viernes, 7 de julio de 2023

Mi diente partido

(A veces es preciso hablar de las cosas del cuerpo.)
 


En un país sólo se reza a un único grupo de
divinidades llamadas: los dientes apretados.
FRANZ KAFKA

Es difícil precisar la edad: en torno a ocho años. El paisaje es más reconocible para la memoria, aunque en todo este tiempo ha desaparecido por completo: en el colegio lo llamábamos patio, pero era sólo, claro está, un descampado. Sí, era el tiempo de los descampados, a cada paso se abría uno, la batalla con las torres aún no estaba perdida. Luego, el patio del colegio empezó a contener una gasolinera. Luego, una torre. No mucho después, el colegio desapareció. Nunca había sido siquiera un edificio: se extendía por bajos y sótanos de otras casas. Sí, en torno a ocho años. En torno a 1972, quizá en 1973. Cincuenta años ha durado mi diente partido.

En el caótico partido de fútbol cotidiano del recreo, tal vez. O escapando en el rescate. O corriendo, en todo caso despistado. Al lado, justo al lado, pasa la autopista. A veces se nos escapa la pelota a ella. Entonces, inconcebiblemente, saltamos la valla y la cogemos. Yo también lo hice alguna vez. Cuando la tiré fuera yo: ya se sabe, el que la tira...

Sí, corriendo, no sé por qué, no sé de qué modo pudo ser posible, pero recuerdo (así, descontextualizado, como un hecho aislado, como una imagen indeleble: Nietzsche ya decía que sólo lo que duele permanece en la memoria) el golpe absurdo contra el poste, contra un poste que tal vez era una farola, o que servía para sujetar un indicador de la autopista. Pam, de cara. Pam, de boca. No sé si los demás se rieron, seguramente. Yo también lo habría hecho. Me da la sensación de que en realidad pasó más bien desapercibido. Incluso para mí, al principio. Pero en seguida vino el dolor y supe que me había partido el diente. Un incisivo, rajado en su parte inferior, un borde que se convirtió en un extraño arco de circunferencia cóncavo. Para siempre.

¿Has cambiado los dientes ya?, me preguntó la señorita, o tal vez fue en otro momento, en otra caída (nos caíamos tanto entonces, teníamos las rodillas permanentemente raspadas y magulladas, pero caure no feia mal*). Sí, ya he cambiado los dientes, ése no es un diente de leche, ése es un diente que me tiene que servir para toda la vida. Ése es mi diente partido.

Un diente partido no es gran cosa, y éste ni siquiera estaba tan partido, pero mi dentadura era ya desastrosa para entonces. Ahora no pasaría, pero hablamos de los sesenta, de los primeros setenta, yo había sido un niño de dientes picados, fui un niño que no fue al dentista lo que debía, que tenía un miedo atroz al dentista: a ese niño no se le cayeron los dientes de leche a tiempo. Justamente. Y otros dos incisivos crecieron hacia dentro. Dos hacia dentro y uno partido, nos queda apenas uno en condiciones. Ésa era mi dentadura, ésos eran mis incisivos superiores. Ésa era, pues, mi sonrisa. Desde los ocho años.

Hubo al final dentistas, claro. Hablábamos de ortodoncias. En mi clase, niños con la boca llena de alambres. Me negué siempre. Mi caso era un caso perdido, me parece. Mi madre decía: "bueno, es un chico, si fuera una chica sería diferente". Sí, en ese tiempo se decían esas cosas. Me aferré a mi sonrisa contrahecha. Construí mi rostro a partir de ese ejército indisciplinado que era incapaz de siquiera formar en condiciones. Mis dientes de abajo aprendieron a encajarse en los de arriba. Crecí, llegué a la pubertad, me convertí en un kamikaze sentimental, empecé a sonreír de lado, a no sonreír, mi diente partido me avergonzaba pero me singularizaba. A mi alrededor, los alambres desaparecieron de las otras dentaduras, ahora ya pasablemente regulares. Ya eran los ochenta.

Mi diente partido estaba enfermo. Hubo que matarlo. Lo desvitalizamos. Provocó infecciones en la encía, una fístula. Hubo que arreglar eso. Endodoncias. Se fue poniendo negro. Lo blanqueamos un par de veces. Mi diente partido no era siquiera un superviviente, era apenas un fósil apalancado en mi boca, mientras mis otros dientes empezaban sus propias derivas, como alejándose de él. En una sonrisa breve ya ni siquiera se le veía. Pero aún servía para morder, y la lengua lo reconocía. Incluso tu lengua, en aquellos besos. Y me servía para pronunciar la t y la d, para pronunciar diente. Yo envejecía, por resumir, y envejecía mi diente partido. Todos mis dientes.

Nunca he podido crispar el gesto. Nunca he podido apretar los dientes como un malo de película. Quizás he sido capaz, ay, de alguna mirada amenazante, pero mis mandíbulas ridículamente encajadas me alejaban de toda violencia. No se puede ser un depredador con tan mala dentadura. Fui, por tanto, un poeta, y me alejé siempre de los lobos. No eran mi raza. 

Uno se hace mayor con su cuerpo, o quizás es al contrario, o quizás no es ni siquiera eso, porque "uno" no es nada y sólo hay cuerpo, y esta fábula de la identidad se basa en el extraño malentendido de considerarnos inquilinos. Mi cuerpo fue delgado, muy delgado, y luego ya no lo fue. Mi cuerpo fue ágil y ya no lo es tanto. Hay manchas en mi piel que me acompañan desde siempre, y otras que fueron viniendo después. Nací con el meñique del pie derecho montado sobre el dedo de al lado. Ésas son las cosas de las que soy dueño, o son las cosas que me poseen. Cada día, a cada minuto, el cuerpo cuenta su propia historia, avanza sin especial dramatismo río abajo, hacia un futuro de disgregación y olvido. A él no parece importarle tanto como a mí, si es que yo soy algo.

He perdido mi diente partido. Era un diente muerto, un pequeño cadáver en mi boca que me acompañaba desde hacía cincuenta años. El otro día se partió del todo: no una pequeña muesca en el borde: se derrumbó hendido por un hachazo inesperado. Ni siquiera dolió: me miré al espejo, sabiendo lo que había pasado, pero verme así, con ese hueco, fue decisivo: ya no tenía mi diente partido. Estaba en mi mano, amarillo, un objeto incapaz ya de toda supervivencia, aunque duro aún, mineral, en el fondo indestructible.

Lo demás son rutinas fatigosas de odontología, consideraciones estéticas y económicas, dolor (no demasiado) e incomodidad. Hoy he estrenado sonrisa. Mi sonrisa de mi año sexagésimo. Es una sonrisa de plástico. No incorpora ya dientes metidos para dentro, ni partidos, ni desviados. Es regular y geométrica, se basa en curvas de primer y segundo grado, en ella las piezas se alinean como es debido, como un ejército bien ordenado, cumpliendo el reglamento.

Mis labios, mi lengua, se sienten extraños cuando se confrontan con esa armazón que ha sucedido al hueco del día anterior, y al perfecto encaje de las mandíbulas desde hace cinco décadas. Los dientes se chocan, tengo que volver a aprender a comer. Cuando me colocaron la funda era como cuando uno, de niño, se colocaba esos dientes de Drácula. Pero yo apenas soy un vampiro diurno. Mis caninos, aún supervivientes, no se alargan afilados y ningún cuello les espera. 

Tengo, pues, ya, una sonrisa normativa. Es algo, si quieren, poco relevante, pero lo cierto es que estos días he aprendido una vez más en qué consiste la palabra irreversible, qué enuncia el vocablo pérdida cuando se refiere a una parte del cuerpo, de ese cuerpo que es todo lo que somos. Y he pensado, claro, en las largas sesiones de dentista con mi padre, arrancándole pieza por pieza, encajándole su dentadura postiza, retocándosela para evitar las llagas. He pensado en la dentadura postiza de mi madre, que se acabó perdiendo quién sabe cómo, pero ya daba igual, porque en su Alzheimer ya no se la podía poner. No sé dónde están esas dentaduras. O las de mis abuelos. 

Hay quienes guardan los dientes de leche de sus hijos, ésos que se ponían debajo de la almohada para que nos dejara el Ratoncito Pérez un duro, o cinco. No creo que mis padres hicieran eso con los míos o los de mi hermano. Si lo hicieron, esos extraños objetos se perdieron, como tantas otras cosas, en las mudanzas o en los abandonos. Yo no tengo mi diente partido. Lo llevé a la consulta del dentista por si servía de algo, y allí se quedó. No servía para nada.

Era muy joven cuando leí Berenice, de Poe, en la traducción de Julio Cortázar. En ese cuento de terror perfecto, la primera vez (lo recuerdo tan bien) sentí un latigazo cuando en el último párrafo vi caer treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso.** Desde qué abismos de la catalepsia habré de despertar, entonces, para descubrir que he perdido ya todos mis dientes de leche, de esta otra leche, de la leche negra del alba de la que hablaba Celan, ya nunca licántropo, ya nunca vampiro. ¿Tienen dientes los ángeles?

Es posible que los tengan, y que nuestras lenguas choquen con ellos en el beso. Y es posible que en ese vuelo, ya no depredadores ni presas, sino simplemente aves, cometas, volemos, acaso con las alas que nos hemos hecho desabrochándonos el abrigo, al menos por unos segundos. Y si no, tant se val.

Caure no farà mal


* https://www.youtube.com/watch?v=PVCxXqTCRLo . La canción, una absoluta delicia, es de Joan Dausà, y en esta actuación la canta junto con el lesbiano Santi Balmes. 

** Cito por la traducción de Cortázar. El texto original de Poe dice: thirty-two small, white and ivory-looking substances that were scattered to and fro about the floor. Acaso convenga en este punto recordar que la primera frase de Berenice es una de las más memorables de la literatura: Misery is manifold.

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