1. Tres de la mañana
Cuando acababa de cumplir los quince años escribí un poema decisivo para mí (para el yo que era yo entonces). En ese poema se narraba por primera vez esa aventura nocturna por la ciudad que parece ser mi tema recurrente. Uno de los versos decía:
tres
de la madrugada, persigo las palabras por la habitación.
En algún momento de los comienzos de mi adolescencia empecé a acostarme tarde. Al principio sólo en verano, de vacaciones, en el calor sofocante de aquella casa de mis padres que nunca conoció el aire acondicionado. Luego me fui haciendo más y más vampírico, y fui tratando de combatir esa tendencia, para no hacerme imposible una vida normal de trabajo y horarios compatibles con el resto de la humanidad. Ahora, con la edad, cada vez me cuesta más acostarme tarde y funcionar durante el curso, pero de nuevo, con las vacaciones, volverá sin duda la deriva hacia la madrugada.
Madrugada es un término más alarmante que mañana, o al menos lo era en el vocabulario de mi madre, y por lo tanto en mi lengua materna. La madrugada era un tiempo de peligro en el que uno debía estar refugiado en casa, a salvo de no se sabe qué submundos que en la imaginación de mi madre (tan miedosa, tan justificadamente miedosa por la vida que le había tocado llevar) eran laberintos en los que toda pureza se extraviaba y en los que la ciudad acogía a una raza de seres obviamente no compatibles con las formas de vida que, basadas en la sumisión y la cobardía, permitían medrar o al menos no padecer demasiado en aquella España tan obscura, por muy diurna que se quisiera.
Así, mis primeros trasnoches fueron,
efectivamente, dentro de mi casa, en mi habitación, persiguiendo las palabras para hacerlas
encajar en poemas que decían, con Lorca, cosas como no
hay siglo nuevo ni luz redentora. Luego vendrían otras noches, y en algunas
de ellas me encontré con los Lotófagos, pero ésa no es la historia que ahora
voy a contar.
A las tres de la madrugada, nos dice Francis Scott Fitzgerald, un paquete olvidado tiene la misma importancia trágica que una sentencia de muerte. Estamos en el crack-up, todo se ha rajado de parte a parte, y ni siquiera tenemos el consuelo de los añicos: hay una disensión irrestañable, un ser inviables.
En aquel poema salíamos a la calle, nos enfrentábamos a la luz imposiblemente
redentora, a los coches y sus cláxones, al temblor del frío y los nervios, a la
grieta (otro poema de entonces se llamaba Grieta
y decía: hoy es noche, noche hasta la
noche que viene: tenía diecisiete años). Cuando nos marchamos aquella vez
de casa, aunque siguiéramos en la habitación buscando palabras, perdimos para
siempre el camino de vuelta y la madre nos esperó en vano hasta que se le
olvidó, primero, qué esperaba, y luego a quién, quiénes éramos.
Scott tomaba el trenecito que le llevaba a Glion y descendía entonces a Valmont para ver a Zelda, internada allí. Ese Valmont que visité el año pasado para ver el lugar en el que murió Rilke. Sobre el lago, ése donde Eliot se sentó a llorar, como si fueran los ríos de Babilonia. Tanta muerte en el país de los sanatorios.
Sí, las tres de la mañana, entonces (¿y ahora? ¿y siempre? ¿siempre, en la grieta?), cuando teníamos quince años, eran una frontera de la madrugada aún prohibida, una vigilia que tomaba conciencia de sí misma, nos elevaba un escalón en ese malditismo de guardarropía que practicábamos, no sin riesgo, y que acababa por dejarnos siempre el corazón en cabestrillo. Ahí conocimos la impotencia de los neones, la definitiva derrota de los olímpicos contra los hijos del subsuelo, e instauramos esta poética de susurros, para no despertar al miedo, que duerme con sus jadeos de perro el frágil sueño de la frontera.
Parece ser que existía, en la Jazz Age, un vals llamado Three O’Clock in the morning (no hay nada parecido a madrugada en inglés), compuesto por el español Julián Robledo, y popularizado por la grabación de Paul Whiteman en 1922, o eso dice la Wikipedia, que también afirma que la canción suena en el capítulo seis de The Great Gatsby. Convertido en un estándar de jazz fue interpretado por numerosos artistas, entre ellos Dexter Gordon. En la letra, compuesta un par de años después de la música de Robledo se nos dice que hemos estado bailando toda la noche, que son las tres, y que pronto se hará de día y pedimos entonces
that melody is so entrancing,
seems to be made for us two.
¿Bailamos, querida, pues, como Zelda y Scott, mientras el cuerpo aguante, para que las tres de la madrugada no sea ya ni el tiempo del miedo ni el tiempo del frío y para que las palabras vengan bailando a nosotros en esta noche obscura del alma? Por que lo cierto es que
2. Tres minutos de marzo
En ese peculiar cuasi-testamento que es Look at the harlequins!, una especie de autobiografía bufa, Nabokov incluye una frase seguramente anodina:
The
Villa Iris, he said, was at three minutes of march.
Con Nabokov nunca se puede descartar ningún juego de palabras o alusión, pero es posible que en este caso no lo haya. Y, sin embargo, cuando leí la frase por primera vez no pude evitar encontrar una resonancia que, desmentida por la minúscula, resultaba sin embargo enormemente sugerente, por permitir confundir, muy al nabokoviano modo, espacio por tiempo. Así, los tres minutos de marcha que nos separaban de Villa Iris pasaban a ser tres minutos de marzo, y esa extraña ubicación cronológica albergaba entonces una edificación que parecía pertenecer (Iris!) a no sé sabe ya qué flora ya deseosamente primaveral (you must believe in spring, dice ese otro estándar), en un marzo recién estrenado, tanto que aún estamos deshojando el último día de febrero que, quién sabe, puede ser un 29, porque a veces tú y yo también resultamos bisiestos, corazón.
Tres minutos, el tiempo de una canción, acaso de un vals que suena a las tres de la mañana (a Nabokov, que vivió en Montreux, justo debajo de ese Glion y ese Valmont que recorría Fitzgerald, The Great Gatsby le parecía terrible, mientras que encontraba magnífica Tender is the night), un beso que dura tres minutos a las tres de la madrugada, mientras el cuerpo se va quedando frío. Las tres y tres minutos del tercer mes. En mi tercero mar estabas tú, le cantaba Juan Ramón al dios deseado y deseante. Y nosotros, mientras, aquí, en este extraño topónimo que se llama Tres minutos de marzo, acaso en la isla de Morel y como resultado de la corrupción de alguna lectura de astrolabio, pues hay, quién lo duda, minutos de arco, y en una latitud eso puede ser decisivo.
Y March no puede ser otro que el de April March, ese mes siamés con el que jugaba Borges en su Examen de la obra de Herbert Quain, en donde se nos advierte que no, que no hay ninguna marcha de abril, sino una subversión del calendario que se lleva por delante los idus, y que abre la posibilidad de las bifurcaciones y por tanto la de que las cosas que hubieran podido ser de otro modo hubieran sido, justamente, de otro modo.
Puesto que no participamos en realidad del amor, sino de su historia, sigamos el mandato de los arlequines (que juegan con la muerte y la brújula): inventemos la realidad. O al menos, si ya no nos quedan pinturas de colores en el estuche, hagamos lo que le pedía su madre a Nabokov, para hacer que su vida fuera memorable:
Vot zapomni,
es decir, ahora, recuerda, así luego la memoria tendrá algo que decirnos.
Porque en el lugar llamado Tres Minutos de Marzo, desde donde los días más claros puede avistarse Tristan Da Cunha, Herbert Quain escribió un libro que se llamaba El dios del laberinto y todos sabemos, y sobre todo Borges lo sabe, que el dios del laberinto es, por supuesto, una araña.
Una migala, acaso, como en la historia de Cortázar.
Cómo me gustas eran esas tres palabras, con ese cómo que demuestra lo inexpresable de nuestro sentimiento. Cuánto te quiero, nos habremos dicho sin duda alguna vez, y ese cuánto significaba justamente lo incuantificable.
En uno de esos textos inolvidables (¿cuál no lo es?) de mi adorado Álvaro Mutis, el colombiano nos enfrenta una vez más, con sencillez sólo aparente, a la profundidad de la melancolía que articula nuestros corazones:
En el Crac de los Caballeros
de Rodas, cuyas ruinas se levantan en un acantilado cerca de Trípoli, hay una
tumba anónima que tiene la siguiente inscripción: “No era aquí”. No hay día que
no medite en estas palabras. Son tan claras y al mismo tiempo encierran todo el
misterio que nos es dado soportar.
Yo visité una vez un Crac de los Caballeros, en Siria (ay, Siria), que no sería ese mismo, pues hay varios por la zona, que remiten a la época de las Cruzadas. Recuerdo la mole inmensa en medio del desierto, la sensación clarísima de encontrarme en otro mundo, un mundo que no era necesariamente hostil, pero al que yo, mi pequeña persona, le resultaba profundamente indiferente.
El Crac, el crack-up. La fortaleza y sus grietas. No era aquí: no, no era aquí. O al menos no era yo. No era aquí donde tenía que haber vivido, ni ahora. Rumbo equivocado, mapa inexacto, el cansancio que nos hace transigir con un sucedáneo de llegada: aquí, vale aquí, pero no, no vale, nunca valdrá.
no cojas frío
avísame cuando llegues
no te preocupes.
Al comienzo de Los bandidos, Walser, suizo y vagabundo, escribió tres palabras que me producen un escalofrío:
Lo
olvidaré majestuosamente.
No sé si es posible un olvido majestuoso, pero, puesto que el olvido ha de llegar, al menos que sea suntuoso, que sea un olvido de grandes salones vacíos, como el salón aquel del piano del Hotel Palace de Montreux que recorrí el otro día, y donde una vez Nabokov se dejó retratar con sus pantalones cortos y sus calcetines largos.
Con tres palabras basta, sí, qué les voy a decir yo, que he esperado toda mi vida para poder pronunciar (o, mejor aún, escuchar) el conjuro mágico:
entonces
había juego,
aún a sabiendas de que el juego
concluía con un manuscrito en un bolsillo de un cuerpo arrojado a las vías.
Pero, ah, Margrit, cuánto te retrasaste y entonces nos pasamos de parada.
Una vez Roberto Bolaño compuso un libro que llamó Tres. Hoy ese libro es difícil de encontrar, pero sus contenidos se incluyen en la recopilación de su Poesía reunida. Hace unas semanas, en aquel sábado de Horta, Valerie Miles nos contó lo importante que era el tres en la literatura del chileno.
Hoy se cumplen, ay, veinte años ya de la muerte de Roberto Bolaño.
Dentro de Tres está la Prosa del otoño en Gerona, y en ella, estas tres palabras:
Luego desaparece todo.
No
diré más.
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