Un carrusel de diapositivas
Yo soy el hijo de Godot. El otro hijo. Cuando nací, ya era bien sabido que no había nada que esperar de mi padre, y así lo asumí. No me pasé dando vueltas sobre cuál habría sido su vida, como si yo fuera Modiano. Lo dejé estar, y me fui a recorrer mundo.
Entonces conocí a Delphine Seyrig. Y nos enamoramos. Era un amor circular, y se repetía. Estábamos en la canción de "Heaven" y nuestros besos estaban siempre para estrenar. También las rupturas se repetían. Y el dolor, ay, pesaba siempre más que el gozo. Eso fue cargándonos las alas. Un día, de repente, ya no hubo modo de alzar el vuelo. Ella volvió la cara y se fue a vivir junto al mar. Yo me hice tratante de unicornios.
Pero no hay futuro en ese negocio, como no lo hay
en la industria del caleidoscopio (eso ya lo sabía Modiano). La demanda de
unicornios ha bajado muchisimo desde que la heráldica carece de importancia.
Tuve que rematar las cuadras, las bestias se estaban agostando a ojos vista.
Alguno caía rendido, no era capaz de alzarse ya más. Igual que nos pasó a Delphine
y a mí. Cuando eso ocurría, yo era compasivo con ellos. Para eso guardaba el
revólver.
Entonces, los enanos del circo cavaban una nueva
tumba, junto a la de Sorrow. Más profunda esta vez, para que, cuando llegara la
estación de las lluvias, no nos viéramos sometidos al penoso espectáculo de una
carroña sobrenadando las aguas.
De esa época me queda un tapiz ajado, y algunos
versos en un alemán de guardarropía. Suficiente. Escribí a Delphine mandándole
los versos, ella no me respondió. Luego supe que se había colocado de
recepcionista en un gran hotel. Pensé en ir a verla, pero lo cierto es que no
podía permitírmelo.
Estaba varado en París, un París lluvioso y gris,
en el que los libros de los bouquinistes se
empapaban y sus páginas se pegaban unas con otras, apelmazando los volúmenes,
que se convertían así en extraños ladrillos con los que los clochards construian parapetos tras los
que guarecerse y los estudiantes, barricadas. Los textos, aparentemente, habían encontrado su cometido.
Aterido, como Sabato en aquel invierno de los
treinta en el que buscaba la bomba atómica, me refugiaba en Gibert Joseph. Me
perdía entre los mostradores, en las infinitas estanterías. Mi sitio favorito
era junto a la literatura húngara. La librería, en esos días, no cerraba nunca,
se había convertido en un refugio contra los bombardeos. Comunicaba
directamente con el métro, había un
pasadizo que conducía a la estación de Odéon. Allí, un saxofonista repetía entonces habia juego y tocaba
incesantemente Amorous. Cuando paraba
de llover, lo cual ocurría cada vez menos, salía a la superficie y tocaba por
unas monedas junto al Fiore. O al menos así hacía entonces, no sé lo que hará
ahora. Yo esto lo estoy escribiendo mañana.
Por entonces yo aún no había encontrado aún a Laura
y malvivía vendiendo planos de la ciudad. Ahora puedo ya decirlo: yo alteraba
esos planos. Mínimamente, alguna bifurcación que se abría paso entre las casas
(planchando las fachadas, devenidas súbitamente agudas), alguna estación de un métro que conectaba paradas en líneas
que sólo funcionaban en el sueño. Pequeñas cosas, topónimos somnámbulos,
parques violentos, flechas que señalaban a nortes desplazados. Suficiente. Al cabo de un tiempo, a la
ciudad no le quedó más remedio que adaptarse a mis planos. Los pasos de los
transeúntes iban horadando veredas. Una mañana, el alcalde, visiblemente
somnoliento, inauguró una avenida que había surgido inesperadamente la noche
anterior. Entonces me di por contento, y dejé los planos, como había dejado los
unicornios, o el comercio del incienso. Otro día les contaré del comercio del
incienso.
Fue Laura la que me convenció para que buscase a mi
padre. Me compró un traje de anchas solapas y una corbata malva, me hizo
afeitarme y me peinó con un pequeño peine de nácar que yo no sabía que guardaba
en su bolso. Me acompañó hasta la puerta de la casa de empeños, pero no quiso
entrar: más tarde, dijo, u otro día, quizás. El local era enorme y estaba
atestado. Era tan grande como Gibert Joseph, tan grande como el Louvre, y en él
circulaba la misma multitud, pululante como un pueblo de insectos bípedos e inquietos. Ese
templo del desasosiego estaba presidido por un retrato descomunal de mi padre.
Reconocí el estilo: Delacroix. Empecé a ponerme realmente nervioso.
Me abrí paso como pude entre los clientes. Cuando
finalmente llegué al mostrador (me parecía estar en uno de esos locales que
tanto frecuentaba Kafka en sus narraciones), reconocí a Roth, sentado en un
pequeño taburete. Ignoraba los gritos de los demandantes, no reaccionaba ante
las peticiones, sólo estaba interesado en los corales. Pero cuando me vio se
puso en pie de un salto. ¿Quieres que avise a tu hermano?, me dijo, con deferencia. No me había visto desde que yo era un niño. No, no hace falta, contesté
yo, y le di la mano. Me sonrió. Ya estaba muy borracho a esas horas.
Con la misma dificultad que antes, conseguí atravesar
la tienda hacia la salida. Laura me esperaba en una esquina. Ella tambien me sonrió. Fuimos
caminando lentamente por Raspail, hacia Les Deux Magots. Yo sabía que no nos
alcanzaría el dinero ni para tomar un café, pero era hermoso pasear en la
mañana parisina, una mañana en la que por fin el sol brillaba.
Cuando llegamos, vi a Johnny junto al Fiore, con su saxo. Me acerqué hasta él y le di un abrazo. Arrojé sobre la funda de su instrumento mis últimos francos. Laura miraba el escaparate de L'écume des pages. Entonces, entre el tráfico, vi al unicornio. Se acercó, manso, a mí, y yo le tendí la mano, como si todavía hubiera en ella un terrón de azúcar.
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