Le soleil noir de la mélancolie,
qui verse du rayons obscurs sur le front de l’ange revêur d’Albert Dürer.
GÉRARD DE NERVAL
-I-
Según
parece, el invierno de 1855 fue uno de los más crudos que se recuerdan en
París, que permaneció cubierta de nieve muchos días. Por sus calles se paseaba,
vagabundo, con la razón perdida, Gérard de Nerval, que no disponía ya de un
abrigo y trataba de combatir el frío duplicando el número de camisas y chalecos
que portaba encima. En octubre de 1854 había abandonado definitivamente la
clínica del Dr. Blanche en París, donde había permanecido desde agosto, tras la
vuelta de su viaje postrero a Alemania, hacia donde partió en mayo de 1854,
justamente tras un alta en esa misma clínica, en la que permanecía desde 1853.
Antes
había habido otros muchos internamientos en esa y otras casas de salud, desde la primera crisis, que se desencadenó en febrero
de 1841, cuando contaba 32 años de edad, a su vuelta a París tras una estancia
poco afortunada en Bruselas. En esa ocasión Gérard se plantó en medio de la
calle en uno de sus paseos parisinos y parsimoniosamente fue quedándose
completamente desnudo.
Ese
episodio se reconstruye, estilizadamente —se conserva un borrador más explícito
en datos y ubicaciones— en el comienzo de su obra maestra, Aurélia, ou La rêve et la vie, cuya primera parte apareció el 1 de
enero de 1855 publicada en la Revue de
Paris. La continuación estaba anunciada para quince días después, pero no
fue publicada hasta el 15 de febrero. Para entonces ya era póstuma.
-II-
De
entre las faraónicas reformas acometidas por Haussmann en París una, claramente
muy menor si se la compara con la apertura de grandes bulevares a prueba de
barricadas, fue la eliminación de unas cuentas callejas que se hallaban en las
inmediaciones del Châtelet, junto a la Tour
de Saint Jacques, al lado de la rue de Saint Martin, donde había estado el
hogar de Gérard en la infancia. Una de las calles ahora inexistentes, que
ocupaba un espacio de lo que luego fue el Teatro de la Villa, tenía el
peregrino nombre de Rue de la
Vieille-Lanterne. Fue ahí donde Gérard decidió, la madrugada del 26 de enero
de 1855, quitarse la vida.
Según
la describe Alexandre Dumas en un obituario de su amigo Nerval, era una calle a
la que se accedía descendiendo por unas escaleras, y parecía más bien un
colector de alcantarilla. Ahí, en los barrotes de una ventana, junto al taller
de un cerrajero, Nerval anudó una cuerda de la que se colgó en la gélida noche
parisina. Las leyendas, nacidas inmediatamente, quisieron que lo que le apretó
el cuello hasta la muerte fuera acaso la liga de alguna de sus amores
fracasados. También alguien lanzó la hipótesis de un asesinato, que vendría
justificada por la permanencia en la cabeza de Nerval de su sombrero, que la
agitación de la agonía no había hecho caer.
Todo
fue, seguramente, más banal. Nerval, que llevaba décadas luchando con un
trastorno mental que antecede a su definición psiquiátrica, sin dinero, sin
hogar, muerto de frío, diría —al parecer, no tan paradójicamente, en una de las
frases de euforia de su enfermedad maniaco-depresiva— aquí estará bien y el resto fue ya una cuestión logística, que
incluyó exequias —y la discusión sobre quiénes las pagaban—, elogios fúnebres,
atestados que justificaran que se quitó la vida en un acto de locura y que por
ello su cuerpo podía recibir honras postreras en la Catedral de Notre Dame y
una tumba en el cementerio del Este, hoy Père Lachaise.
Aparentemente,
llevaba encima algunas cuartillas con fragmentos de la continuación de Aurélia, que le obsesionaba, y que había
comenzado como una recomendación del Dr. Blanche, quien le sugirió que
escribiese sobre sus crisis. Nerval se veía incapaz de concluir la obra, de estar
a la altura de la riqueza de los sueños y visiones que en ella incluye. A día
de hoy, la lectura de esa novelita,
que tiene tanto de autobiográfico, sigue provocando no se sabe qué
estremecimientos, que uno no puede descartar sin más con la socorridas palabras
la obra de un loco. O tal vez sí,
pero entonces...
-III-
Cuando
leí hace mucho tiempo por primera vez Aurelia,
en la edición de Olañeta —luego he vuelto repetidas veces sobre ella, ya en
francés—, de entre sus muchas imágenes, hubo una que se me quedó para siempre
en ese lugar de la mente donde uno almacena su colección de monstruos, su
pequeño zoológico de espantos gozosos. Aparece muy al comienzo de la obra, como
parte de uno de los sueños que Nerval —o el narrador que es y no es él, en esa
especie de autoficción, o informe que
es Aurélia— nos va presentando.
El
sueño habría tenido lugar una noche, tras el encuentro con una figura que el
narrador interpreta como la muerte de su
amada. Poco después aparecerá la visión de una estrella que le ordenará hacia Oriente, y de ese modo comenzará l’eponchement du songe dans la vie réelle.
La navegación en ese desbordamiento nos conduce, de la mano de Aurelia,
rediviva en el país de los sueños, pues muerta en la de la vigilia, a un descenso a los infiernos como el de
Dante.
Lo
que ve Gérard, o su narrador, en el sueño, es un vasto edificio con numerosas salas, una especie de gran Academia
o Biblioteca, donde se discute sobre autores griegos y latinos, y se imparten
conferencias de filosofía. En un momento dado, nuestro protagonista sale a
buscar su habitación en una hospedería llena de viajeros, plena de
escaleras, por cuyos incesantes pasillos se acaba perdiendo. Entonces
...al atravesar una de
las galerías centrales, me vi sorprendido de repente por un extraño
espectáculo. Un ser de tamaño desmesurado —hombre o mujer, no lo sé—
revoloteaba penosamente en la altura
y parecía debatirse entre espesas tinieblas. Carente de aliento y de fuerzas
acabó por caer, finalmente, en mitad del oscuro patio, desgarrando y ajando sus
alas a lo largo de los tejadillos y los balaustres. [Traducción de José-Benito
Alique, subrayado mío.]
Esa
criatura alada, que bien puede uno imaginar como un enorme abejorro pariente
del bicho en que se convierte Gregor
Samsa, agotada por el esfuerzo antinatural de tratar de subvertir la gravedad
de su corpachón sin duda destinado a la vida terrestre, cuando no subterránea,
me impactó desde la primera lectura, sí. Su papel en la trama —si hay tal— de
la historia es esencialmente nulo. La potencia de su, justamente, impotencia,
ese verle sucumbir en un sueño que
había comenzado en un lugar de sueño
de vastas salas de estudio, ese desgarrarse de sus alas, me producen aún hoy
una sensación de desasosiego y —por qué no— compasión,
que me lleva al borde de las lágrimas.
Visión
aterradora y también majestuosa, si Nerval la tuvo en uno de sus accesos de
locura, o en el viaje de cada noche por el país sin cartografiar del Sueño, o
si la concibió como el genial escritor que era, ese ángel gordo, esa criatura de nula elegancia, de pura fatiga, entra
por méritos propios en un cielo otro,
en el que las jerarquías angélicas que se anillan en torno al gran vacío
central de la ausencia de todo Creador y entonan cantos que acaso son aullidos
de desamparo, tienen que hacerle un hueco entre sus filas, junto con otros
seres anómalos, gigantescos, débiles, funestos, otros pájaros del alma que ya
no son albatros, sino torpes dodos.
Porque
sí, hay una parentela, y Nerval nos la desvela inmediatamente, fijando
definitivamente la iconografía de lo que había sido justo hasta la última línea
citada, una criatura desafortunada:
Pude contemplarlo
durante un instante. Parecía teñido con tintes bermejos y sus alas brillaban
con mil reflejos cambiantes. Vestido con un ropaje largo de vetustos pliegues,
se parecía al ángel de la Melancolía de Albrecht Dürer...
Y
entonces, ante esta visión de un ángel
torpe y caído, de un ser masivo que se ha derrumbado ante sus ojos de
soñador, éste no puede sino ponerse a gritar cris d’effroi y despertarse sobresaltado.
Aun
cuando uno sea un ciudadano de la Nación Melancólica, a la que nos honramos
tantos en pertenecer, semejante espectáculo, sí, resulta difícil de soportar,
sobre todo porque sabemos lo que significa.
-IV-
¿Es
un ángel la figura alada del grabado Melencolia
I de Dürer, que fue ejecutado en 1514 y que ha sido reproducido hasta la
saciedad, con su abigarrada reunión de objetos, su propuesta de infinitos
acertijos, su rara composición que incluye, al fondo, unos lejos de mar en el cielo del poniente? ¿Es varón o hembra, si tales
distinciones son pertinentes —Nerval dice justamente que homme ou femme, je ne sais? Preguntas fútiles. Lo que sí sabemos de
esa figura es que es enorme, y su mirada es sombría, y sobre su frente caen los
rayos del sol negro que Nerval fue el
primero en bautizar, y que sostiene la cabeza desalentada con su mano
izquierda, como se supo siempre que hacían los melancólicos, para acallar el
zumbido de sus oídos, un murmurar continuo que les —que nos— recuerda la pérdida
que no saben, que no podemos ya ubicar en ninguna región del tiempo.
Lo
que también sabemos es que el ángel, o la ángela, o el pájaro del alma, o el monstruoso pterodáctilo, cuya mirada se
pierde en un fuera de cuadro donde,
acaso, no quepan ya más instrumentos de medida, o cuadrados mágicos, o cuerpos
geométricos, es que esa figura desmesurada que vino a visitar el sueño del peregrino de Aurélia, está sentada y sostiene en su mano derecha un compás.
No
parece fácil distinguir una hoja de papel, o una tablilla de arcilla sumeria, o
ninguna otra superficie en la que los movimientos del compás se insccriban, y
sin embargo, parecería que, falto de pluma o estilete, el ángel empuña una de
las dos patas del compás, aquella que
tenía una puntita de mina de grafito, en los compases de la escuela —los míos,
de los que estaba tan orgulloso y a los que destrocé con tanta facilidad, me
los habían enviado desde Suiza—, mientras que en la otra lo que había era una
punzante aguja que dejaba siempre en la lámina la traza de un pequeño orificio,
de un pozo minúsculo por donde, inevitablemente, se escurría toda pretensión de
exactitud geográfica.
¿Qué
podremos escribir con un compás salvo círculos? ¿Cómo evitaremos que se nos
clave ese alfiler del otro brazo continuamente en la pierna, como la rastra del
relato de Kafka, grabándonos en letras de sangre el mensaje que no ha de ser
soslayado? ¿Qué podrá trazar ese mísero carbón de la mitad del compás que
aferramos, que no gire sobre sí mismo, que no se enrede en espirales, que no
repita una y otra vez su misma nada?
Ah,
sí, la escritura circular, inevitable, inútil, sin salida. La escritura de la
Melancolía. Quien la probó, lo sabe.
-V-
Algún
tiempo después, inesperadamente, volví a encontrar al ángel gordo en otra nueva advocación, aún más extrema. Ahora es el
25 de junio de 1914, han pasado, pues, menos de 60 años de su último vuelo.
Franz Kafka, a pocos días del decisivo viaje al encuentro de lo que, de manera
certera, denominó el tribunal de Berlín,
donde se iba a decidir el destino de su atrabiliario noviazgo con Felice —esas
palabras inspiran en buena medida a Canetti su lectura de El proceso como una transposición de la relación con la berlinesa—,
anota en su Diario un esbozo, un
fragmento de relato, de los muchos que pueden hallarse en esos diarios y
también en otros lugares, como los Cuadernos
en Octavo, que puede acaso pasar desapercibido en esa masa de apuntes geniales
y extraños. No se presenta como un sueño, no identifica al narrador, aunque sí
se desarrolla en primera persona.
Ese
yo dice encontrarse encerrado en su
cuarto, dando vueltas por él, desde primera hora de la mañana hasta ahora que anochece —sí, ahora anochece—, adquiriendo un
conocimiento perfecto y agotador de cada detalle de los objetos que contiene
esa habitación. En un momento dado se sitúa en el alfeizar de la ventana —cuidado,
el salto— y mira el cielo raso —incorporé ese término a mi vocabulario, lo recuerdo
bien, la primera vez que lo leí en Cortázar, aún hoy no sé si no tiene más
sentido decir simplemente techo, pero
ese cielo al alcance de la mano, propicio a vuelos rasantes, me parece sin duda más poético— de un cuarto que probablemente
sus movimientos pendulares y circulares habrían acabado por agitar.
En
efecto, empieza a producirse una especie de transformación cromática, como la
del irisado de las alas del ángel de Nerval. El cielo raso blanco se empieza a
teñir de violeta azulado, ese violeta se extiende desde el centro hacia los
lados, aparece entonces un amarillo, un dorado, todavía en pleno desenfoque, y
por encima, de algún modo, el techo se va haciendo transparente: lo que iba a advenir va cobrando forma. Ya parece
distinguirse un brazo, una espada de plata. Entonces, el narrador salta sobre
la mesa, arranca la bombilla que está en el centro geométrico del cuarto,
aparta los muebles, desplazándolos hacia las paredes, para hacer espacio a esa anunciación
inminente. Y
Desde una gran altura,
yo la había calculado mal, iba descendiendo lentamente en la penumbra un ángel
vestido con paños de color violeta azulado, ceñido por cordones dorados,
sostenido por unas grandes alas blancas, de un resplandor de seda; en su brazo
alzado tendía horizontalmente la espada. [Traducción de Andrés
Sánchez-Pascual.]
Ese
ángel que se amasa desde una especie
de paleta brutal, donde un creador sin identificar mezcla los tintes y los
dorados, se cierne sin que se sepa
bien por qué sobre nuestro jinete del alfeizar que entonces se dice: o sea, que era un ángel, y piensa el pobre ha debido estar persiguiéndome todo
el día y a mí me ha faltado fe para verlo. Expectante, espera su
anunciación: ahora me hablará.
Pero
entonces, ese ángel desmesurado que viene de un cielo inevitablemente raso sufre la más inesperada —y, para
mí, angustiosa— de las metamorfosis:
Pero cuando volví a
alzar la mirada, el ángel aún estaba allí, ciertamente suspendido a bastante
distancia por debajo del cielo raso, que había vuelto a cerrarse, pero no era un ángel viviente, sino uno de
esos mascarones de proa de madera pintada que cuelgan del techo en las tabernas
de marineros. Nada más. [Subrayado mío.]
Y
de repente estamos en Nantucket y nos vamos a ir a cazar a la ballena blanca, y
uno se imagina una talla basta, coloreada de manera burda, unos labios
demasiado rojos, unos ojos no bien ajustados al rostro, un ángel de pacotilla, hubiera dicho,
reverencialmente, Schulz, colgando del techo, no descendiendo de ningún
empíreo, acechando apenas, en su largo sueño de madera, al inquilino ocasional que sólo ahora, sólo cuando ha mirado
finalmente arriba desde su larga jornada de miradas horizontales que se
chocaban contra las baratijas y las paredes, ha reparado en él.
Pero
aún nos espera el último giro de guion
de este texto brevísimo e infinito. Nos dice Kafka que dice el narrador, acaso
el soñador, que en realidad ese mascarón se había adaptado para convertirlo en
una lámpara. La bombilla estaba destrozada, la penumbra aumentaba. Se subió a
la silla, colocó una vela sobre el pomo de la espada y simplemente se sentó, ya
tranquilo, ya no en la ventana que linda con un exterior profundamente
innecesario, y hasta bien entrada la noche le iluminó la débil luz del ángel.
-VI-
En
Vértigo, al comienzo de la sección Viaje del Dr. K a un sanatorio de Riva,
que narra el periplo italiano de Kafka durante 1913, W.G. Sebald, en uno de sus
deliciosos juegos intertextuales decide que, justamente la única noche que K.
pasó en Trieste tuvo ese sueño del ángel mascarón, el 14 de
septiembre de 1913, casi un año antes de que lo soñado se convirtiera en el
esbozo narrativo del cuaderno séptimo
del Diario. Pero añade algo
sorprendente,
En el hotel se tumba
en la cama, con las manos cruzadas detrás de la cabeza, mirando el techo. Desde
fuera, por entre las cortinas agitadas por una corriente de aire, en la
habitación se introducen gritos aislados, mecidos por el viento. El Dr. K. sabe
que en esta ciudad hay un ángel de bronce que acaba con la vida de los viajeros
procedentes del norte y ansía marcharse con todas sus fuerzas.
En
Duino, junto a Trieste, un año y pico antes, Rilke había recibido de los labios
del ángel los primeros versos de su Elegie
y nos lo había dejado claro: los ángeles
son terribles. Es apropiado que el
Dr. K. —bien lo sé yo, que tanto he sido el doctor ka— tema por su suerte cuando
hay ángeles enormes que vuelan por la bahía. Aunque quizás el juego sebaldiano —que
siempre tiene más vueltas de tuerca—
esconda aquí una alusión a Winckelmann, el historiador del arte, que fue
asesinado en Trieste por Francesco Arcangeli. Winckelmann, de Stendhal, en
homenaje al cual Henri Beyle, del que se ocupa la primera parte de Vértigo, eligió su seudónimo.
Puede
ser, pero estos divertimentos filológicos no son en el fondo relevantes. Lo que
para mí resulta estremecedor es la congruencia de mis vislumbres. Sebald,
que se convirtió, ya lo sabemos, en uno de mis monstruos sagrados casi
instantáneamente, ha reparado en el
ángel mascarón de Kafka, que es también el Ángel de la Melancolía de Durero, que
tiene un papel muy relevante en los comienzos de Los anillos de Saturno, ese recorrido espiral de Sebald por los
territorios de la Melencolia. Y en
ese ángel resuena, inevitablemente, el
ángel gordo de Nerval, con sus alas chisporroteantes de abejorro.
Así
es como construyo mis escalofríos.
-VII-
En
la edición que manejo de Vértigo hay
una extraña errata que parece más bien un acto fallido. El 14 de septiembre —si
consultamos el ejemplar en alemán de Schwindel.
Gefühle ahí está, bien claro: Am 14.
September— se trastoca en el 14 de
febrero (la traducción es de Carmen Gómez, la edición es la de Destino,
2001). Esa sería la fecha en la que, en un universo paralelo, Kafka habría
llegado por primera y última vez a la ciudad de mis sueños, Trieste. Cuando me
empecé a plantear esta entrada durante esta semana era justamente 14 de
febrero. Un catorce es siempre una fecha importante para mí, independientemente
del santo que conmemore.
En
ese Catorce, pues, asistimos a un extraño espectáculo en el que los ángeles se derrumban. Algunas de
esas figuras parecen de bronce, o de cera, algunas son apenas mascarones de
proa —ay, de qué nave, de qué Pequods—,
pero ninguno es grácil, ninguno es rubio y pálido como los ángeles de Tiepolo
que Rilke vio en su fugaz paso por el Museo del Prado... en 1913. Es un
espectáculo doloroso y glorioso al mismo tiempo. Esos ángeles de la melancolía,
de la pesanteur, esos ángeles
incapaces de vencer a la gravedad, ni siquiera rebeldes, apenas torpes, apenas
derrotados por la acedia, son nuestros hermanos, con ellos formamos las huestes
del ejército melancólico que retrocede, retrocede, retrocede hasta quedar
arrinconado en una habitación en cuyo extremo más obscuro hay una mesa, con una
breve lámpara. Allí hacemos lo que nos corresponde: escribimos. Escribimos hasta que nos sangra la otra mano, en la que se clava la punta del compás que nos
recuerda nuestra pertenencia.
En
un curioso relato, Hell is the absence of
God, el siempre ocurrente Ted
Chiang nos presenta las visitaciones
angélicas como sucesos catastróficos, breaking
news en las que dar cuenta de los destrozos y las bajas humanas provocadas
por la irrupción de esos seres monstruosamente grandes y poderosos, que
aparecen inopinadamente de vez en cuando en tal o cual punto de la
geografía, acarreando una destrucción material adecuadamente compensada por el
ascenso inmediato de todas las víctimas a los cielos. Jeder Engel ist schrecklich, sí, y todo encuentro con él será
devastador, pues, desdeñoso, nos
atropellará, nos aniquilará con su existir más potente, nos convertirá en daños colaterales.
Y,
sin embargo, qué otra cosa podríamos hacer sino empuñar el compás aún con más
fuerza y seguir escribiendo, mandándonos señales entre los que tenemos colgado
del techo el mismo mascarón, entre los que vemos a cada atardecer como el
púrpura del cielo, los últimos rayos dorados de un sol que agoniza y que aún no es el soleil noir, se cuela en nuestra habitación, en la que llevamos
toda la tarde intentando acabar esta carta, y tiñe el cielo raso blanco donde nuestros ojos se pierden a ratos, como
buscando inspiración, o, simplemente, intentando ver el mar, como podía
hacerlo, tendido en su lecho circundado de libros de Gli Adelphi, Jep Gambardella en La grande bellezza.
Para
tener algo que colocar en el pico del ángel paloma mensajera cuando venga a
buscarlo. Para esperar que la siguiente vez que venga traiga algo en el pico
para nosotros.
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