El concepto de
revelación, en el sentido de que, de repente, con indecible seguridad y finura,
se deja ver, se deja oír algo, algo que lo conmueve y lo trastorna a uno
en lo más hondo, describe sencillamente la realidad de los hechos.
F.W. NIETZSCHE,
Ecce Homo
1.
Trazar una
circunferencia no es nunca una operación inocente. Supongámonos dotados del
instrumental pertinente. Digamos, una caja de compases Kern, en un estuche con
interior de terciopelo rojo, recibida en un paquete desde Suiza, como regalo de
mis tíos, allá por los setenta, cuando era un escolar proverbialmente torpe con
todo lo gráfico. Extraigamos el compás, que ostenta dos puntas. En una de ellas
se aloja una mina de grafito que puede substituirse cuando se gasta. Si
queremos hacer dibujo lineal (nuestro particular suplicio, la adecuada
metáfora de una vida que se sabía ya llena de borrones) esa pata del
compás puede incluir, en vez de la mina, un pequeño receptáculo en el que
depositar una gotita de tinta. La otra punta es aguda, una aguja que bien puede
pincharnos el dedo si somos descuidados, y hasta hacer brotar una gotita de sangre
en la yema. Abramos el compás, forcemos la separación entre sus dos
brazos. Entonces es cuando llega el momento decisivo, irreversible.
2.
Sobre la hoja en
blanco previamente preparada, que puede ser una lámina que habría que entregar
en clase para ser evaluada, o una simple página de uno de los muchos cuadernos
de los que nos dotábamos en la infancia, sin tanta trascendencia entonces lo
que acabara dibujado allí, pero igualmente fascinados por la infalibilidad de
tan simple construcción mecánica, sobre esa superficie, pues, presta para ser inscrita,
clavemos la aguja del compás en el lugar designado como centro, y dejemos
que, impulsado con un grácil movimiento de nuestra mano, que sujeta el compás por
arriba, la otra punta vaya manchando con su tinta o su grafito la
inmaculada blancura. Cuando la línea quede cerrada la tarea habrá concluido,
aunque nada nos impedirá seguir y seguir haciendo girar el grafito para repasar
una y mil veces la circunferencia, ya definitiva en sí misma, ya inescapable
para la trayectoria del compás.
3.
Así pues, en el mero
comienzo del trazado de la circunferencia hay, había en aquel entonces de largos
días y esperanzas aún no agotadas, una herida. La aguja marcaba el papel,
lo perforaba en un pequeño orificio ya irreparable, redondo él mismo, capaz de
abrir en esa geometría bidimensional del plano de la hoja una profundidad
inesperada, definiendo un pequeño vórtice por el que se escapaba la blancura. El
centro había devenido, pues, un abismo, o un punto de fuga. Uno podía borrar
acaso la figura trazada (no si habíamos empleado la tinta, por más que ciertas
gomas de borrar lo intentaran, a costa de rasgar el papel, de arrugarlo, de
dejar un rastro aún peor), pero no había modo de deshacer el orificio,
de desdecir ese comienzo de un cosmos nuevo. Habíamos, pues, cometido,
una vez más, un acto irredimible, habíamos generado un sumidero. ¿Era por ahí
por donde se iban escapando las esperanzas?
4.
Del otro lado, el grafito
iba dejando su huella. Había un comienzo, esencialmente arbitrario. Ahí, la
primera mancha, el primer punto. Después del viaje circular, nos encontrábamos
con ese origen. Es decir, nos encontrábamos en donde habíamos estado con
quienes habíamos sido. Si seguíamos dando vueltas, nos llevábamos en nuestra
rotación, en nuestro tiovivo monocromo, a ese punto de nuestro pasado al
encuentro de un nuevo punto de nuestro futuro. ¿Idénticos? Sólo aparentemente.
Sólo si confiamos en la vista, sólo si nos dejamos llevar por el agradable
vértigo de la geometría euclidiana, ciencia de lo eterno. Pero el compás recuerda.
El compás sabe que primero no hubo nada, y luego hubo una circunferencia, y que
todo al final es una cuestión de tiempo. Ah, pero esa geometría temporal
restaba por escribirse, aunque se barruntaba, bien que se barruntaba.
5.
Toda verdad es
curva, nos dijo
un día Nietzsche, temblando aún de la visión del Eterno Retorno, la más pesada
que pueda concebirse. Lou Andreas-Salomé dejó escrito que Nietzsche sólo
hablaba de esa verdad revelada entre susurros. Pensada, la idea del
tiempo circular parece natural, puesto que toda nuestra existencia se asienta
sobre la imprescindible repetición de ciertos ciclos, diurnos o
estacionales. Sentida, esa idea se convierte en algo insoportable. Si de
verdad todo se repite incesantemente, en todos sus detalles, la importancia de cada
uno de los instantes se hace nula, o infinita. Se puede leer eso como una
invitación al amor fati, independientemente de lo dolorosa o miserable
que sea la vida, pero también es algo que nos produce la náusea del mareo, la pavorosa
sensación del vértigo, es decir, del derramarse. Bien sabe la punta del
compás (que acaso sostiene entre sus manos el Ángel de la Melancolía de Durero,
por buenas razones) que lo que está haciendo es encerrarnos, definir un corral,
una prisión circular, de la que él no es otra cosa que el guardián, el cerco,
la frontera. Pero, incluso si fuera así, podría pensarse que todavía cabe una extraña
esperanza, una esperanza obscura. La esperanza de que las cosas vuelvan a
ser, de que nada se pierda, de que regresemos infinitamente. Ilusos…
6.
Vuelvo a Nietzsche,
a quien empecé a leer en la adolescencia, de forma igualmente irreparable,
incesantemente, como la araña en el claro de luna. Una de las últimas veces fue,
como es lógico, durante mi segundo viaje a Turín, en agosto de 2022. Indago
sobre su peripecia vital, sobre el modo en que la idea nefanda y gloriosa de la
eterna recurrencia se le apareció en Sils-Maria en aquel agosto de 1881
(ya he hablado de ello por aquí). Voy y vengo, doy vueltas, anoto, soy la punta
del compás insistiendo en el dibujo ya terminado hace tanto, amenazando con su
continuo pasar por los mismos lugares de la página así torturada con perforarla
también del lado de la circunferencia, con acabar por recortar ese
círculo, escribiendo así otro abismo, de mayores dimensiones, el hueco de
lo recortado. Soy lo que se llama una persona obsesiva. Siempre lo he sido,
siempre lo seré. No hay modo de dejar de serlo, apenas pueden modularse la
intensidad, los objetos, las situaciones, los temores o las personas con los
que nos enganchamos. La eterna recurrencia de los temas de mis
anotaciones en los cuadernos lo deja bien a las claras.
7.
En uno de esos
cuadernos, pocos días después de ese retorno de Turín, cuando me he comprado
nueva bibliografía de Nietzsche y he apuntado citas diversas, abro una nueva
entrada. Es el 24 de septiembre de 2022. La transcribo aquí tal cual, con la
fuerza de una iluminación de magnitud comparable a la de Sils-Maria.
Un
hallazgo, precisamente hoy, día de la Mercè, un hallazgo terrible: el eterno
retorno existe y es la demencia (y un demente lo formula, y en esa revelación establece
la cartografía de un territorio que luego recorrerá durante años), en esa
incesante recurrencia de la pregunta circular, en esa abolición del tiempo.
Así, ese anhelo queda cumplido demoniacamente en ese dejarse ir que implica un
desasimiento aniquilador. Pero ¿no era ésa acaso la promesa de la mística más
radical? Ese teatro del absurdo de la búsqueda personal concluye sórdidamente
en ese semisótano de la pérdida de identidad. Ahí se retorna siempre, a ese no
sabernos crepuscular del que ya no se puede salir, pues no hay a dónde.
Es preciso que añada
un par de datos para contextualizar las alusiones. Mi madre fue enferma de Alzheimer,
y como todos los enfermos de Alzheimer, tuvo una fase inicial en la que
preguntaba una y otra vez la misma cosa, incapaz de retener las respuestas que
se le ofrecían con toda la paciencia del mundo. Mi madre se llamaba Mercedes.
8.
En efecto, lo que me
enseñó la iluminación es que, una vez más, hay que tener cuidado con lo que
se desea. Cuando avanzamos por la carretera del estar vivos, sometidos a la
inclemencia del sol o al fragor de la tormenta, sin saber muy bien por qué, ni
hacia dónde, acaso anhelaríamos que esa dura linealidad se curvara, se venciera
hacia un retorno de lo vivido, que esa recta inquebrantable nos ofreciera
desvíos y atajos que nos condujeran, con milagrosa rapidez, al beso aquel, a aquella
sonrisa, al momento en que del paquete de Suiza salió la caja de compases. Pero
ese volver es, inevitablemente, quedar atrapado. La subversión de
lo que avanza no es un avance hacia atrás, no es un retroceso, es un carrusel
al que seremos aherrojados, es un nebuloso empezar a no ser, a ser alguien que
no se acuerda de lo que le han respondido y vuelve a repetir la pregunta. Y
vuelve a repetir la pregunta. Y vuelve a repetir la pregunta. Trazar una circunferencia
no es, desde luego, una operación inocente.
9.
Hay que tener cuidado
con lo que se desea o, de otro modo: a la memoria la carga el diablo.
Especialmente si uno está dotado, a la vez, como es mi caso, de una memoria de
elefante y una propensión agotadora a la obsesión. Aparentemente asentado en la
herida del ser que marcó la aguja del compás al definir el centro de
operaciones, contemplo alucinado cómo a mi alrededor el tiovivo se reitera
en su viaje a ninguna parte, incansable. Puede que la verdad sea curva, y que
el tiempo lo sea, como supo Nietzsche, pero ésa no es una buena noticia,
porque, a pesar de todo, somos el que avanza por la carretera, cubierto del
polvo de tantos años vividos, y el destino final ya se insinúa. Quizás en forma
de zanja, pero eso no importa, por supuesto.
10.
¿Es esto desolador?
¿No hay alternativa entre la circularidad inhumana de los astros que ejecutan
sus elipses, ajenos a la gratuidad de esa tarea y la recta del transcurso, que
se afana en procurarnos lejanías, desamparos, agostamientos? ¿Cómo vivir en
esas geometrías? No hay en realidad fórmula posible, pero al menos sí conviene darle
una vuelta a todo eso, una vuelta más, nunca la última, pues nada puede
parar hasta que se para y entonces no hay nadie para decir: hemos parado. Si lo
miramos bien, el problema siempre estuvo mal planteado, porque no hay
circunferencia posible, porque no hay movimiento circular, porque las órbitas
también acaban por agotarse y los astros acaban por desplomarse unos sobre
otros.
11.
La forma geométrica
adecuada sería la hélice. Imaginen un muelle, o una escalera de caracol.
Somos el punto que está queriendo ser circunferencia, pero según hemos ido avanzando,
el plano de la hoja se ha convertido en cuña. Obedecemos (¿qué otra opción nos
queda?) a la tirana ligadura del compás, a la rigidez de sus materiales, y
rotamos en torno a ese centro sangrante. Pero, completada la vuelta, no
nos encontramos con el lugar de entonces, no nos encontramos con quienes
fuimos. Estamos más arriba, si somos optimistas y confiamos en que la
trayectoria sea ascendente, como en una subida al Monte Carmelo, o por las gradas
de la montaña del Purgatorio de Dante. O estamos más abajo, si es que pensamos en
que todo decae, todo se desordena, es decir, si somos, como debemos, fieles
observantes de la única religión posible, la de la Entropía. De una vuelta a
otra el paisaje cambia un poco. Reconocemos, recordamos, evocamos, pero el
ángulo es otro, el espacio anota que el tiempo ha transcurrido. No nos hacemos
trampas en el solitario.
12.
Seamos algo más
precisos. Una hélice es una curva que se escribe sobre la superficie de
un cilindro. Su curvatura y su torsión son constantes. Si tenemos una montaña,
o un pozo como el del Inferno dantesco, esa hélice se está trazando
sobre la superficie de un cono, en busca de su ápice, aéreo o subterráneo. Cada
vez estaremos más adentro, daremos las vueltas más de prisa. Ahí parecerá que
hay sentido, que de algún modo hemos vuelto a vencer a la Carretera Perdida
incorporándola a nuestro trazado. Sí, la entropía nos impone que nada vuelva a
ser igual del todo, sí, la entropía, es decir, la vida, nos impone un avance
imparable hacia el final que es la aniquilación. Pero hay una cima del
Purgatorio en la que empieza el Paradiso. Simplemente no estamos dotados
para la escalada, no disponemos del equipamiento adecuado, hemos de renunciar a
la vertical, no podemos circular por una carretera tan empinada. Pero, al
final, llegaremos, tanto rodeo tendrá un objeto. Sí, así son las hélices
cónicas: están llenas de esperanza.
13.
La verdadera hélice,
la del muelle, la de la escalera de caracol, es, empero, la cilíndrica. La pasarela
helicoidal se desarrolla sin fin hacia arriba y hacia abajo. No sabemos
muy bien cómo estamos ahí, in medias res, en algún piso de esa
estructura, y seguimos nuestra marcha. ¿Hacia arriba? Concedámoslo, en el fondo
da igual. Lo cierto es que en nuestra marcha vamos siempre sobre un
plano inclinado. No hay horizontal en esa rampa. La gravedad amenaza siempre
con derribarnos, tenemos que colocar el cuerpo en consecuencia. Si vamos hacia
abajo (y vamos hacia abajo) conviene contrapesar un poco, para que la
aceleración no sea demasiada, y nos vertamos irreparablemente. Así
transcurre el tiempo de nuestra vida: día a día, con la rotación terrestre, mes
a mes, con las fases de la luna, año a año, con la traslación en torno al Sol,
hacia abajo porque nuestras células se van agotando. La Tierra, la Luna y el
Sol también se van agotando, pero duran demasiado para que nos demos cuenta.
14.
Este conflicto entre
tiempo circular y tiempo lineal reaparece una y otra vez en la historia del
pensamiento humano. Es, de algún modo, el tema. La permanencia
aparentemente inquebrantable de la escenografía y la linealidad imparable de la
obra que en ella representamos. La sucesión de las generaciones y el drama
personal del nacimiento y la muerte. Los tiempos de siembra y recolección
frente a los rituales de paso y a las fórmulas de acogida y despedida. Desde
siempre, la sospecha de que, en efecto, no hemos sido creados cíclicos, hay
algo en nosotros que se va derramando, frente a la indiferencia cósmica
de los astros, afanados en su escritura, ajenos aún a púlsares y quásares
y enanas blancas, otras cosas que fueron abriendo en el cielo
otras tantas heridas, que fueron recordando que también se muere el mar,
que también esos relojes van atrasando y acaban por pararse.
15.
La pasarela
helicoidal de nuestra memoria tiene barandillas, no tan altas como desearíamos,
que nos permiten asomarnos al gran Hueco central. Son tantos los pisos, lleva
tanto tiempo aconteciendo este absurdo certamen de la tortuga, que nuestra
vista se pierde cuando miramos. Nuestra propia visión, de hecho, nos traiciona,
traduce mal la geometría, tiende a hacer converger las paralelas, cerrar los
anillos. Nos parecerá, en efecto, que recorremos un cono, no un cilindro, nos
parecerá, en efecto, que las líneas se fugan hacia detrás y hacia
adelante. Pero la trayectoria helicoidal no concede respiro. Siempre estamos igual
de lejos del otro lado, siempre estamos pisando sobre un suelo diagonal, en el
que una moneda rodaría y rodaría hasta perderse.
16.
¿Podemos dar la
vuelta? Podemos, pero nos toparemos con el resto de los réprobos que ascienden
por la Montaña del Purgatorio. Nos toparemos con los que fuimos, visiblemente
más jóvenes, más fuertes, no tan secretamente más desdichados. ¿Lo haremos,
entonces? Lo haremos, porque somos obsesivos, porque siempre nos parece que se
nos ha perdido algo, que hay algo que hemos dejado un par de pisos más abajo,
que hemos ido demasiado de prisa y nos hemos distanciado de los que queríamos
por compañeros de viaje. Lo haremos, lo hacemos, escribiendo, sobre todo
soñando, porque los sueños se desarrollan en una sucesión interminable de
sótanos en esa estructura helicoidal, como ya sabemos.
17.
¿Y tú, estás en el
tren? ¿Estás aquí, en este extraño palacio, en esta rara pagoda, en esta Torre
del Silencio? ¿Te paseas conmigo, con Nietzsche, por la arcada circular? ¿Juegas
también a avanzar mirando hacia atrás, como el Angelus Novus para intentar
así cancelar el futuro, anudándolo como una goma con la que recogemos el
pelo de la cabellera que no puede evitar descender hacia los hombros? ¿Arrastras
también una roca y sonríes a escondidas cuando vuelve a caer porque sabes que
eso te hará retroceder unos pasos, engañar a la entropía, como si eso fuera
verdad, como si la entropía no estuviera dotada de ascensores? ¿Eres, en suma,
feliz, como Sísifo?
18.
He ido mucho al cine
esta semana. Tres de las películas que he visto, de algún modo, se inscriben en
este raro tiempo helicoidal de la creación artística. Encerrados en sus latas,
cuando aún todo era celuloide, en unas latas que bien podrían tener dibujada en
su tapa una espiral (como en los motores de los aviones), esos films se
dejan exhibir una y otra vez, han encapsulado su propio carrusel, dan vueltas y
vueltas sobre las mismas imágenes, y nos reconforta de algún modo que al menos
en ellas nada cambie, por más que sepamos que hay que restaurar esos
materiales, cambiar de soporte, por más que apreciemos la usura, los colores
más desvaídos, por más que entendamos que los actores que las interpretaban han
ido desapareciendo. Tres películas: L’année dernière à Marienbad, La
Jetée, Mulholland Drive. De todas ellas ya he hablado por aquí: me
repito, es mi modo de hacer que el compás gire, aunque la circunferencia que
esté trazando se alargue como una elipse, porque la mano cada vez tiene menos
fuerza. En todas esas películas, en tantas otras obras, se plantea la
cuestión candente: el avance del tiempo, la posibilidad del bucle, la
reconstitución del pasado, la resucitación de los recuerdos y de los que
habitaban en ellos. Es decir, la aceptación de la pérdida de identidad, la
entrada en ese tiempo inhumano de la pregunta circular, el Sils-Maria del
Alzheimer. Sí, hay que tener cuidado con lo que se desea, y también con aquello
que se admira.
19.
Y sin embargo… Nabokov
decía que the spiral is a spiritualized circle. Justamente la
imposibilidad de retorno es la imposibilidad del cierre, es la puerta abierta
del corral. Anclarse a los rituales, ser indulgente con las obsesiones, repetir
una y otra vez los mantras, las películas, los libros, las palabras, funciona
para moderar la inquietud, para narcotizarnos, para marearnos como nos mareábamos
girando y girando cuando éramos pequeños, hasta caer al suelo. Todo eso está
bien, es aceptable, es imprescindible incluso, hay que seguir haciéndolo. Pero
no hay que inventarse la horizontal del suelo, no hay que ignorar que el paisaje
se va viendo con ángulos distintos, hay que recordar que estamos pasando por
lugares que se parecen, pero que no son el mismo. Hay que estar atentos
a las respuestas, para no repetir las preguntas. En suma, hay que aceptar el
argumento de la obra.
20.
Sólo así podremos reencontrarnos. No con quienes fuimos, ni en donde estuvimos, sino con los que somos, aún más, con los que seremos, porque ahora, aquí, escribiendo, aún no estamos juntos. En alguna de las vueltas de la hélice nos esperamos, los dos mirando por la barandilla al espectáculo incomparable de los coros angélicos de la Nada. Nuestra historia siempre fue divergente, pero hay segmentos compartidos que nos unen más allá del tiempo. Es cierto que cada uno miraba desde un lado, es cierto que los relatos difieren en algunos matices. Pero qué importancia tiene eso cuando el enemigo a batir, la entropía, es tan poderoso. Bien nos podemos conceder un receso en el ascenso, bien podemos sacar de la mochila la caja de compases, bien podemos sentarnos en el suelo sólo tan levemente inclinado, notando que nuestra flexibilidad no es ya la de los ocho años, bien podemos trazar una circunferencia en el suelo, bien podemos permitirnos un borrón de tinta, muchos borrones, una constelación entera de ellos, un nuevo cosmos de borrones que dejar ahí, en ese preciso punto por el que otros pasarán tarde o temprano. Bien podemos convertirnos en agentes del Eterno Retorno, en subversivos generadores de instantes insondables. Bien podemos perforar con la punta de nuestro compás todos los dolores para abrir en ellos la espita de la alegría. Bien podemos, pues, abrazar el vértigo, como en aquella escalera de caracol de Chartres que no nos atrevimos a acabar de subir, pero que nos brindó muchas, muchas ventanas a través de las cuales contemplar la puesta del sol, una de las que nos queda aún por contemplar, y ya van siendo menos.
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