sábado, 27 de julio de 2024

Léxico



El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles.

JORGE LUIS BORGES, Tlön, Uqbar, Orbius Tertius

Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo o acaso menos; no sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más de uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros. Vi un número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Ese número entero es inconcebible; ergo, Dios existe.

JORGE LUIS BORGES, El hacedor

 

A(rgumentos).

De las asignaturas que cursé en mi periodo escolar, sin duda las dos de Filosofía (3º de BUP y COU) se cuentan entre las más decisivas, hasta el punto de poder haber inclinado definitivamente la balanza hacia los estudios de letras, que acabaron derrotados, ya se sabe, por la Física. Pero en la elección de la Física había también una apuesta por la Filosofía, como la había por la poesía, ya que de lo que se trataba era, en última instancia, veladamente o no, de resolver, o al menos explorar, la pregunta metafísica del ser frente al noser, territorio este último en el que quizás a menudo me soñaba mejor asentado, no en la aniquilación o en la inexistencia, sino justamente en el terreno de las potencialidades, de las otras posibilidades, del juego.

No es de extrañar, pues, que, al menos entonces, y desde luego también en otros muchos periodos de mi vida, me haya interesado sobremanera la Filosofía medieval, que recorrí con placer y denuedo, y que me introdujo, por un lado, en los cristalinos mundos de la Lógica (ah, esos modos del silogismo), y por otro en la incipiente ciencia, que empezaba a adoptar un aristotelismo que fue anatematizado pese a los esfuerzos del Aquinate, y en el que los discursos sobre la caída de los graves iban complicándose, hasta permitir vislumbrar el nacimiento de la formulación decisiva de la Mecánica moderna que, por supuesto, debemos a Galileo: la inercia, esa criatura del pensamiento escurridiza y tirana, inescapable en nuestra conciencia, fuertemente corporal, de que you can’t always get what you want.

Pero, en el trono de esa época subyugante para la historia de la Filosofía, se situaba, claro está, la Teología Escolástica, que llegué a estudiar con cierto rigor, y que me introdujo en ese mundo fantástico en el que se podía discutir en largos volúmenes sobre los atributos de seres imaginarios, elaborando así una construcción laberíntica y arriesgadamente vertical, pero plena al mismo tiempo de rincones y recovecos.

Muchos siglos de historia han obligado a los pensadores, al menos a los de nuestro ámbito cultural, occidental y judeocristiano, a gastar litros de saliva y galones de tinta en dilucidar una cuestión probablemente mal formulada, si invocamos a Wittgenstein: la de la existencia de Dios, o de un constructo mental que se pueda adaptar más o menos a la horma del Dios católico. En aquel 3º de BUP, con mi atrabiliario profesor de Filosofía, se me hizo partícipe entonces de los gloriosos intentos del Medioevo de suplementar lo que no debería necesitar más sustentación, si de verdad lo fuera, es decir, la fe, con argumentos del raciocinio, pues ya se sabe aquello de ancilla Theologiae y estamos en unos siglos en que otras alternativas, como el materialismo atomístico de Demócrito o Epicuro, simplemente se habían eliminado de la discusión.

Así, supe de las cinco vías aristotélicas, incorporé conceptos como el de la causa incausada o el del motor inmóvil. Disfruté, y la palabra es justa, con la querella de los universales, y en todo momento supe que lo que estaba en juego era, como acuñó Michel Foucault en el título de uno de sus libros decisivos, la relación entre las palabras y las cosas. De lo que se trataba era del discurso, de las premisas mayor y menor, de barbara celarent darii ferio, de quaestiones cuya formulación resonaba en las paredes de una Sorbonne que uno imaginaba iluminada por velas, llena de humo y de olor a cera y sudor de los tonsurados en sus bastos hábitos.

De entre todos esos juegos del pensamiento, tomados demasiado en serio como para no revelar una inquietud subyacente, un Gran Miedo a que las cosas no fueran como deberían (el mismo temor que hacía que los templos se hicieran cada vez más monumentales, esto es, mayores, esto es, más vacíos, más alejados de la dimensión humana, diminuta en sus caricias), mi favorito era el llamado argumento ontológico de Anselmo de Canterbury. Sólo después conocí la Epistola ex nihilo et tenebris de Fredegiso de Tours, que acaso acertó definitivamente en la formulación de la pregunta original: ¿es la Nada? Y si es, ¿de qué modo es, existe la Nada? (Por no hablar del argumentum ornithologicum de un bromista Borges, que espera entre bastidores para hacer su entrada aquí en un momento.)

¿Qué nos propone Anselmo? Bueno, en su día llegué a leerme el Proslogion (no en latín, claro, pero cuánto amé el latín en aquella juventud que retrocede cada vez más en ese relato que se llama, por abreviar, vida), pero voy a tratar de expresarlo aquí como se lo contaron a aquel Agus de los dieciséis años (abusando, pues, de esa especie de apócrifa simplificación poética que está en la base de no pocos ensayos de Borges). El argumento ontológico, que es una reductio ad absurdum, vendría a decir: Dios es el ser más perfecto que se pueda concebir, debe reunir en él todos los atributos que consideramos como buenos y deseables. Ahora bien, si Dios no existiera, si entre esos atributos no pudiera contarse la existencia (tomada así como buena, una de las muchas flaquezas del argumento que no dejaron de señalarse en su día), siempre podríamos pensar en otro ser diferente que reuniera todas las cualidades de Dios y además existiera.

Ergo, Dios existe.

Sí, así es como funciona la confianza irredenta en las palabras.

 

A(ñagazas).

Borges, y muchos otros además de él, han señalado la flaqueza fundamental del argumento: su nula capacidad de convicción. Es decir, aunque el argumento se tomara como irrefutable (cosa que no es), al estilo de las aporías eléatas, lo cierto es que no nos proporciona ninguna sensación de que por ello, por una adecuada elección y concatenación de palabras, algo pueda llegar a existir. Hay ahí un salto en el vacío entre dos órdenes de realidad, el de lo verbal (que es, al cabo, el de la formulación del deseo) y el de lo físico, lo tangible, con su irrevocabilidad ajena al que enuncia: deberías ser no significa eres. Quiero que existas no te acerca un ápice a la existencia.

No podemos acariciarnos por más que en cada relato, en cada poema, convoquemos al fantasma y busquemos a tientas su humo en el thin air.

Los idealistas nos dirían que justamente el dato de los sentidos es lo último que cabría invocar para probar o refutar nada. Sí, hemos jugado a esos juegos también, pero lo cierto es que no hay consuelo alguno en esas elevaciones de la apuesta a la estratosfera de los entes etéreos: lo que precisamos es ese no retirarse del tacto de la otra mano que señalaba Rilke en su pregunta a los amantes. Lo que necesitamos es que las cosas sean, independientemente de nuestras disquisiciones, que las cosas, que las personas, estén, que vengan, que no se vayan.

Ah, pero no comparecen, y entonces, como es sabido, escribimos. Es decir, inventamos. Inventamos mundos, y luego, con paciencia, y una destreza adquirida en décadas de soledad, los amueblamos, los parcelamos en una brillante geodesia, los cartografiamos, los dibujamos, nos los repetimos, hasta que nos vence el sueño.

Y entonces los soñamos.

 

A(bominaciones).

Lejos, pues, del tacto; exiliados, pues, del país de la piel, nos adentramos en los subyugantes edificios de las palabras, que disponen de diferentes pisos o sótanos, y muchos pasadizos y puertas condenadas. Es decir, nos hacemos Borges.

Así, Borges nos cuenta (nos contó un día, y podríamos decir, con las palabras de un Nietzsche impostado por Borges, que por ese momento soportamos el eterno retorno) que debe a la conjunción de un espejo y una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar, y entonces todo se pone en marcha, cerramos las ventanas del cuerpo y nos disponemos a jugar la Partida Infinita de la que estas líneas son sólo una jugada ulterior de las innumerables que se originaron en ese instante inaugural en el que, antes incluso que del Dios de palabras de Anselmo, yo supe de Tlön.

Borges dice que Borges estaba con Bioy Casares (y Bioy, seguramente mira regocijado por encima del hombro de Borges mientras Borges escribe) en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía (pero el relato, lo sabemos al final, no se escribe allí, o al menos no se fecha ahí, sino en Salto Oriental y 1940), una quinta extrañamente dotada en su menaje de una abundante enciclopedia, la primera de las varias que se enseñorean de la narración. Dice Borges que Bioy formuló y Borges escuchó, y Borges lo anota, una frase memorable, según la cual uno de los heresiarcas (en el espacio lateral que ocupan, justo al borde de una corriente de ortodoxia que no llevará más que a los sitios previsibles) del fantasmal territorio de Uqbar considera que los espejos (que a lo largo de la vida del ciego progresivo que fue Borges siempre tienen algo monstruoso) y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres.

Bioy declara que esa cita, inexacta, proviene justamente de la entrada Uqbar de una, así llamada The Anglo-American Cyclopaedia, reimpresión pirata de la gloriosa Encyclopedia Britannica, cuyos tomos, en el mundo fabuloso del relato, están, mágicamente, en esa quinta alquilada donde pasa su velada con Borges y también en su propia casa, donde justamente el tomo XLVI (misteriosamente transmutado unas líneas más adelante en el XXVI por mor de una errata insoportablemente resiliente al cabo de las décadas) termina por exponer, sucintamente, los datos fundamentales de esa región mediooriental de Uqbar. Ah, pero, y ahí empieza el enigma, eso ocurre sólo en el ejemplar de Bioy. En el de la calle Gaona no existe la tal entrada Uqbar, y el tomo 46 acaba en Upsala y el 47 empieza hablándonos de las lenguas uraloaltaicas.

El relato tiene, al menos al principio, y como tantos otros cuentos borgianos, una estructura de novela policial: se ha enunciado un misterio y es preciso dilucidarlo. Las peripecias de la trama no se mostrarán aquí, cualquiera puede acceder a esa pieza memorable que es Tlön, Uqbar, Orbius Tertius, que encabeza Ficciones, acaso el libro decisivo entre los de Borges. Bastará revelar lo esencial para el argumentum que estoy intentando construir en esta entrada: en Uqbar los literatos sitúan sus historias no en la tierra real (la tierra real de ese lugar inventado que es Uqbar en un relato inventado por Borges), sino en dos territorios ilusorios: Mlejnas (del que no volvemos a saber nada) y Tlön que, como promete el título, es uno de los elementos decisivos de nuestra pesquisa.

Las breves cuatro páginas de la Cyclopaedia se convierten, inesperadamente, y en base a una dinámica que tiene mucho de onírica, en todo un volumen de otra enciclopedia. La Primera Enciclopedia de Tlön, en cuyo onceno tomo se nos revelan innumerables detalles de ese mundo ficticio (como si alguno no lo fuera) que es Tlön.

Alguien (¿quién, quiénes?) ha decidido escribir un planeta, y hacerlo, no en una novela fantástica o en una pulp fiction vagamente utópica: alguien, algunas personas, muchas personas, a lo largo de los años, de las décadas (los detalles, ya digo, no importan) ha decidido escribir una enciclopedia detallada, rigurosa, plena, ordenada alfabéticamente, de un mundo que no existe. Para que exista.

Y, obediente, nos cuenta Borges que nos cuenta Borges, la realidad, tan agotada ya, tan cuarteada, cede. Y entonces el mundo, entonces Tlön existe.

 

A(rquitecturas).

En Tlön hay tigres transparentes, pero ya contaremos eso otro día. También hay, en el acendrado idealismo ancestral de sus escuelas filosóficas, la extraña posibilidad de que los objetos del pensamiento se materialicen (los sabios de Tlön sonreirían ahora con condescendencia: no hay nada material, todo es pensamiento). Así, esos objetos que uno ha perdido, que uno desea, que uno necesita encontrar (mi madre se los pedía a San Antonio Bendito) pueden acabar apareciendo de puro deseo. Dos personas buscan un lapiz (lo buscan en el Tlön de ese segundo piso de la irrealidad en que lo sitúa el relato): uno lo encuentra y no dice nada. Un poco después el otro encuentra también el lápiz. El mismo lápiz, u otro lápiz (en Tlön esas distinciones son básicamente inexistentes). El segundo lápiz (segundo apenas en virtud de una cronología que no es relevante) es un objeto nuevo, un hron. Los hrönir también se pueden perder y entonces cabe la posibilidad de que aparezcan hrönir de segunda y superiores especies. El mero deseo, sin conexión con una cosa preexistente, puede generar la presencia de algo que no estaba antes: un ur.

Sí, por ahí, de fondo, se escucha el oleaje de Solaris, pero tendremos que dejar para otro momento esa discusión, para no perder el hilo de ésta.

En Tlön, pues, vivimos en el orden de las palabras, vivimos en el lugar donde un argumento produce (¡pop!) una deidad, en el lugar donde el contacto de la otra mano (ach! Was hilfts) es suficiente, el lugar donde el anhelo engendra (abracadabra) la presencia.

Todo es falso, por supuesto, pero el lugar llamado Tierra, el lugar llamado Madrid,  las teclas que reaccionan a algo que yo creo que es el contacto de mis dedos, son también falsos. Y duelen más.

Así pues, es provechosa esa arquitectura ilusoria (no efímera, nunca efímera, justamente aquí, en este territorio es donde las cosas se substraen a la usura del tiempo y se postulan para una eternidad inviolable que nos trasciende) y no es de extrañar que las generaciones se afanen en la redacción de los incontables artículos de la Segunda Enciclopedia de Tlön, que habrá de venir escrita ya en uno de los idiomas de Tlön.

Y entonces, sí, finalmente, sí, gozosamente, el Universo será Tlön.

 

A(nticipaciones).

Que el mundo había empezado a ser Tlön lo sabemos porque nos lo cuenta Borges en su postdata de 1947. El que el relato original se publicara, con esa postdata en él, en la memorable Antología de la literatura fantástica, que Georgie compuso con Bioy y Silvina Ocampo, en 1940, parece un detalle ya irrelevante, ahora que hemos optado por substituir la fatigosa y agotada cronología terrestre por la de nuestro flamante brave new world. La anticipación, ese otro nombre de la ansiedad, estuvo siempre en la base del juego. Se trataba de componer las reglas intrincadísimas de nuestro solitario para que ocurriera, para que lo que esperábamos (ay, con tan poca esperanza) ocurriera.

No escatimamos esfuerzos, y, si es preciso, podemos componer decenas de Encyclopedies, como aquella vasta (el término es borgiano) Espasa de la infancia, en aquella biblioteca de barrio, donde encontré hace más de cuatro décadas en el primer tomo a Abraxas. Lo que está en juego es demasiado importante como para dejarse derrotar por la haraganería (Borges es quien formula, de nuevo): se trata de vencer al dolor. Es más, se trata de vencer para siempre al dolor, se trata de ejecutar el Gran Juego de Manos, la substitución de las cosas por las palabras, entrar en el inefable territorio de la theoria, agotarnos en la contemplación gozosa de lo apenas vislumbrado en nuestros sueños más faustos.

Y, sí, a eso nos dedicamos, desde tan siempre. Véase, si no.

 

A(cogidas).

El muy borgiano (y gran narrador balcánico) Danilo Kiš escribió, en la década de los setenta un cuento no menos memorable que Tlön (y eso es mucho decir). Lo leí hace mucho tiempo, en esa bella edición de tapas de cartón gris y morado de la Alfaguara de entonces, que aún atesoro. Se llama Enciclopedia de los muertos. La peripecia, de nuevo, no es muy relevante, y el final parecería restar escalofrío, haciendo retroceder la ficción al territorio del sueño (aunque bien habría también la posibilidad de una Enciclopedia de los sueños en la que anotar, por ejemplo, el de la última noche, en el que nos abrazábamos).

La Enciclopedia de los muertos es una obra inabarcable, producto del amor y la morosa dedicación. En sus incontables tomos, que agotan los estantes de una biblioteca sueca (no me parece baladí esa resonancia con el Upsala del tomo XLVI), habitada durante una larga noche por la narradora, se registran, exhaustivamente, los detalles de las vidas de todas las personas. O, por mejor decir, se registran los detalles (así nos dice Kiš) de aquellos que no figuran en las otras enciclopedias, que no son célebres y por ello no son rememorados en monumento alguno, porque la vida de todos, de todas, es única, y merece ser recordada.

La narradora ha perdido a su padre. Busca, con avidez, desplazándose por las salas de la biblioteca, cada una de las cuales acoge los tomos correspondientes a una letra, la de la M. Allí localiza la entrada, que se extiende por páginas y páginas, consiguiendo aunar lo que parece de imposible maridaje: lo exhaustivo y lo sucinto (estamos en un sueño, el sueño que una M. contó a Kiš, si aceptamos lo que él apunta en el Epílogo). Así, todos los acontecimientos de esa vida, desde la primera infancia, van siendo recorridos por la narradora, que, a su vez, los transcribe para nosotros. No es una vida de las que consideraríamos memorable, aunque transita todos los complejos avatares de un siglo XX pródigo en violencias y trastornos, pero justamente por eso el relato es aterradoramente enternecedor. Es nuestra vida la que se cuenta allí, porque nosotros también estamos en algún lugar de la enciclopedia de los muertos, y es toda una vida (como reza la segunda mitad del título del relato) lo que contienen esas páginas que uno se imagina acaso de doble columna, cuerpo 8 o 10, con alguna negrita, alguna versalita, no pocas ilustraciones y notas al pie.

Volví a leer recientemente el relato, lo he hecho muchas veces, a lo largo de los años, en paralelo, supongo, al crecimiento de la extensión de mi propia entrada en una Enciclopedia que acaso está en una mina de sal de Utah, pues verdaderamente los mormones (o eso dice la leyenda, y eso nos recuerda de nuevo Kiš en el epílogo) recopilan toda la información disponible de todos los vivos, para que al atareado contable de la resurrección no se le pase ninguno. La emoción permanece, y eso, de alguna manera, apunta a una posible eternidad que no se mide en años o en leguas, sino justamente en la repetición de la piel de gallina.

Yo, que me imaginaba, como Borges, el Paraíso bajo la forma de una biblioteca, que fatigué los anaqueles de tantas bibliotecas reales en busca de tomos que apenas podían sostener mis manos de niño, me puedo imaginar tan bien (ah, ése sí sería un sueño fausto) esas estancias que almacenan las palabras del estar vivo. De todos. También las tuyas. Las nuestras. Para que quien sea, quien quiera, recorra amorosamente, con sus ojos las líneas, pase acariciándolas las páginas, durante un tiempo ya definitivamente interminable.

 

A(notaciones).

En toda enciclopedia, en todo lexicon, en toda obra de referencia, es imprescindible establecer un tejido de alusiones. Ahora, acostumbrados a la pantalla y al azul de los hipervínculos (que proyectan rizomas en espacios de dimensiones infinitas) nos hemos ido olvidando de ese deporte del levantarse de la silla a buscar otros tomos, donde se encontraban las voces que habían salido en la conversación con la voz anterior, para reunir información de un suceso, de un personaje, de un vocablo cuyo sentido se nos escapaba.

Q.v. o vid. o véase o cf., todos esos signos y otros más, en su latín superviviente, nos invitaban a mirar, a buscar, a inaugurar nuevas líneas de fuga. Algunas veces era algo más simple, una flecha, la flecha eléata que no alcanza su blanco porque cada blanco es el comienzo de un nuevo vuelo. Así: ->.

Ah, ese glosario infinito, interminablemente ramificado, que me gustaría componer y recomponer a cada paso, a cada palabra que incorporo a textos como éste. Danilo Kiš (->) y entonces se sabría que había que ir al índice (un índice que puede ser un tomo aparte, o muchos tomos, qué delicia) a buscar a Kiš, y en esa entrada se hablaría acaso de la influencia de Borges (->) sobre él y todo volvería a empezar, sobre todo porque la entrada de Borges sería enorme, y llena de referencias cruzadas, un vórtice o un manantial de nuevas trayectorias, en ese objeto fractal en que habríamos convertido al universo con nuestra quête.

Sí, una gran casa llena de libros y una raza de pájaros que volasen grácilmente (los pájaros de los sueños han de volar grácilmente) de un volumen a otro, o unos trapecistas que en la obscuridad dejasen las trazas luminosas de su arrojarse para componer un texto que proviene de un paisaje interminable de fuentes. He soñado alguna vez cosas parecidas. No quiero dejar de soñarlas.

 

A(rqueros).

Repaso un tomo al azar de las decenas que he encontrado en esa biblioteca sueca. Es increíble, no falta nada. Cosas de las que yo mismo apenas me acordaba. La forma en que mojaba las galletas en el café antes de irme a la Universidad, cuando todavía vivía con mis padres, y mi madre era mi madre (y se registra la marca de las galletas, y cuántas había en cada paquete, y la forma en que colocaba los papeles en la carpeta que llevaba bajo el brazo, y la frecuencia de los metros en la estación de Campamento, y la información meteorológica de aquel invierno, y las canciones que canturreaba en mi camino hasta la Facultad). Los aeropuertos de los que salí y a los que llegué, sin olvidar ninguno. Los números de vuelo, las características de las aeronaves, los minutos totales perdidos en retrasos, el tiempo que tardó en llegar aquella vez el equipaje perdido a su lugar de destino, cuándo dormí en el avión y qué libros leí en cada trayecto.

Hojeo un rato más: la temperatura y la fase de la luna junto a una estación de metro en una ciudad del extranjero, una noche en la que se nos hizo tarde. Lo que llevaba puesto y el libro que había comprado esa misma tarde en una librería del centro. Lo que me costó dormirme, y lo que soñé esa noche (sí, también se registran los sueños en esta Enciclopedia del haber vivido). Lo que escribí al día siguiente, y dos días después, y tres, cuando todo se complicó tanto.

Estos párrafos quieren remedar, muy imperfectamente, el relato de Kiš. En mi vislumbre son párrafos que no he escrito yo, ni tampoco Kiš (aunque quién sabe si los escribió Nabokov, que es, al fin y al cabo, el Autor). Omito los detalles, omito los nombres. Pero lo cierto es que esas páginas están llenas de flechitas. Que cada vez que sales hay un q.v. que lleva a otra Enciclopedia, a la tuya, en donde, irrevocablemente, estoy, señalado por flechitas que me llevan de vuelta aquí, a esta vida, a este sueño.

Porque hay sucesos, banales o decisivos, remotos o inminentes, en los que nuestros destinos se han cruzado, y por eso ya somos inevitables, por eso, desde nuestra atalaya, tensamos nuestros arcos y nuestro existir, que no es tan potente como el de los terribles ángeles rilkianos, pero sí es terco en su conatus, se proyecta, teje, tupe y, si caemos (cuando caemos) hay una red que acoge blandamente nuestros cuerpos de trapecistas sempiternamente torpes, de tímidos ángeles a medio hacer.

Échale un ojo a tus libros, busca en tus volúmenes, dime qué hay en esas páginas, dime lo que fue, cómo era, como de ninguna manera pude ser.

 

A(lteraciones).

El gran Roland Barthes escribió, alcanzado por el rayo, un extraño y maravilloso libro de amor en forma de léxico. Para poder nombrar el país nuevo en el que nos adentramos cuando nos enamoramos, un país apenas presentido, lleno de cosas familiares súbitamente trocadas, es preciso definir un nuevo vocabulario, establecer un nuevo lenguaje, pleno en alusiones privadas, pero también universal, pues simplemente repetimos lo que ya tantos otros han vivido, único cada vez, inevitable.

Los Fragments d’un discours amoureux se disponen siguiendo un orden alfabético que empieza por s’abîmer, que no sé si traduciría tan bien el abismarse teresiano, pero que indudablemente suscita ondas en el estanque místico. Incorpora entradas como angustia, drama o insoportable, pero también fête, o nuit o union. Mezcla lo abstracto, lo erudito, con lo sorprendentemente personal. Están Werther y el buffet de la estación de Lausanne.

Abrumado, sidéré, por el amor, Barthes construye Tlön. Enarbola una gloriosa Escolástica. Le entiendo completamente.

 

B(esos).

Ninguno de los besos se ha perdido. Están todos anotados en la Enciclopedia. Y junto a cada ellos una flecha lleva al beso de la otra Enciclopedia. El beso es la referencia cruzada por excelencia. Podemos encontrarnos por las calles, podemos convivir o ir a la misma clase, podemos coincidir en un café o asistir juntos al mismo velatorio, podemos vislumbrarnos detrás de la ventanilla del tren en la vía de al lado. Ahí, en cada uno de esos casos, nuestras historias se sincronizan, nuestros relatos se entrelazan. La página 1104 del tomo 21 de mi Enciclopedia remite a la página 847 de tu tomo 16. Pero las escenas se contemplan desde perspectivas diferentes, hay detalles que uno registrará y otro no. En los besos no hay duda. Porque en los besos se cierran los ojos y el espacio se abole, porque en los besos se abre una negrura virgen que los trapecistas corren a poblar con sus estelas plateadas, porque en los besos estamos en el hic et nunc incontrovertible del estar vivos al mismo tiempo, juntos.

Es posible que los besos se olviden, y nunca vuelvan a repetirse. Es posible que uno u otro se confunda en la contabilidad, traspapele los labios, se descuide en la sintaxis. Es lo mismo: los besos son justamente irreparables, no pueden no haberse dado, no pueden no haber sido, no pueden ya no ser, incluso, sobre todo, aunque nosotros no seamos.

No creo que en este sueño vaya a encontrar el camino a la biblioteca, ni probablemente me toparé contigo ni con nadie más, y con toda seguridad mi recuerdo será precario, deslavazado, y me obligará a fabular para acabar componiendo mal que bien un relato. No creo que me sirva para llenar las horas muertas del seguir viviendo, para amueblar la casa del futuro, para colocar con cuidado en los cajoncitos del armario de la habitación del hotel la ropa de los próximos días. No creo siquiera que este sueño pueda encender las débiles bombillas de incandescencia del tercer sótano del parking del cuerpo.

Pero este sueño sirve para hacer señales de humo. De su estofa, que he hecho arder con mi deseo, se eleva una confusa masa gris que parece deshilacharse como si fuera la vida de una persona. Y sus hebras se pierden poco a poco en un firmamento glauco en el que los fosfenos anuncian que la apertura de los párpados es ya inminente. Y del otro lado del país del sueño, en la otra orilla del Océano de Solaris, alguien mira y ve las señales, alguien las anota en su cuaderno, en un alfabeto inconcebible para mí, alguien cierra entonces los ojos y sueña su sueño y en ese sueño estoy yo, y el carrusel de los besos puede empezar a girar de nuevo, porque en ese universo de felpa los planetas son caballitos y la gravedad suena como las campanas de una feria.


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