Yo he procurado
rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria,
cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur de cambiarse en
otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que
delira.
JORGE LUIS
BORGES, La biblioteca total
1.
Convendría dejarlo
claro desde el principio: la literatura fantástica nace de la desdicha. Esto no
es decir mucho, porque en realidad toda la literatura nace de la desdicha, como
de la desdicha nace en última instancia todo. Por otro lado, se podría argüir
que toda literatura es fantástica, que toda literatura trata de lo que no es,
de lo que acaso podría ser (pero no, no puede), de lo que quizá se desearía que
fuera. Incluso cuando la literatura cree tratar de lo que hay, de lo que
existe, no hace sino crear réplicas, falsear, inventar: ése es, al cabo, su
cometido. A veces, no obstante, lo hace más abiertamente, perforando nuevas
vías en el tiempo, explorando universos tangentes, reescribiendo memorias que
siempre fueron falsarias. Entonces hablamos de literatura fantástica, porque así
lo quisieron Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo cuando
hicieron su antología, allá por el cuarenta. Y nosotros adoramos la literatura
fantástica. Porque somos desdichados.
2.
Hubo un tiempo,
largo, en el que Borges era escritor, pero no narrador. De hecho, sus grandes
cuentos clásicos, los que se reúnen en las dos colecciones decisivas, Ficciones
y El Aleph, se escribieron en menos de una década, allá por los
cuarenta del pasado siglo. Desdichado, lo fue siempre. O al menos lo fue parcialmente,
como lo somos todos. Enamoradizo, reincidió una y otra vez en esa religión cuyo
dios es falible (Borges dixit) y fue rechazado y se tuvo por alguien que
producía repulsión y que ostentaba un rostro obeso y epiceno. De sus
amores frustrados nacieron no pocos de sus mejores cuentos. Como nos pasa a
todos.
3.
No todos somos
Borges, empero. Cuando Borges comienza a derivar hacia la narrativa, aunque
nunca fuera capaz de abordar la composición de una novela (hubo algún intento,
al parecer, rápidamente abortado) tiene tras de sí ya una larga trayectoria de
poeta y ensayista de renombre, al menos en los medios porteños. Es, así mismo,
una de las firmas recurrentes de la revista Sur, dirigida por la muy
relevante Victoria Ocampo, la hermana de Silvina (es de justicia que, por esta
vez, se inviertan los términos de esa consabida relación familiar). En Sur,
como en otras publicaciones periódicas, Borges ejecuta reseñas de libros y de
películas de cine, y publica también breves piezas en las que no deja de hacer
patente su erudición, proclive, como es sabido, a paralelismos sorprendentes,
manipulaciones más o menos descaradas de citas y hechos históricos (su
tendencia a lo apócrifo y a la mera invención de personajes y obras irá
creciendo y se convertirá en una de sus principales señas de identidad en sus
relatos) y juegos lingüísticos y conceptuales. Es ahí, en Sur, en el
número 59 del año IX, correspondiente a agosto de 1939 (unos días después, ya
sabemos, Kafka se iría a nadar mientras comienza la Segunda Guerra Mundial),
donde Borges publica La biblioteca total.
4.
Por más que aproveche
para arrojar algunos nombres más o menos esperables, haciendo así una especie
de recorrido sobre una idea que, según él, nace ya en la Metafísica de
Aristóteles, lo cierto es que ese texto es, no declaradamente, una reseña o
comentario sobre un relato de un autor alemán de cierto predicamento en la
época, y hoy básicamente olvidado, Kurd Laβwitz. Por comodidad, transcribiré en
el resto del texto, como es posible hacerlo, la eszett (β) por una doble
ese. Pero siempre es un placer recordar que un día, allá cuando estudié
alemán con mucha dedicación, en mis años de estudiante de Física, aprendí a
trazar ese símbolo, que no es claro, una beta, sino la unión de una ese alta,
de las que se pueden encontrar tan a menudo en los manuscritos medievales y una
zeta como acogida en esa media ojiva que la ese dibuja. Pero divago. Divagar
es uno de los placeres de la literatura, que no ha de cumplir en absoluto los
requisitos de la vida, siempre tan exigente en sus tiempos y sus espacios.
5.
Lasswitz (1848-1910)
llegó, al parecer, a ser denominado el Jules Verne alemán, por sus
novelas futuristas y sus cuentos fantásticos. No hay edición en castellano de
la obra de Lasswitz, al menos que yo sepa. Sí hay una traducción del cuento del
que parte Borges, titulado La biblioteca universal, dentro de un volumen
llamado “Ficciones” de Borges. En las galerías del laberinto, a cargo de
Antonio Fernández Pérez, una muy estimable obra, extremadamente rica en
información, en la que se pasa revista al contenido de todos los relatos de Ficciones.
Conseguí un librito de Lasswitz en italiano (mi alemán, a pesar de aquella
formación a la que me he referido, nunca acabó de desarrollarse propiamente y
ahora está oxidadísimo, así que me cuesta leer en él, ay) llamado La
biblioteca universale e altre fantasie. Allí, en efecto, se encuentra el
cuento de marras (1904), que habla del concepto de la biblioteca total,
que, a pesar de la prosapia que le adjudica Borges en su ensayo, es bastante
original del tudesco, al menos en la formulación que él emplea. A saber: la
Biblioteca Universal (que otros llamarán Total) es la que contiene todos los
libros posibles. Es más, la que contiene todos los libros imaginables.
6.
En efecto, puesto
que la materia de la que se componen los libros son las palabras, y las
palabras de cualquier idioma son una cantidad finita, por más que sus
permutaciones posibles fueran un número astronómico, es concebible una
biblioteca en la que todas las ordenaciones entre palabras, o entre letras y
caracteres ortográficos, se agoten, una biblioteca exhaustiva (y
extenuante, sin duda) en la que todo libro que concebirse pueda, y también
todos los inconcebibles, estaría en algún anaquel, disponible para que, por
ejemplo, el protagonista del relato, un tal Burkett (el destino obra por vías
misteriosas, y da casi para otra historia que ese nombre resuene con el de un
Borges que apenas tiene cinco añitos cuando Lasswitz está proponiendo su juego;
por no hablar de que también hay una Fräulein Brigger ahí) elija el que
quiera para su colaboración diaria en un periódico, ahorrándole así el trabajo
aparentemente absurdo de escribir él una cosa que de algún modo ya existe,
aunque sea en el virtual mundo de la combinatoria.
7.
Ahí está, pues, in
nuce (y algo más que eso, pues Borges fusila con descaro alguno de
los pasajes) el origen, no ya de La biblioteca total, sino de La
biblioteca de Babel, sin duda uno de los relatos más conocidos del
argentino, acaso el que ha producido más revuelo a lo largo de las décadas, por
la simplicidad aparente de su argumento y las profundas resonancias que suscita
en el agua del pensamiento. Me parece relevante, en este caso, en el que
disponemos con claridad del substrato en el que germina la poderosa
imaginación borgiana, señalar dos cosas. La primera: la evidente superioridad
del cuento de Borges respecto del de Lasswitz. Éste no deja de proponer un
juego de ingenio, y lo desarrolla con una probidad decimonónica exenta de toda
capacidad de asombro. Es, de hecho, algo fatigoso, pues se plantea como una
especie de lección de un pedante profesor que va desgranando las peculiaridades
de una biblioteca tan fácil de concebir como inconcebible en sus dimensiones e
implicaciones. Hay, claro, cálculos matemáticos, ejecutados con rigor y sin
emoción, y una especie de nonchalance que hace que, ya que inevitablemente
el destino nos ha llevado a leerlo sólo mucho después de haber sido
deslumbrados en la adolescencia por Borges, nos parezca una especie de hermano
desmañado al que no cabe prestar mucha atención, si no fuera porque pertenece a
la misma prole. Que es más o menos lo que ha pasado históricamente, pues
Lasswitz es conocido ahora apenas por este relato, y sólo en tanto que nota al
pie en las Obras Completas de Borges (en las de la Pleiade, en francés, he de decir,
porque las de Emecé no disponen de aparato filológico…).
8.
La segunda cosa que
cabe decir es que, dado que Borges ejecutó primero un ensayo sobre la
cuestión de la Biblioteca Total, justamente en el momento en que empezó a coquetear
con las formas narrativas (cabe recordar El acercamiento a Almotásim,
esa reseña falsa que primero se presentó como un ensayo y luego fue
incorporada a Ficciones como relato), el modo en que el argentino combina
los ingredientes es realmente fascinante. No es que no haya en cualquier página
de Borges, incluso el Borges más circunstancial, incluso el más bisoño, notas
para el asombro, es que en este caso, el juego de manos que implica, entre
otras cosas, una apuesta por la grandeza, un decidido elevar la
materia del cuento de Lasswitz y de su propia reseña a un infinito difícilmente
abarcable con el pensamiento, nos proporciona una dimensión emocional rara en
lo que se presenta tan a menudo como un puro tour de force intelectual.
9.
Así, en la primera
línea del cuento ya estamos apabullados: El universo (que otros llaman
la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de
galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por
barandas bajísimas. Estamos ante la exposición de una geometría, que,
se nos dice, tesela el Universo todo. La equivalencia entre universo y
Biblioteca lleva resonando en mis oídos desde que un adolescente entusiasta y
raramente dotado para la Matemática, como yo era, se topó con Ficciones.
Borges había crecido en el mundo de la biblioteca de su padre, que él,
niño, juzgó infinita. Yo, como Borges, me figuraba el Paraíso bajo la forma
de una biblioteca. Ahora poseo una, vivo en una, con incontables volúmenes.
No sé si hubiera sido así (aunque sí, si lo hubiera sido) si Borges no me
hubiera dicho, aquella tarde, con un libro recién estrenado de Alianza Editorial,
que el universo y la Biblioteca eran la misma cosa.
10.
Sólo después, quizá
sólo ahora mismo, no sé, comprendí que en realidad Borges estaba describiendo
una prisión. Los esfuerzos por exponer la matemática de esa prisión nos
hacen pensar en los grabados de Piranesi. La estructura básica de la colmena,
esa celda hexagonal, se repite incesantemente, en todas las direcciones.
Hay, en cada hexágono, cuatro paredes pobladas de anaqueles repletos de
libros todos con el mismo formato. Hay, en las dos paredes sin libros,
pasajes a los hexágonos continuos. Hay, en cada uno de esos zaguanes, las
instalaciones mínimas que permiten la supervivencia de los ya no tan numerosos
(epidemias, suicidios) bibliotecarios: a saber, un cubículo en que dormir de
pie; una letrina en la que satisfacer las necesidades fecales (que se transformaron,
no sabe uno muy bien por qué, en necesidades finales en sucesivas
ediciones de las obras de Borges). El pozo central está rodeado, ya hemos
visto, por una baranda bajísima, como para hacer más sencillo el
despeñarse por ese hueco sin final posible, ya que cada hexágono es sucedido
por otro también en la dirección vertical, ad nauseam. Una escalera de
caracol y un pérfido espejo completan el mínimo ajuar del cuarto. Así es
la Biblioteca, que otros llaman el Universo.
11.
No agotaré los
pormenores de la narración, entre otras cosas para obligarles a Uds. a que la
recorran por sí mismos. A estas alturas, sabrán ya que es útil, si uno profesa
de lector de Pálido juego, dotarse de los Cuentos completos de
Borges. Hay un vaivén de datos, de cálculos. Hay también una provisión de
historias y leyendas. Hay hallazgos inolvidables: un volumen en el que,
tozudamente, en sus cuatrocientas diez páginas, en cada uno de los cuarenta
reglones de cada una de esas páginas, se repite sin término la secuencia m c
v. Hay insensatas cacofonías, fárragos verbales, incoherencias. La
razón última es que la Biblioteca es demente, no obedece a ningún principio
organizativo, el contenido de sus libros no parece haber sido pensado por nadie,
no parece poder comunicar nada. La Biblioteca es, como la de Lasswitz, meramente
permutatoria. Los veinticinco signos (las letras, el espacio, el punto, la
coma) se han barajado interminablemente para proporcionarnos todas las
variaciones posibles. El mero uso de los tiempos verbales ya es incorrecto,
puesto que todo bibliotecario sabe que la Biblioteca es eterna. Todos los
libros están en ella, siempre han estado, siempre estarán. Todos los textos
están allí. También éste. También cualquier variante de éste, que acoja
cualquier errata. Un texto exactamente igual a éste, pero en el que de repente
aparece, sin que tenga sentido una letra aislada. Una l, una n.
Pero hay otra copia en la que la l es la n. Y hay otra en la que
puede leerse, con claridad, oh tiempo tus pirámides. Y también hay
libros en los que este texto es simplemente algo así: efyugsi yarpiye p,ouka
daiy.
12.
Borges era
desdichado y yo también lo era cuando lo leía y lo soy ahora cuando escribo
esto, pero por eso mismo, Borges y yo y el Agus de entonces gozamos enormemente
de estos juegos, amamos la literatura fantástica. Porque nos permite formular
lo que no es, y eso, o ésa es la idea, permite socavar lo que es,
permite disminuir la tiranía de lo que realmente acontece. A saber, la fatiga, el desamor,
el rechazo, la usura del tiempo, el sinsentido, es decir, la vida. Lo que
ocurre es que a veces los mundos se nos van de las manos. Así, nuestro
bibliotecario, que ha entendido el truco de la Biblioteca (no ha sido
él, es un saber que se viene transmitiendo desde siglos), concede, qué remedio,
que la inmensa mayoría de los libros, compuestos por el mero Azar, son ilegibles.
Son desoladoramente inútiles. Hay un sitio web que se llama libraryofbabel.info
que permite generar páginas de la Biblioteca de Babel, que incluso las sitúa en
el hipotético hexágono donde se ubicarían (el número de hexágonos excede las
posibilidades del Universo y de una infinidad de Universos como éste, por no
hablar de los libros, pero esto no nos preocupa aquí). Hay una cantidad abismal
de libros, por ejemplo, en el que todas las páginas están en blanco (es decir,
los caracteres en ellas se limitan a una sucesión de espacios) salvo por una,
en una de cuyas líneas puede leerse agus. O cualquier otra cosa. No es
difícil hacer la cuenta del número de libros posibles, del número de
combinaciones posibles. Al adolescente no le resultó difícil hacer esa cuenta.
Hay muchos lugares en los que está hecha. Puede expresarse en notación exponencial.
Fácil, elegantemente. El número de átomos del espacio es mucho menor que esa
cifra inabarcable. Todo esto no sirve de mucho, salvo para aquellos a los que
la Matemática les suena como un territorio vedado, como una especie de recinto
sagrado para místicos incomprensibles. No, la magia del relato no está ahí.
13.
El número es finito,
por más que absurdamente enorme, y nuestro bibliotecario, que ha pasado su vida
intentando encontrar algún libro con sentido, alguno que se refiera a él, su
Vindicación, o el catálogo de catálogos de la biblioteca, o los libros arcanos
del Hexágono Carmesí, o la inimaginable celda circular en la que hay un solo
libro de lomo igualmente circular que recorre toda su circunferencia, el narrador,
que está a punto de morir, que se ha quedado ciego, como Borges ya se estaba
quedando desde siempre, se obstina en mantener la infinitud de la Biblioteca, pues
le parece aún más difícil una escalera de caracol bruscamente interrumpida que no
conduce a otro hexágono, un zaguán que no lleva a la habitación de
al lado. Postula así que el universo, que otros llaman la Biblioteca, es
infinito y periódico, que el caos que es el orden inexistente de la sucesión
de libros es en realidad el Orden, el canon, que un ser eterno que recorriera
la Biblioteca acabaría por entender esa sucesión de textos, que todo ese
artificio sería, al fin, justificado.
14.
Es conocida la idea,
que acaso procede de Thomas Huxley, de que todo texto, toda obra maestra de la
literatura, puede ser ejecutada por azar si disponemos del tiempo
suficiente, que todo puede generarse, por ejemplo, por un ejército de monos
tecleando en una máquina de escribir indefinidamente (Borges apostilla,
con acierto, que sería suficiente con un solo mono inmortal). Por supuesto,
ese tiempo es mucho más del que disponemos, no sólo nosotros, sino el Universo,
y esa cuenta lo que acaba revelando justamente, es que no es por el azar como
componemos las obras. Aunque en el fondo probablemente sí lo sea, bastaría con
ajustar mejor los pesos de las funciones, por definir un mejor modelo,
porque lo cierto es que nuestra mera presencia aquí es el resultado de un encadenamiento
de azares tan brutal (piénsese en el más bien sórdido modo en cómo somos
generados, y en cómo esa generación depende de las contingencias más banales)
que no cabe hacerse ilusiones sobre la trascendencia o el sentido de nada de lo
que acontece. Pero no es eso lo que está en juego aquí, y no es esa la magia
del relato.
15.
He dicho que Borges
describe una prisión. Para que una prisión, una prisión real, es decir, finita, nos sea gravosa lo fundamental no es
la privación ni la incomodidad. La clave en todo castigo reside en la esperanza.
Por eso el Infierno clásico no funciona. Los tormentos, por mucha inventiva que
le ponga Yahvé (y le pone bastante, otra cosa no, pero crueldad no le falta al
Dios de los Ejércitos) acaban por hacerse viejos, tediosos, irrelevantes. Uno se acostumbra, pierde toda esperanza. Hay algo peor: el
infinito, que lo lamina todo. La esperanza se basa en que las cosas pueden
ser de otro modo, en que hay posibilidades no exploradas, o vías de retorno
a paraísos, verdaderos o no, donde se cree haber morado en un pasado idílico.
La Biblioteca de Babel es, brutalmente, por su propio carácter exhaustivo, el lugar donde las esperanzas se agotan, ya que todo en ella ocurre e igualmente no nos sirve y por ello
debería ostentar, justamente como el Inferno de Dante, en su puerta (pero
no hay puerta, porque es infinita, isótropa, indiferente) el letrero del
Lasciate ogni. Así es la Biblioteca, que otros llaman el Universo.
16.
Me explico (o no)
con algo más de claridad. En todos los juegos del desdichado Borges con la
Matemática, con la ciencia, con el espacio, el tiempo, la memoria, las
cantidades, las imposibilidades, las paradojas, los laberintos, nos topamos con
el mismo esquema. El infinito nos lamina, y era nuestra apuesta. El infinito
nos lamina y sin embargo la vida no puede vivirse. El infinito nos lamina y sin
embargo somos desdichados. Así, Funes el memorioso ha desterrado el olvido,
contiene dentro de sí todos sus pasados, con el detalle absoluto de lo que ha
ocurrido una vez y está ocurriendo para siempre. Puede recordar cada beso, cada
caricia. Pero nadie besa a Funes, nadie lo acaricia. Funes es un tullido en un
galpón que no puede dormir. La memoria no excluye el tiempo. La memoria no
substituye la acción. Algo peor: la memoria no puede cambiarse, Funes no puede
inventarse un pasado, no puede deformar sus recuerdos. En la Biblioteca de
Babel están todas las obras que quisiéramos escribir, todas las obras
que los días más faustos pensamos que podríamos escribir, pero son
inencontrables, nunca llegaremos a poner nuestras manos en esos volúmenes. Y
aunque lo hiciéramos, de qué serviría. La población de bibliotecarios está diezmada,
el universo es un lugar permanentemente iluminado por luces insuficientes. No
hay forma, además, de saber si cualquier otra colección ininteligible de
caracteres no es la verdadera obra maestra, escrita en un inalcanzable idioma
extraterrestre, en una lengua angélica para la que no hemos sido elegidos.
17.
El infinito nos
lamina. Cuando somos niños nos parece absurdo estar muertos. Nos aterra saber
que, de todos modos, la gente se muere. Poco a poco vamos experimentándolo.
Abuelos, algún amigo en algún accidente. Empieza a rondar la idea del suicidio:
somos adolescentes torturados. Luego, el tiempo pasa, uno comprende aquello del
argumento de la obra. Pierde la fe si es que alguna vez la tuvo. Otros
no, otros no pierden la fe, suben la apuesta. Creen que no morirán, creen que
morir es aparente, creen que existe otra vida, la vida eterna. No sólo creen
eso: lo encuentran deseable. Pero la vida eterna es la Biblioteca de Babel. Una
sucesión interminable de instantes en los que todo acaecerá necesariamente.
En los que todo acaecerá necesariamente un número infinito de veces. Todas
las posibilidades acabarán por darse. Y eso hará que nada tenga ningún valor,
que ninguno de los tomos sirva para nada, puesto que toda nuestra alegría, toda
nuestra felicidad, se predica del hecho de nuestra finitud. La eternidad acaba
por repetirse, acaba por encerrarnos, acaba por convertirse en una prisión. O
se hace más angosta, va reduciendo el periodo de las oscilaciones: es un solo
instante sin duración, es una visión extática fuera del tiempo. Sí, pero
entonces ya no somos, porque lo que somos es esto que se agota, somos nuestro
extinguirnos.
18.
Hay un relato positivamente
espeluznante del que la fama cuenta que Borges lo eligió como el más memorable
que conocía. Se trata de Donde el fuego no se apaga, de May Sinclair.
La trama del relato puede resumirse en el consabido adagio: ten cuidado con
lo que deseas. La eternidad prometida de un amor sin fin acaba revelándose como
un infierno. La presencia inextinguible del amado, eso que nos juramos cuando
sabemos que no puede ser, cuando sabemos que lo estamos diciendo en un instante
que desaparece, es el peor de los castigos. El infinito nos lamina. Todo lo que
deseamos, todo lo que juzgamos deseable, todo lo que realmente constituye una
fuente de placer, un contrapeso a la desdicha del vivir (la malheur de
Simone) es necesariamente efímero.
19.
En Send her victorious
(aquí traducido por La hipótesis de la Reina Victoria), Brian W.
Aldiss juega con la historia de los monos tecleadores mostrando un experimento
en el que hay ratones que tienen que accionar unas palancas para conseguir una descarga
de placer. Para que el mecanismo se active tienen que ser capaces de componer
una palabra: SHAKESPEARE (el chiste es más evidente porque la hipótesis
de los monos infinitos siempre se formula acudiendo a las obras de Shakespeare).
Nos dice Aldiss (leí también ese cuento hace tanto ya) que los ratones saben
como hacerlo, pero con la excitación se les olvida, y empiezan a proponer
secuencias aleatorias, hasta que aciertan de nuevo y consiguen otro orgasmo. Es
sabido que en experimentos (reales ahora) con animales algunos optan por morir
de placer accionando una y otra vez el botón del éxtasis. Conocemos bien
ese comportamiento, esa obsesión, esa tendencia a la adicción. Es, de nuevo,
una búsqueda de la tangente, una corrección del relato. Pero la eternidad nos
lamina. No sirve.
20.
La cita inicial que
Borges coloca en el encabezamiento de La biblioteca de Babel es apropiadamente
de la Anatomía de la melancolía de Burton, ese compendio casi infinito él
mismo sobre la cuestión clave: la melancolía. Esa perpetua insatisfacción lo es, ante todo, porque se sabe de una satisfacción, una que en
realidad no ha tenido lugar, pero que parece recordarse, como proveniente
de un antes en el que todo estaba bien. Los dados se arrojan, se
mojan los pinceles en los pigmentos, se empuña el cincel, se mira a la luna en
busca de inspiración, se teclea, como si uno fuera uno de esos monos, que acaso
son doce, en busca de Hamlet. Se vislumbra el Paraíso en la forma de una
Biblioteca. Se aprende matemáticas, y física, y filosofía. Se llenan los
anaqueles. Se mira de reojo al pozo central, se aparta uno con cuidado de
la baranda bajísima. Artificios. Sirven, al menos a veces.
21.
Lo que cabría hacer,
lo que convendría hacer ya de una buena vez, tal vez, si se pudiera, es
abandonar toda esperanza. Abandonar esa dudosa operación hipotecaria, esa
especie de inversión a fondo perdido que esquilma nuestros magros recursos. Dejar
de creer en el futuro, limitarse a vivir. No pensar en los otros volúmenes,
recorrer éste, aceptar su cacofonía, su ininteligibilidad. Apurar el beso, que
siempre es el último, que siempre es el único. Aceptar sus perpendiculares,
verlas emerger, verlas florecer en geometrías que no son ya penosamente hexagonales,
ver cómo eso se desvanece, hacerlo florecer una vez más, verlo agostarse una
vez más. Construir así un nuevo universo en el que no haya ya planta hexagonal
alguna en la que apoyarse, en la que realmente uno sepa que no es, y que
no ser es la mejor forma de estar, y que estar significa sobre todo no ser
bibliotecario, ni ser escritor, ni ser nada, ni buscarse entre los libros, ni
desearse parte de los libros, ni obstinarse en localizar cada agus que
aparezca en ese azar monstruoso del estar vivo. Y sobre todo, sobre todo, no
desear, ni en las horas más negras, que exista la vida eterna, que exista un
universo infinito, que uno no pueda morir, porque morir, al final, es lo único a
lo que realmente siempre podremos aferrarnos.
22.
Sí, todo eso sería lo deseable, y probablemente es algo que Borges no ignoraría. Pero Borges es desdichado, y todos lo somos, y por ello no podemos alejarnos de la teratología, no podemos dejar de enarbolar nuestros monstruos familiares, de pavimentar carreteras perdidas, de ejecutar palacios pródigos en estancias, de soñar con mundos alternantes en los que estamos y también no, de reescribir nuestra historia, y de apostar por el multiverso para al menos tener así la chance de que en la ruleta vuelva a salir el catorce. Es preciso ser indulgentes con nosotros mismos, somos niños asustados y necesitamos un abrazo, un abrazo circular, inagotable. Por eso, mientras recorremos la ciudad, las manos en el bolsillo del abrigo, es mejor que nuestra cabeza dé vueltas sobre el argumento del próximo relato, que se desarrolla en un mundo que es casi éste, pero no éste, porque quién quiere vivir en este mundo y sobre todo quién quiere contar lo que pasa en este mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario