viernes, 28 de febrero de 2025

Continuidad de los parques


 

“No entiendo”, dijo Rice dando un paso atrás. “Casi es mejor”, dijo el hombre alto.

JULIO CORTÁZAR, Instrucción para John Howell

 

1.

Acompañemos por un momento al adolescente. Ha comprado su primer libro de cuentos de Cortázar. Ya ha leído, absurdamente o no, Rayuela, con quince o dieciséis años y se ha medido en desigual combate con semejante artefacto, combate que acabó en un éxito razonable, a pesar de su nula experiencia de la vida y su masiva escasez de recursos culturales. Enamorado como está de la colección El Libro de Bolsillo, de Alianza Editorial, podemos imaginarlo seleccionando entre los estantes de la librería, con mucha probabilidad la Casa del Libro de entonces, el tomito blanco, que lleva el número 624 de la colección (a uno de un cuadrado perfecto). Alianza había mezclado los relatos que había publicado Cortázar hasta el momento (mediados de los setenta) en tres volúmenes, que dio en denominar Ritos, Juegos y Pasajes. En ellos, quizá siguiendo indicaciones del propio autor, quizá no, los criterios de inclusión y ordenamiento obedecían más a ciertas afinidades entre los cuentos que a su cronología o pertenencia a una u otra colección previa. El libro que el adolescente se lleva para casa es el segundo, el titulado Juegos (era esperable). Por supuesto, acabó comprando los tres en muy breve tiempo y luego decenas y decenas de otros libros de Cortázar, hasta hoy. Pero no nos dispersemos. Estamos en el entorno de 1982. Podemos saberlo porque ésa es la fecha de esa edición, la cuarta, en El Libro de Bolsillo, y por tanto el adolescente está rondando o acaba de superar su mayoría de edad.

 

2.

Hay, en todo caso, una cierta tardanza en arribar al mundo de los relatos cortazarianos, habida cuenta de que para entonces, poco menos que todo Borges y todo Sabato, entre otros, formaban parte ya de su biblioteca, que aún era modesta pero que iba creciendo a ritmo vertiginoso, para desesperación de sus padres, que veían cómo los libros superaban ya la capacidad de almacenamiento de su habitación e iban invadiendo otros espacios de la casa familiar. Hoy, esa biblioteca es decididamente monstruosa y en ella sobrevive ese librito llamado Juegos, por más que ciertas consideraciones de pura geometría le hayan relegado a una deshonrosa segunda fila en el estante. Pero podemos sacarlo, aquí está, perfectamente conservado, con muy pocas marcas. El subrayado compulsivo empezó después.

 

3.

El adolescente, es decir, el escritor que es hoy, tantos años después, guarda memoria nítida de muchos de sus encuentros literarios. También, a veces, puede haber cierta impostación, dentro de un conocimiento bastante profundo del ser que fue entonces, con el que se siente aún hoy estrechamente conectado. Así, el momento en que compró Rayuela, en una librería que ya no está desde hace muchísimo tiempo, y estaba en la calle Preciados de Madrid, está mucho más claramente conservado que el de la adquisición de Juegos, que contiene algunos de sus relatos favoritos desde entonces, y que le fue produciendo en breves días una colección de deslumbramientos de los que en realidad, gozosamente, aún no se ha recuperado. En esos casos fallan los detalles, digamos, procesales, pero la cualidad prístina del recuerdo consiste en la emoción sentida, en una emoción de lector ávido y aún primerizo que cada vez le cuesta más repetir.

 

4.

El primero de los cuentos de la recopilación Juegos también abrió la colección original en la que se insertó, bien que sólo en su segunda edición, Final del juego. Se trata, además de uno de los más breves, si no el más, de los relatos de Cortázar, y al mismo tiempo de uno de los más repetidos, analizados, incluidos en antologías y leídos y releídos por generaciones en toda la anchura de la tierra. Su título, ya de por sí enigmático, es Continuidad de los parques. Así pues, esa misma tarde de la adquisición, o quizás ya es de noche, después de la cena familiar, el adolescente se retira al reducto sagrado de su habitación, que preside, por derecho propio la máquina de escribir, una Olivetti Lettera 35, en la que teclea y teclea poemas que componen libros que luego se descomponen y se recomponen. Hay una pequeña butaca. No está, realmente, situada de espaldas a la puerta, aunque ése puede ser (o no) un detalle irrelevante. En todo caso, la puerta suele estar cerrada, para evitar ser molestado mientras se vuelca en esa liturgia. Abre el volumen y lee Había empezado a leer la novela unos días antes. Cinco minutos, acaso, después, quizá menos, porque el lector es rápido, lee la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela. Y entre esos dos espejos colocados paralelamente, en esa mise-en-abyme sólo aparentemente modesta, queda atrapado (ah, fortuna) para siempre.

 

5.

Si convocamos, con esa especie de ouija trucada que es la memoria, al adolescente, podemos interrogarle sobre sus sensaciones, pero en ese momento, me parece, aún no sabría expresarse con claridad. Conoce a Borges, sí. Conoce a Poe, traducido por el propio Cortázar, ha leído ya una buena cantidad de cuentos, muchos de ellos con trucos verdaderamente reseñables (la carta que se esconde a la vista de todos, el tomo de una enciclopedia de otro mundo), pero lo cierto es que nunca se le había ocurrido que se pudiera hacer eso con un cuento. Ese asombro, esa incredulidad, reverberan aún, acaso más en sordina, porque ha leído muchos más, centenares de relatos tanto o más asombrosos que ése desde entonces (no pocos de ellos, de Cortázar). De hecho, en la tendencia en los años futuros del adolescente, ahora ya tan inevitablemente inscritos en un pasado que empieza a ser literalmente insondable, en general la nota dominante ante Continuidad de los parques era más bien un cierto desprecio, la idea de que se veía demasiado el juego de manos del prestidigitador, la idea de que, puestos a hacer una trampa, no puede basarse simplemente en el nada por aquí. Pero era una pose. A día de hoy, aunque Continuidad de los parques de ninguna manera ocuparía su espacio en una hipotética lista de los mejores cien cuentos que he leído, a cada nueva relectura, una relectura breve y devastadora como un relámpago, hace aflorar una sonrisa y una especie de comentario omitido del tipo qué cabrón, che, Cortázar.

 

6.

El asunto del cuento. Es difícil proceder a un resumen para un relato tan breve: el resumen sería el propio relato. Al mismo tiempo, como pasa con los poemas, cualquier perífrasis desvirtúa el objeto mismo de la creación, inútilmente además, pues se trata, no tanto de una historia como de una impresión, de una sugerencia. Como ocurre, pues, en ciertos podcasts de cine, convendría aquí proceder a una mínima detención, enunciar el inevitable spoiler alert, y pedir amablemente a la concurrencia, que lean el relato. Son dos páginas. Literalmente. Y, si a estas alturas no tienen los relatos de Cortázar en casa, ya están tardando. Pero, por supuesto, puede encontrarse en línea. Con extrema facilidad. Abran, pues, una pestaña nueva, tecleen en Google continuidad de los parques cortázar  y sírvanse de cualquiera de las direcciones. La primera que me sale a mí, probablemente por mi historial de búsquedas previo, es justamente de la Complu. Les doy cinco minutos. O diez, los que precisen. Ahí nos vemos. Hasta ahora.

 (Aquí, el relato. ;-))

7.

¿Qué, cómo se han quedado? Sí, sí, hay truco, se ve el tejemaneje del charlatán, pero tampoco nos perdamos. El relato se publicó por primera vez en 1964, el año de mi nacimiento, el año del nacimiento de aquel adolescente. En su primera lectura, el cuento era, como quien dice, nuevo, sólo tenía dieciocho años. Ahora, ya encarrila, pesaroso o no, la sesentena. Hay que pensar que en ese momento no se escribía así, o no se escribía así tan a menudo. Esos juegos metaficcionales, esos bucles metaliterarios, o espaciotemporales, o cualquier otra milonga que ustedes quieran, no eran tan comunes. Y, en todo caso, qué importa. Confiesen. ¿No han sentido justo ahí al final, un escalofrío perfectamente localizable en la nuca? ¿No han mirado, con cierta aprensión para atrás? ¿No se han asegurado de que aún seguían en su casa, tras su puerta cerrada, del otro lado del libro cerrado, disponibles para un número indefinido de relecturas, es decir de reejecuciones? ¿Han ladrado los perros?

 

8.

El asunto del cuento. Bueno, como ya han visto, la historia es sencilla. Hay un personaje central, innominado, que indudablemente goza de una buena posición, pues se desplaza a su finca, tras haber ventilado unos negocios, dispuesto a zambullirse de nuevo en la novela ya comenzada. Y tiene mayordomo. El ambiente, de hecho, es de muchos relatos de Borges o Bioy que se desarrollan en estancias. Uno tenderá a colocarlo mentalmente más en los cincuenta que en los sesenta. Imposible el identificarse ya con ese propietario, no sé si cabe que exista ya más que como estereotipo. Nosotros somos urbanitas del siglo XXI. Detalles sin importancia, porque al final todo ese preámbulo sólo sirve para enunciar mínimamente la escenografía. El personaje, solo, se sienta, de espaldas a la puerta, en la que podemos pensar que es su butaca predilecta, de muy característico terciopelo verde, y se sumerge sin dificultad en las peripecias del texto que, por lo poco que nos cuentan, incluye una más o menos turbia trama de adulterio que conduce a un crimen.

 

9.

¿Cuál es el juego, dónde está el truco? Como en muchas otras ocasiones, Cortázar, nos dice mira al pajarito mientras sus ágiles dedos escamotean el naipe o producen la paloma que echará a volar de la chistera. El truco es la perfecta disolución de fronteras entre lo que se nos cuenta (no se olvide que se trata de un cuento, pero dentro de un rato subiremos también ese peldaño) sobre las circunstancias personales del personaje-que-lee y lo que se nos cuenta (es decir, lo que ese libro inventado por Cortázar cuenta) sobre lo que les ocurre a los personajes de la historia. El juego es la desaparición de los pespuntes, para pergeñar una inverosímil continuidad. De los parques, claro, pero luego vamos con eso. Sí, porque mientras el personaje lee nosotros estamos leyendo con él, y por lo tanto nos estamos metiendo en la historia igual que él. Sin hacer violencia, sin optar por burdas o grandilocuentes estratagemas de la avant-garde, Cortázar recurre al ABC de la mise-en-abyme, ya definido, por lo menos, desde los tiempos del Quijote. Hablar en un texto de otros textos, en un libro colocar otro libro.

 

10.

Así, ya no hay mucho que decir, a partir del momento en que nuestro amigo lector ha adquirido el anhelado privilegio de no ser molestado, de repantingarse con evidente placer en su suave sillón de terciopelo verde para bucear en la lectura. Quiero decir, no hay mucho que decir de ese plano del relato. Todo cabe enunciarse así: está leyendo. Ahora les hablo de lo que lee. Entonces, como si hiciéramos un zoom a las páginas del libro (¿acaso encuadernado con tapas verdes?) la imagen cambia a la historia leída. Una mujer y un hombre, amantes, se encuentran, en un lugar secreto. Decididos a cometer un asesinato, seguramente el del marido de ella. Todo está preparado, saben que habrán de separarse, para cumplir cada uno con su cometido, sea la ejecución del acto nefando o la fabricación de un trampantojo de coartadas y encubrimientos. Él, el amante (todo el mundo es anónimo en este cuento, y por eso todo el mundo es nosotros) empieza a recorrer su camino, en busca de la casa. Todo se cumple como estaba previsto. Los perros no ladran, el mayordomo no está. Se acerca sigiloso, por la espalda, a su víctima, que lee, ajeno a todo, confortablemente instalado en un sillón de terciopelo verde. Su víctima, que lee un libro en el que un asesino se acerca a alguien que está leyendo. Que está leyendo una novela en la que un asesino se acerca a alguien que está leyendo. Que está… et voilà, estimado público, la mise-en-abyme.

 

11.

Si sólo fuera por su alucinante economía, por la certeza de su procedimiento, por la limpidez de su geometría, el relato ya sería memorable. Pero hay algo más, algo que va calando cuando uno lo lee una y otra vez, sobre todo si lo lee según van pasando los años, si ya han pasado más de cuarenta años entre aquella primera vez y la de ahora mismo. La mise-en-abyme, como toda mise-en-abyme que se precie, es infinita. Y por lo tanto, se desborda. Contamina nuestro espacio, nuestro tiempo, nos engulle. Y en ese engullirnos se refleja una vez más, y genera nuevos vástagos, que nos incluyen y en ese vértigo es, por supuesto, dulce naufragar. Veamos, si no. Primera vuelta de tuerca. Imagínense leyendo algo, un cuento, cualquier cosa. Imaginen, si no, que están paseando, o trabajando, o escuchando música. ¿Se acuerdan (no me digan que no) de esas sincronicidades, de ese extraño anudar de la cronología, que tantas veces acontece? Sí, estaba justo leyendo eso cuando apareció… hablaban de él por la radio y entonces… esta misma mañana alguien me ha dicho exactamente lo mismo… he soñado con esto esta noche. Apúntenlo. Si al final de todo esto sale una teoría habrá que tenerlo en cuenta. Quiero decir, que Continuidad de los parques se deja también leer de un modo perfectamente inocente pero igualmente abismal: simplemente es una casualidad. La siguiente frase podría ser: Sonrió, porque justamente en la novela había un personaje que estaba leyendo como él, en una butaca de terciopelo verde. Qué curioso, dijo, y cerró el libro. Se había hecho ya tarde y tenía que cenar.

 

12.

Siguiente giro de la noria: ¿cómo sigue la novela? No se sabe, no puede saberse, porque, si admitimos el extraño bucle que ha hecho que el amante vaya a asesinar justamente al lector, muerto éste, ya no hay lector que continúe la historia. El libro, con toda probabilidad manchado de sangre, se habrá quedado en el regazo, o habrá resbalado al suelo. Quizás después, levantado el cadáver, el mayordomo, visiblemente cómplice, lo reubique en algún estante, o lo arroje a la basura. No sabemos qué novela era, dónde buscar la continuación. Es decir: estamos obligados a inventarla. Podemos pensar que en efecto, el ataque a traición es exitoso, tanto que, a lo mejor, el difunto ni siquiera se enteró muy bien de lo que le ocurría, apuñalado en la nuca, como en una película de mafiosos. O hubo un forcejeo y finalmente el amante fue reducido y entregado a la justicia. ¿Qué fue de ella? Las infinitas posibilidades del film noir empiezan a desplegarse. Eso, todo eso, es lo que cercena el momento en el que torcemos el devenir y forzamos el bucle. El texto se cierra en sí mismo, y nosotros lo recorremos como hámsteres desesperados en una rueda infinita que nadie se atrevería a llamar noria, a salvo de afirmar que una jaula diminuta es un parque de atracciones.

 

13.

Sigamos. Un poco más, no se trata de agotar todas las posibilidades. Antes al contrario, esto es una invitación al juego (¿no se llama Juegos el libro?). Hay un parque frente al lector y hay un parque en el relato. ¿Comunican esos parques? ¿No comunican secretamente todos los espacios de la ficción y de la vida? ¿No estamos, tal vez, en Marienbad, el año pasado, en esa especie de repetición ritual de la desmemoria, enfrentados al mismo jardín rígido de sombras pintadas en el suelo? Afirmo esto: cualquier lector de verdad, cualquier lector consagrado a la lectura como a una religión, a la única forma de religión que le parece aceptable, no sólo sabe de esa continuidad, sino que habita en ella, entiende desde siempre (¿cómo, si no, podría experimentar todo lo que ha experimentado desde hace tanto simplemente leyendo?) que no hay un arriba y un abajo, un dentro y un fuera, una casa y un libro que se lee en ella, sino que todo es como un inmenso pantano, en el que a veces sacamos la cabeza para respirar y luego volvemos a hundirnos.

 

14.

Y no se olviden Uds. de los pisos superiores, igualmente inagotables (piensen en Las Meninas): la historia de alguien que lee un libro está en un libro que nosotros leemos. Acaso un libro blanco de 1982 que nos acompaña desde hace más de cuarenta años. Alguien ha escrito esa historia. Suele atribuírsele a Julio Cortázar, pero pensar que ahí se acaba la sucesión es ingenuo, porque Julio Cortázar es también alguien que lee, alguien que tiene un libro en las manos, alguien que escribe, en un cuaderno, o en una máquina de escribir, que será tal vez Remington en vez de Olivetti, alguien, por qué no, sentado en una butaca de terciopelo verde. En este piso que tal vez es el de complementos y novedades parecemos estar tranquilos, parecemos tenerlo todo muy claro, nosotros somos nosotros, sostenemos el libro, las palabras son de Cortázar, que habla de un lector que lee un libro que habla de… Pero piénsenlo un poco más: Cortázar está muerto desde hace cuarenta años. Cortázar escribió ese relato hace más de sesenta. ¿Qué relación hay entre ese texto y el garabateado por el argentino en unas cuartillas? ¿Qué estatus ontológico tiene ya ese texto, infinitamente descorporeizado y recorporeizado y compuesto y recompuesto a cada lectura? ¿Están ustedes seguros de que no se les puede aparecer, de repente, el fantasma de Cortázar? ¿Han cerrado bien la puerta?

 

15.

Por no hablar de mí. Soy yo el que escribe este texto, que es el que ustedes leen ahora. Que ya conocieran Continuidad de los parques o que lo hayan leído gracias a mi propuesta, o que no lo vayan a leer nunca, y sin embargo sigan aquí, conmigo, por amistad o por curiosidad, es irrelevante. La siguiente planta (¿caballeros?, para jóvenes me parece que ya no me da la cosa) es mi territorio, el que estoy generando con este acto sólo aparentemente inocente de juntar palabras, ya no en una Olivetti, sino en un portátil HP (detalles sin importancia, datos marginales que corroboran tan sólo que el tiempo pasa y pasa sin cansarse). Es decir, yo escribo un texto sobre un relato de Cortázar que habla de un lector que lee un libro en el que pasan las siguientes cosas. ¿Estoy ahí, con ustedes, mientras me leen, sospecho que ya no instalados en una butaca de terciopelo verde, sino andando por la ciudad o en el metro, en la pantalla de un móvil? Espero estar, porque, sinceramente, me da un poco de miedo estar solo y que el habitante del siguiente nivel, que me ha parecido ver acechándome, se acerque por mi espalda con un puñal.

 

16.

¿Por qué hacemos estas cosas los escritores? ¿Para qué sirve? No creo poder generalizar, pero tengo clarísimo para lo que me sirve a mí desde siempre, como escritor y como lector. Se trata de una enmienda a la totalidad. Se trata de imponer una jugada prohibida, suicida incluso, en la partida de rígidas reglas a la que fuimos arrojados sin previa explicación y que se viene desarrollando, de manera cada vez más penosa, desde nuestro nacimiento. Se trata de hacer trampas. El otro día les decía que la literatura fantástica nace de la desdicha. Exactamente. En tanto la vida resulta inexplicable, dura, pesada de acarrear, insuficiente, terca en su repetirse sin objeto, en tanto que ya desde tan siempre aprendimos (aprendí, ya digo que no creo poder generalizar) que no habría sentido, que nuestros anhelos no se alcanzarían, que los dolores estaban garantizados de fábrica y las alegrías y las sorpresas eran breves y a veces inexistentes, en tanto recorrimos con ahínco y dedicación los territorios de la Ciencia para saber a qué atenernos, para que no nos dieran gato por liebre, para reafirmarnos en la orfandad y corroborar la fatiga, es a la literatura a la que acudimos como método de salvación, precisamente por su capacidad de diluir las fronteras entre lo real y lo ficticio, precisamente por su capacidad de establecer la continuidad de los parques.

 

17.

Trato de explicarme algo mejor (pero no se puede). La única posibilidad es que todo sea mentira. Nuestros cálculos son precisos, no cabe dudar de nuestro rigor. Si aceptamos que la recogida de datos es la adecuada, las conclusiones son insoslayables. Y desoladoras. La única posibilidad es el juego de manos. El despertarse y decir todo era un sueño. El musitar, como enajenados (como aquella tarde terrible mi padre, en el Hospital, enredándose la sábana en su dedo índice, devenido puro hueso), qué curioso, mientras todo lo que tenemos ante los ojos cae como un telón, desvelando nuevos colores, otras formas, inesperados modos de conectar los puntos para dar una figura insoportablemente bella. Apostamos por el cambalache, queremos que, en efecto, aquella noche que tan claramente sentimos como un punto de bifurcación, sea recuperable, para poder explorar el otro camino. Queremos ficciones que nieguen el tiempo o su irreversibilidad, que permitan desdoblar las identidades, retocar los recuerdos, inventar países nuevos, faunas enteras, enciclopedias extraterrestres. No nos importa si alguien nos alcanza por detrás, porque todo es mentira, y por lo tanto todo es posible. Es posible que nuestra nuca y nuestro rostro sean la misma cosa, es posible, no ya que tengamos alas, sino una cantidad inconcebible de ellas, alas contradictorias que nos proporcionan vuelos erráticos, que alguien registra en minuciosos mapas. Apostamos, a número imposible, a caballo perdedor, porque la ruleta, de repente, puede ser una banda de Möbius o acoger números transfinitos. No tenemos otra opción: esta vida no nos gusta.

 

18.

Es sólo un truco, ya lo saben. Bien pueden Uds. jugar igualmente. Yo, por ejemplo, he decidido empezar hablando de mí mismo, del que fui a mis dieciocho años, en tercera persona. ¿Es burdo ese proceder? Bueno, no es una originalidad impensada, la verdad, pero en todo caso es raro en mí. Háganlo. Piénsense en tercera persona: no es algo injusto, no nos parecemos ya tanto a aquel adolescente. Que hayamos crecido de su humus es una cosa, que nos alimentemos aún de sus sucesos es una cosa, pero ¿de verdad estarían dispuestos a defenderlo, de verdad le reconocerían? ¿De verdad él les dejaría decir aquello de confía en mí, tengo mucha más experiencia de la vida que tú? ¿De verdad aún podríamos entender la riqueza de su idioma interior, orientarnos por los frondosos parques de su pecho? Ya lo ven: todo es mentira. Cuando les duela la vida, recuérdenlo: todo es mentira, también eso. Alguien cerrará el libro porque habrá llegado la hora de la cena y nos quedaremos colgados en pleno cliffhanger, acaso para siempre, para un siempre insondable del tiempo que recorren los dioses, los dioses exteriores que saben de nosotros apenas como palabras. Los desdichados dioses que han de escribir ficciones porque la vida les duele hasta que los siguientes dioses cierran el libro. Y así sucesivamente. Todo es juego. Todo es una pura pavada.

 

19.

En Juegos está incluido también una especie de mellizo más crecidito de Continuidad de los parques, un relato titulado Instrucciones para John Howell. Recuerdo que, más o menos por la misma época en que compré el libro, vi en TVE, la única disponible entonces, una adaptación de ese cuento con Héctor Alterio, nada menos, como protagonista. Me impresionó, tanto que, de nuevo, no he olvidado esa emoción. He intentado volver a verla, no parece posible, pero ahí andará, en los archivos de RTVE. En el cuento tenemos de nuevo una cortazariana dilución de planos. Un espectador de una obra de teatro es, en un entreacto, invitado (por decirlo suavemente, más bien conminado) a asumir el rol de uno de los personajes, John Howell, que hasta entonces había sido interpretado por un actor. El espectador, perplejo, pero sin capacidad de rebelión, entregado a esa especie de lógica onírica, se incorpora a la representación, subyugado por la protagonista femenina que le susurra no dejes que me maten. Abracadabra, ya se ha girado todo. No sigo, lean el cuento. John Howell, que no es nadie, que no es el actor pelirrojo que lo encarna en el primer acto, que no es Rice, nuestro protagonista (que sería Alterio, y siguen multiplicándose los abismos) recibe unas instrucciones que no parece ser capaz de cumplir y entonces ya todo es pura amenaza. Algo así es estar vivo. De algo así es de lo que nos escapamos siendo otros, no Rice, no Howell, no pelirrojos, sin peluca, sin rostros, apenas palabras, apenas recuerdos, apenas guiños, apenas.

 

20.

Hay un universo en el que Final del juego es en realidad Final de juego. Ese universo es éste, o lo fue una vez. Ya he hablado de eso. Existe alguna edición, más bien escurridiza, en la que la preposición no ha sido substituida por la (menos adecuada a mi juicio) contracción. No me pregunten por qué. Para mí siempre fue de. Aún ahora me resisto al del. Hay un universo en el que el título del cuento de John Howell no es Instrucciones sino Instrucción. No sé qué universo es ése. Creí que era éste, pero aparentemente estaba equivocado. Recuerdo con absoluta claridad haber leído ese título. Seguí llamando así a ese cuento muchos años, lo he seguido llamando así hasta ahora. Imaginaba una nueva oscilación, acaso puramente editorial, entre el singular y el plural. Intenté confirmarlo, apelando a los poderes infinitos de Google. No, no existe, aparentemente nunca ha existido, un cuento de Cortázar que se llame Instrucción para John Howell en singular. Es decir, sí ha existido, puesto que yo he leído ese cuento, antes de una bifurcación que me trajo al universo equivocado, éste, el de ahora, en el que les escribo, tan perplejo como Rice, tan asustado ante el final de la obra, que otros han escrito, que otros dirigen. No, no teman, no me voy a acercar a su oído y decirles no dejes que me maten. Todo es un juego, ¿lo recuerdan? Les tengo que dejar ya, mi nuca lleva expuesta demasiado tiempo, estoy incómodo en la silla, me molestan las lumbares. Cosas del lado de aquí, cosas de esas que Nabokov escribiría con comillas. Espero que disfruten de la vista del parque que tienen frente a ustedes. O del que tienen a su espalda. Son el mismo parque. Su frente es lo mismo que su espalda. Y ustedes y yo somos, por supuesto, el mismo. Somos todos el mismo. Todos nos llamamos igual: John Howell. O no, tampoco importa. Que pasen buena tarde.


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