(Una crónica de mi último viaje. Una reflexión sobre el desplazarse.)
En la portada de la traducción francesa de Die Ausgewanderten, de Sebald, hay una escalera.
El título del libro se tradujo al español como Los emigrados. En francés, como puede verse, es Les émigrants, del mismo modo que en inglés es The emigrants.
"Emigrados" es un participìo pasivo, como lo es "Ausgewanderten". "Émigrants" o "Emigrants" es un participio activo. No es lo mismo.
En alemán el verbo desde el que se forma ausgewanderten es wandern, uno de los verbos alemanes por excelencia: el que corresponde al paseo, al vagabundeo, a la marcha por los bosques y las montañas, al senderismo. Hay un término que se ha convertido en internacional: Wanderlust, el placer de andar, de desplazarse a pie, que practican los hermanos menos urbanitas de los flâneurs baudelerianos. El Wanderlust de Robert Walser.
En alemán el participio se forma añadiendo el prefijo ge- y el sufijo -t a la raíz del verbo, al menos en los casos regulares. La desinencia -en indica el nominativo plural (masculino). Aus- es, pues, lo decisivo: el afuera, el lejos, el que transforma el desplazamiento en una marcha, en un exilio, en un alejamiento del origen, del hogar.
Sí, así se forman tantas veces las palabras en alemán: componiéndolas a base de un juego de partículas, de añadidos que van matizando el significado del núcleo. Ausgewanderten es, entonces, una palabra transparente: los que se han alejado. Los emigrados. El participio pasivo nos dice que es una acción concluida, definitiva acaso.
En castellano el verbo de origen es migrar. Es un verbo que remite a vuelos transoceánicos de aves y a debates políticos, que tienden a convertirse en desoladores. Emigrados tiene una e- que nos dice que algo sucede hacia afuera (igual que hay un in- en inmigrantes), y hay también ese -ados que nos recuerda que estamos ante un participio pasivo, ante algo consumado (y una o que nos hace opaca, ay, como siempre, la presencia de las mujeres). La estructura, pues, es semejante a la del alemán, pero la fuerza no es la misma.
Los protagonistas de la novela de Sebald no son simplemente trabajadores que marchan a otros países en busca de oportunidades laborales (algo ya en sí profundamente doloroso). Hay algo más en este caso, algo que remite a los desastres que asolaron Europa durante el siglo XX, ese oleaje de fondo que se oye en toda la obra sebaldiana. Emigrados no traduce bien esos acordes. Hubiera sido preferible desplazados.
Desplazados es el eufemismo con el que se habla de las grandes masas de población que se ven obligadas a huir de conflictos y hambrunas. Los desplazados buscan asilo en otros lugares, a salvo de la violencia y de la miseria, y entonces los llamamos refugiados. Desde este lado les llamamos así. Acaso sin acordarnos de cuando lo fuimos nosotros, acaso sin pensar en cuando, seguramente, volveremos a serlo.
El participio activo implica una cualidad agente, un impulso que parecería confundirse con una decisión voluntaria, haciendo abstracción de todas las otras circunstancias que convierten en última instancia esa elección en forzada. El -ante parece enunciar una posibilidad de no, el ejercicio de una opción. No es el caso de los personajes de Sebald. No es el caso, quizás, de nadie.
Existe, sin embargo, el término émigré en francés, un término que se utilizó, por ejemplo, para designar a la ingente comunidad rusa que se formó en diversos lugares de Europa, notoriamente en Berlín y París, una comunidad de huidos a consecuencia de la revolución bolchevique y la subsiguiente guerra civil.
Vladimir Nabokov se vio obligado a abandonar su Rusia natal y se asentó primero en Berlín, luego, más fugazmente, en París, escapando del nazismo, para acabar desplazándose con su pasaporte Nansen de refugiado, de apátrida, a Estados Unidos. Finalmente acabaría retornando a Europa para vivir sus últimos años en el hotel de Montreux que visité hace unos días.
Los desastres de la Europa del siglo XX.
Vladimir Nabokov comenzó a escribir narrativa durante los años berlineses, publicando sus escritos en las revistas y las editoriales de la comunidad rusófona de los emigrados. Entonces firmaba como Sirin.
Sirin: sirena.
Nabokov aparece, ostentosamente, en los diversos episodios de Die Ausgewanderten. Nos lo encontramos en Ithaca, NY, como el hombre de las mariposas. Es evocado como un niño que interrumpe el paseo de los adultos por su deambular errático en busca de lepidópteros. (Es un recuerdo extraído de Speak, memory, acaso el libro más bello jamás escrito). Y, por supuesto, lo vemos en una fotografía como un ya fondón y calvo caballero, vestido con bermudas y tocado con una gorra, que hace un alto en pleno paisaje alpino, con el cazamariposas debajo del brazo.
No mucho tiempo después, Nabokov resbalaría y resultaría seriamente dañado. El cazamariposas, colgado en las ramas de un arbol (como una lira, dirá él) se quedó allí mientras lo trasladaban en camilla. Ya no levantó cabeza. Idas y venidas a los sanatorios. Problemas en los pulmones. Murió el 2 de julio de 1977 en una clínica de Lausanne. Ayer hizo 46 años.
Unos días después, también en julio de 1977 (ya lo he contado por aquí, creo) entré por primera vez en Suiza, a mis trece años. El tren paró en Lausanne, nos bajamos para coger otro hacia Zürich. Desayunamos en la cafetería de la estación. Yo no sabía aún nada de Nabokov.
Iba de la mano de mis tíos. Mis tíos emigrantes, como tantísimos españoles que se dispersaron por la más opulenta Europa, huyendo de la gris y friolenta España de la dictadura. Vivieron en Suiza muchos años.
Ahora he vuelto una vez más a Lausanne, para asistir a un congreso sobre Nabokov, centrado especialmente en su relación con la naturaleza y la ciencia, con su condición de excelso lepidopterólogo. Ha sido una experiencia decisiva en mi vida.
En la maleta, a mano, por si acaso, Los emigrados, de Sebald, que tengo cubierto de anotaciones de las sucesivas relecturas.
En la proa del barco que nos llevó de Lausanne a Montreux surcando el Léman, una travesía preciosa que ya había tenido oportunidad de hacer el año pasado, se podía ver una campana, de las utilizadas antiguamente para la señalización naval, ahora convertida en ornamento. Sobre la campana, grabado, el nombre de la empresa fabricante: Sulzer, Winterthur. Mi tío trabajó muchos años en la Sulzer, en Winterthur, que era el destino de nuestro viaje del 77. Un trabajador emigrante en una fundición. Murió bastante joven, con los pulmones dañados. Quién sabe si fundió él esa campana.
En la primera comida de la conferencia hablé con una profesora ucraniana que había huido de su país para ser acogida en la Universidad de Biel/Bienne (es una ciudad bilingüe y tiene un nombre doble, en alemán y francés), la ciudad natal de Walser. Me contó, en un alemán medio chapurreado por ambos, que su hija aún estaba en Ucrania, con su compañero.
Los desastres de la Europa del siglo XXI.
En mi día libre, el pasado sábado, me acerqué a Friburgo, que es también una ciudad bilingüe. Así, me trasladé, en un viaje de placer, a Fribourg, pero también a Freiburg. De las ciudades que circundan Lausanne en la parte de la Suiza romande era la que me quedaba por ver. Es un lugar de resonancias sebaldianas, pues allí habitó un tiempo el joven Max, antes de acabar desplazado en Inglaterra.
Es una ciudad muy bella. Paseé por ella bajo un cielo encapotado. Hice muchas fotos. Entré en una librería que se llama Albert Le Grand. Por curiosidad, busqué los libros de Sebald. Ahí estaban. En la portada de Les émigrants aparece una escalera.
Yo fotografío escaleras. No soy el único que lo hace, me consta. Fotografío, sobre todo, fragmentos de escaleras, especialmente esas escaleras cerradas sobre sí mismas de ciertos edificios parisinos, de ciertas torres de catedrales que me enloquecen de vértigo. Escaleras helicoidales, que ascienden en un continuo esfuerzo de su anhelo circular.
El congreso sobre Nabokov se ha desarrollado en la Universidad de Lausanne, que tiene un campus precioso dominado por la vista incomparable del Lac Léman, que sólo un abusivo anglosajón llamaría Lake Geneva. El edificio en el que estábamos, el Anthropôle, es pródigo en intrincadas escaleras escherianas. Las fotografié, y pasé las imágenes al blanco y negro. Entonces se convirtieron automáticamente en un laberinto, y nosotros, claro, en Asterión. Porque no hay laberintos para nosotros que no rimen con Borges.
Me han invitado, por cierto, a dar un curso sobre Borges y la Matemática en la Universidad de Colorado. Muy cerca del hotel de The shining. Ha sido, ya les digo, un congreso extremadamente productivo. Casi el Congreso del Mundo.
Mientras volvía, sometido a las extenuantes humillaciones de los aeropuertos, me senté un momento y escribí un pequeño poema o microrrelato noir. Lo puse en Twitter, en Instagram... lo pongo aquí:
Nos piden los papeles. Entregamos poemas.
Soy lo suficientemente viejo como para recordar que pasar una frontera era algo que conllevaba un peligro, que suponía una transgresión. Recuerdo el paso de la frontera a pie, en Cerbère, en aquel viaje en tren de 1977 con un pasaporte recién estrenado. Recuerdo la sensación de bienestar de la primera vez que, conduciendo, vi pasar el letrero de Portugal cuando Schengen abolió las fronteras físicas. Sé que soy un privilegiado, sé que ahora hay gente que tiembla de miedo cuando tiene que enseñar los papeles. Sé que hay gente que no tiene ni siquiera esa opción, que no tiene papeles. Sé que hay gente que se ahoga en el Mediterráneo, en todos los mares del globo.
Desplazados.
Me seleccionan con una frecuencia preocupante para hacerme la prueba de explosivos cada vez que paso el arco de los controles del aeropuerto. Dicen que es aleatorio, pero todos sabemos que no lo es. Viajo solo, tengo el pelo largo y llevo barba, a pesar de que tengo ya casi sesenta años. Visto de una manera informal. Llevo décadas sin ponerme una corbata. Nunca calzo zapatos, sólo playeras (que pueden ser tenis, ya que hablamos de Nabokov, o bambas, o simplemente zapatillas). No nos engañemos: soy carne de cañón para los controles.
El policía fue amable, y yo siempre estoy muy tranquilo en esas situaciones. Estoy tranquilo porque creo, con toda ingenuidad, que el sistema me protege. Esta vez fue algo más lento, más complicado, más peligroso: no hubo un "adelante" inmediato, hubo que pasarle el test también a la mochila. Me preguntaron cuál era, de entre las que se acumulaban en las bandejas de la cinta transportadora. Iba a acercársela, pero me ordenaron que me mantuviese quieto, que sólo la señalara. Amable, pero firmemente.
Finalmente, everything is OK, Sir. No temblé de manera apreciable, pero puede que se me escapara un latido cuando finalmente accedí a ese dentro intercambiable de las salas de embarque.
Sí, fronteras. Desplazados. Emigrados. Exiliados. Sebald. Nabokov. Escaleras que se cierran y ascienden hacia el vértigo de la torre. Y un lago, gracias sean dadas a quienes correspondan, que me trajo, una vez más, luz y azules.
Todo ha ido bien. Ayer había luna llena. Hoy he vuelto a mi rutina. Escribo esto desde mi Universidad, la de aquí. Aún no estoy de vacaciones.
Es 3 de julio. Feliz cumpleaños de Kafka.
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