Todo
el resto es anemia.
SEVERO SARDUY, Cromoterapia
1.
El 15 de junio de
1959, Mark Rothko, acompañado de su mujer Mell y su hija Kate zarpa en el Constitution
para comenzar su segundo gran viaje a Europa, tras el iniciático de 1950,
en donde, entre otros muchos lugares, visitó Torcello, que tanto influiría en
la concepción de su capilla de Houston. Para ser exactos, de todos modos, ese
primer viaje lo realizó, si atendemos a la información que figuraba en su
pasaporte, Mark Rothkowitz, que era el nombre que, a su vez, producto de una
transcripción no demasiado precisa, le fue impuesto a su llegada a Ellis Island
como inmigrante a EE.UU. en 1913 (con diez años), desde su localidad natal, aún
llamada Dvinsk y perteneciente al Imperio Ruso, hoy Daugavpils, en Letonia.
Sólo para el segundo viaje europeo, con la renovación del pasaporte, Rothko
decidió oficializar la apócope de su nombre. En 1950, Kate fue concebida en
Europa. Aún nacería en 1963 su segundo hijo, Christopher. Y habría un tercer
viaje, en 1966. El interés de Rothko por los maestros antiguos,
singularmente por Giotto, era muy grande, y descubrimientos como las pinturas
de Pompeya, con su característico rojo, serían decisivos para él. No es
de extrañar, pues, que en la magna exposición que se le dedicó en 2019 en el Kunsthistorisches
Museum de Viena hubiera una pequeña sala de transición en la que se
mencionaba la influencia fundamental de esos viajes y se mostraba una
ampliación de una peculiar foto de picnic entre ruinas.
2.
Para identificar a
los personajes de la foto hemos de retroceder un poco y situarnos en la
cubierta del Constitution, o en el bar de la clase turista, donde Rothko
solía tener grandes conversaciones con el escritor y periodista John Fischer,
que había conocido en el barco y que se convertiría en un amigo duradero, que
acabó por escribir, a los pocos meses de la muerte del pintor, un artículo en
el que ofrecía detalles de ese periplo fundamentalmente italiano de 1959.
Rothko, que siempre tuvo una relación tormentosa con el mundo de las galerías y
el negocio del arte, había aceptado participar en un faraónico proyecto, la
decoración del restaurante neoyorquino Four Seasons, dentro de un
rascacielos que había diseñado Mies van der Rohe, encargo realizado por la
destilería Seagram. El resultado de esa operación, que acabó siendo fallida, fueron
los llamados murales Seagram, pinturas monumentales que hoy pueden verse
en la Tate Gallery, de Londres. Rothko se retiró del proyecto, pues comprendió
que ese ambiente snob de restaurante carísimo no era el lugar apropiado
para sus grandes lienzos en los que se repiten modelos de rectángulos que
pretenden evocar la claustrofobia de las ventanas cegadas de la Biblioteca
Laurenziana de Florencia, a cargo de Miguel Ángel.
3.
Durante el viaje,
las dudas sobre el proyecto Seagram son cada vez mayores. Rothko se confiesa
con Fischer, que justamente no pertenece al mundo del arte. Estamos en un punto
de inflexión muy importante en la vida del artista. Cuando el Constitution toca
puerto en Nápoles, las familias Rothko y Fischer descienden y visitan las
excavaciones de Pompeya, en pleno funcionamiento entonces. Rothko contempla
fascinado los frescos de la Villa dei Misteri. Otro día, la pequeña
expedición se dirige al sitio arqueológico de Paestum, a un centenar de
kilómetros de Nápoles. Allí se conservan templos griegos como el de Hera, que
aparece en la foto. La hija de los Fischer ha entablado conversación en el tren
con dos jóvenes estudiantes italianos. La confusión de lenguas es importante, y
el entendimiento se realiza a partir de traducciones intermedias al francés. No
importa, la jornada se desarrolla del modo más agradable. Los estudiantes
muestran los templos a los americanos y todos se reúnen para degustar unas
viandas, consumir unas botellas de vino. Alguien, entonces, hace la foto.
Rothko está tumbado boca abajo sobre la hierba. La imagen está ligeramente mal
encuadrada, y el grupo aparece descentrado, a la derecha. Al fondo, dos
poderosas columnas dóricas destacan. Rothko se alinea con una de ellas. La
sombra de los elementos arquitectónicos, en primer plano, contrasta fuertemente
con la luz casi saturada del fondo. La foto no es de muy buena calidad, o al
menos no lo son las reproducciones, escasas, que pueden hoy consultarse. En
todo caso, es un testimonio de un momento, irrepetible como todos los momentos,
del verano de 1959.
4.
Cuenta la leyenda,
es decir, la leyenda que establece Fischer con su testimonio de 1970, y que
reproducen luego todos los biógrafos de Rothko, que, enterados los jóvenes
italianos de que uno de los turistas era un reputado pintor, le
preguntaron si había venido a Paestum a pintar los templos. En ese ejercicio de
traducción múltiple, Fischer dice que Rothko dijo que les dijeran a los
estudiantes que él llevaba toda la vida pintando templos griegos, sin
saberlo. Esas frases se pronunciaron poco antes o poco después de que fuera
tomada la foto, o quizás aún en el tren, o paseando de vuelta a la estación. En
todo caso, los templos griegos de Paestum, tan sólo ese día, un solo día en la
vida de Rothko, fueron señalados como el lugar original de su pintura.
5.
Puesto que fue encontrada
sólo en 1968, nueve años después de ese secondo viaggio, Rothko no pudo
contemplar entonces la llamada tomba del tuffatore, uno de los elementos
arqueológicos más conocidos de Paestum, especialmente por su losa superior, que
muestra al personaje que le da nombre, el saltador que se zambulle en no se
sabe qué aguas ondulantes. Esa figura apenas esquemática, que se sitúa en el interior
de una tumba, decorada con escenas de simposium, ha recibido la
atención de poetas y escritores. Su decidido arrojarse, en un contexto
fúnebre, quizás al mar de la otra vida, quizás simplemente a la aniquilación,
parecería ser una definitiva renuncia al vuelo, un gesto valiente de iniciado.
6.
Eugenio Montale le
dedicó al zambullidor un poema que comienza Il tuffatore preso au
ralenti. El arabesco que dibuja, dice, encierra la cifra de su vida. Un
muerto que vuelve para nadar, como muerto está el que fotografía la lápida que
contempla el poeta. Pietà per le pupille, per l’obiettivo, pietà per tutto
che si manifesta, pide Montale, capturado él mismo ante esa potente imagen,
ante esa geometría. José Ángel Valente tradujo Il tuffatore de Montale y
le añadió, por su cuenta, el título de Salto e inmersión. Entonces,
escribió su propio poema, incluido en su libro Mandorla, de 1982. Éste:
No
estamos en la superficie más que para hacer una inspiración profunda que nos
permita regresar al fondo. Nostalgia de las branquias.
Exactamente:
nostalgia de las branquias.
7.
Es posible que
Rothko pinte mares, mares acaso de otros planetas inconcebibles. Esos mares
tienen playas y orillas: es justamente en los márgenes donde se desarrolla la
historia. Es posible que Rothko pinte paisajes lunares, territorios boscosos de
raras clorofilas, escaleras que ascienden y descienden en el mismo movimiento.
Es posible que pinte luces extremadamente obscuras y sombras imposiblemente
claras. Es posible que pinte todo eso, aunque no pinte ninguna de esas cosas.
Lo que sí pinta Rothko son puertas, o cuevas, o pasajes. Hay veces que esas
puertas se abren, esas cuevas acogen, esos pasajes nos conducen a dentros
insospechados. Abrir esas puertas no es sencillo, se requiere de cierta
pericia, se requiere de una atención contemplativa que es fácilmente
alterada por el mundano hecho de que una exposición de Rothko suele ser un
lugar atestado, un ajetreo de visitantes apresurados que transitan frente a los
lienzos sin apenas detenerse, que empujan a los pasmados que intentan
ser admitidos en esos antros rojos, naranjas, marrones, morados, negros,
grises, blancos. Nada que ver con el recogimiento de las celdas del convento de
San Marco en Florencia, decoradas por Fra Angelico, que Rothko amaba y al que
volvió también en 1959. Allí, cada monje, en el silencio de su reclusión, podía
concentrarse en la escena sagrada que había sido pintada para él, para ese
lugar. Rothko es, por supuesto, un pintor místico. No es de extrañar que
acabara por renegar del encargo de Seagram.
8.
En todo caso, es
preciso un arrojarse para contemplar los cuadros de Rothko. Las
condiciones de exposición son decisivas, y Rothko prescribió para ello su
propia normativa. Los cuadros habrían de colgarse a apenas unos centímetros del
suelo. Las paredes no serían iluminadas demasiado intensamente, para evitar que
su blanco saturara la retina y verdeara los rojos del lienzo. El
observador debería situarse a corta distancia de la obra, de modo que todo su
campo visual quedara ocupado por las zonas de color. Entonces, cumplidos los
preceptos, obtenida la pequeña isla de quietud en la que ubicarnos, que el
cuadro se abra finalmente depende de que los dioses, es decir Rothko,
nos sean propicios.
9.
Se comienza por
sentir algo que, a falta de mejor término, podría denominarse un vértigo
visual, una especie de giro de la percepción. Entonces, moviendo lentamente
la cabeza, empezamos a apreciar detalles y matices que pasan
desapercibidos en la inspección sumaria del visitante poco atento. No hay nada
menos uniforme que las franjas de Rothko. La ejecución de la obra, de
hecho, se basa en la superposición de numerosas capas, que van revelándose a
medida que el proceso de entrada en el cuadro se completa. La sensación
es entonces de pura embriaguez. Es frecuente, Rothko mismo lo señala en
alguna entrevista, que acaben por saltar las lágrimas del contemplador,
como ocurre con los feligreses ante la visión de una imagen sagrada. Eso es lo
que son los cuadros de Rothko, imágenes sagradas, iconos del único culto al que
aún cabe adscribirse, tan lejos como estamos ya de profesar otra fe que la de
la imposibilidad.
10.
Sólo cuando uno está
plenamente nadando en los grandes estanques rothkianos, en sus mares de los
planetas exteriores, comienza a comprender el drama que representan (los
grandes cuadros, para Rothko, son la representación de un drama; las obras en
papel que se vio obligado a pintar a partir de su enfermedad en 1968 serían novelas).
El drama se desarrolla en los márgenes, en los intersticios. Ahí,
en ese paisaje de villas inesperadas, torres diminutas y quebradas, en esos
mimoides de Solaris, en ese agitado vaivén de los trazos, se encuentra el
secreto. Y la mirada pasa y pasa y cada vez encuentra un nuevo lugar en que
anclarse, y la retina, saturada de los colores infinitos en los que bucea, hace
que los tonos viren, y a cada nuevo paseo todo cambia, y hay algo que
claramente resuena, y el Rothko empieza a escucharse, como un atronador
zumbido de otro mundo, como el ruido que hacen al orbitar esos planetas de los
que ahora somos ciudadanos.
11.
No puede saberse la
cartografía fractal que reside en cada Rothko hasta que uno lo tiene enfrente,
o, para ser precisos, hasta que el Rothko lo tiene a uno enfrente, pues él es
el que ordena, el que decide, el que deja o no que entremos. Podemos, sí,
hacernos trampas en el solitario, intentar congelar los instantes irrepetibles
de éxtasis místico a base de tecnología. Así, haremos valer el potente zoom
de la cámara para cerrar y cerrar más el campo, centrarnos en aquella
pequeña excrecencia, en esa zona de transición que revela un horizonte
insospechado, lábil, inconsistente. Cada cuadro, así, sufre su autopsia, se
descompone para recombinarse, en otro momento de la contemplación, en el hotel,
agotados y dichosos por la experiencia, o días o meses después, ya de vuelta a
nuestro origen, abrumados aún por el hecho de haber sido ciudadanos de un
Rothko, aunque fuera durante los breves minutos que nos fueron concedidos
antes de que la multitud que sentimos como una bestia jadeante a nuestras
espaldas empezase a enfadarse ya de veras por nuestra inmovilidad.
12.
Es posible que
Rothko pinte, sí, escaleras, es posible que incluso esas escaleras no vayan
hacia arriba y hacia abajo solamente, sino que también avancen hacia un
interior que no respeta paredes. En el Kunsthaus de Zürich hay una obra
de 1963, cuyo título, como ocurre en la mayoría de los casos (a veces no
tenemos otra cosa que un Sin título) es la mera descripción de las franjas.
En este caso, Blancos, negros, grises, sobre castaño. Allí, como una
especie de extraño premio para el esforzado escalador, que ha peleado acaso
toda una noche de Jacob con esos peldaños de sombra, un penacho de espuma
blanca señala el albedo que sucede por fin a tanta nigredo. Desde
el estar dentro del cuadro, esa salida a no se sabe qué exterior de luz es
equivalente a la primera respiración del recién nacido, extraído de una
obscuridad en la que las gradaciones del arcoíris negro son infinitas. Se
siente así: liberadora, dolorosísima.
13.
Es posible que
Rothko no pinte ninguna de esas cosas, que todas esas cosas sean ellas las que
se pintan, mientras Rothko decae y decae. Fumador compulsivo, alcohólico,
aquejado de una depresión permanente, lleno de miedo y rabia, enfermo de la
circulación, acaba sufriendo un aneurisma en 1968 que le deja postrado. Los
médicos le imponen disciplina, que él no acaba de cumplir. La medicación, o su
estilo de vida, acaba derivando en una impotencia sexual que complica su
matrimonio. Tiene una amante. Se debate ante la posibilidad de aceptar o no nuevos
encargos, la gestión de su obra le agobia. Decide el traslado de los murales
Seagram a la Tate. Piensa que está cada vez más encerrado en su propio estilo,
sueña con una nueva iluminación, con nuevas formas. En suma, se derrumba. Queda
apenas algo más de un año para el último drama, para la última obra.
14.
El miércoles 25 de
febrero de 1970 los Seagram Murals arribaron a Londres. Ese mismo día, Oliver
Steindecker, el asistente de Rothko, como cada mañana, acudió al estudio del
pintor, situado en el 157 de la calle 69 Este de Nueva York. Rothko no contestó
a su saludo. Steindecker avanzó hacia el interior y se topó entonces con el
espectáculo más siniestro que concebirse pueda. Tirado sobre el suelo, boca
arriba, con los brazos extendidos, el cadáver de Rothko nadaba estático sobre
el estanque que había formado su propia sangre, que había brotado de las heridas
que él mismo se había infligido en sus antebrazos. El agua manaba del grifo de
la pila, junto a él. Aparentemente, se abrió las venas y dejó correr el agua
para que fuera lavando la sangre. Sólo cuando había perdido suficiente se
desplomó. La extensión del gran charco se midió: seis por ocho pies. Rothko
estaba en ropa interior y calcetines. Su pantalón estaba cuidadosamente doblado
en una silla.
15.
La muerte fue calificada
de manera inequívoca como suicidio. Posteriormente, la autopsia demostró que
Rothko había ingerido grandes cantidades de barbitúricos, que sin duda tuvieron
un carácter anestésico. El dictamen aparece formulado de un modo brutalmente
sintético: Self-inflicted incised wounds of the antecubital fossae with
exsanguination. Acute barbiturate poisoning. Suicidal. No se encontró
ninguna nota de justificación o despedida. Tampoco había ningún otro signo de
desorden. Las obras acumuladas en el estudio, que valían muchos cientos de
miles de dólares, estaban intactas, como la cartera del artista. Rothko, al
parecer, había hablado con su amante Rita Reinhardt alrededor de la medianoche
anterior. Nada hizo pensar que estuviera considerando el suicidio, a pesar de
su evidente declive físico y su crónico estado depresivo. El método en
sí mismo, tan evidentemente gore, sorprendió a sus amigos. Robert
Motherwell se declaró extrañado por el carácter tan ritual del suicidio.
El velatorio del cuerpo tuvo lugar en el funeral parlor de Frank E.
Campbell en la tarde del 26. Alguien le había puesto las gafas a Rothko. Christopher,
su hijo menor, de 6 años, introdujo en el ataúd un disco del Quinteto de la
trucha, de Schubert. Kate, de 19, añadió uno de la obra musical favorita de
Rothko, El rapto del serrallo, de Mozart.
De entre todos los
detalles de la muerte de Rothko, hay uno que quizás resulta el más
sorprendente. El utensilio empleado para realizar los cortes fue una cuchilla
de afeitar. Para sujetarla, Rothko se valió de un kleenex. El detective
Lappin, del NYPD, declaró, posteriormente: Los suicidas son
sorprendentemente cuidadosos para no cortarse los dedos mientras se rebanan los
antebrazos. Es de suponer que el rojo de la sangre empapó el blanco papel
del pañuelo, subvirtiendo las fronteras entre esos dos ámbitos, generando esas
breves civilizaciones efímeras de los intersticios que nos son tan familiares a
los devotos de Rothko. La carne del finado, como corresponde a un desangrado, era
cerúlea, de una palidez fuera de lo común. Es seguro que hubo fotografías
policiales de la escena, pero ninguna ha trascendido.
17.
El gran escritor
cubano Severo Sarduy publicó en 1990 Cromoterapia, un breve ensayo que
giraba, bien que implícitamente hasta el último párrafo, en torno a Rothko.
Sarduy, que también era pintor, admiraba profundamente a Rothko y le dedicó igualmente
un soneto, que suena bien quevediano. Cromoterapia comienza de forma
decidida Escribir es pintar y habla sobre todo del rojo:
distintos
rojos que se resumen en uno aparentemente unido y en realidad atravesado de
venas, de texturas: escarlata, carmín, granate, japonés claro, naphtol,
Oriente. O bien los rojos que ya ha bautizado la destreza de un maestro: Breughel,
Angélico, Uccello.
Ese rojo, nos dice
Sarduy, comienza a respirar, a latir, sístole del naranja, diástole del
cadmio. En efecto: la sangre expulsada al ritmo de los pulsos
declinantes, inundando con su oleaje el estudio, torbellino ígneo. Pues,
como sabe Sarduy, el rojo establece, con el de la sangre, una complicidad
secreta.
18.
Es en el párrafo
final de Cromoterapia cuando Sarduy emite su veredicto:
De
cuantas explicaciones se han dado del suicidio de Mark Rothko hay una sola que
nunca he encontrado en sus numerosas, y con frecuencia deplorables, biografías:
su investigación del rojo llegó a tal profundidad, a tal diálogo, que tuvo que
derramar el modelo ―y el origen― de todo posible rojo: la sangre humana.
Lo cual corrobora
igualmente el final de su soneto:
El
rojo de la sangre derramada
selló
su exploración. También su vida.
Sarduy consideraba a
Rothko el último dios vivo. En sus cuadros de grandes dimensiones,
Rothko decía representar dramas. En esta última obra, a tamaño natural, se
representa, sin duda, una tragedia, la muerte del dios Pan.
19.
El mar lo es en
tanto que oleaje. En los litorales de Rothko las olas del rojo-Rothko inundan el
paisaje y entonces retroceden, en un vaivén que puede hacerse lento como el avance
de un glaciar, pero que nunca se congela. El cuadro nos salpica, salimos
empapados de ese encuentro. Salimos decorados con colores vivísimos, como
chamanes sobrevenidos. Aullamos, como bacantes. Nos recogemos, como enterrados
en urnas. Nos enfundamos el traje de exploradores espaciales para colonizar
esos astros recién emitidos. Y todo eso es posible gracias a un dios frágil,
falible, sufriente, un dios despedazado como Zagreo, un dios que construye
capillas octogonales y las vela con murales de densa obscuridad, un dios que
siempre pinta templos, templos en los que poder descansar, tendido, templos a
los que estamos invitados los fieles de su culto. Ese dios fue,
inconcebiblemente, fotografiado una vez, tumbado sobre la hierba, en alegre
compañía, degustando viandas y bebiendo vino, una tarde soleada, en un lugar
mitológico que se llama Paestum. Ese dios se hizo carne y habitó entre
nosotros.
20.
La cinta
magnetofónica en la que se grabó la autopsia de Rothko no fue siquiera
transcrita, una vez que quedó claro que no había sospecha alguna de homicidio y
la muerte fue declarada oficialmente como suicidio. Esa cinta quedó archivada
en la caja correspondiente a 1970. En la carátula aparecía el número de
registro: #1867, y el nombre del muerto, mal escrito: Rothknow.
Rothkowitz ya era una mala transcripción del original, que se había escrito sólo
en caracteres cirílicos antes de la Isla de Ellis. Rothko fue un nombre
artístico que borraba de algún modo la pertenencia a una cultura o una
religión. Rothknow es una construcción del azar o la ignorancia que parece
insuperable: know, conocer. Now, ahora. Sí, ahora, por fin,
sabemos a qué atenernos.
y 21
En 1970, otra
artista extremadamente personal, extremadamente reconocible, Unica Zürn, también
se suicidó. Fue en octubre, menos de ocho meses después de la muerte de Rothko.
La sangre de Zürn, que se derramaría sin duda en menor medida que la de Rothko,
regó el pavimento de la rue de la Plaine en París. Ella sí eligió ser tuffatore,
sí eligió zambullirse, sin necesidad de vuelo, sin miedo al encuentro con el
agua Estigia. Seguramente, de todos modos, el mar al que fue a parar fue el
mismo. Un mar en el que los rojos laten en naranja y cadmio, un mar de breves
dedos de espuma que van escribiendo historias que se contradicen, un mar en el
que sopla la leve brisa de la ataraxia, un mar que suena como suena la geometría
imposiblemente euclídea del color. El mar de Rothko, que contemplamos desde
esta ventana del presente, mientras a nuestra espalda, impaciente, ruge una
multitud de turistas que han pagado su buena entrada para ver la
exposición y a los que les estorbamos para el selfie. El mar de Rothko,
en cuyas playas se puede escuchar el canto de las sirenas sin miedo ya a ningún
naufragio.
[Salvo
la imagen inicial, extraída del libro de Lee Seldes, The Legacy of Rothko, y la del Tuffatore, obtenida en la Wikipedia, todas las fotografías son de Agustín González-Cano. Corresponden en general a detalles de las obras de Rothko contempladas en lugares como Viena, París, Basilea o Zürich.]
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