domingo, 18 de febrero de 2024

Dos ángeles

 

Le soleil noir de la mélancolie, qui verse du rayons obscurs sur le front de l’ange revêur d’Albert Dürer.

GÉRARD DE NERVAL

-I-

Según parece, el invierno de 1855 fue uno de los más crudos que se recuerdan en París, que permaneció cubierta de nieve muchos días. Por sus calles se paseaba, vagabundo, con la razón perdida, Gérard de Nerval, que no disponía ya de un abrigo y trataba de combatir el frío duplicando el número de camisas y chalecos que portaba encima. En octubre de 1854 había abandonado definitivamente la clínica del Dr. Blanche en París, donde había permanecido desde agosto, tras la vuelta de su viaje postrero a Alemania, hacia donde partió en mayo de 1854, justamente tras un alta en esa misma clínica, en la que permanecía desde 1853.

Antes había habido otros muchos internamientos en esa y otras casas de salud, desde la primera crisis, que se desencadenó en febrero de 1841, cuando contaba 32 años de edad, a su vuelta a París tras una estancia poco afortunada en Bruselas. En esa ocasión Gérard se plantó en medio de la calle en uno de sus paseos parisinos y parsimoniosamente fue quedándose completamente desnudo.

Ese episodio se reconstruye, estilizadamente —se conserva un borrador más explícito en datos y ubicaciones— en el comienzo de su obra maestra, Aurélia, ou La rêve et la vie, cuya primera parte apareció el 1 de enero de 1855 publicada en la Revue de Paris. La continuación estaba anunciada para quince días después, pero no fue publicada hasta el 15 de febrero. Para entonces ya era póstuma.

 


-II-

De entre las faraónicas reformas acometidas por Haussmann en París una, claramente muy menor si se la compara con la apertura de grandes bulevares a prueba de barricadas, fue la eliminación de unas cuentas callejas que se hallaban en las inmediaciones del Châtelet, junto a la Tour de Saint Jacques, al lado de la rue de Saint Martin, donde había estado el hogar de Gérard en la infancia. Una de las calles ahora inexistentes, que ocupaba un espacio de lo que luego fue el Teatro de la Villa, tenía el peregrino nombre de Rue de la Vieille-Lanterne. Fue ahí donde Gérard decidió, la madrugada del 26 de enero de 1855, quitarse la vida.

Según la describe Alexandre Dumas en un obituario de su amigo Nerval, era una calle a la que se accedía descendiendo por unas escaleras, y parecía más bien un colector de alcantarilla. Ahí, en los barrotes de una ventana, junto al taller de un cerrajero, Nerval anudó una cuerda de la que se colgó en la gélida noche parisina. Las leyendas, nacidas inmediatamente, quisieron que lo que le apretó el cuello hasta la muerte fuera acaso la liga de alguna de sus amores fracasados. También alguien lanzó la hipótesis de un asesinato, que vendría justificada por la permanencia en la cabeza de Nerval de su sombrero, que la agitación de la agonía no había hecho caer.

Todo fue, seguramente, más banal. Nerval, que llevaba décadas luchando con un trastorno mental que antecede a su definición psiquiátrica, sin dinero, sin hogar, muerto de frío, diría —al parecer, no tan paradójicamente, en una de las frases de euforia de su enfermedad maniaco-depresiva— aquí estará bien y el resto fue ya una cuestión logística, que incluyó exequias —y la discusión sobre quiénes las pagaban—, elogios fúnebres, atestados que justificaran que se quitó la vida en un acto de locura y que por ello su cuerpo podía recibir honras postreras en la Catedral de Notre Dame y una tumba en el cementerio del Este, hoy Père Lachaise.

Aparentemente, llevaba encima algunas cuartillas con fragmentos de la continuación de Aurélia, que le obsesionaba, y que había comenzado como una recomendación del Dr. Blanche, quien le sugirió que escribiese sobre sus crisis. Nerval se veía incapaz de concluir la obra, de estar a la altura de la riqueza de los sueños y visiones que en ella incluye. A día de hoy, la lectura de esa novelita, que tiene tanto de autobiográfico, sigue provocando no se sabe qué estremecimientos, que uno no puede descartar sin más con la socorridas palabras la obra de un loco. O tal vez sí, pero entonces...

 


-III-

Cuando leí hace mucho tiempo por primera vez Aurelia, en la edición de Olañeta —luego he vuelto repetidas veces sobre ella, ya en francés—, de entre sus muchas imágenes, hubo una que se me quedó para siempre en ese lugar de la mente donde uno almacena su colección de monstruos, su pequeño zoológico de espantos gozosos. Aparece muy al comienzo de la obra, como parte de uno de los sueños que Nerval —o el narrador que es y no es él, en esa especie de autoficción, o informe que es Aurélia— nos va presentando.

El sueño habría tenido lugar una noche, tras el encuentro con una figura que el narrador interpreta como la muerte de su amada. Poco después aparecerá la visión de una estrella que le ordenará hacia Oriente, y de ese modo comenzará l’eponchement du songe dans la vie réelle. La navegación en ese desbordamiento nos conduce, de la mano de Aurelia, rediviva en el país de los sueños, pues muerta en la de la vigilia, a un descenso a los infiernos como el de Dante.

Lo que ve Gérard, o su narrador, en el sueño, es un vasto edificio con numerosas salas, una especie de gran Academia o Biblioteca, donde se discute sobre autores griegos y latinos, y se imparten conferencias de filosofía. En un momento dado, nuestro protagonista sale a buscar su habitación en una hospedería llena de viajeros, plena de escaleras, por cuyos incesantes pasillos se acaba perdiendo. Entonces

...al atravesar una de las galerías centrales, me vi sorprendido de repente por un extraño espectáculo. Un ser de tamaño desmesurado —hombre o mujer, no lo sé— revoloteaba penosamente en la altura y parecía debatirse entre espesas tinieblas. Carente de aliento y de fuerzas acabó por caer, finalmente, en mitad del oscuro patio, desgarrando y ajando sus alas a lo largo de los tejadillos y los balaustres. [Traducción de José-Benito Alique, subrayado mío.]

Esa criatura alada, que bien puede uno imaginar como un enorme abejorro pariente del bicho en que se convierte Gregor Samsa, agotada por el esfuerzo antinatural de tratar de subvertir la gravedad de su corpachón sin duda destinado a la vida terrestre, cuando no subterránea, me impactó desde la primera lectura, sí. Su papel en la trama —si hay tal— de la historia es esencialmente nulo. La potencia de su, justamente, impotencia, ese verle sucumbir en un sueño que había comenzado en un lugar de sueño de vastas salas de estudio, ese desgarrarse de sus alas, me producen aún hoy una sensación de desasosiego y —por qué no— compasión, que me lleva al borde de las lágrimas.

Visión aterradora y también majestuosa, si Nerval la tuvo en uno de sus accesos de locura, o en el viaje de cada noche por el país sin cartografiar del Sueño, o si la concibió como el genial escritor que era, ese ángel gordo, esa criatura de nula elegancia, de pura fatiga, entra por méritos propios en un cielo otro, en el que las jerarquías angélicas que se anillan en torno al gran vacío central de la ausencia de todo Creador y entonan cantos que acaso son aullidos de desamparo, tienen que hacerle un hueco entre sus filas, junto con otros seres anómalos, gigantescos, débiles, funestos, otros pájaros del alma que ya no son albatros, sino torpes dodos.

Porque sí, hay una parentela, y Nerval nos la desvela inmediatamente, fijando definitivamente la iconografía de lo que había sido justo hasta la última línea citada, una criatura desafortunada:

Pude contemplarlo durante un instante. Parecía teñido con tintes bermejos y sus alas brillaban con mil reflejos cambiantes. Vestido con un ropaje largo de vetustos pliegues, se parecía al ángel de la Melancolía de Albrecht Dürer...

Y entonces, ante esta visión de un ángel torpe y caído, de un ser masivo que se ha derrumbado ante sus ojos de soñador, éste no puede sino ponerse a gritar cris d’effroi y despertarse sobresaltado.

Aun cuando uno sea un ciudadano de la Nación Melancólica, a la que nos honramos tantos en pertenecer, semejante espectáculo, sí, resulta difícil de soportar, sobre todo porque sabemos lo que significa.

 


-IV-

¿Es un ángel la figura alada del grabado Melencolia I de Dürer, que fue ejecutado en 1514 y que ha sido reproducido hasta la saciedad, con su abigarrada reunión de objetos, su propuesta de infinitos acertijos, su rara composición que incluye, al fondo, unos lejos de mar en el cielo del poniente? ¿Es varón o hembra, si tales distinciones son pertinentes —Nerval dice justamente que homme ou femme, je ne sais? Preguntas fútiles. Lo que sí sabemos de esa figura es que es enorme, y su mirada es sombría, y sobre su frente caen los rayos del sol negro que Nerval fue el primero en bautizar, y que sostiene la cabeza desalentada con su mano izquierda, como se supo siempre que hacían los melancólicos, para acallar el zumbido de sus oídos, un murmurar continuo que les —que nos recuerda la pérdida que no saben, que no podemos ya ubicar en ninguna región del tiempo.

Lo que también sabemos es que el ángel, o la ángela, o el pájaro del alma, o el monstruoso pterodáctilo, cuya mirada se pierde en un fuera de cuadro donde, acaso, no quepan ya más instrumentos de medida, o cuadrados mágicos, o cuerpos geométricos, es que esa figura desmesurada que vino a visitar el sueño del peregrino de Aurélia, está sentada y sostiene en su mano derecha un compás.

No parece fácil distinguir una hoja de papel, o una tablilla de arcilla sumeria, o ninguna otra superficie en la que los movimientos del compás se insccriban, y sin embargo, parecería que, falto de pluma o estilete, el ángel empuña una de las dos patas del compás, aquella que tenía una puntita de mina de grafito, en los compases de la escuela —los míos, de los que estaba tan orgulloso y a los que destrocé con tanta facilidad, me los habían enviado desde Suiza—, mientras que en la otra lo que había era una punzante aguja que dejaba siempre en la lámina la traza de un pequeño orificio, de un pozo minúsculo por donde, inevitablemente, se escurría toda pretensión de exactitud geográfica.

¿Qué podremos escribir con un compás salvo círculos? ¿Cómo evitaremos que se nos clave ese alfiler del otro brazo continuamente en la pierna, como la rastra del relato de Kafka, grabándonos en letras de sangre el mensaje que no ha de ser soslayado? ¿Qué podrá trazar ese mísero carbón de la mitad del compás que aferramos, que no gire sobre sí mismo, que no se enrede en espirales, que no repita una y otra vez su misma nada?

Ah, sí, la escritura circular, inevitable, inútil, sin salida. La escritura de la Melancolía. Quien la probó, lo sabe.

 


-V-

Algún tiempo después, inesperadamente, volví a encontrar al ángel gordo en otra nueva advocación, aún más extrema. Ahora es el 25 de junio de 1914, han pasado, pues, menos de 60 años de su último vuelo. Franz Kafka, a pocos días del decisivo viaje al encuentro de lo que, de manera certera, denominó el tribunal de Berlín, donde se iba a decidir el destino de su atrabiliario noviazgo con Felice —esas palabras inspiran en buena medida a Canetti su lectura de El proceso como una transposición de la relación con la berlinesa—, anota en su Diario un esbozo, un fragmento de relato, de los muchos que pueden hallarse en esos diarios y también en otros lugares, como los Cuadernos en Octavo, que puede acaso pasar desapercibido en esa masa de apuntes geniales y extraños. No se presenta como un sueño, no identifica al narrador, aunque sí se desarrolla en primera persona.

Ese yo dice encontrarse encerrado en su cuarto, dando vueltas por él, desde primera hora de la mañana hasta ahora que anochece —sí, ahora anochece—, adquiriendo un conocimiento perfecto y agotador de cada detalle de los objetos que contiene esa habitación. En un momento dado se sitúa en el alfeizar de la ventana —cuidado, el salto— y mira el cielo raso —incorporé ese término a mi vocabulario, lo recuerdo bien, la primera vez que lo leí en Cortázar, aún hoy no sé si no tiene más sentido decir simplemente techo, pero ese cielo al alcance de la mano, propicio a vuelos rasantes, me parece sin duda más poético— de un cuarto que probablemente sus movimientos pendulares y circulares habrían acabado por agitar.

En efecto, empieza a producirse una especie de transformación cromática, como la del irisado de las alas del ángel de Nerval. El cielo raso blanco se empieza a teñir de violeta azulado, ese violeta se extiende desde el centro hacia los lados, aparece entonces un amarillo, un dorado, todavía en pleno desenfoque, y por encima, de algún modo, el techo se va haciendo transparente: lo que iba a advenir va cobrando forma. Ya parece distinguirse un brazo, una espada de plata. Entonces, el narrador salta sobre la mesa, arranca la bombilla que está en el centro geométrico del cuarto, aparta los muebles, desplazándolos hacia las paredes, para hacer espacio a esa anunciación inminente. Y

Desde una gran altura, yo la había calculado mal, iba descendiendo lentamente en la penumbra un ángel vestido con paños de color violeta azulado, ceñido por cordones dorados, sostenido por unas grandes alas blancas, de un resplandor de seda; en su brazo alzado tendía horizontalmente la espada. [Traducción de Andrés Sánchez-Pascual.]

Ese ángel que se amasa desde una especie de paleta brutal, donde un creador sin identificar mezcla los tintes y los dorados, se cierne sin que se sepa bien por qué sobre nuestro jinete del alfeizar que entonces se dice: o sea, que era un ángel, y piensa el pobre ha debido estar persiguiéndome todo el día y a mí me ha faltado fe para verlo. Expectante, espera su anunciación: ahora me hablará.

Pero entonces, ese ángel desmesurado que viene de un cielo inevitablemente raso sufre la más inesperada —y, para mí, angustiosa— de las metamorfosis:

Pero cuando volví a alzar la mirada, el ángel aún estaba allí, ciertamente suspendido a bastante distancia por debajo del cielo raso, que había vuelto a cerrarse, pero no era un ángel viviente, sino uno de esos mascarones de proa de madera pintada que cuelgan del techo en las tabernas de marineros. Nada más. [Subrayado mío.]

Y de repente estamos en Nantucket y nos vamos a ir a cazar a la ballena blanca, y uno se imagina una talla basta, coloreada de manera burda, unos labios demasiado rojos, unos ojos no bien ajustados al rostro, un ángel de pacotilla, hubiera dicho, reverencialmente, Schulz, colgando del techo, no descendiendo de ningún empíreo, acechando apenas, en su largo sueño de madera, al inquilino ocasional que sólo ahora, sólo cuando ha mirado finalmente arriba desde su larga jornada de miradas horizontales que se chocaban contra las baratijas y las paredes, ha reparado en él.

Pero aún nos espera el último giro de guion de este texto brevísimo e infinito. Nos dice Kafka que dice el narrador, acaso el soñador, que en realidad ese mascarón se había adaptado para convertirlo en una lámpara. La bombilla estaba destrozada, la penumbra aumentaba. Se subió a la silla, colocó una vela sobre el pomo de la espada y simplemente se sentó, ya tranquilo, ya no en la ventana que linda con un exterior profundamente innecesario, y hasta bien entrada la noche le iluminó la débil luz del ángel.  

 


-VI-

En Vértigo, al comienzo de la sección Viaje del Dr. K a un sanatorio de Riva, que narra el periplo italiano de Kafka durante 1913, W.G. Sebald, en uno de sus deliciosos juegos intertextuales decide que, justamente la única noche que K. pasó en Trieste tuvo ese sueño del ángel mascarón, el 14 de septiembre de 1913, casi un año antes de que lo soñado se convirtiera en el esbozo narrativo del cuaderno séptimo del Diario. Pero añade algo sorprendente,

En el hotel se tumba en la cama, con las manos cruzadas detrás de la cabeza, mirando el techo. Desde fuera, por entre las cortinas agitadas por una corriente de aire, en la habitación se introducen gritos aislados, mecidos por el viento. El Dr. K. sabe que en esta ciudad hay un ángel de bronce que acaba con la vida de los viajeros procedentes del norte y ansía marcharse con todas sus fuerzas.

En Duino, junto a Trieste, un año y pico antes, Rilke había recibido de los labios del ángel los primeros versos de su Elegie y nos lo había dejado claro: los ángeles son terribles. Es apropiado que el Dr. K. —bien lo sé yo, que tanto he sido el doctor ka— tema por su suerte cuando hay ángeles enormes que vuelan por la bahía. Aunque quizás el juego sebaldiano —que siempre tiene más vueltas de tuerca— esconda aquí una alusión a Winckelmann, el historiador del arte, que fue asesinado en Trieste por Francesco Arcangeli. Winckelmann, de Stendhal, en homenaje al cual Henri Beyle, del que se ocupa la primera parte de Vértigo, eligió su seudónimo.

Puede ser, pero estos divertimentos filológicos no son en el fondo relevantes. Lo que para mí resulta estremecedor es la congruencia de mis vislumbres. Sebald, que se convirtió, ya lo sabemos, en uno de mis monstruos sagrados casi instantáneamente, ha reparado en el ángel mascarón de Kafka, que es también el Ángel de la Melancolía de Durero, que tiene un papel muy relevante en los comienzos de Los anillos de Saturno, ese recorrido espiral de Sebald por los territorios de la Melencolia. Y en ese ángel resuena, inevitablemente, el ángel gordo de Nerval, con sus alas chisporroteantes de abejorro.

Así es como construyo mis escalofríos.

 


-VII-

En la edición que manejo de Vértigo hay una extraña errata que parece más bien un acto fallido. El 14 de septiembre —si consultamos el ejemplar en alemán de Schwindel. Gefühle ahí está, bien claro: Am 14. September— se trastoca en el 14 de febrero (la traducción es de Carmen Gómez, la edición es la de Destino, 2001). Esa sería la fecha en la que, en un universo paralelo, Kafka habría llegado por primera y última vez a la ciudad de mis sueños, Trieste. Cuando me empecé a plantear esta entrada durante esta semana era justamente 14 de febrero. Un catorce es siempre una fecha importante para mí, independientemente del santo que conmemore.

En ese Catorce, pues, asistimos a un extraño espectáculo en el que los ángeles se derrumban. Algunas de esas figuras parecen de bronce, o de cera, algunas son apenas mascarones de proa —ay, de qué nave, de qué Pequods—, pero ninguno es grácil, ninguno es rubio y pálido como los ángeles de Tiepolo que Rilke vio en su fugaz paso por el Museo del Prado... en 1913. Es un espectáculo doloroso y glorioso al mismo tiempo. Esos ángeles de la melancolía, de la pesanteur, esos ángeles incapaces de vencer a la gravedad, ni siquiera rebeldes, apenas torpes, apenas derrotados por la acedia, son nuestros hermanos, con ellos formamos las huestes del ejército melancólico que retrocede, retrocede, retrocede hasta quedar arrinconado en una habitación en cuyo extremo más obscuro hay una mesa, con una breve lámpara. Allí hacemos lo que nos corresponde: escribimos. Escribimos hasta que nos sangra la otra mano, en la que se clava la punta del compás que nos recuerda nuestra pertenencia.

En un curioso relato, Hell is the absence of God, el siempre ocurrente Ted Chiang nos presenta las visitaciones angélicas como sucesos catastróficos, breaking news en las que dar cuenta de los destrozos y las bajas humanas provocadas por la irrupción de esos seres monstruosamente grandes y poderosos, que aparecen inopinadamente de vez en cuando en tal o cual punto de la geografía, acarreando una destrucción material adecuadamente compensada por el ascenso inmediato de todas las víctimas a los cielos. Jeder Engel ist schrecklich, sí, y todo encuentro con él será devastador, pues, desdeñoso, nos atropellará, nos aniquilará con su existir más potente, nos convertirá en daños colaterales.

Y, sin embargo, qué otra cosa podríamos hacer sino empuñar el compás aún con más fuerza y seguir escribiendo, mandándonos señales entre los que tenemos colgado del techo el mismo mascarón, entre los que vemos a cada atardecer como el púrpura del cielo, los últimos rayos dorados de un sol que agoniza y que aún no es el soleil noir, se cuela en nuestra habitación, en la que llevamos toda la tarde intentando acabar esta carta, y tiñe el cielo raso blanco donde nuestros ojos se pierden a ratos, como buscando inspiración, o, simplemente, intentando ver el mar, como podía hacerlo, tendido en su lecho circundado de libros de Gli Adelphi, Jep Gambardella en La grande bellezza.

Para tener algo que colocar en el pico del ángel paloma mensajera cuando venga a buscarlo. Para esperar que la siguiente vez que venga traiga algo en el pico para nosotros.


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