domingo, 14 de julio de 2024

Papeles



...una casa del tesoro puramente imaginaria, sólo existente en el interior de su cabeza, y únicamente accesible mediante las letras de sus escritos.

W.G. SEBALD, Los anillos de Saturno

 

I.

W.G. Sebald comienza sus Anillos de Saturno en el hospital. En el continuo entrevero entre biografía y ficción que son sus obras, eso obedece a un ingreso real en la habitación 21 del Norfolk and Norwich Hospital, donde fue internado el 9 de agosto de 1993 aquejado de fuertes dolores de espalda, producto al parecer de una hernial discal (y relacionados, sin duda, con las largas caminatas por la costa de Suffolk del año anterior, que forman la base del libro), y donde fue intervenido finalmente el 25 de agosto.

Al iniciar la redacción de la obra, que gira en torno, sí, al astro de la Melancolía, evoca a dos personas queridas para él, compañeros en la University of East Anglia, de la que Sebald fue profesor muchos años. El primero, Michael Parkinson, que murió misteriosamente, como producto, al parecer, de una intoxicación, voluntaria o no, con una droga anti-malárica. La segunda, Janine Rosalind Dakyns, amiga muy cercana de Parkinson, y que falleció muy poco después, de una enfermedad que destrozó su cuerpo en un tiempo mínimo, nos dice Sebald. Puesto que Dakyns fue una persona real, se pueden indagar sus avatares vitales, y la tal enfermedad fue un cáncer de mama, pero no cabe descartar, como apunta Sebald, el que la pérdida de Parkinson fuera determinante para el desenlace.

II.

Dakyns era una especialista en Flaubert, un autor obsesionado con la precisión, que podía sudar literalmente tinta para encontrar una frase o una palabra perfecta. Dice Sebald que Janine atribuía esa creciente dificultad de Flaubert a un embrutecimiento progresivo e incontenible que se estaba ya propagando por su cabeza, como si se estuviera hundiendo en la arena.

La arena lo conquistaba todo, Flaubert, a decir de Janine, veía el Sahara entero en un grano de arena oculto en el dobladillo de un vestido de invierno de Emma Bovary. La arena se extendía por la obra del francés, imparable, eliminando contornos, nivelándolo todo con su máxima entropía, ella, estadio último de la disgregación de una materia que un día se quiso orgullosamente sólida.

En el vaso de horas esperamos, aplastados por una gravitación invencible, el descenso de la arena del reloj, que marca el paso de un tiempo ajeno a toda compasión. Cada vez nos resulta más difícil alzar los brazos, y sentimos una sequedad cada vez más molesta en los ojos, que hace que parpadeemos sin resultado, que hace que viajen por nuestra mirada sombras huidizas pero persistentes. A Sebald también le pasaba.

III.

Y entonces, justo ahí, Sebald ejecuta uno de esos gestos maestros que caracterizan su prosa, de rara fluidez y de rara densidad (atributos contradictorios que de algún modo se maridan en las obras del alemán) y nos describe el despacho que Janine ocupa en la Universidad, donde esa arena que pervade y sepulta, móvil y quieta, se transforma en una masa ingente de papeles.

Había, dice Sebald, tal cantidad de apuntes de clase, cartas y escritos de todo tipo, que uno podía imaginarse en medio de un aluvión de papel. El papel había comenzado por acaparar todo el espacio de la mesa de trabajo, para extenderse luego por otras mesas, sillas, por el suelo, de modo que había surgido un verdadero paisaje con montañas y valles, que, entretanto, como un glaciar cuando alcanza el mar, se rompía en sus bordes, formando sobre el suelo en derredor nuevos sedimentos que a su vez se deslizaban imperceptiblemente hacia el centro de la habitación.

Esa geografía sobrevenida tiene su reflejo incluso en las paredes, que estaban atestadas de folios y documentos aislados, sujetos por una esquina con una chincheta y en parte unos sobre otros sin apenas espacio entre sí. Todos los huecos disponibles, también en las estanterías, sobre los libros, han sido ocupados por sucesivas generaciones de esa especie, no invasora, pues éste es su hábitat por derecho. Estamos en el país del papel y en él reina en un sillón más o menos emplazado en el centro del cuarto, Janine, inclinada hacia delante garabateando sobre una carpeta que sostenía en las rodillas o bien recostada y sumida en sus pensamientos.

IV.

Aunque el hilo conductor de Los anillos de Saturno es el deambular del narrador por ciertos territorios de Inglaterra, lo cierto es que las diversas partes del libro son independientes una de otra y que, incluso dentro de cada capítulo, lo narrado es tan variado, y las referencias literarias y culturales que se manejan son tan abundantes, que casi podría concebirse la obra como una Enciclopedia, algo que, me parece, no le habría disgustado al propio Sebald, que no en vano evoca a Thomas Browne justo después de pasar a presentar sus respetos a Janine, en ese santuario ya póstumo de su despacho rompeolas de papel, ahora ya inmortal por mor de la magia literaria de su compañero de Universidad.

Pero, si tuviéramos que encontrar la clave de lectura que hace que esa materia compleja, infinitamente ramificada, acabe por cuajar en una obra inolvidable, la elección obvia desde el mero título es la de la melancolía. Saturno, el planeta de los artistas y los afectados por el exceso de la atra bilis (son, somos, la misma cosa) preside, masivo, la danza circular de los incontables fragmentos producidos por el desmantelamiento de un viejo satélite demasiado cercano, devenidos entonces anillos: round and round we go.

Y, de hecho, Sebald no nos deja que dudemos al respecto. Contemplando a su Señora de los Papeles, que habría de morir con apenas 55 años, un par menos de los que alcanzaría Sebald, éste recuerda que en una ocasión le dijo a Janine que entre sus papeles se parecía al ángel de la “Melancolía” de Durero, resistiendo inmóvil entre los instrumentos de la destrucción.

Sí, ese ángel enorme y sus esferas, compases, cuadrados mágicos, vencido por una fuerza negra que apenas le deja espacio para una escritura circular, para la contemplación, con su mirada en sombra, de unos lejos cuyos barcos no sabrá abordar. 

V.

Y, sin embargo, Janine era capaz de encontrar sin esfuerzo en esa masa ingente de papeles un artículo, una carta, el item particular que buscara, el individuo concreto de esa raza no parasitaria, pero sí colonizadora que ocupaba su despacho. Me contestó que el aparente caos de sus cosas representaba en realidad algo así como un orden perfecto o que aspiraba a la perfección.

¿Qué se hizo de los papeles de Janine cuando Janine sucumbió, en ese 1994 en el que Sebald compuso Los anillos de Saturno, al cáncer o a la tristeza? ¿Quién vació el despacho de Janine, soltera, sin descendencia, que había perdido poco antes a Michael Parkinson, su amigo más cercano? ¿Qué profesor la sucedió, que personal de limpieza se afanó en el amontonamiento, en el desalojo de todo ese conocimiento acuñado, codificado en páginas no desprovistas de filos? Nada de eso sabemos, y sin embargo hubo con toda seguridad manos que fueron descolgando los carteles y pasquines y fotografías de la pared, chincheta por chincheta, manos que alisaron la orografía de ese paisaje propicio a la fluencia de los glaciares, y a las cordilleras.

Nada de eso sabemos, y tal vez nada haya que contar que merezca la pena. Sabemos que poco después otro compañero de Sebald y de Michael y de Janine coordinó un volumen en homenaje a los dos últimos, un gesto común en las Universidades para los que se retiran y que aquí se convirtió en un acto doblemente luctuoso, pues ambas muertes fueron tan próximas.

No importa, en realidad, dónde fueron los papeles, ni siquiera lo que contenían. Lo que importa, lo que nos importa al menos aquí, ahora, lo que me importa a mí, es que todo, inevitablemente, acaba en un desmantelamiento.

VI.

Los papeles de Sebald se conservan, me parece, en Marbach, en una institución oficial. Otros muchos papeles de otros muchos escritores ilustres pueblan los anaqueles de Universidades, acaso estadounidenses, o sótanos de cámaras acorazadas, ya lo sabemos. Los legados son valiosos, también en lo crematístico. Los embalsamadores de las carpetas, en este caso, procuraron que no se perdiera ni la hoja más pequeña, y que todo estuviera etiquetado con códigos formados por letras, guiones, números.

Pero no, no los papeles de Sebald, o los de Canetti, o los de Bolaño, o los de Borges, o los de Nabokov: ¿qué se hizo de los papeles de Janine Dakyns? ¿De las notas de sus clases, de los apuntes para su libro sobre la Edad Media en la literatura francesa de la segunda mitad del siglo XIX? Esos papeles, que no valen en realidad nada, que no sirven ya para nada, pero que fueron capaces de una tectónica poderosa, que asombraba a un escritor tan fino y tan atento a esas dinámicas como Sebald.

Somos hijos del papel, todavía lo somos, todavía lo soy. Crecí con revistas académicas ocupando estanterías de hemeroteca, anales e índices que consultar en gruesos tomos de tipo minúsculo y páginas delgadísimas, fotocopiadoras para producir réplicas en papel de otro papel, lápices, marcadores, cuadernos rebosantes de notas manuscritas. Había ya ordenadores (hablo de mediados de los ochenta), pero la ciencia se hacía a partir del papel, y uno acumulaba, acumulaba cajas archivadoras que llamamos, con afán totalizador A-Z (alfa y omega, se dirá en los archivos áticos). Uno trazaba a mano las ecuaciones cuando aún no se disponía de procesadores de texto preparados para ellas, recortaba las gráficas para pegarlas en el hueco dejado en el texto, encerraba todo ello (tres, cinco copias) en sobres acolchados, y lo enviaba, por correo postal, a las editoriales de publicaciones científicas que estaban en América. Y de ahí respondían con otros sobres, que desencadenaban otros envíos.

Había, incluso unas pequeñas tarjetitas, generalmente de color malva, que se usaban para solicitar separatas, réplicas del paper (sí, los artículos científicos, que no son, claro, artículos de opinión, sino reportes de los resultados alcanzados y que constituyen la unidad de cuenta en la economía académica, se llaman papers) que se nos daba a los autores y que llegaban en cajas de cartón para nuestro solaz infinito.

Los ordenadores, luego, simplemente, repitieron eso, lo repitieron multiplicándolo por mil, siguió habiendo papers y correos y envíos, pero todo era ya incorpóreo, sutil, etéreo. En esas geografías, Dakyns, sin duda, se hubiera sentido mucho más incómoda que en su pantano de papeles. Y yo, me parece, también.

 


VII.

A veces, es verdad, las cosas acaban en derrumbe, o aniquilación. Al final, es verdad, todo acaba en legado o en olvido. Pero, antes, indefectiblemente, todo desemboca en un desmantelamiento. Nos mudamos, embalamos y desembalamos nuestras bibliotecas, como Walter Benjamin, nos cambiamos de trabajo, de despacho, acarreamos cajas, bultos. Cambiamos de compañía, de amores, de nombre incluso, y a cada transformación le precede un desmantelamiento, cada metamorfosis requiere la muerte de la pupa.

La semana pasada comenzó el desmantelamiento de mi despacho de la Facultad. Atestado de papeles, sin duda, pues cuatro décadas me contemplan en tanto que miembro de la comunidad universitaria, aunque este despacho es más reciente, heredero de otros desmantelamientos anteriores, de otras mudanzas. Lo que ocurre es que ahora es ya definitivo. Mi presencia en él tiene los días contados (lo cual es un motivo de gozo, entiéndaseme bien, soy yo el que he decidido jubilarme tan pronto), y es conveniente dejarlo expedito con cierta diligencia, en estos días ambiguos del final del curso.

Los papeles de mi despacho de la Facultad, paradójicamente, me importan poco. Me he ido desvinculando emocionalmente de mis tareas de investigación, a las que corresponden la mayoría de ellos. La interferometría, el procesado de imágenes, los sensores de fibra óptica, que tanto esfuerzo me requirieron, no me van a acompañar en mi nueva vida. Tampoco tienen ya valor las viejas listas de notas, los apuntes obsoletos de asignaturas que han ido desapareciendo, las carpetas llenas de papeleo: instancias, solicitudes, memoranda, actas, faxes, correos electrónicos impresos, pues todo se imprimía también, órdenes de pago de proyectos de investigación ya extintos.

Se saca un A-Z, se vacía, los montones se definen: vale, no vale, acaso valga. Se llenan carros, bolsas de basura. Pasan las horas, los días: todavía queda bastante. Es agotador. Y liberador. Y terrible.

 


VIII.

Mi despacho siempre mantuvo un orden razonable, su orografía era de escasa importancia si se compara con la de Janine. Pero cuando uno empieza a hacer descender las toneladas (resmas, cabría decir, con tan bello vocablo) de papel de su estabulación, cuando los montones empiezan a extenderse por las mesas, por el suelo, por las sillas, uno quizá puede recordar la arena de Flaubert. A mí me pasó: en cuanto me di cuenta de lo que estaba haciendo, ese ordenador de mi cerebro (¿mi corazón?) me hizo evocar Los anillos de Saturno, que tantas veces he releído y que abrí de nuevo al llegar a casa ese mismo día.

Hay pocas cosas del despacho de la Facu que guardaré. Sólo lo que tiene que ver con Historia de la Óptica, que fue eso que inventé para poder hacer otra investigación, una que me acercase a las letras de las que me exilié a los dieciocho años, cuando pedí definitivamente el ingreso en la iglesia científica. Llenaré unas cajas con esos cuadernos, con esos folios llenos de artículos. Las bajaré al trastero de mi casa, donde en realidad ya no caben. En el otro lado de la ciudad, el espacio que ostentaba mi nombre en la puerta estará convenientemente vacío, preparado él también para su nueva vida, para sus nuevos ocupantes.

Y aquí, en casa, mientras, la verdadera masa de papeles, ésa cuya destrucción acarrearía inmediatamente la mía propia, mis escritos, los miles de libros ordenados rigurosamente, esperan tenerme para ellos solos ya, esperan acogerme definitivamente, los años que nos separen aún de un desmantelamiento en el que ya no participaré.

Arena, sí. Pero esto es una playa, no un desierto.

IX.

También hay en mi despacho, como en el de Janine, cosas clavadas con chinchetas en la pared. Un plano del Metro para cronopios que inventé una vez, por ejemplo. O una banderita tricolor. O algunas fotos muy antiguas. Habrá que bajarlas de su pedestal, introducirlas en el recipiente adecuado. Todo eso ocurrirá la semana que viene. O la otra. O en septiembre, quizá, cuando ya sea un mero visitante.

Y entre esas imágenes, también, naturalmente, una reproducción del grabado de Durero, de la Melencolia I, con su ángel abatido. Es posible que las herramientas que compartimos no resuelvan finalmente ningún enigma, no confieran finalmente ningún sentido, pero lo cierto es que la búsqueda ha sido interesante. Y sigue siéndolo. Y hay búsquedas nuevas a cada paso. Hay ese movimiento de levantarse de la silla, acercarse al anaquel, extraer el libro, extraer Los anillos de Saturno, por ejemplo, localizar la cita, el pasaje. Estoy en buena compañía, este recinto está bien fortificado.

Librerías de viejo, museos de pequeñas ciudades, casas en las que ha muerto el propietario y ha dejado una biblioteca ingobernable, tiendas de barrio en las que hay de todo, cuartos de juguetes de niños ya ancianos: esos microcosmos atestados son propicios para el amor. Para el amor a eso que llamamos ficción, para el amor a la literatura. Para nuestro amor.

X.

Hay una estratigrafía en los papeles, sí, hay una arqueología posible: rara vez nos sorprende una datación, pero sí ocurre que de repente se exhume un cráneo inesperado, unos dedos. Trabajos emprendidos y abandonados por la vorágine de las deadlines y los horarios, declarando su disponibilidad, la potencialidad de sus promesas. Lucecitas que han seguido parpadeando todos estos años. Otros legajos que testimonian la pura zozobra de las épocas obscuras. Una biografía tridimensional, material, que puede desmigarse ya sin dolor: no es precisa elegía alguna.

Sólo cabe esto, pues: orbitar. Entre las miríadas de fragmentos de los anillos de Saturno hay objetos como para estrenar, esquirlas de espejos y hasta algún billet doux periclitado por falta de destinatario. Hay espacio suficiente para los dos, y para todos los otros doses que fuimos y seremos. En el cuarto de los trastos seguirán los trastos, y en la Gran Sala de la Biblioteca cundirá esa luz dorada que se reflejaba en los papeles de Janine, al decir de Sebald. Todo vuelve a empezar, y por eso todo es nuevo. 

La orquesta ataca el vals: ¿me concedes este baile?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

_todo, inevitablemente, acaba en un desmantelamiento._ Gracias, profe Agustín, por otro trip literario, en compañía de Sebald y su amiga, que orbita en paralelo a tu desmantelamiento reciente (aún en progress y por poco tiempo) y que te hará entrar en una nueva fase de vida hasta el democrático desmantelamiento y más allá. Mucha suerte, bro. Me han gustado tus papeles... y la banderita tricolor.👊🏼🔝

AGCano dijo...

Muchas gracias!!

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