He
pasado una hora en el café sin decidirme a pisar de nuevo el primer peldaño de
la escalera, quedarme ahí entre la gente que sube y baja, ignorando a los que
me miran de reojo sin comprender que no me decida a moverme en una zona donde
todos se mueven.
JULIO
CORTÁZAR, Texto en una libreta
1.
Hay
un chiste (entiendo que intencionado) que se me pasó las primeras de las
incontables veces que he visto ya las que son, sin duda, mis dos series favoritas (si
es que cabe contarlas como series diferentes), Breaking bad y Better call
Saul. Cuando Walter White, Jesse Pinkman o Saul Goodman tienen que desaparecer (y en su, digamos, línea de
negocio es frecuente llegar a ese punto en el que se hace completamente
necesario y urgente salir de la
escena, desvanecerse), hay un experto que por un precio nada módico se
encarga de esa tarea con una profesionalidad insuperable. Ese personaje se
llama Ed Galbraith y es interpretado por el tarantiniano (entre otras muchas cosas)
Robert Forster, con la sobriedad que le caracteriza.
A
Galbraith, al que se llega porque, ya se sabe, Saul knows a guy who knows a guy... se le ha de contactar por teléfono.
La tarjeta corresponde a una tienda de repuestos de aspiradora y hay que
preguntar por un modelo concreto. A partir de esa contraseña, el proceso se
pone en marcha, irreversible (el default
tiene consecuencias desastrosas, como bien experimenta en sus carnes el bueno
de Jesse). En El camino, la secuela
que Vince Gilligan enarboló en 2019 para darle
un futuro precisamente a Jesse, éste localiza físicamente al huidizo
Galbraith, y le aborda en su tienda de
aspiradoras. Ésa es la tapadera, y no cabe dudar de que Ed tiene un
perfecto conocimiento del parque de herramientas domésticas de limpieza y es un
técnico competente y un vendedor honrado y eficiente. Que en sus ratos libres escamotea personas, como un
prestidigitador.
El
chiste es justamente que el negocio es de aspiradoras. Uno esperaría el tópico
y consabido taller de coches, o incluso la tapicería del honesto padre de Nacho
Varga. Se descuenta el ramo alimentario, que agota el ínclito Gustavo Fring.
Pero no: aspiradoras. El técnico en aspirar aspira personas como si fueran el
polvo de las alfombras, y esas personas, sí, se desvanecen, se evaporan.
Pasan a un otrolado, en el reverso de
la bolsa de los desperdicios, que puede acabar siendo una franquicia de más
bien grasientos cinamon rolls en
Omaha, Nebraska, por ejemplo (o Alaska, o New Hampshire: Galbraith parece
privilegiar los climas fríos, acaso por contraste con el desértico Albuquerque).
Aspiradora
es en inglés, claro, vacuum cleaner. El
escamoteador trabaja con el vacío, genera vacíos, con su gesto de ahora lo ves, ahora no lo ves. Los
espectadores, perplejos, sólo contemplan ya la ausencia de los idos. Que a
veces retornan, bien es cierto. Pero otras veces no. Muchas veces no.
2.
El
otro día me enteré por casualidad de que existe un término específico para
señalar en Japón a los desaparecidos, en un país en el que se cuentan por
decenas de miles cada año. Johatsu. Johatsu significa justamente evaporados. Al parecer, es un vocablo
del uso común que se convirtió en jerga ya en los setenta, donde el número de
desaparecidos voluntarios aumentó significativamente. Las causas son numerosas:
la sociedad japonesa no tolera bien fracasos, abandonar relaciones o empresas
no es asunto fácil, la presión cotidiana en los estudios o el trabajo es
altísima. Algunos, muchos, japoneses se
desvanecen, se evaporan. De un día para otro. De un segundo para otro. Asi,
ahora me ves...
Es
de mal gusto mencionar en Japón a los desaparecidos, como lo es hablar de los
suicidas, no menos abundantes. Por otro lado, la legislación japonesa hace
difícil la tarea de localización de los ausentes, a los que les asiste un
derecho de privacidad casi inviolable. Salvo que se vean envueltos en crímenes
o alborotos, lo cierto es que la policía no hace nada por buscarlos, asumiendo
que ese haber sido tragados por la tierra
es producto de su decisión personal, que ha de ser respetada a toda costa. La
familia, los amigos, los compañeros, no pueden hacer mucho más. Se contrata a
detectives. A veces se acaba sabiendo del suicidio del huido, o éste reaparece,
o desarrolla una segunda vida clandestina, perdido en el anonimato de un
archipiélago atestado, trabajando en negro, alojándose en cualquier agujero.
Quién
podría volver, reconocer el egoísmo, asumir su derrota, o su culpabilidad como
defraudador, enfrentarse a las represalias de los mafiosos cuando no se ha
podido satisfacer una enorme deuda de juego. Es posible que el limbo no sea
excesivamente confortable, pero gana por goleada al infierno, incluso en sus
círculos superiores.
3.
Desde
hace décadas, en ese eficiente y siniestro Japón, se han venido desarrollando,
como consecuencia natural de la elevada demanda
de evaporación, negocios y compañías que se encargan de todo, como nuestro
amigo Galbraith, con su tienda de aspiradoras. En muchas ocasiones los
fugitivos son modestos oficinistas, o adolescentes temerosos. En muchas
ocasiones salen de casa como cada mañana y se les pierde el rastro en el tren o
el ferry. Para siempre. Engrosarán el
ejército de los defenestrados, acaso, o se las apañarán de cualquier manera, o
su desvanecimiento será breve, de apenas unos días.
Pero
en otros casos se trata de una operación cuidadosamente premeditada, que
involucra una serie de aspectos técnicos complejos. Si uno busca por Internet johatsu (mi perfil de Google sigue
enriqueciéndose: al menos esta vez no me han llegado mensajes de ¿está Ud. bien? ofreciéndome ayuda
psicológica, como cuando busqué suicidios en el metro, para aquella otra
entrada de Pálido juego) aparecen
algunos vídeos. En uno de ellos, en inglés, una madre es ayudada a escapar, junto
con su hijo y la abuela de éste, de un marido maltratador. Es desolador
comprobar cómo la ineficiencia (o la desidia, o la complicidad, directamente)
de la policía japonesa en estos asuntos de violencia machista lleva a las
víctimas desesperadas a desaparecer de la
faz de la tierra, y es preciso hacerlo en
un abrir y cerrar de ojos.
El
documental, muy evidentemente guionizado, muestra a la dueña de la compañía de mudanzas montando el
operativo, trasladándose a un lugar no mencionado, donde habita la también
innominada solicitante de sus servicios, y procediendo, junto con sus
empleados, a un traslado instantáneo de todos sus enseres, con destino
igualmente desconocido. Una johatsu
que ha de abandonarlo todo por temor. No siempre es el caso, ya decimos, pero
lo cierto es que de un modo u otro, esta especie de salto a la nada, como alternativa al salto bien físico por la borda
de un barco, o desde el alféizar de una ventana, es algo muy generalizado.
Las
compañías fueron al principio, simplemente, negocios normales de mudanzas que
empezaron a ocuparse de esas situaciones
especiales. Por razones de seguridad y secreto, las mudanzas de los johatsu tendían a hacerse de noche. Así,
publicitar mudanzas de noche comenzó
a entenderse en ese sentido, siempre dentro del pacto de silencio de la
sociedad japonesa, para la que, directemente, no existe nada de eso.
Mudanzas
de noche, yonige ya, night movers. Así lo vi escrito por
primera vez hace unos días y me resultó profundamente sugerente. Night movers, habitantes de la noche,
sigilosos, acarreando bultos y personas, operando en las sombras. Sin duda hay
una historia ahí. Esas historias se han escrito, hay al menos dos novelas
francesas recientes que abordan el tema. Las he adquirido, no las he empezado a
leer. Hay un libro-documento, un ensayo pleno de fotografías de otra autora,
también francesa, que estoy recorriendo. El tema me subyuga, y lo cierto es que
no sé por qué lo hace. Si estoy escribiendo la entrada es, en parte, para
averiguarlo.
4.
La
evaporación a la que se refiere el
término johatsu parece estar ligada a
la existencia de las estaciones termales de las faldas del monte Fuji, un lugar
de acogida tradicional a los pasajeros
clandestinos, que pueden encontrar allí empleos eventuales y no registrados,
frecuentemente relacionados con la yakuza,
que controla en buena medida el mundo de los yonige ya.
Me
enteré de esta idea de evaporación,
creo que en un tweet aleatorio, justamente
cuando estaba leyendo una novela japonesa sobre una desaparición. Seguros
azares.
De
Kobo Abe ya hemos tenido ocasión de hablar aquí. Es un autor que conocí muy
tardíamente, pero que me resulta cada vez más interesante. Se da la circunstancia
de que en 2024 se está cumpliendo el centenario de su nacimiento. Hay una serie
de obras de Abe traducidas al castellano. Siguiendo mi conocida táctica, basada
exclusivamente en la ansiedad crónica que me aqueja, las tengo básicamente
todas. Pero una cosa es tenerlas y otra cosa es ponerse a leerlas, claro. La
dinámica de mis lecturas es complejísima, incluso, o sobre todo, para mí. El
hecho es que hace un par de semanas, sin
mediar provocación (o sin que yo, al menos, recuerde el motivo) me volvió a
apetecer sumergirme en el particular (y kafkiano y beckettiano) mundo de Abe.
Elegí, de nuevo contra pronóstico, El
mapa calcinado, y apenas hace dos días la terminé, después de haberla
devorado con apetito.
La
novela no se dejaría describir aquí, y tampoco se trata de hacerlo. No estoy
haciendo ahora crítica literaria, sino tratando de rastrear una resonancia.
Para resumir (mucho): un detective, del que no se nos dice su nombre, y es
quien cuenta la historia en primera persona, es contratado, como en un film noir, por una mujer para que
investigue la desaparición súbita de su marido, del que hace meses que no sabe
nada, después de que una mañana se fuera a su trabajo y nunca volviera. La
trama se enreda considerablemente, y en todo momento nos encontramos en el mundo
tan característico de Abe, con un pie en el lado de la vigilia y el otro (y
tantas veces, los dos) del lado del sueño. El propio detective va perdiéndose en
sus indagaciones y la cuestión de la identidad,
que es clave en la obra del japonés, como lo es en la de los autores que le
influyen y que he mencionado, acaba resultando perentoria. De hecho, al final
del libro (no desvelaré detalles, para no chafar la experiencia a quienes sigan
mi consejo de explorarlo), hay un giro verdaderamente lynchiano, con un swapping
en el que estamos de repente del otrolado,
y la historia anterior pasa a ser un recuerdo confuso, el recuerdo de un sueño,
y Laura Palmer se ha convertido en quién sabe qué o quién, ya saben a qué me
refiero.
¿Leyó
Lynch a Abe? No me extrañaría lo más mínimo.
5.
Del
mismo modo, pues, que el personaje Borges
de Tlön, Uqbar, Orbius Tertius,
relato del autor Borges, debía a la conjunción de un espejo y una
enciclopedia el descubrimiento de Uqbar, yo, más modesto (más haragán, podría decir el porteño), debo
a la conjunción de uno de los innumerables libros postulantes de mi biblioteca gozosamente inexplorada y un tweet arrojado a mi timeline por los opacos, y decididamente perversos, algoritmos de
un oligarca, el conocimiento de los johatsu,
y deben Uds., dilectos y dilectas lectores y lectoras, a esa misma conjunción,
la existencia de esta entrada, que, siguiendo mi inveterada costumbre
(costumbre establecida porque ése es el juego, y es un juego, créanme,
arriesgado, pero divertidísimo) voy
desarrollando sobre la marcha sin saber muy bien cómo acabará o en qué momento
descarrilará del todo, si es que aún vamos conducidos por rieles.
¿Qué
hacer, pues, ante la inquietud, el desasosiego (placentero, pues entonces había juego) que hace unos días
se instaló en mí, y al que debo hacer honor pues sé por experiencia que es así
cómo nacen las historias? Pues documentarme, por supuesto. Al cabo, lo que soy
es un investigador. Así pues, lo primero, gastarse dinero en libros franceses. Check. Lo segundo, buscar referencias
literarias de entre las más cercanas a mi corazón. Lo tercero, ver películas
(bueno, y algún documental asiático en YouTube, cada tema exige los medios
oportunos). Paso a relatar, de manera sucinta, algunos hallazgos, o algunos
reencuentros.
6.
En
el bello y triste relato cortazariano (los tres adjetivos tienden a ir unidos,
y el que lo probó lo sabe) Texto en una
libreta, incluido en Queremos tanto a
Glenda, del que ya sabemos tanto, lo primero que se nos muestra es el plano
del metro. Bueno, a decir verdad, se nos muestra apenas una versión embrionaria
del subte bonaerense, una línea que
nos lleva de Primera junta a Plaza de Mayo, que yo tomé tantas veces
en aquel primer viaje a Bs. As., y que es el laberinto lineal donde tiene lugar
la historia.
La
trama es igualmente sencilla, pero de resonancias muy profundas. Se decide
hacer un estudio estadístico muy cuidado y riguroso para modelar los flujos
humanos en las diversas estaciones. La cosa parecería inocente, pero la primera
frase del cuento ya nos avisa de que nos vamos a adentrar en abismos,
concretamente en abismos matemáticos, que son lugares por los que yo, por mi
formación, me muevo a gusto y sin grandes temores, pero donde hay bastantes
oquedades en las que acecha, sí, incontrovertible, el quienessomos que está en la raíz de toda identidad.
Lo
del control de pasajeros surgió —es el caso de decirlo— mientras hablábamos de
la indeterminación y los residuos analíticos.
La
cosa es que, hechos los números, revisadas las cuentas, al cabo de los días,
cuando el experimento ha acabado, falta
gente. Hay más pasajeros entrantes que salientes, hay cuatro personas
(indeterminadas, innominadas, innominables) que se han debido quedar por ahí,
en los intersticios, en escondrijos recién inagurados por ellos, dentro de la
vastedad laberíntica de un mundo subterráneo en el que nuestros instrumentos de
medida no acaban de resultar suficientemente eficientes.
El
investigador, pues, se ve en la
obligación, en la necesidad, de
investigar, como el detective con su mapa calcinado. Así acaba por saber lo que está ocurriendo: sí, hay gente
que desiste, hay gente que un día
baja las escaleras mecánicas de la estación, no sé, Plaza Once, o Avenida de
Mayo, y ya no sube más, se borra del
mundo de arriba, instaura un nuevo hábitat, precario, suficiente, y va
palideciendo según pasan las semanas y sólo le alcanzan los rayos fríos de los
fluorescentes.
No
se puede hacer mucho, no se sabe más bien nada, lo cierto es que ocurre y el
narrador, que elabora su informe, como buen detective, lo único que le va a
poder comunicar al señor Intendente, o el jefe de policía es que
hay
alguien allí abajo que camina, alguien que va por los andenes y cuando nadie se
da cuenta, cuando solamente yo puedo saber y escuchar, se encierra en una
cabina apenas iluminada y abre el bolso. Entonces llora, primero llora un poco,
y después, señor Intendente, dice: “Pero el canario, vos lo cuidás, ¿verdad?
¿Vos le das el alpiste todas las mañanas, y el pedacito de vainilla?
7.
Inspirado
sin duda por éste y otros relatos de Cortázar sobre el metro, Gustavo Mosquera,
dirigió a los estudiantes de la Universidad del Cine de Buenos Aires en 1996
para que entre todos construyeran, como alucinante proyecto de fin de curso,
una película brutal llamada Moebius,
que se desarrolla en un onírico y retrofuturista metro porteño (no hay tal: ésa
es la estética real del subte, pero
en la película el metro ha crecido desmesuradamente, hasta hacerse topológicamente inestable).
Aquí
no hay algunos transeúntes desaparecidos, sino todo un tren, escamoteado en una
red ya decididamente ultradimensional, y un joven matemático que trata de dar
con la clave. Con un presupuesto ínfimo, y una maestría y brillantez inesperadas,
la película se convierte por derecho propio en una de las mejores que se han
hecho nunca de entre las que se desarrollan en el metro. Un subgénero en sí
mismo, que a mí me apasiona especialmente.
8.
De
entre mis lecturas más antiguas, la otra que viene al caso (una de las muchas
que cabría evocar) es La scomparsa di Majorana, del incomparable narrador siciliano Leonardo Sciascia. Este
documento híbrido, bajo la forma de
un relato, y con conocimientos exhaustivos de ensayo o informe judicial, se va
deslizando entre los dedos de nuestros ojos lectores con la suavidad
típicamente sciasciana, y nos cuenta
los pormenores de uno de los sucesos más relevantes y misteriosos acaecidos en
la Italia fascista: la desaparición del muy joven y muy prometedor físico
teórico Ettore Majorana, discípulo de Fermi, y figura ya incontestada de una edad de oro de la física cuántica
italiana.
Recorrí
fascinado la novela en la edición española de Tusquets y luego la retomé, años
después, en la versión original publicada en Gli Adelphi. Los hechos son verídicos y Sciascia intenta
desentrañar cómo es posible que alguien se suba en un barco y ya no se baje, o
se baje y no se sepa por dónde, hacia dónde. El suceso dio para muchas
conjeturas, desde la que parece más obvia, la del suicidio (¿pero por qué?) a
otras más alambicadas, como la abducción
por los nazis, que lo querían en su equipo de investigadores de la física
nuclear, tan evidentemente prometedora en el campo armamentístico. Un equipo,
dicho sea de paso, en el que la figura descollante era el también aún muy joven
Werner Heisenberg. Ya saben de quién les hablo, o al menos Walter White sí lo
sabía. Say my name, les pedirá,
amenazadoramente, y Uds. han de contestar: you’re
Heisenberg. Y él replicará: you’re goddamn
right.
Pero,
retornando a Sciascia, y Majorana, lo cierto es que todo es incierto. Y que
ahí, justamente ahí, en ese informe riguroso y bien redactado, está, me parece,
la fascinación que ejerce la
desaparición como tema literario: en su capacidad para bifurcar el tiempo y el espacio. El truco del prestidigitador, que
nos hurta la realidad delante de
nuestros ojos, lo que muestra es que justamente la realidad no es lo que se
espera, no está nunca a la altura de nuestras expectativas, pues la queremos
sólida, incontrovertible, indiscutible, fiable. Si ahora me ves, pero entonces ya
no me ves, ¿cuándo estábamos en lo cierto? En el nuevo carril al que las
agujas han conducido tu tren, ¿ya no podré volver a estar? ¿Ha sido el tuyo o
el mío el que ha violado la sacrosanta tabla de horarios e itinerarios y se
dirige, sin que haya conductor alguno que pueda revertir su trayecto, a la vía
muerta en la que ya definitivamente no pasarán las cosas que pasaban, o que
quisimos que pasaran, o que habrían pasado si todo hubiera pasado como cabía
esperar?
Es
ese potencial de infinito, que está
indefectiblemente unido al potencial de
nada, lo que hace estallar el escalofrío, especialmente porque se sabe que
sí, que hay veces que eso pasa, que alguien desaparece, en el metro, en el
barco, alguien deja de existir para nosotros, porque el mundo que nosotros
llamamos nosotros se ha vuelto
súbitamente (pero siempre lo fue) angosto.
Y eso es algo ante lo que no podemos permanecer callados. Quiero decir, mis
manos no pueden permanecer calladas, mis dedos se lanzan al teclado.
9.
Desde
muy pronto para mí, desaparecidos fue
una palabra que nombraba la situación más terrible que imaginarse pueda: la de
los detenidos ilegalmente, la de los torturados en la Escuela de Mecánica de la
Armada, la de los arrojados desde los aviones al Río de la Plata. En los
regímenes dictatoriales hay un destino peor que el del ejecutado, al menos para
los que esperan del otro lado, en casa:
el de las víctimas infinitas, el de las muertes asintóticas. Por cercanía
cultural y personal, la Argentina del proceso
es algo que me marcó profundamente. Pero la evaporación
a manos de las prolongaciones criminales del Estado no es, por desgracia,
exclusiva de allí. Costa-Gavras reclutó a mi amado Jack Lemmon para interpretar
al padre del periodista desaparecido en
Chile tras el golpe de Pinochet. Missing,
se llama la película. Missing: algo
que nos falta.
El
blanco deslumbrante de la ausencia tiene, pues, cuando nuestros ojos se
acostumbran a él, tantas veces a base de lágrimas, muchos matices. A veces nos
vamos, a veces abandonamos, a veces somos abandonados, a veces simplemente nos
olvidamos, pasamos de largo. A veces nos secuestran y nos matan. En el lado de acá esperamos que aparezcan con vida los desaparecidos. Pero no siempre funciona.
Casi nunca funciona.
10.
Simplemente
tecleando en Filmin el tema desapariciones salen decenas de
películas. Algunas, señeras, como L’avventura,
de Antonioni, cuyo eco encontramos en uno de los episodios de Los errantes, el gran libro de la gran
Olga Tokarczuk. Muchos policiales, mucho espionaje, películas de terror y
extraterrestres. Harry Lime en las sombras de un portal de una Viena destruida,
reaparecido para que su despistado amigo, el escritor interpretado por Joseph
Cotten, entienda finalmente quién demonios era el tercer hombre (y acabamos por los subterráneos en una persecución inolvidable: lugares propicios para
los desvanecidos).
Al
comienzo de esa película decisiva que es París,
Texas, un hombre polvoriento, macilento, devastado, camina desorientado por
el desierto, con un traje, una gorra de béisbol y un bidón de agua: es Travis, que se perdió hace años y ahora ejerce
de révenant encarnado magistralmente
por Harry Dean Stanton. La película narra ese regreso y la búsqueda de la otra
desaparecida, Jane, Nastassja Kinski. Cuando se encuentren, pero no se vean ni
se toquen, sólo se hablen y se escuchen, sabremos cómo funcionan las evaporaciones, y cuanto dolor hay en
ellas.
Porque
a veces volvemos. Si es que se puede volver, si es que el que vuelve es el
mismo que se fue. O el mismo que se quedó. Si es que alguna vez, itinerantes,
errantes, sedentarios, somos el mismo, los mismos.
Epílogo
Plinio
el Viejo se hace eco de una leyenda según la cual la pintura (o, por mejor
decir, la skiagraphia, el arte de
hacer siluetas) nació del anhelo de una joven por guardar la imagen de su amado
ausente. Colocado contra la pared, iluminado por una vela, la enamorada fue
trazando el contorno de su sombra la víspera de su marcha.
Escribimos
sobre la ausencia. Ese sobre no
enuncia únicamente el tema, sino que tiene un sentido profundamente
arquitectónico: la ausencia es el basamento de la escritura, el cimiento sobre
el que se asienta. La presencia nos colma, o nos ofusca. Las caricias se dan
con las mismas manos con las que se agarra la pluma. No son compatibles.
Es
luego, solos ya, desaparecidos unos y otros, cuando rememoramos, evocamos, inventamos, tejemos el canto para cubrir
de algún modo la ominosa blancura de ballena blanca que es la ausencia. Aunque
esa ausencia sea contingente, o falsa, aunque estemos a tiro de llamada
telefónica, de mensaje de WhatsApp, de álbum de fotografías, de pesquisa detectivesca,
aunque apenas haga falta esperar para que la banda de Möbius nos lleve al punto
de antes, o nos traiga la inercia de los reencuentros, lo cierto es que sólo
los johatsu escribimos como si nos
fuera la vida en ello.
Y
todos somos johatsu, puesto que no,
definitivamente no, ya nunca, ya para nunca, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
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