...una casa del tesoro puramente imaginaria, sólo existente en el interior de su cabeza, y únicamente accesible mediante las letras de sus escritos.
W.G. SEBALD, Los anillos de Saturno
I.
W.G.
Sebald comienza sus Anillos de Saturno
en el hospital. En el continuo entrevero entre biografía y ficción que son sus
obras, eso obedece a un ingreso real en la habitación 21 del Norfolk and
Norwich Hospital, donde fue internado el 9 de agosto de 1993 aquejado de
fuertes dolores de espalda, producto al parecer de una hernial discal (y
relacionados, sin duda, con las largas caminatas por la costa de Suffolk del
año anterior, que forman la base del libro), y donde fue intervenido finalmente
el 25 de agosto.
Al
iniciar la redacción de la obra, que gira en torno, sí, al astro de la
Melancolía, evoca a dos personas queridas para él, compañeros en la University
of East Anglia, de la que Sebald fue profesor muchos años. El primero, Michael
Parkinson, que murió misteriosamente, como producto, al parecer, de una
intoxicación, voluntaria o no, con una droga anti-malárica. La segunda, Janine
Rosalind Dakyns, amiga muy cercana de Parkinson, y que falleció muy poco
después, de una enfermedad que destrozó
su cuerpo en un tiempo mínimo, nos dice Sebald. Puesto que Dakyns fue una
persona real, se pueden indagar sus avatares vitales, y la tal enfermedad fue
un cáncer de mama, pero no cabe descartar, como apunta Sebald, el que la
pérdida de Parkinson fuera determinante para el desenlace.
II.
Dakyns
era una especialista en Flaubert, un autor obsesionado con la precisión, que
podía sudar literalmente tinta para encontrar una frase o una palabra perfecta.
Dice Sebald que Janine atribuía esa creciente dificultad de Flaubert a un embrutecimiento progresivo e incontenible que
se estaba ya propagando por su cabeza, como
si se estuviera hundiendo en la arena.
La arena lo conquistaba
todo,
Flaubert, a decir de Janine, veía el
Sahara entero en un grano de arena oculto en el dobladillo de un vestido de
invierno de Emma Bovary. La arena se extendía por la obra del francés,
imparable, eliminando contornos, nivelándolo todo con su máxima entropía,
ella, estadio último de la disgregación de una materia que un día se quiso
orgullosamente sólida.
En el vaso de horas esperamos, aplastados por una gravitación invencible, el descenso de la arena del reloj, que marca el paso de un tiempo ajeno a toda compasión. Cada vez nos resulta más difícil alzar los brazos, y sentimos una sequedad cada vez más molesta en los ojos, que hace que parpadeemos sin resultado, que hace que viajen por nuestra mirada sombras huidizas pero persistentes. A Sebald también le pasaba.
III.
Y
entonces, justo ahí, Sebald ejecuta uno de esos gestos maestros que caracterizan
su prosa, de rara fluidez y de rara densidad (atributos contradictorios que de
algún modo se maridan en las obras del alemán) y nos describe el despacho que
Janine ocupa en la Universidad, donde esa arena que pervade y sepulta, móvil y
quieta, se transforma en una masa ingente de papeles.
Había,
dice Sebald, tal cantidad de apuntes de
clase, cartas y escritos de todo tipo, que uno podía imaginarse en medio de un
aluvión de papel. El papel había comenzado por acaparar todo el espacio de
la mesa de trabajo, para extenderse luego por otras mesas, sillas, por el
suelo, de modo que había surgido un
verdadero paisaje con montañas y valles, que, entretanto, como un glaciar
cuando alcanza el mar, se rompía en sus bordes, formando sobre el suelo en
derredor nuevos sedimentos que a su vez se deslizaban imperceptiblemente hacia
el centro de la habitación.
Esa geografía sobrevenida tiene su reflejo incluso en las paredes, que estaban atestadas de folios y documentos aislados, sujetos por una esquina con una chincheta y en parte unos sobre otros sin apenas espacio entre sí. Todos los huecos disponibles, también en las estanterías, sobre los libros, han sido ocupados por sucesivas generaciones de esa especie, no invasora, pues éste es su hábitat por derecho. Estamos en el país del papel y en él reina en un sillón más o menos emplazado en el centro del cuarto, Janine, inclinada hacia delante garabateando sobre una carpeta que sostenía en las rodillas o bien recostada y sumida en sus pensamientos.
IV.
Aunque
el hilo conductor de Los anillos de
Saturno es el deambular del narrador por ciertos territorios de Inglaterra,
lo cierto es que las diversas partes del libro son independientes una de otra y
que, incluso dentro de cada capítulo, lo narrado es tan variado, y las
referencias literarias y culturales que se manejan son tan abundantes, que casi
podría concebirse la obra como una Enciclopedia, algo que, me parece, no le
habría disgustado al propio Sebald, que no en vano evoca a Thomas Browne justo
después de pasar a presentar sus respetos a Janine, en ese santuario ya póstumo
de su despacho rompeolas de papel, ahora ya inmortal por mor de la magia
literaria de su compañero de Universidad.
Pero,
si tuviéramos que encontrar la clave de lectura que hace que esa materia
compleja, infinitamente ramificada, acabe por cuajar en una obra inolvidable, la elección obvia desde el mero
título es la de la melancolía.
Saturno, el planeta de los artistas y los afectados por el exceso de la atra bilis (son, somos, la misma cosa) preside,
masivo, la danza circular de los incontables fragmentos producidos por el desmantelamiento de un viejo satélite
demasiado cercano, devenidos entonces anillos:
round and round we go.
Y,
de hecho, Sebald no nos deja que dudemos al respecto. Contemplando a su Señora
de los Papeles, que habría de morir con apenas 55 años, un par menos de los que
alcanzaría Sebald, éste recuerda que en
una ocasión le dijo a Janine que entre
sus papeles se parecía al ángel de la “Melancolía” de Durero, resistiendo
inmóvil entre los instrumentos de la destrucción.
Sí, ese ángel enorme y sus esferas, compases, cuadrados mágicos, vencido por una fuerza negra que apenas le deja espacio para una escritura circular, para la contemplación, con su mirada en sombra, de unos lejos cuyos barcos no sabrá abordar.
V.
Y,
sin embargo, Janine era capaz de encontrar sin esfuerzo en esa masa ingente de
papeles un artículo, una carta, el item
particular que buscara, el individuo concreto de esa raza no parasitaria, pero
sí colonizadora que ocupaba su despacho. Me
contestó que el aparente caos de sus cosas representaba en realidad algo así
como un orden perfecto o que aspiraba a la perfección.
¿Qué
se hizo de los papeles de Janine cuando Janine sucumbió, en ese 1994 en el que
Sebald compuso Los anillos de Saturno,
al cáncer o a la tristeza? ¿Quién vació el despacho de Janine, soltera, sin
descendencia, que había perdido poco antes a Michael Parkinson, su amigo más
cercano? ¿Qué profesor la sucedió, que personal de limpieza se afanó en el
amontonamiento, en el desalojo de todo ese conocimiento acuñado, codificado en
páginas no desprovistas de filos? Nada de eso sabemos, y sin embargo hubo con
toda seguridad manos que fueron descolgando los carteles y pasquines y
fotografías de la pared, chincheta por chincheta, manos que alisaron la
orografía de ese paisaje propicio a la fluencia de los glaciares, y a las
cordilleras.
Nada
de eso sabemos, y tal vez nada haya que contar que merezca la pena. Sabemos que
poco después otro compañero de Sebald y de Michael y de Janine coordinó un
volumen en homenaje a los dos últimos, un gesto común en las Universidades para
los que se retiran y que aquí se convirtió en un acto doblemente luctuoso, pues
ambas muertes fueron tan próximas.
No importa, en realidad, dónde fueron los papeles, ni siquiera lo que contenían. Lo que importa, lo que nos importa al menos aquí, ahora, lo que me importa a mí, es que todo, inevitablemente, acaba en un desmantelamiento.
VI.
Los
papeles de Sebald se conservan, me parece, en Marbach, en una institución
oficial. Otros muchos papeles de otros muchos escritores ilustres pueblan los anaqueles de Universidades, acaso
estadounidenses, o sótanos de cámaras acorazadas, ya lo sabemos. Los legados
son valiosos, también en lo crematístico. Los embalsamadores de las carpetas,
en este caso, procuraron que no se perdiera ni la hoja más pequeña, y que todo
estuviera etiquetado con códigos formados por letras, guiones, números.
Pero
no, no los papeles de Sebald, o los de Canetti, o los de Bolaño, o los de
Borges, o los de Nabokov: ¿qué se hizo de los papeles de Janine Dakyns? ¿De las
notas de sus clases, de los apuntes para su libro sobre la Edad Media en la
literatura francesa de la segunda mitad del siglo XIX? Esos papeles, que no
valen en realidad nada, que no sirven ya
para nada, pero que fueron capaces de una tectónica poderosa, que asombraba a
un escritor tan fino y tan atento a esas dinámicas como Sebald.
Somos
hijos del papel, todavía lo somos, todavía lo soy. Crecí con revistas
académicas ocupando estanterías de hemeroteca, anales e índices que
consultar en gruesos tomos de tipo minúsculo y páginas delgadísimas,
fotocopiadoras para producir réplicas en papel de otro papel, lápices,
marcadores, cuadernos rebosantes de notas manuscritas. Había ya ordenadores
(hablo de mediados de los ochenta), pero la ciencia se hacía a partir del
papel, y uno acumulaba, acumulaba cajas archivadoras que llamamos, con afán
totalizador A-Z (alfa y omega, se
dirá en los archivos áticos). Uno trazaba a mano las ecuaciones cuando aún no
se disponía de procesadores de texto preparados para ellas, recortaba las
gráficas para pegarlas en el hueco dejado en el texto, encerraba todo ello
(tres, cinco copias) en sobres acolchados, y lo enviaba, por correo postal, a
las editoriales de publicaciones científicas que estaban en América. Y de ahí
respondían con otros sobres, que desencadenaban otros envíos.
Había,
incluso unas pequeñas tarjetitas, generalmente de color malva, que se usaban
para solicitar separatas, réplicas
del paper (sí, los artículos
científicos, que no son, claro, artículos de opinión, sino reportes de los
resultados alcanzados y que constituyen la unidad
de cuenta en la economía académica, se llaman papers) que se nos daba a los autores y que llegaban en cajas de
cartón para nuestro solaz infinito.
Los
ordenadores, luego, simplemente, repitieron
eso, lo repitieron multiplicándolo por mil, siguió habiendo papers y correos y envíos, pero todo era
ya incorpóreo, sutil, etéreo. En esas geografías, Dakyns, sin duda, se hubiera
sentido mucho más incómoda que en su pantano de papeles. Y yo, me parece,
también.
VII.
A
veces, es verdad, las cosas acaban en derrumbe, o aniquilación. Al final, es
verdad, todo acaba en legado o en olvido. Pero, antes, indefectiblemente, todo desemboca en un desmantelamiento.
Nos mudamos, embalamos y desembalamos nuestras bibliotecas, como Walter
Benjamin, nos cambiamos de trabajo, de despacho, acarreamos cajas, bultos.
Cambiamos de compañía, de amores, de nombre incluso, y a cada transformación le
precede un desmantelamiento, cada metamorfosis requiere la muerte de la pupa.
La
semana pasada comenzó el desmantelamiento
de mi despacho de la Facultad. Atestado de papeles, sin duda, pues cuatro
décadas me contemplan en tanto que miembro de la comunidad universitaria, aunque
este despacho es más reciente, heredero de otros desmantelamientos anteriores,
de otras mudanzas. Lo que ocurre es que ahora es ya definitivo. Mi presencia en
él tiene los días contados (lo cual es un motivo de gozo, entiéndaseme bien,
soy yo el que he decidido jubilarme tan pronto), y es conveniente dejarlo
expedito con cierta diligencia, en estos días ambiguos del final del curso.
Los
papeles de mi despacho de la Facultad, paradójicamente, me importan poco. Me he
ido desvinculando emocionalmente de mis tareas de investigación, a las que
corresponden la mayoría de ellos. La interferometría, el procesado de imágenes, los
sensores de fibra óptica, que tanto esfuerzo me requirieron, no me van a
acompañar en mi nueva vida. Tampoco tienen ya valor las viejas listas de notas,
los apuntes obsoletos de asignaturas que han ido desapareciendo, las carpetas
llenas de papeleo: instancias,
solicitudes, memoranda, actas, faxes, correos electrónicos impresos, pues todo
se imprimía también, órdenes de pago de proyectos de investigación ya extintos.
Se
saca un A-Z, se vacía, los montones
se definen: vale, no vale, acaso valga. Se llenan carros, bolsas de basura. Pasan las horas,
los días: todavía queda bastante. Es agotador. Y liberador. Y terrible.
VIII.
Mi
despacho siempre mantuvo un orden razonable, su orografía era de escasa importancia
si se compara con la de Janine. Pero cuando uno empieza a hacer descender las
toneladas (resmas, cabría decir, con
tan bello vocablo) de papel de su estabulación, cuando los montones empiezan a
extenderse por las mesas, por el suelo, por las sillas, uno quizá puede
recordar la arena de Flaubert. A mí me pasó: en cuanto me di cuenta de lo que
estaba haciendo, ese ordenador de mi
cerebro (¿mi corazón?) me hizo evocar Los
anillos de Saturno, que tantas veces he releído y que abrí de nuevo al
llegar a casa ese mismo día.
Hay
pocas cosas del despacho de la Facu
que guardaré. Sólo lo que tiene que ver con Historia de la Óptica, que fue eso
que inventé para poder hacer otra investigación,
una que me acercase a las letras de
las que me exilié a los dieciocho años, cuando pedí definitivamente el ingreso
en la iglesia científica. Llenaré unas cajas con esos cuadernos, con esos
folios llenos de artículos. Las bajaré al trastero de mi casa, donde en
realidad ya no caben. En el otro lado de la ciudad, el espacio que ostentaba mi
nombre en la puerta estará convenientemente vacío, preparado él también para su
nueva vida, para sus nuevos ocupantes.
Y
aquí, en casa, mientras, la verdadera
masa de papeles, ésa cuya destrucción acarrearía inmediatamente la mía
propia, mis escritos, los miles de libros ordenados rigurosamente, esperan
tenerme para ellos solos ya, esperan acogerme
definitivamente, los años que nos separen aún de un desmantelamiento en el que ya no participaré.
Arena, sí. Pero esto es una playa, no un desierto.
IX.
También
hay en mi despacho, como en el de Janine, cosas clavadas con chinchetas en la
pared. Un plano del Metro para cronopios
que inventé una vez, por ejemplo. O una banderita tricolor. O algunas fotos muy
antiguas. Habrá que bajarlas de su pedestal, introducirlas en el recipiente
adecuado. Todo eso ocurrirá la semana que viene. O la otra. O en septiembre,
quizá, cuando ya sea un mero visitante.
Y
entre esas imágenes, también, naturalmente, una reproducción del grabado de
Durero, de la Melencolia I, con su
ángel abatido. Es posible que las herramientas que compartimos no resuelvan
finalmente ningún enigma, no confieran finalmente ningún sentido, pero lo
cierto es que la búsqueda ha sido interesante. Y sigue siéndolo. Y hay
búsquedas nuevas a cada paso. Hay ese movimiento de levantarse de la silla,
acercarse al anaquel, extraer el
libro, extraer Los anillos de Saturno,
por ejemplo, localizar la cita, el pasaje. Estoy en buena compañía, este
recinto está bien fortificado.
Librerías
de viejo, museos de pequeñas ciudades, casas en las que ha muerto el
propietario y ha dejado una biblioteca ingobernable, tiendas de barrio en las
que hay de todo, cuartos de juguetes
de niños ya ancianos: esos microcosmos atestados son propicios para el amor.
Para el amor a eso que llamamos ficción,
para el amor a la literatura. Para nuestro amor.
X.
Hay
una estratigrafía en los papeles, sí, hay una arqueología posible: rara vez nos
sorprende una datación, pero sí ocurre que de repente se exhume un cráneo
inesperado, unos dedos. Trabajos emprendidos y abandonados por la vorágine de
las deadlines y los horarios,
declarando su disponibilidad, la potencialidad de sus promesas. Lucecitas que
han seguido parpadeando todos estos años. Otros legajos que testimonian la pura
zozobra de las épocas obscuras. Una biografía tridimensional, material, que
puede desmigarse ya sin dolor: no es precisa elegía alguna.
Sólo cabe esto, pues: orbitar. Entre las miríadas de fragmentos de los anillos de Saturno hay objetos como para estrenar, esquirlas de espejos y hasta algún billet doux periclitado por falta de destinatario. Hay espacio suficiente para los dos, y para todos los otros doses que fuimos y seremos. En el cuarto de los trastos seguirán los trastos, y en la Gran Sala de la Biblioteca cundirá esa luz dorada que se reflejaba en los papeles de Janine, al decir de Sebald. Todo vuelve a empezar, y por eso todo es nuevo.
La orquesta ataca el vals: ¿me concedes este baile?
2 comentarios:
_todo, inevitablemente, acaba en un desmantelamiento._ Gracias, profe Agustín, por otro trip literario, en compañía de Sebald y su amiga, que orbita en paralelo a tu desmantelamiento reciente (aún en progress y por poco tiempo) y que te hará entrar en una nueva fase de vida hasta el democrático desmantelamiento y más allá. Mucha suerte, bro. Me han gustado tus papeles... y la banderita tricolor.👊🏼🔝
Muchas gracias!!
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