domingo, 22 de octubre de 2023

Ceremonias

Tres cuentos tristes



 

0.

La tristeza es como la alegría: si te detienes a examinar sus causas acabas con ella. ¿Y quién quiere acabar con la tristeza? ¿O deberíamos decir: quién puede acabar con ella? La vida es triste. Si es verdad que en un buen cuento se concentra toda la vida, y si la vida es triste, un buen cuento será siempre un cuento triste.

AUGUSTO MONTERROSO y BÁRBARA JACOBS

Ando muy atareado en este periodo del curso. Realmente muy atareado. A lo largo de la semana puedo dedicar muy poco tiempo a la lectura y literalmente ninguno a la escritura. Una vez más ejerzo el desairado papel de escritor de fin de semana. Lo acepto, al menos el blog supone un acicate para no malgastar esas pocas horas que aún puedo destinar a la literatura. Mi autoimpuesto compromiso (un compromiso que no podría ser igual si no hubiera lectores, pocos o muchos, para este cuaderno de trabajo: agradezco enormemente su compañía) me mantiene pendiente de la entrada que habré de componer cada sábado, cada domingo. Para ello, inasequible al desaliento, me embarco en investigaciones barrocas y apasionadas, que van dando frutos desordenados pero con extraña vitalidad. Hoy quería hablar de la Viena de entreguerras, de Joseph Roth, de Claudio Magris, de Elias Canetti. Pero es aún pronto, ya vendrán. Como vendrán más puentes, o Hiroshima. Y otros temas que aún no existen, aunque sí existen, porque son mis temas de siempre, los de los escalofríos. Pero basta de spoilers.

¿De qué escribir hoy, pues? Ayer, ya muy tarde por la noche, lo supe como un relámpago: de Felisberto Hernández. Empecé, como siempre hago, a acumular materiales (mi biblioteca felisbertiana es vasta y cada libro tiene su historia, pues hasta muy recientmente no era trivial ni mucho menos acceder a las obras del uruguayo), apilé tomos sobre mi mesa, revisé escritos antiguos... un buen modo de procrastinar, pues esas tareas acaban por hacerse elefantiásicas e inabordables antes del lunes. Tranquilicé mi intensidad, supe entonces que no era (que no era todavía) de Felisberto de quien quería hablar, sino de un solo cuento, de un cuento suyo memorable, de entre las decenas de cuentos memorables (se me antoja un adjetivo escaso para describirlos, pero ya lo saben si lo han leído y, si no, lo descubrirán inmediatamente cuando lo lean), Menos Julia.

Fue después, ya esta mañana, al levantarme, aún con sueños enredados en la cabeza cuando me di cuenta (no son cosas que uno pueda controlar completamente, ya se figuran) que iba a escribir, no sobre un único relato, sino sobre tres, iba a escribir sobre tres cuentos tristes, tres cuentos de los más tristes que he leído, yo, ávido lector de cuentos (hay algo de una perfección cristalina, geométrica o, mejor aún, esférica en los relatos breves, una cualidad que detecto bien y luego no sé cómo se alcanza, y luego sé que si se alcanza es no buscándola) y especialmente de cuentos tristes. Y ahí llegaron otros dos autores rioplatenses, Cortázar y Onetti. Y dos cuentos, Final del juego y Un sueño realizado que, ahora lo sé, porque ahora los he vuelto a releer por centésima vez, y sólo ahora he percibido con esta claridad, que resuenan de tal modo con Menos Julia, que podría pensarse que son tres corporeizaciones, cada una realizada por una mano distinta, de un mismo relato-objeto platónico, un cuento que habla del final de las ceremonias, de la imposibilidad de prolongar una magia, un ritual, una ensoñación, una transgresión, porque ahí, al fondo, está la edad adulta, o las obligaciones sociales, o sí, claro que sí, la muerte.

He leído miles de cuentos a lo largo de mi vida, empezando acaso por aquellos de Poe en el tomito de la colección RTV (El corazón delator, La caída de la Casa Usher, El pozo y el péndulo...), que luego releí en la edición de Alianza, ya con la traducción de, justamente, Cortázar, y luego ya en el original en inglés. De muchos de los cuentos que he leído apenas recuerdo nada, cuando los vuelvo a recorrer es como si me topara con extraños que, viviendo en la misma ciudad que yo, no han dejado en mi memoria impresión alguna, o, a lo sumo, una vaga idea de familiaridad. Pero en otros casos hay cuentos, en esa perfección de diamante o de canica (pues no se trata de lo suntuoso, sino de la pureza), que están asentados en lo más hondo de mí. Estos tres son algunos de esos cuentos.

Un día, mucho tiempo después de haber leído todo lo que pude conseguir de Felisberto, de Julio (que fue el primero) y de Onetti (que llegó después), supe de la existencia de un libro llamado Antología del cuento triste, compuesto por otros dos escritores hispanoamericanos, Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs. En esa obra igualmente memorable figura Un sueño realizado, pero no Felisberto ni Cortázar. No dudo, sin embargo, de que los antólogos darían por buena la presencia de los otros dos cuentos de los que aquí me ocupo, y me creo capaz de sugerir algunos más.

¿Por qué tristes? Bueno, no hay dramas ni tragedias en estos cuentos, pero sí hay ese sabor tan reconocible de la melancolía (quien lo probó, lo sabe), de la vanidad de los empeños, de la obligación de perseguir, pese a todo, esos afanes, de la posibilidad de acuñar en un momento (no duro, pero sí al menos sólido, nítido) lo efímero, lo fugaz, de reconocernos felices, o al menos contentos, o al menos tranquilos, en esa breve articulación de lo que pudo ser, de lo que ya no es, de lo que de todos modos es siempre, y por eso mismo no puede ser de otro modo que éste: dejando de ser, siendo huella, siendo cuento.

 

1.

Cuando el ómnibus hubo salido de la ciudad y el viaje se volvió monótono, yo le pedí a mi amigo que me adelantara algo... Él se río y por fin dijo:

Todo ocurrirá en un túnel.

FELISBERTO HERNÁNDEZ.

Supe del peculiar nombre de Felisberto un día ya muy lejano, atendiendo con avidez a un programa que no me correspondía por edad, y que pasaban en La 2 de RTVE (entonces aún llamada solamente el uhachefe), Encuentros con las letras. Aunque puede que fuera en A fondo, el benemérito espacio de entrevistas de Joaquín Soler Serrano en el mismo canal. El entrevistado era Julio Cortázar, entonces vivo y activo y, casi podríamos decir, una estrella, y un personaje al que yo ya admiraba y había comenzado a leer (empezando, es justo conceder a aquel apenas adolescente que fui su arrojo, por Rayuela). Al hablar de sus influencias o antecedentes entre los escritores sudamericanos, se le sugirió el nombre de Roberto Arlt, y entonces Cortázar añadió Felisberto Hernández, y yo ya no olvidé ese nombre.

Pero no era fácil leer a Felisberto entonces, ya lo dije, y siguió siendo así mucho tiempo. Hubo un volumen que codicié largamente en la colección de Los libros del tiempo de Siruela llamado Narraciones incompletas y que nunca acabé por comprar. Hubo entonces, mucho más accesible (pero hablamos ya de 1993) la publicación en Cátedra de Nadie encendía las lámparas, una colección de relatos publicada originalmente en 1946, y que contiene trabajos de 1942 y 1943 sobre todo). Ahí está Menos Julia, que leí entonces por primera vez. Luego compré y compré libros de Felisberto. Ahora podemos contar con su Narrativa completa en una bella edición de El Cuenco de Plata, y recientemente se ha publicado toda su correspondencia.

No recuerdo con demasiada claridad Menos Julia de esa primera lectura. Me llamó, desde luego, más la atención el relato que da título a la colección, que contiene otros cuentos magistrales como El acomodador o El balcón. Pero, poco a poco, en los muchos ritornelos a la órbita del uruguayo, fue calando en mí con su extrañeza (la extrañeza, y muy probablemente sobre todo la extrañeza del cuerpo podría ser, junto con los recuerdos, el gran tema felisbertiano) y con su capacidad para representar algo que sólo limitadamente podríamos llamar onírico (es algo más allá y más acá y más dentro y más fuera de eso).

La primera persona que es casi inevitable en las narraciones de Hernández nos cuenta aquí la afición de un antiguo compañero de colegio, que posee una quinta (entre el Locus solus y Triste-le-Roy, podríamos decir): acompañado por sus cuatro empleadas y por un asistente, hace disponer en la obscuridad de un túnel una serie de objetos que va tocando mientras se desplaza a lo largo de ese túnel, en el que también están las mujeres, a las que ocasionalmente puede tocar la cara, o el brazo. Este dispositivo es una máquina de evocación. Las manos, tan autónomas como lo son siempre las diversas partes del cuerpo en el universo felisbertiano (que llegó a escribir una pieza titulada Diario del sinvergüenza: el sinvergüenza era el cuerpo) van enredándose con formas y texturas, y hay algo que nos conduce a territorios de la memoria sensorial, a paisajes de sueños y olvidos. La práctica semanal de la ceremonia le resulta imprescindible al protagonista, y es a la vez dolorosa y gloriosa.

El túnel se compone como una sinfonía. El narrador, como visitante, es autorizado a participar en el juego ritual, y es testigo de la profunda ambigüedad de lo que allí sucede. Escucha de su amigo frases como Cuando estoy allí, siento que me rozan ideas que van a otra parte o Yo he vivido cerca de otras personas y me he guardado en la memoria recuerdos que no me pertenecen (y aquí oímos a Felisberto, multiplicado en tantos otros personajes de obras que siempre giran en torno a la memoria). Cáscaras de zapallo, zapatitos de niño, impertinentes, una caja de zapatos con un pollo pelado... ese deambular por el mostrador de la obscuridad en el túnel iniciático nos proporciona un microcosmos arbitrario y banal en el que el pulsado de esas teclas inconexas puede acaso componer una sonata.

Y, entonces, finalmente, termina el juego. El narrador acaso ha sido el detonante, o acaso ha sido buscado por el ceremoniante como testigo. Julia no participará de grado nunca más. Julia no cubrirá la cabeza con un velo y se sentará en el lado opuesto a los objetos. Y de todo puede, sin duda, prescindirse, menos de Julia.

Lean el cuento. Compren libros de Felisberto, cada escrito suyo es más alucinante (el adjetivo ahora sí me parece justo) que el anterior. Y, si no, al menos, usen Uds. el link que figura al final y lean Menos Julia. Y ya me cuentan...

 

2.

Cuando íbamos a dormirnos esa noche, Holanda me dijo: “Vas a ver que desde mañana se acaba el juego.” Pero se equivocó, aunque no por mucho.

JULIO CORTÁZAR

He leído tanto a Cortázar en mi vida que durante un tiempo decidí que no iba a leerlo más, pues cada vez que me ponía a escribir todo me salía cortazariano. Muchos de sus relatos (ya he hablado de eso aquí en alguna otra entrada, como la dedicada a Glenda) me han acompañado desde siempre. Uno de ellos, Final del juego (juro haber visto ediciones en las que el título, tanto del relato como de la colección a la que da nombre, publicada por primera vez en 1958 y en edición definitiva en 1964, el año de mi nacimiento, era Final de juego) desde siempre, y eso sí lo recuerdo, me pareció el cuento más triste de la historia.

Su tristeza es delicada, y lo es porque los territorios que explora son los de la infancia, y porque el dolor que hay en él está encapsulado desde el principio en un cuerpo de niña, sólo en un cuerpo, vagamente descrito como sufriente, pero rodeado de alegría y vitalidad y una vida ociosa de verano en una finca, con todo el tiempo del mundo para inventar juegos, juegos que acaban convirtiéndose en rituales de extraño poder, que acaban convirtiéndose, pues, en peligrosos.

Las tres niñas protagonistas del relato, que pueden ser hermanas o primas (de nuevo es un relato en primera persona y la innominada narradora habla de su madre y de su tía, y de las otras dos niñas, Leticia y Holanda), cuando empieza la siesta y se han acabado a regañadientes las tareas domésticas de después de comer, se lanzan a ejecutar, en el patio trasero de su casa, poses y attitudes, al estilo de aquellas que pusiera de moda en el siglo XVIII Lady Hamilton en Nápoles, disfrazándose con ropajes, intentando posturas gráciles pero esforzadas, representando figuras y también abstracciones (los celos, la envidia, la vergüenza, la generosidad, el renunciamiento, el desaliento...). Cada tarde le toca a una, y son las otras dos las que le entregan los ornamentos para que componga la estatua. Todas son diestras en el juego, pero hay una diferencia entre ellas: Leticia está enferma, no puede participar en las tareas de la casa, se pasa el tiempo leyendo, sufre de la espalda, se habla de parálisis, es el cuerpo doliente.

Las niñas eligen hacer sus representaciones justo cuando pasa un tren, cuyas vías tocan la linde de su propiedad. Los pasajeros, algunos pasajeros, las miran, saludan, en el fugacísimo instante en el que sus miradas captan la actitud. Ellas gozan de ese triunfo teatral. Y un día, un chico de su edad les manda desde la ventanilla un papelito, elogiándoles la labor. Cada día se esfuerzan más, pugnan por salir elegidas en el sorteo e impresionar al chico con nuevas poses y atuendos. Él, no obstante, declara desde casi el principio su preferencia por Leticia, la tullida (pero él no ha advertido eso, pues ella se le presenta siempre inmóvil). Y un día dice que se va a bajar del tren en la siguiente estación y que va a venir a verlas, a ver a Leticia...

Pero, claro, eso no va a ser posible. De nuevo, el juego se acabará, hay cosas que trascienden a la representación, hay cosas del cuerpo. Los ojos grises del chico acabarán mirando al río que hay del otro lado del vagón...

Hoy, ahora mismo, para escribir este texto, he vuelto a releer el cuento por enésima vez. Mis lágrimas acompañan a Leticia, leyendo junto a la ventana el noveno tomo de Rocambole.

 

3.

Dice que mientras dormía y soñaba eso era feliz, pero no es feliz la palabra sino otra clase de cosa. Así que quiere verlo todo nuevamente.

JUAN CARLOS ONETTI

Un sueño realizado (1951) puede ser acaso el relato más extraño de los que he leído y lo es siendo, aparentemente en principio, bastante normal. Conozco muy bien a Onetti, he leído toda su obra (bien es cierto que hace tiempo que no he vuelto a recorrer Santa María) y sé de la capacidad del uruguayo para jugar con la dualidad realidad-ficción (si es que hay tal realidad y no es, al final, todo ficticio, claro está), pero la sencillez venenosa de este cuento me parece insuperable, gozosamente mutante.

La trama empieza como algo banal, casi costumbrista. Un poco exitoso empresario teatral y su alcoholizado primer actor vegetan, sin blanca, en una ciudad de provincias tras su último fracaso, a la espera de alguna llamada salvadora de la capital que les permita volver a su noria de montajes teatrales, en la que giran hace ya demasiado tiempo. Una mujer de unos cincuenta años se acerca entonces al empresario para proponerle un plan peculiar: quiere contratarle para que se represente una obra de su autoría. La propuesta es acogida con escepticismo, la idea es deshacerse cuanto antes de la señora, que parece que no está en sus cabales. Pero la cosa no es tan obvia...

Lo que la mujer quiere que representen no es una obra, no tiene tres actos, no tiene actos, es una escena, una escena de un sueño, de un sueño que tuvo una vez y, teniéndolo, fue feliz. U otra cosa, que no es feliz, pero... Quiere volver a ver aquello, y pide la ayuda de los profesionales para que colaboren con ella en esa reconstrucción vígil de lo soñado.

Si el sueño hubiera sido grandioso, o de esa especial ternura que tiene el amor en el sueño, o desinhibidamente erótico, o simplemente trajera de nuevo a esa vida efímera y subterránea a personas queridas que ya se han ido, cabría aceptar que la pretensión de la señora es legítima, y hasta razonable. Pero no, la escena no tiene nada que ver con ella, los personajes que participan no son gente que ella conozca, es algo breve, aparentemente trivial, pero que a ella le produce resonancias profundas e infinitas.

Así la describe ella: hay algunas personas en la calle y las casas y dos automóviles que pasan. Allí estoy yo y un hombre y una mujer cualquiera que sale de un negocio de enfrente y le da un vaso de cerveza. Al final, ella, que está sentada en el bordillo de la acera y es la espectadora de la escena, se tiende sobre el suelo y el hombre llega a ella y le acaricia el pelo.

¿De qué sueño, propio o ajeno, sacó Onetti eso? Eso, que produce un escalofrío justamente por absurdo, por ordinario, por incomprensible. Cuando leo ese cuento siempre me parece que empieza a soplar un viento frío, que estoy desnudo, que se ha dado la vuelta el guante de los sueños y la vigilia se ha subvertido, me parece que soy el espectador de mis entrañas. No sé si yo tendría el valor de representar, de pedirle a alguien que represente, mis sueños. No por su contenido, que es usualmente trivial, sino por su ambiente, por las sensaciones de estar ahí, en el país del estar dormido, en donde las cosas que pasan son las cosas que hacemos que pasen, pero igualmente nos pasan a nosotros y no sabemos cómo y no sabemos que nos van a pasar, y de algún modo sí, también, claro, lo sabemos pero no podemos hacer nada.

Los profesionales, con escasos medios, limitado entusiasmo y cierta intoxicación etílica, se las apañan para cumplir el encargo. Y entonces... Los sueños no pueden ser replicados en la vigilia impunemente. No, ni siquiera se puede hablar de ellos impunemente.

 

4.

Siempre sentí y siempre dije que en Lezama y en vos (y por qué no en Macedonio, y qué hermoso saberlos a todos latinoamericanos) estaban los eléatas de nuestro tiempo, los presocráticos que nada aceptan de las categorías lógicas porque la realidad no tiene nada de lógica, Felisberto, nadie lo supo mejor que vos a la hora de Menos Julia y de La casa inundada.

JULIO CORTÁZAR

He cometido varias imprudencias escribiendo esta entrada. En primer lugar he contado cuentos en vez de proponerles simplemente que los leyeran. Es cierto que he intentado mantener al menos el misterio de su final, y que su lectura no quedará empañada por mi torpe reseña, pero justamente qué necesidad había. Bueno, había alguna necesidad, puesto que las cosas que se escriben son siempre por algo. El problema (mi segunda imprudencia) es que uno no sabe por qué, nunca lo sabe, como pasa con los sueños, pero de algún modo tiene que hacerlo. Mi vinculación con estos y otros cuentos es tan profunda, la siento tan adentro, tan en ese dentro en el que el cuerpo y la mente y los sueños tienen frontera común, que no puedo obviar que ahí hay algo, algo que probablemente es sólo para mí. Y ésa es mi tercera imprudencia: tratar de transmitir algo íntimo, algo para lo que, por definición, no hay lenguaje.

Lo que está claro, y eso sí que está claro, al menos para mí, es que en estos tres cuentos se describen juegos (en el último caso, jugado sólo una vez; en los otros, de forma recurrente) y en esos juegos (en todo juego) se intentan universos otros, se intentan construcciones que llenan vacíos, se intentan tiempos tangentes y moderadamente eternos. Se intenta todo eso porque nos hace falta, porque hay algo que se engarza así, hay algo que se recompone arcoíris, algo que suena sinfonía, algo que nos permite dormir mejor, para soñar de nuevo.

O, al menos, son cosas que me pasan a mí. Como me pasan cosas como ésta: estar toda una semana pensando escribir sobre Roth y la Viena de entreguerras y acabar hablando sobre Felisberto y Cortázar y Onetti, porque después de despertarme esta mañana tras uno de mis consabidos sueños de preparativos de viaje, donde hay cosas que hacer y nunca se hacen, sitios a los que ir y nunca se llega, tareas triviales pero repentinamente infinitas (hoy, dejar una nota, no recuerdo para quién o para qué y no encontrar un papel, y no saber escribir entonces mi nombre), porque mientras me decía a mí mismo que no podía dejar de escribir hoy una entrada del blog, he sabido que no podía pasar más tiempo sin que compartiéramos mis cuentos tristes, y he sentido una inmensa alegría al darme cuenta de que esta entrada, algunas horas después, estaría escrita.

Ya me cuentan.

* * *

Los relatos en línea (preferiblemente, compren los libros, ya saben):

https://ciudadseva.com/texto/menos-julia/

https://ciudadseva.com/texto/final-del-juego/

https://ciudadseva.com/texto/un-sueno-realizado/


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pues no conocía a Felisberto, ya tengo curiosidad ahora por buscarlo y leerlo. Gracias por el descubrimiento. Interesantes todos los cuentos tristes. Muy otoñales. Merchi Lo :-)

AGCano dijo...

No dejes de leer a Felisberto, es fundamental y un escritor que, como dijo Italo Calvino, no se parece a nadie. Muchas gracias por el comentario!

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