en todo al Castillo del
Conde Westwest, me sometería como a un suplicio gozoso.
-XIII-
Por
algún motivo que se me escapa, las cornejas en la edición de Acantilado se han
transformado en grajos. Mi
ornitología es básica hasta la indigencia, y cuando uno traduce nombres de
animales o plantas a otros idiomas se da cuenta de que no hay un verdadero
solapamiento entre los vocablos, y que la imprecisión es casi inevitable. Krähe, el término alemán, parece
identificar a los córvidos en
general, así que corneja, o grajo, o simplemente cuervo, podrían ser opciones
válidas, pero, aunque grajo en
castellano resuena mejor fonéticamente con ese substantivo que parece sugerir
la onomatopeya del graznido, no puedo renunciar a mis cornejas. No después de
tanto tiempo, después de verlas revolotear tanto por mis cuadernos. Y en cuanto
al cuervo, mejor dejémoslo para Poe.
-XIV-
Kafka
escribió, es sabido, interminablemente, en una escritura igualmente magmática,
que sólo arbitrariamente se divide en diarios
o relatos. Canetti escribió mucho
sobre Kafka —Galaxia Gutenberg
publicó hace poco un volumen reuniendo todos sus apuntes sobre el checo,
incluyendo su lúcido El otro proceso
que me sirvió tanto para entender la magnitud de esa novela llamada Cartas a
Felice— y también escribió sobre la escritura de diarios. Diálogo con el interlocutor cruel se
llama ese texto impagable. En esos pugilatos nos agotamos los escritores
clandestinos, que no cesamos de murmurar, como el Océano de Solaris.
-XV-
La
circunstancia afortunada de que en 1981 le concedieran a Elias Canetti el
Premio Nobel de Literatura —merecidísimo,
pero también extraño, pues Canetti
es, sin duda, un escritor peculiar— hizo
que justo en los años en los que yo iba a la Universidad —o al Goethe— en metro,
cada día, pudiera tener muchos libros de Canetti que leer, y entre ellos sus
aforismos, que constituyen otra de esas colecciones inagotables a las que poder
acudir siempre. A menudo practico una bibliomancia
con el tomo de las Obras completas de
Canetti —también en Galaxia Gutenberg— que reúne todos esos tesoros de breves
líneas: abro el libro por cualquier página al azar y leo. Siempre acierto.
Lo hago ahora, para completar la entrada: No
nos libramos al punto de una palabra que se haya vuelto peligrosa. Antes
tenemos que torturarnos largo tiempo utilizándola indebidamente. ¿Se dan
cuenta? Funciona siempre.
-XVI-
Si
practico esa mancia con el Sobre Kafka,
de Canetti obtengo esto:
La
hipnosis de este siglo se llama Kafka.
Es
la hipnosis verdadera, y también existe la falsa, que no nombro, pues la han
nombrado ya hasta la saciedad.
Pero
la hipnosis Kafka, que es la verdadera, es muy tenaz. Aún no ha disminuido en
mí, solo a veces siento que podría disminuir.
No,
Elias, no disminuye.
-XVII-
En
los apuntes del llamado Cuaderno en
octavo G, escritos en Zürau, donde están las cornejas y los leopardos, a
veces Kafka incluye fechas. Cuando escribe el día siguiente al 30 de noviembre
de 1917 por error fecha esos fragmentos el
31 de noviembre. Así quedan datados, ya para siempre. Es ahí, a esa
estación de metro llamada 31 de noviembre —¿qué
batalla inmortal, qué revolución conmemorará esa fecha de un universo paralelo?— a donde nos conduce la lectura de
Kafka, ahí es donde se encuentra el monasterio. Leemos en el monasterio el
santoral del día: Qué ridículamente te
has enjaezado para este mundo. Y cómo decirnos que no fuimos nosotros
quienes nos enjaezamos, ni quienes nos engancharon al tiro, ni quienes nos
golpearon con el látigo, cómo decirnos que somos, como mucho, palabras.
-XVIII-
Al
fondo, quizás Pascal. Para mí fue sobre todo Bernardo Soares, ya lo he dicho.
Cioran también, a ratos. Es necesario proveerse de un breviario, en el que
poder encontrar las enseñanzas apropiadas para sobrellevar esta travesía que
nos conduce desde la oficina del nacimiento a la oficina de la muerte. Miro las
notas que tomé antes de empezar esta redacción, las que decían de qué quería
escribir. No me falta casi nada, me parece. Y sin embargo... Nada puede ser
dicho, y si algo pudiera ser dicho, no debería decirse. Por la esquina del
cielo asoma la cabeza de una corneja. No nos queda mucho tiempo.
-XIX-
Yo que tantos hombres
he sido, no he sido nunca Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach,
escribía Borges en el Museo de El hacedor por boca de su heterónimo
instantáneo Gaspar Camerarius. Yo, que tantos hombres he sido, apenas he podido
ser Josef K., vencido por el cansancio de un Odiseo que no acaba de encontrar
la puerta de Troya, obturada acaso por un enorme caballo de madera. Los nombres importan. Yo fui Josef K.
una vez, cuando era muy joven, y escribí una especie de columna de una especie
de fanzine que titulé Der Prozeß —la
ortografía correcta parece ser ahora Proceß—,
me bauticé así, jugando con fuego,
acepté como heterónimo a un oficinista perdido en un laberinto que era y no era
el de sus propias vísceras. Lo demás fue inevitable: cuando me preguntaron mi
nombre contesté así, ya no me daba tiempo a ser otro. Si me preguntan ahora,
creo que ni siquiera diría Josef, me
limitaría a contestar K., la inicial
de mi verdadero apellido, Krähe,
corneja.
-XX-
Yo,
que tanto he sido Josef K., en cuyo abrazo de palabras desfalleció acaso —quién lo recuerda ya— una Matilde Urbach de la que Borges no
pudo saber nada, me levanto ahora de la silla, salgo del sótano de escribir en
donde no cabe ninguna Felice, me arreglo el nudo de la corbata, ando a grandes
zancadas por una ciudad que se llama Praga y es Madrid, me sitúo en el centro
exacto, que se llama Zürau, o Siřem
si queremos decirlo en checo, empiezo a batir mis alas negras, alzo el vuelo y
me dirijo al cielo, porque el cielo es
algo que debe ser destruido. Y si es verdad que cielo significa imposibilidad
de cornejas, mi vuelo, sostenido hasta el agotamiento, me permitirá llegar
entonces a ese detrás del firmamento,
a esa tramoya donde los dioses juegan sus solitarios, a esos despachos de
paredes desconchadas donde, en grandes archivos, se almacenan las fichas de
todos los nacidos, a esa biblioteca infinita donde las obras de Kafka se leen
interminablemente, en silencio, durante una eternidad así justificada. Pues
sólo hay una meta, pero no hay camino. Todo camino es vacilación.
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