sábado, 6 de julio de 2024

Evanescencia

 


He pasado una hora en el café sin decidirme a pisar de nuevo el primer peldaño de la escalera, quedarme ahí entre la gente que sube y baja, ignorando a los que me miran de reojo sin comprender que no me decida a moverme en una zona donde todos se mueven.

JULIO CORTÁZAR, Texto en una libreta

 

1.

Hay un chiste (entiendo que intencionado) que se me pasó las primeras de las incontables veces que he visto ya las que son, sin duda, mis dos series favoritas (si es que cabe contarlas como series diferentes), Breaking bad y Better call Saul. Cuando Walter White, Jesse Pinkman o Saul Goodman tienen que desaparecer (y en su, digamos, línea de negocio es frecuente llegar a ese punto en el que se hace completamente necesario y urgente salir de la escena, desvanecerse), hay un experto que por un precio nada módico se encarga de esa tarea con una profesionalidad insuperable. Ese personaje se llama Ed Galbraith y es interpretado por el tarantiniano (entre otras muchas cosas) Robert Forster, con la sobriedad que le caracteriza.

A Galbraith, al que se llega porque, ya se sabe, Saul knows a guy who knows a guy... se le ha de contactar por teléfono. La tarjeta corresponde a una tienda de repuestos de aspiradora y hay que preguntar por un modelo concreto. A partir de esa contraseña, el proceso se pone en marcha, irreversible (el default tiene consecuencias desastrosas, como bien experimenta en sus carnes el bueno de Jesse). En El camino, la secuela que Vince Gilligan enarboló en 2019 para darle un futuro precisamente a Jesse, éste localiza físicamente al huidizo Galbraith, y le aborda en su tienda de aspiradoras. Ésa es la tapadera, y no cabe dudar de que Ed tiene un perfecto conocimiento del parque de herramientas domésticas de limpieza y es un técnico competente y un vendedor honrado y eficiente. Que en sus ratos libres escamotea personas, como un prestidigitador.

El chiste es justamente que el negocio es de aspiradoras. Uno esperaría el tópico y consabido taller de coches, o incluso la tapicería del honesto padre de Nacho Varga. Se descuenta el ramo alimentario, que agota el ínclito Gustavo Fring. Pero no: aspiradoras. El técnico en aspirar aspira personas como si fueran el polvo de las alfombras, y esas personas, sí, se desvanecen, se evaporan. Pasan a un otrolado, en el reverso de la bolsa de los desperdicios, que puede acabar siendo una franquicia de más bien grasientos cinamon rolls en Omaha, Nebraska, por ejemplo (o Alaska, o New Hampshire: Galbraith parece privilegiar los climas fríos, acaso por contraste con el desértico Albuquerque).

Aspiradora es en inglés, claro, vacuum cleaner. El escamoteador trabaja con el vacío, genera vacíos, con su gesto de ahora lo ves, ahora no lo ves. Los espectadores, perplejos, sólo contemplan ya la ausencia de los idos. Que a veces retornan, bien es cierto. Pero otras veces no. Muchas veces no.

 


2.

El otro día me enteré por casualidad de que existe un término específico para señalar en Japón a los desaparecidos, en un país en el que se cuentan por decenas de miles cada año. Johatsu. Johatsu significa justamente evaporados. Al parecer, es un vocablo del uso común que se convirtió en jerga ya en los setenta, donde el número de desaparecidos voluntarios aumentó significativamente. Las causas son numerosas: la sociedad japonesa no tolera bien fracasos, abandonar relaciones o empresas no es asunto fácil, la presión cotidiana en los estudios o el trabajo es altísima. Algunos, muchos, japoneses se desvanecen, se evaporan. De un día para otro. De un segundo para otro. Asi, ahora me ves...

Es de mal gusto mencionar en Japón a los desaparecidos, como lo es hablar de los suicidas, no menos abundantes. Por otro lado, la legislación japonesa hace difícil la tarea de localización de los ausentes, a los que les asiste un derecho de privacidad casi inviolable. Salvo que se vean envueltos en crímenes o alborotos, lo cierto es que la policía no hace nada por buscarlos, asumiendo que ese haber sido tragados por la tierra es producto de su decisión personal, que ha de ser respetada a toda costa. La familia, los amigos, los compañeros, no pueden hacer mucho más. Se contrata a detectives. A veces se acaba sabiendo del suicidio del huido, o éste reaparece, o desarrolla una segunda vida clandestina, perdido en el anonimato de un archipiélago atestado, trabajando en negro, alojándose en cualquier agujero.

Quién podría volver, reconocer el egoísmo, asumir su derrota, o su culpabilidad como defraudador, enfrentarse a las represalias de los mafiosos cuando no se ha podido satisfacer una enorme deuda de juego. Es posible que el limbo no sea excesivamente confortable, pero gana por goleada al infierno, incluso en sus círculos superiores.

3.

Desde hace décadas, en ese eficiente y siniestro Japón, se han venido desarrollando, como consecuencia natural de la elevada demanda de evaporación, negocios y compañías que se encargan de todo, como nuestro amigo Galbraith, con su tienda de aspiradoras. En muchas ocasiones los fugitivos son modestos oficinistas, o adolescentes temerosos. En muchas ocasiones salen de casa como cada mañana y se les pierde el rastro en el tren o el ferry. Para siempre. Engrosarán el ejército de los defenestrados, acaso, o se las apañarán de cualquier manera, o su desvanecimiento será breve, de apenas unos días.

Pero en otros casos se trata de una operación cuidadosamente premeditada, que involucra una serie de aspectos técnicos complejos. Si uno busca por Internet johatsu (mi perfil de Google sigue enriqueciéndose: al menos esta vez no me han llegado mensajes de ¿está Ud. bien? ofreciéndome ayuda psicológica, como cuando busqué suicidios en el metro, para aquella otra entrada de Pálido juego) aparecen algunos vídeos. En uno de ellos, en inglés, una madre es ayudada a escapar, junto con su hijo y la abuela de éste, de un marido maltratador. Es desolador comprobar cómo la ineficiencia (o la desidia, o la complicidad, directamente) de la policía japonesa en estos asuntos de violencia machista lleva a las víctimas desesperadas a desaparecer de la faz de la tierra, y es preciso hacerlo en un abrir y cerrar de ojos.

El documental, muy evidentemente guionizado, muestra a la dueña de la compañía de mudanzas montando el operativo, trasladándose a un lugar no mencionado, donde habita la también innominada solicitante de sus servicios, y procediendo, junto con sus empleados, a un traslado instantáneo de todos sus enseres, con destino igualmente desconocido. Una johatsu que ha de abandonarlo todo por temor. No siempre es el caso, ya decimos, pero lo cierto es que de un modo u otro, esta especie de salto a la nada, como alternativa al salto bien físico por la borda de un barco, o desde el alféizar de una ventana, es algo muy generalizado.

Las compañías fueron al principio, simplemente, negocios normales de mudanzas que empezaron a ocuparse de esas situaciones especiales. Por razones de seguridad y secreto, las mudanzas de los johatsu tendían a hacerse de noche. Así, publicitar mudanzas de noche comenzó a entenderse en ese sentido, siempre dentro del pacto de silencio de la sociedad japonesa, para la que, directemente, no existe nada de eso.

Mudanzas de noche, yonige ya, night movers. Así lo vi escrito por primera vez hace unos días y me resultó profundamente sugerente. Night movers, habitantes de la noche, sigilosos, acarreando bultos y personas, operando en las sombras. Sin duda hay una historia ahí. Esas historias se han escrito, hay al menos dos novelas francesas recientes que abordan el tema. Las he adquirido, no las he empezado a leer. Hay un libro-documento, un ensayo pleno de fotografías de otra autora, también francesa, que estoy recorriendo. El tema me subyuga, y lo cierto es que no sé por qué lo hace. Si estoy escribiendo la entrada es, en parte, para averiguarlo.

 

4.

La evaporación a la que se refiere el término johatsu parece estar ligada a la existencia de las estaciones termales de las faldas del monte Fuji, un lugar de acogida tradicional a los pasajeros clandestinos, que pueden encontrar allí empleos eventuales y no registrados, frecuentemente relacionados con la yakuza, que controla en buena medida el mundo de los yonige ya.

Me enteré de esta idea de evaporación, creo que en un tweet aleatorio, justamente cuando estaba leyendo una novela japonesa sobre una desaparición. Seguros azares.

De Kobo Abe ya hemos tenido ocasión de hablar aquí. Es un autor que conocí muy tardíamente, pero que me resulta cada vez más interesante. Se da la circunstancia de que en 2024 se está cumpliendo el centenario de su nacimiento. Hay una serie de obras de Abe traducidas al castellano. Siguiendo mi conocida táctica, basada exclusivamente en la ansiedad crónica que me aqueja, las tengo básicamente todas. Pero una cosa es tenerlas y otra cosa es ponerse a leerlas, claro. La dinámica de mis lecturas es complejísima, incluso, o sobre todo, para mí. El hecho es que hace un par de semanas, sin mediar provocación (o sin que yo, al menos, recuerde el motivo) me volvió a apetecer sumergirme en el particular (y kafkiano y beckettiano) mundo de Abe. Elegí, de nuevo contra pronóstico, El mapa calcinado, y apenas hace dos días la terminé, después de haberla devorado con apetito.

La novela no se dejaría describir aquí, y tampoco se trata de hacerlo. No estoy haciendo ahora crítica literaria, sino tratando de rastrear una resonancia. Para resumir (mucho): un detective, del que no se nos dice su nombre, y es quien cuenta la historia en primera persona, es contratado, como en un film noir, por una mujer para que investigue la desaparición súbita de su marido, del que hace meses que no sabe nada, después de que una mañana se fuera a su trabajo y nunca volviera. La trama se enreda considerablemente, y en todo momento nos encontramos en el mundo tan característico de Abe, con un pie en el lado de la vigilia y el otro (y tantas veces, los dos) del lado del sueño. El propio detective va perdiéndose en sus indagaciones y la cuestión de la identidad, que es clave en la obra del japonés, como lo es en la de los autores que le influyen y que he mencionado, acaba resultando perentoria. De hecho, al final del libro (no desvelaré detalles, para no chafar la experiencia a quienes sigan mi consejo de explorarlo), hay un giro verdaderamente lynchiano, con un swapping en el que estamos de repente del otrolado, y la historia anterior pasa a ser un recuerdo confuso, el recuerdo de un sueño, y Laura Palmer se ha convertido en quién sabe qué o quién, ya saben a qué me refiero.

¿Leyó Lynch a Abe? No me extrañaría lo más mínimo.

 


5.

Del mismo modo, pues, que el personaje Borges de Tlön, Uqbar, Orbius Tertius, relato del autor Borges, debía a la conjunción de un espejo y una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar, yo, más modesto (más haragán, podría decir el porteño), debo a la conjunción de uno de los innumerables libros postulantes de mi biblioteca gozosamente inexplorada y un tweet arrojado a mi timeline por los opacos, y decididamente perversos, algoritmos de un oligarca, el conocimiento de los johatsu, y deben Uds., dilectos y dilectas lectores y lectoras, a esa misma conjunción, la existencia de esta entrada, que, siguiendo mi inveterada costumbre (costumbre establecida porque ése es el juego, y es un juego, créanme, arriesgado, pero divertidísimo) voy desarrollando sobre la marcha sin saber muy bien cómo acabará o en qué momento descarrilará del todo, si es que aún vamos conducidos por rieles.

¿Qué hacer, pues, ante la inquietud, el desasosiego (placentero, pues entonces había juego) que hace unos días se instaló en mí, y al que debo hacer honor pues sé por experiencia que es así cómo nacen las historias? Pues documentarme, por supuesto. Al cabo, lo que soy es un investigador. Así pues, lo primero, gastarse dinero en libros franceses. Check. Lo segundo, buscar referencias literarias de entre las más cercanas a mi corazón. Lo tercero, ver películas (bueno, y algún documental asiático en YouTube, cada tema exige los medios oportunos). Paso a relatar, de manera sucinta, algunos hallazgos, o algunos reencuentros.

 


6.

En el bello y triste relato cortazariano (los tres adjetivos tienden a ir unidos, y el que lo probó lo sabe) Texto en una libreta, incluido en Queremos tanto a Glenda, del que ya sabemos tanto, lo primero que se nos muestra es el plano del metro. Bueno, a decir verdad, se nos muestra apenas una versión embrionaria del subte bonaerense, una línea que nos lleva de Primera junta a Plaza de Mayo, que yo tomé tantas veces en aquel primer viaje a Bs. As., y que es el laberinto lineal donde tiene lugar la historia.

La trama es igualmente sencilla, pero de resonancias muy profundas. Se decide hacer un estudio estadístico muy cuidado y riguroso para modelar los flujos humanos en las diversas estaciones. La cosa parecería inocente, pero la primera frase del cuento ya nos avisa de que nos vamos a adentrar en abismos, concretamente en abismos matemáticos, que son lugares por los que yo, por mi formación, me muevo a gusto y sin grandes temores, pero donde hay bastantes oquedades en las que acecha, sí, incontrovertible, el quienessomos que está en la raíz de toda identidad.

Lo del control de pasajeros surgió —es el caso de decirlo— mientras hablábamos de la indeterminación y los residuos analíticos.

La cosa es que, hechos los números, revisadas las cuentas, al cabo de los días, cuando el experimento ha acabado, falta gente. Hay más pasajeros entrantes que salientes, hay cuatro personas (indeterminadas, innominadas, innominables) que se han debido quedar por ahí, en los intersticios, en escondrijos recién inagurados por ellos, dentro de la vastedad laberíntica de un mundo subterráneo en el que nuestros instrumentos de medida no acaban de resultar suficientemente eficientes.

El investigador, pues, se ve en la obligación, en la necesidad, de investigar, como el detective con su mapa calcinado. Así acaba por saber lo que está ocurriendo: sí, hay gente que desiste, hay gente que un día baja las escaleras mecánicas de la estación, no sé, Plaza Once, o Avenida de Mayo, y ya no sube más, se borra del mundo de arriba, instaura un nuevo hábitat, precario, suficiente, y va palideciendo según pasan las semanas y sólo le alcanzan los rayos fríos de los fluorescentes.

No se puede hacer mucho, no se sabe más bien nada, lo cierto es que ocurre y el narrador, que elabora su informe, como buen detective, lo único que le va a poder comunicar al señor Intendente, o el jefe de policía es que

hay alguien allí abajo que camina, alguien que va por los andenes y cuando nadie se da cuenta, cuando solamente yo puedo saber y escuchar, se encierra en una cabina apenas iluminada y abre el bolso. Entonces llora, primero llora un poco, y después, señor Intendente, dice: “Pero el canario, vos lo cuidás, ¿verdad? ¿Vos le das el alpiste todas las mañanas, y el pedacito de vainilla?

 


7.

Inspirado sin duda por éste y otros relatos de Cortázar sobre el metro, Gustavo Mosquera, dirigió a los estudiantes de la Universidad del Cine de Buenos Aires en 1996 para que entre todos construyeran, como alucinante proyecto de fin de curso, una película brutal llamada Moebius, que se desarrolla en un onírico y retrofuturista metro porteño (no hay tal: ésa es la estética real del subte, pero en la película el metro ha crecido desmesuradamente, hasta hacerse topológicamente inestable).

Aquí no hay algunos transeúntes desaparecidos, sino todo un tren, escamoteado en una red ya decididamente ultradimensional, y un joven matemático que trata de dar con la clave. Con un presupuesto ínfimo, y una maestría y brillantez inesperadas, la película se convierte por derecho propio en una de las mejores que se han hecho nunca de entre las que se desarrollan en el metro. Un subgénero en sí mismo, que a mí me apasiona especialmente.

 

8.

De entre mis lecturas más antiguas, la otra que viene al caso (una de las muchas que cabría evocar) es La scomparsa di Majorana, del incomparable narrador siciliano Leonardo Sciascia. Este documento híbrido, bajo la forma de un relato, y con conocimientos exhaustivos de ensayo o informe judicial, se va deslizando entre los dedos de nuestros ojos lectores con la suavidad típicamente sciasciana, y nos cuenta los pormenores de uno de los sucesos más relevantes y misteriosos acaecidos en la Italia fascista: la desaparición del muy joven y muy prometedor físico teórico Ettore Majorana, discípulo de Fermi, y figura ya incontestada de una edad de oro de la física cuántica italiana.

Recorrí fascinado la novela en la edición española de Tusquets y luego la retomé, años después, en la versión original publicada en Gli Adelphi. Los hechos son verídicos y Sciascia intenta desentrañar cómo es posible que alguien se suba en un barco y ya no se baje, o se baje y no se sepa por dónde, hacia dónde. El suceso dio para muchas conjeturas, desde la que parece más obvia, la del suicidio (¿pero por qué?) a otras más alambicadas, como la abducción por los nazis, que lo querían en su equipo de investigadores de la física nuclear, tan evidentemente prometedora en el campo armamentístico. Un equipo, dicho sea de paso, en el que la figura descollante era el también aún muy joven Werner Heisenberg. Ya saben de quién les hablo, o al menos Walter White sí lo sabía. Say my name, les pedirá, amenazadoramente, y Uds. han de contestar: you’re Heisenberg. Y él replicará: you’re goddamn right.

Pero, retornando a Sciascia, y Majorana, lo cierto es que todo es incierto. Y que ahí, justamente ahí, en ese informe riguroso y bien redactado, está, me parece, la fascinación que ejerce la desaparición como tema literario: en su capacidad para bifurcar el tiempo y el espacio. El truco del prestidigitador, que nos hurta la realidad delante de nuestros ojos, lo que muestra es que justamente la realidad no es lo que se espera, no está nunca a la altura de nuestras expectativas, pues la queremos sólida, incontrovertible, indiscutible, fiable. Si ahora me ves, pero entonces ya no me ves, ¿cuándo estábamos en lo cierto? En el nuevo carril al que las agujas han conducido tu tren, ¿ya no podré volver a estar? ¿Ha sido el tuyo o el mío el que ha violado la sacrosanta tabla de horarios e itinerarios y se dirige, sin que haya conductor alguno que pueda revertir su trayecto, a la vía muerta en la que ya definitivamente no pasarán las cosas que pasaban, o que quisimos que pasaran, o que habrían pasado si todo hubiera pasado como cabía esperar?

Es ese potencial de infinito, que está indefectiblemente unido al potencial de nada, lo que hace estallar el escalofrío, especialmente porque se sabe que sí, que hay veces que eso pasa, que alguien desaparece, en el metro, en el barco, alguien deja de existir para nosotros, porque el mundo que nosotros llamamos nosotros se ha vuelto súbitamente (pero siempre lo fue) angosto. Y eso es algo ante lo que no podemos permanecer callados. Quiero decir, mis manos no pueden permanecer calladas, mis dedos se lanzan al teclado.

 

9.

Desde muy pronto para mí, desaparecidos fue una palabra que nombraba la situación más terrible que imaginarse pueda: la de los detenidos ilegalmente, la de los torturados en la Escuela de Mecánica de la Armada, la de los arrojados desde los aviones al Río de la Plata. En los regímenes dictatoriales hay un destino peor que el del ejecutado, al menos para los que esperan del otro lado, en casa: el de las víctimas infinitas, el de las muertes asintóticas. Por cercanía cultural y personal, la Argentina del proceso es algo que me marcó profundamente. Pero la evaporación a manos de las prolongaciones criminales del Estado no es, por desgracia, exclusiva de allí. Costa-Gavras reclutó a mi amado Jack Lemmon para interpretar al padre del periodista desaparecido en Chile tras el golpe de Pinochet. Missing, se llama la película. Missing: algo que nos falta.

El blanco deslumbrante de la ausencia tiene, pues, cuando nuestros ojos se acostumbran a él, tantas veces a base de lágrimas, muchos matices. A veces nos vamos, a veces abandonamos, a veces somos abandonados, a veces simplemente nos olvidamos, pasamos de largo. A veces nos secuestran y nos matan. En el lado de acá esperamos que aparezcan con vida los desaparecidos. Pero no siempre funciona. Casi nunca funciona.

 

10.

Simplemente tecleando en Filmin el tema desapariciones salen decenas de películas. Algunas, señeras, como L’avventura, de Antonioni, cuyo eco encontramos en uno de los episodios de Los errantes, el gran libro de la gran Olga Tokarczuk. Muchos policiales, mucho espionaje, películas de terror y extraterrestres. Harry Lime en las sombras de un portal de una Viena destruida, reaparecido para que su despistado amigo, el escritor interpretado por Joseph Cotten, entienda finalmente quién demonios era el tercer hombre (y acabamos por los subterráneos en una persecución inolvidable: lugares propicios para los desvanecidos).

Al comienzo de esa película decisiva que es París, Texas, un hombre polvoriento, macilento, devastado, camina desorientado por el desierto, con un traje, una gorra de béisbol y un bidón de agua: es Travis, que se perdió hace años y ahora ejerce de révenant encarnado magistralmente por Harry Dean Stanton. La película narra ese regreso y la búsqueda de la otra desaparecida, Jane, Nastassja Kinski. Cuando se encuentren, pero no se vean ni se toquen, sólo se hablen y se escuchen, sabremos cómo funcionan las evaporaciones, y cuanto dolor hay en ellas.

Porque a veces volvemos. Si es que se puede volver, si es que el que vuelve es el mismo que se fue. O el mismo que se quedó. Si es que alguna vez, itinerantes, errantes, sedentarios, somos el mismo, los mismos.

 

Epílogo

Plinio el Viejo se hace eco de una leyenda según la cual la pintura (o, por mejor decir, la skiagraphia, el arte de hacer siluetas) nació del anhelo de una joven por guardar la imagen de su amado ausente. Colocado contra la pared, iluminado por una vela, la enamorada fue trazando el contorno de su sombra la víspera de su marcha.

Escribimos sobre la ausencia. Ese sobre no enuncia únicamente el tema, sino que tiene un sentido profundamente arquitectónico: la ausencia es el basamento de la escritura, el cimiento sobre el que se asienta. La presencia nos colma, o nos ofusca. Las caricias se dan con las mismas manos con las que se agarra la pluma. No son compatibles.

Es luego, solos ya, desaparecidos unos y otros, cuando rememoramos, evocamos, inventamos, tejemos el canto para cubrir de algún modo la ominosa blancura de ballena blanca que es la ausencia. Aunque esa ausencia sea contingente, o falsa, aunque estemos a tiro de llamada telefónica, de mensaje de WhatsApp, de álbum de fotografías, de pesquisa detectivesca, aunque apenas haga falta esperar para que la banda de Möbius nos lleve al punto de antes, o nos traiga la inercia de los reencuentros, lo cierto es que sólo los johatsu escribimos como si nos fuera la vida en ello.

Y todos somos johatsu, puesto que no, definitivamente no, ya nunca, ya para nunca, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.


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