viernes, 28 de julio de 2023

Impronta

Un carrusel de diapositivas



Il y a des erreurs optiques dans le temps
 comme il y en a dans l'espace.
MARCEL PROUST, Albertine disparue.

Aparentemente, a esto se había dedicado Godot mientras lo esperaban. A tener un hijo. Y a hacerse prestamista.

Yo soy el hijo de Godot. El otro hijo. Cuando nací, ya era bien sabido que no había nada que esperar de mi padre, y así lo asumí. No me pasé dando vueltas sobre cuál habría sido su vida, como si yo fuera Modiano. Lo dejé estar, y me fui a recorrer mundo. 

Entonces conocí a Delphine Seyrig. Y nos enamoramos. Era un amor circular, y se repetía. Estábamos en la canción de "Heaven" y nuestros besos estaban siempre para estrenar. También las rupturas se repetían. Y el dolor, ay, pesaba siempre más que el gozo. Eso fue cargándonos las alas. Un día, de repente, ya no hubo modo de alzar el vuelo. Ella volvió la cara y se fue a vivir junto al mar. Yo me hice tratante de unicornios.

Pero no hay futuro en ese negocio, como no lo hay en la industria del caleidoscopio (eso ya lo sabía Modiano). La demanda de unicornios ha bajado muchisimo desde que la heráldica carece de importancia. Tuve que rematar las cuadras, las bestias se estaban agostando a ojos vista. Alguno caía rendido, no era capaz de alzarse ya más. Igual que nos pasó a Delphine y a mí. Cuando eso ocurría, yo era compasivo con ellos. Para eso guardaba el revólver.

Entonces, los enanos del circo cavaban una nueva tumba, junto a la de Sorrow. Más profunda esta vez, para que, cuando llegara la estación de las lluvias, no nos viéramos sometidos al penoso espectáculo de una carroña sobrenadando las aguas.

De esa época me queda un tapiz ajado, y algunos versos en un alemán de guardarropía. Suficiente. Escribí a Delphine mandándole los versos, ella no me respondió. Luego supe que se había colocado de recepcionista en un gran hotel. Pensé en ir a verla, pero lo cierto es que no podía permitírmelo.

Estaba varado en París, un París lluvioso y gris, en el que los libros de los bouquinistes se empapaban y sus páginas se pegaban unas con otras, apelmazando los volúmenes, que se convertían así en extraños ladrillos con los que los clochards construian parapetos tras los que guarecerse y los estudiantes, barricadas. Los textos, aparentemente, habían encontrado su cometido.

Aterido, como Sabato en aquel invierno de los treinta en el que buscaba la bomba atómica, me refugiaba en Gibert Joseph. Me perdía entre los mostradores, en las infinitas estanterías. Mi sitio favorito era junto a la literatura húngara. La librería, en esos días, no cerraba nunca, se había convertido en un refugio contra los bombardeos. Comunicaba directamente con el métro, había un pasadizo que conducía a la estación de Odéon. Allí, un saxofonista repetía entonces habia juego y tocaba incesantemente Amorous. Cuando paraba de llover, lo cual ocurría cada vez menos, salía a la superficie y tocaba por unas monedas junto al Fiore. O al menos así hacía entonces, no sé lo que hará ahora. Yo esto lo estoy escribiendo mañana.

Por entonces yo aún no había encontrado aún a Laura y malvivía vendiendo planos de la ciudad. Ahora puedo ya decirlo: yo alteraba esos planos. Mínimamente, alguna bifurcación que se abría paso entre las casas (planchando las fachadas, devenidas súbitamente agudas), alguna estación de un métro que conectaba paradas en líneas que sólo funcionaban en el sueño. Pequeñas cosas, topónimos somnámbulos, parques violentos, flechas que señalaban a nortes desplazados. Suficiente. Al cabo de un tiempo, a la ciudad no le quedó más remedio que adaptarse a mis planos. Los pasos de los transeúntes iban horadando veredas. Una mañana, el alcalde, visiblemente somnoliento, inauguró una avenida que había surgido inesperadamente la noche anterior. Entonces me di por contento, y dejé los planos, como había dejado los unicornios, o el comercio del incienso. Otro día les contaré del comercio del incienso.

Fue Laura la que me convenció para que buscase a mi padre. Me compró un traje de anchas solapas y una corbata malva, me hizo afeitarme y me peinó con un pequeño peine de nácar que yo no sabía que guardaba en su bolso. Me acompañó hasta la puerta de la casa de empeños, pero no quiso entrar: más tarde, dijo, u otro día, quizás. El local era enorme y estaba atestado. Era tan grande como Gibert Joseph, tan grande como el Louvre, y en él circulaba la misma multitud, pululante como un pueblo de insectos bípedos e inquietos. Ese templo del desasosiego estaba presidido por un retrato descomunal de mi padre. Reconocí el estilo: Delacroix. Empecé a ponerme realmente nervioso.

Me abrí paso como pude entre los clientes. Cuando finalmente llegué al mostrador (me parecía estar en uno de esos locales que tanto frecuentaba Kafka en sus narraciones), reconocí a Roth, sentado en un pequeño taburete. Ignoraba los gritos de los demandantes, no reaccionaba ante las peticiones, sólo estaba interesado en los corales. Pero cuando me vio se puso en pie de un salto. ¿Quieres que avise a tu hermano?, me dijo, con deferencia. No me había visto desde que yo era un niño. No, no hace falta, contesté yo, y le di la mano. Me sonrió. Ya estaba muy borracho a esas horas.

Con la misma dificultad que antes, conseguí atravesar la tienda hacia la salida. Laura me esperaba en una esquina. Ella tambien me sonrió. Fuimos caminando lentamente por Raspail, hacia Les Deux Magots. Yo sabía que no nos alcanzaría el dinero ni para tomar un café, pero era hermoso pasear en la mañana parisina, una mañana en la que por fin el sol brillaba.

Cuando llegamos, vi a Johnny junto al Fiore, con su saxo. Me acerqué hasta él y le di un abrazo. Arrojé sobre la funda de su instrumento mis últimos francos. Laura miraba el escaparate de L'écume des pages. Entonces, entre el tráfico, vi al unicornio. Se acercó, manso, a mí, y yo le tendí la mano, como si todavía hubiera en ella un terrón de azúcar.


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