Una guirnalda
Y
lo que veo, a un lado y otro, en esta fuga (rosas, restos de alas, sombra y
luz) es sólo mío, recuerdo y ansia míos, presentimiento, olvido.
JUAN
RAMÓN JIMÉNEZ, Espacio
I.
Para
el río de Heráclito, somos nosotros los inconstantes. Nos ve venir, de lejos,
se fija apenas mientras ejecuta su ardua tarea del fluir y luego nos pierde, a
su espalda, y nos olvida pronto, pues sólo piensa en el mar.
II.
Cuando
éramos niños, en el belén, colocábamos papel
de plata para simular un río, que cruzaba un puente de arco semicircular
que sólo en algunas ocasiones soportaba alguna figura encima. Era un río
inmóvil y por eso su espejado era perfecto. El espejo, bien lo dijo Federico
García Lorca en una de sus Suites, es
la momia del manantial.
III.
El
río existe porque es nombrado. Nombrar un transcurso es trasladar a los labios
el gesto del escurrirse el agua entre los dedos. Sirve para los atlas, y en algunos
casos ese nombre nos puede acompañar cuando cerramos los ojos y escuchamos un
extraño ritmo de fuga, un continuo marcharse. Al mirar de nuevo, nos damos
cuenta de que, como siempre, somos nosotros quienes nos hemos ido.
IV.
Para
el río de Heráclito los inconstantes somos nosotros, por más que compongamos una
cartografía y una toponimia. Nuestra pesantez nos traiciona: es justamente la
memoria la que nos conduce al fondo. Y el anhelo. El río se desconoce, y por
ello persevera en su estarse yendo. Sin pesar, sin esfuerzo.
V.
Lo
cierto es que nada de esto tenía remedio ya desde el principio. El fiat lux no puede desdecirse. En ese
hipódromo de caballos desbocados que un día ingenuamente llamamos Cosmos todo
es un escaparse. Somos en tanto nos extinguimos. Es decir, no somos.
VI.
Ante
este estado de cosas optamos por las tablillas de arcilla, por los murales, por
las fatigosas canteras, por la diminuta orfebrería, por la nostalgia. Ay, sí,
por la nostalgia. Y por los poemas fotocopiados y guardados en una carpeta
hasta el siguiente paso del cometa.
VII.
El
dios, aguijoneado por el insoportable deseo, corre jadeante. Siente muy
claramente la flecha en su pecho, pero no puede detenerse para arrancársela. Es
demasiado tarde. Ella corre también, desesperada. A ella le aguijonea el deseo
inverso, el deseo de no ser alcanzada. Cuando, finalmente, la fría mano del
dios se posa su espalda, ella se transforma en planta.
VIII.
Sí,
ella se congela en un extraño cristal blando, sus brazos abren un ramaje, entre
sus piernas se enroscan los tallos. El dios retira la mano y la mira: vacía.
Del otro lado de su deseo ya no hay nada, nada con que apagar la sed. Resta
apenas el gesto del trenzado, la elaboración de coronas para los poetas
laureados. La derrota.
IX.
Sí,
hasta para Apolo eso está fuera del
alcance. La ninfa es una náyade, su reino son las fuentes, es la hija de un
río. Para el río somos nosotros los inconstantes. En las nervaduras de las
recién nacidas hojas fluye la savia, son las fiestas de la clorofila. Apolo
pierde. Y Dafne se alza, interminablemente intocable.
X.
El
brazo tenso se extiende hacia adelante, querría multiplicar su longitud,
desprenderse incluso del cuerpo, hacerse flecha, como la flecha que Eros lanzó
a Apolo para mostrarle que el mejor arquero siempre fue él. La mano se
multiplica en dedos, siempre apenas, siempre tan cerca, siempre no.
XI.
Toda
esta palabrería es inútil, pues lo que pretende expresar lo había dejado dicho ya
con prístina claridad Juan Ramón Jiménez en un poema perfecto de 1918:
Mariposa de luz,
la belleza se va cuando
yo llego
a su rosa.
Corro, ciego, tras
ella...
la medio cojo aquí y allá...
¡Sólo queda en mi mano
la forma de su huida!
XII.
Ante
un poema perfecto, lo que corresponde es callarse, saborearlo, meditar a partir de
él, desde su altura, para poder así volar en esas regiones del aire. Lo que no
hay que hacer es escribir sobre él.
Incumpliré el precepto. Al cabo, soy apenas un poeta mediocre, y un atleta de
lentitud exasperante.
XIII.
Es
justo, pues, establecer desde el principio la inutilidad del ejercicio: de lo
que se trata es de registrar la fugacidad, la forma de la huida, y captar así,
no ya la Voz perdida para siempre, sino su eco. La Playa del Eco no es
anterior, sino posterior, a la Playa de la Voz, es la constatación de un
exilio. Si llegamos a la Playa de la Voz es regresando: el movimiento es de
retrogradación.
XIV.
La
huida deja tras de sí una forma, su forma, como un molde de soledad y carencia.
La lava del volcán recubre los cuerpos, que se licúan con el transcurrir de los
siglos. Al emerger esa cáscara del
pasado intacto de la excavación, sólo podemos apartar la vista turbados,
alejarnos, ser conscientes de que nuestro amor no dura.
XV.
Forma
de la huida, reconocimiento de un fantasma, dolorosa constatación de que todo
encuentro es ya pasado, que era ese descender-de-catarata lo único que cabía
registrar en su derramarse.
XVI.
Y
la falsa congelación de la literatura, pronta a la edificación de pedestales
para esas estatuas fugitivas, es sólo un ínfimo consuelo, que apela, no ya al
amor o la consumación del anhelo, sino a cierta fatuidad, cierta exhibición
ostentosa de la soledad, asumida bastardamente como triunfo.
XVII.
Sí,
el río de Heráclito, el lamento por lo ido, el ubi sunt, los vislumbres, los presentimientos... todo eso es, ya
sabemos, materia poética de eficiente combustión, pero lo que nos propone aquí
JRJ es una metáfora casi desgarradora: ese puño a medio cerrarse, mientras la
finísima tela se desliza entre los dedos. Parados ya, contemplamos la carrera
de la atleta, el vuelo de la mariposa.
XVIII.
En
ese pararse, en ese gesto de la boca que no es de tristeza ni de desilusión, o
no lo es sólo, sino que es sobre todo de asombro, de sorpresa ante la magnitud
de lo sucedido, ante la imposibilidad del suceso que ha venido acompañado de su
súbito desvanecerse, esa concesión del don y su simultánea retirada, en esa, en
definitiva, estatua hueca en que nos convertimos, yeso incapaz, molde vacío,
está el origen de la literatura, o al menos de la parte de la literatura que a
mí más me interesa.
XIX.
Porque
lo que se ha marchado se ha marchado, pero nos
ha dejado la estela, nos ha dejado una forma,
y esa forma se amoneda, con más o menos acierto, en los versos, en las torpes
líneas que, como éstas, quieren dar cuenta, servir
de registro, de esa belleza, de ese éxtasis apenas contemplado.
XX.
Huida: la de la voz (o la Voz), que deja tras de sí su forma, que son las palabras. Forma, y no esencia, pues la Voz reside, al cabo, en un cuerpo, en una garganta, como una variante de una respiración ya agotada.
XXI.
No
cristal: apenas densidad, acúmulo, pasta de verbos. Con eso, un dique, o al
menos el deseo de un recinto. Imposible, porque la nada. Imposible, porque la
ausencia. Forma de la huida: esto, como siempre fue.
XXII.
La
edad es un índice de pérdidas. Las órbitas se van agostando, las perspectivas
se convierten en túneles. A ratos, el recuerdo parece prestarnos algunos tubos
de pintura que aplicar a la paleta: terminan por desleírse.
XXIII.
En
su Memorabilia, que es ese libro que
empieza Este texto debe ser leído como si
hubiéramos muerto todos aquellos de quien se habla (sí, todos hemos
muerto), Juan Gil-Albert nos cuenta de las cosas idas, y de conversaciones y
abrazos y visitas y muertes y guerra. Y nos habla de Luis Cernuda. Sí: la realidad y el deseo.
XXIV.
En
estos confines, a los que no había de volver (los confines son
Valencia, durante la Guerra Civil, y quien no habría, ay, de volver, es
Cernuda), es donde Cernuda me ilustró
sobre el mito de su preferencia y que era el de Apolo persiguiendo a la ninfa
Dafne, que, al ser alcanzada, se convertía en otra cosa, en laurel. Ahí, en
ese otra cosa, está todo.
XXV.
Decía
Cernuda, a decir de Gil-Albert: “Al
hombre se le transforma, en sus manos, todo lo que ve, lo que posee; no
consigue nunca sino apresar algo distinto de lo que, anhelantemente, buscó.” Sí,
el puño cerrado reteniendo codiciosamente su vacío, el molde del haber sido, la
forma de la huida.
XXVI.
Los
dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo,
comienza esa cumbre inalcanzable de la poesía en lengua castellana que es Espacio. Y continúa Juan Ramón: No soy presente sólo, sino fuga raudal de
cabo a fin. Y escuchamos su voz como si fuera el murmullo de un río.
XXVII.
En
la Galleria Borghese el mármol blanco de Bernini nos deslumbra. Ahí, el
instante (eres tan bello, detente,
pediría seguramente Fausto) en el que se
da a la caza alcance, y sorprendemos a Dafne en plena metamorfosis, carne y laurel en la translúcida piedra: un ser
híbrido en el que todo es un irse. Quizás ahí, en esa milésima de segundo,
Apolo supo.
XXVIII.
Nabokov
lo plantearía de otro modo. Nos miraría socarronamente, alargaría su brazo
dotado del prodigioso apéndice que sólo aquí, entre los profanos, llamamos cazamariposas, y apresaría a la mariposa
apenas iniciado su vuelo. Es diestro en ese arte de la cacería. Es un eficaz
matarife.
XXIX.
Cuando
ya era septuagenario, Nabokov sufrió una dura caída en una de las pendientes de
los Alpes cercanas a su residencia, que exploraba, incansable, en busca de la mariposa que no, la imposible, la
indescripta. Cuando fue rescatado su cazamariposas quedó allí, prendido de las
ramas de un árbol. Como las liras
colgadas de los árboles. La metáfora es de Nabokov, y Apolo estaría, sin duda,
orgulloso de ella.
XXX.
Ante
la fuga raudal caben soluciones, satisfactorias en la medida que calman nuestra
sed de infinito. El coleccionismo, el álbum, la disección, la taxidermia, la
enciclopedia, la literatura. La mariposa de luz estará siempre apagada, pues
hemos tenido que congelar su vuelo, pero a ratos, a ciertas horas del día, en
algunos ángulos de luz, la extraña iridiscencia de sus alas nos permitirá
revivir, fugazmente, siempre fugazmente,
aquello.
XXXI.
En
Speak, memory, Nabokov habla de una
mariposa muy rara que se le escapó en su adolescencia en Rusia y que acabó
atrapando, décadas después, y en el otro lado del mundo, en una de sus
expediciones por Norteamérica. No otra mariposa de la misma especie: la misma mariposa. La que había huido.
XXXII.
Sí,
caben algunas soluciones. Encerrarse en una habitación protegida del ruido,
adoptar un horario de vampiro, escribir contra
reloj, porque al fondo está la muerte, escribir como un poseso miles de
páginas, a contratiempo, mientras,
sardónico, el Tiempo y los acontecimientos (guerras, muerte, siempre ellos) se
van colando entre las páginas. Y así hasta el último suspiro.
XXXIV.
Claro que para eso hay que ser Proust. Y entonces, si hay suerte, uno puede recuperar el tiempo que andaba buscando
y coronar así la guirnalda: Le Temps
retrouvé. Un bonito catálogo de fugas. Mariposas intermitentes que nos
guiñan sus diminutos ojos: sirve, sabes
que sirve. Sí, sí sirve.
XXXV.
Eso
es, entonces, el escalofrío. El
viento que produce la huida de las cosas. Eso es lo que hay que transcribir en
la página.
XXXVI.
Una
vez estuviste enfrente. Mi mano se topó con la forma de tu huida. Desde
entonces te busco. No para alcanzarte: apenas para que me sea dado contemplar
una vez más tu vuelo, tu marcharte. Para alimentar así la hoguera de la
ausencia, con cuyo humo hago señales.
XXXVII.
Y por eso te convoco y
espero, prescribo rituales arbitrarios e inanes, reitero gestos que son puro
cansancio, como éste.
XXXVIII.
He
renunciado hace mucho al cazamariposas. He trenzado sus cuerdas para
convertirlo en lira. Siempre fui mal cazador, y me enredé cada vez que quise
esculpir. Aspiro sólo a otro vuelo de la mariposa de luz. Aspiro a que se
marche y me deje su estela. Aspiro a describir lo que fue, que se parecía tanto
a lo que quisimos, desde un después que ya no será otra cosa que nunca.
XXXIX.
Para
el río de Heráclito, los inconstantes somos nosotros. I’m much too fast to take that test, canta Bowie en Changes. Así, la mariposa no nos percibe
más que como una sombra, una mancha de color, una variación del aire. Demasiado
rápida para entender el juego de las estatuas que ejecutamos cuando pasa el
tren.
XL.
Es
preciso imaginarse a Sísifo feliz. Es preciso pensar que fuimos afortunados.
XLI.
Las
cosas que no ocurren lo hacen incesantemente, perseveran en su conatus, inquebrantables. El anhelo nos
entorpece, nubla la mirada, y el vuelo se nos escapa, acorta nuestros brazos y
los dedos se quedan tan lejos. No hay que esperar, hay que estar preparados.
XLII.
Hace
muchos años comencé un blog, el primero de todos, y le puse como nombre Persecución del faro. En nuestra
singladura, el faro huye de nuestra
incapaz inmovilidad. Era falsa su solidez, la isla en que se asentaba era
porosa. El mar que cabalgábamos era, sin embargo, puro engrudo.
XLIII.
La luz se marcha. Eso es todo lo que hace la
luz: irse. Y nada se marcha tan
rápido como ella. No puede evitarlo.
El fotón no tiene masa en reposo.
XLIV.
Es
preciso pensar que fuimos afortunados. Hay rosas en las que nunca se ha posado
una mariposa de luz. Hay infinitos lugares del Cosmos en fuga que ni siquiera
tienen rosas. Y en su vuelo, inalcanzable,
la mariposa escapó, sí, pero primero se acercó a nosotros, tanto que su
resplandor nos cegó. Y entonces dio la
vuelta y nos mostró la belleza de su huida. Fuimos afortunados.
XLV.
Y esto es cuanto sé decir de las mariposas.
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