Tres cuentos tristes
0.
La
tristeza es como la alegría: si te detienes a examinar sus causas acabas con
ella. ¿Y quién quiere acabar con la tristeza? ¿O deberíamos decir: quién puede
acabar con ella? La vida es triste. Si es
verdad que en un buen cuento se concentra toda la vida, y si la vida es triste,
un buen cuento será siempre un cuento triste.
AUGUSTO MONTERROSO y BÁRBARA
JACOBS
Ando
muy atareado en este periodo del curso. Realmente muy atareado. A lo largo de la semana puedo dedicar muy poco tiempo
a la lectura y literalmente ninguno a la escritura. Una vez más ejerzo el
desairado papel de escritor de fin de
semana. Lo acepto, al menos el blog
supone un acicate para no malgastar esas pocas horas que aún puedo destinar a
la literatura. Mi autoimpuesto compromiso (un compromiso que no podría ser
igual si no hubiera lectores, pocos o muchos, para este cuaderno de trabajo: agradezco enormemente su compañía) me mantiene
pendiente de la entrada que habré de
componer cada sábado, cada domingo. Para ello, inasequible al desaliento, me
embarco en investigaciones barrocas y apasionadas, que van dando frutos
desordenados pero con extraña vitalidad. Hoy quería hablar de la Viena de
entreguerras, de Joseph Roth, de Claudio Magris, de Elias Canetti. Pero es aún
pronto, ya vendrán. Como vendrán más puentes, o Hiroshima. Y otros temas que
aún no existen, aunque sí existen, porque son mis temas de siempre, los de los escalofríos. Pero basta de spoilers.
¿De
qué escribir hoy, pues? Ayer, ya muy tarde por la noche, lo supe como un
relámpago: de Felisberto Hernández. Empecé, como siempre hago, a acumular
materiales (mi biblioteca felisbertiana es vasta y cada libro tiene su
historia, pues hasta muy recientmente no era trivial ni mucho menos acceder a
las obras del uruguayo), apilé tomos sobre mi mesa, revisé escritos antiguos...
un buen modo de procrastinar, pues esas tareas acaban por hacerse elefantiásicas
e inabordables antes del lunes.
Tranquilicé mi intensidad, supe entonces que no era (que no era todavía) de Felisberto de quien quería
hablar, sino de un solo cuento, de un cuento suyo memorable, de entre las
decenas de cuentos memorables (se me antoja un adjetivo escaso para
describirlos, pero ya lo saben si lo han leído y, si no, lo descubrirán
inmediatamente cuando lo lean), Menos
Julia.
Fue
después, ya esta mañana, al levantarme, aún con sueños enredados en la cabeza
cuando me di cuenta (no son cosas que uno pueda controlar completamente, ya se
figuran) que iba a escribir, no sobre un único relato, sino sobre tres, iba a escribir sobre tres cuentos tristes, tres cuentos de los
más tristes que he leído, yo, ávido lector de cuentos (hay algo de una perfección
cristalina, geométrica o, mejor aún, esférica en los relatos breves, una cualidad
que detecto bien y luego no sé cómo se alcanza, y luego sé que si se alcanza es
no buscándola) y especialmente de cuentos tristes. Y ahí llegaron otros dos
autores rioplatenses, Cortázar y Onetti. Y dos cuentos, Final del juego y Un sueño
realizado que, ahora lo sé, porque ahora los he vuelto a releer por
centésima vez, y sólo ahora he percibido con esta claridad, que resuenan de tal
modo con Menos Julia, que podría
pensarse que son tres corporeizaciones, cada una realizada por una mano
distinta, de un mismo relato-objeto platónico, un cuento que habla del final de
las ceremonias, de la imposibilidad de prolongar una magia, un ritual, una
ensoñación, una transgresión, porque ahí, al fondo, está la edad adulta, o las
obligaciones sociales, o sí, claro que sí, la muerte.
He
leído miles de cuentos a lo largo de mi vida, empezando acaso por aquellos de
Poe en el tomito de la colección RTV (El
corazón delator, La caída de la Casa
Usher, El pozo y el péndulo...),
que luego releí en la edición de Alianza, ya con la traducción de, justamente,
Cortázar, y luego ya en el original en inglés. De muchos de los cuentos que he leído apenas recuerdo nada, cuando
los vuelvo a recorrer es como si me topara con extraños que, viviendo en la
misma ciudad que yo, no han dejado en mi memoria impresión alguna, o, a lo
sumo, una vaga idea de familiaridad. Pero en otros casos hay cuentos, en esa
perfección de diamante o de canica (pues no se trata de lo suntuoso, sino de la
pureza), que están asentados en lo más hondo de mí. Estos tres son algunos de
esos cuentos.
Un
día, mucho tiempo después de haber leído todo lo que pude conseguir de
Felisberto, de Julio (que fue el primero) y de Onetti (que llegó después), supe
de la existencia de un libro llamado Antología
del cuento triste, compuesto por otros dos escritores hispanoamericanos,
Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs. En esa obra igualmente memorable figura Un
sueño realizado, pero no Felisberto ni Cortázar. No dudo, sin embargo, de
que los antólogos darían por buena la presencia de los otros dos cuentos de los
que aquí me ocupo, y me creo capaz de sugerir algunos más.
¿Por
qué tristes? Bueno, no hay dramas ni
tragedias en estos cuentos, pero sí hay ese sabor tan reconocible de la
melancolía (quien lo probó, lo sabe),
de la vanidad de los empeños, de la obligación de perseguir, pese a todo, esos
afanes, de la posibilidad de acuñar en un momento (no duro, pero sí al menos
sólido, nítido) lo efímero, lo fugaz, de reconocernos felices, o al menos
contentos, o al menos tranquilos, en esa breve articulación de lo que pudo ser, de lo que ya no es, de lo que de todos modos es siempre, y por eso mismo no puede ser de otro modo que éste: dejando de ser, siendo huella, siendo cuento.
1.
Cuando
el ómnibus hubo salido de la ciudad y el viaje se volvió monótono, yo le pedí a
mi amigo que me adelantara algo... Él se río y por fin dijo:
—Todo ocurrirá en un túnel.
FELISBERTO HERNÁNDEZ.
Supe
del peculiar nombre de Felisberto un
día ya muy lejano, atendiendo con avidez a un programa que no me correspondía
por edad, y que pasaban en La 2 de RTVE (entonces aún llamada solamente el uhachefe), Encuentros con las letras. Aunque puede que fuera en A fondo, el benemérito espacio de
entrevistas de Joaquín Soler Serrano en el mismo canal. El entrevistado era
Julio Cortázar, entonces vivo y activo y, casi podríamos decir, una estrella, y un personaje al que yo
ya admiraba y había comenzado a leer (empezando, es justo conceder a aquel
apenas adolescente que fui su arrojo, por Rayuela).
Al hablar de sus influencias o antecedentes entre los escritores sudamericanos,
se le sugirió el nombre de Roberto Arlt, y entonces Cortázar añadió Felisberto Hernández, y yo ya no olvidé
ese nombre.
Pero
no era fácil leer a Felisberto entonces, ya lo dije, y siguió siendo así mucho
tiempo. Hubo un volumen que codicié largamente en la colección de Los libros del tiempo de Siruela llamado
Narraciones incompletas y que nunca
acabé por comprar. Hubo entonces, mucho más accesible (pero hablamos ya de
1993) la publicación en Cátedra de Nadie
encendía las lámparas, una colección de relatos publicada originalmente en
1946, y que contiene trabajos de 1942 y 1943 sobre todo). Ahí está Menos Julia, que leí entonces por
primera vez. Luego compré y compré libros de Felisberto. Ahora podemos contar
con su Narrativa completa en una
bella edición de El Cuenco de Plata, y recientemente se ha publicado toda su
correspondencia.
No
recuerdo con demasiada claridad Menos
Julia de esa primera lectura. Me llamó, desde luego, más la atención el
relato que da título a la colección, que contiene otros cuentos magistrales
como El acomodador o El balcón. Pero, poco a poco, en los
muchos ritornelos a la órbita del uruguayo, fue calando en mí con su extrañeza (la extrañeza, y muy
probablemente sobre todo la extrañeza del
cuerpo podría ser, junto con los recuerdos, el gran tema felisbertiano) y
con su capacidad para representar algo que sólo limitadamente podríamos llamar
onírico (es algo más allá y más acá y más dentro y más fuera de eso).
La
primera persona que es casi
inevitable en las narraciones de Hernández nos cuenta aquí la afición de un antiguo compañero de
colegio, que posee una quinta (entre el Locus
solus y Triste-le-Roy, podríamos
decir): acompañado por sus cuatro empleadas y por un asistente, hace disponer
en la obscuridad de un túnel una serie de objetos que va tocando mientras se
desplaza a lo largo de ese túnel, en el que también están las mujeres, a las
que ocasionalmente puede tocar la cara, o el brazo. Este dispositivo es una máquina de evocación. Las manos, tan
autónomas como lo son siempre las diversas partes del cuerpo en el universo
felisbertiano (que llegó a escribir una pieza titulada Diario del sinvergüenza: el sinvergüenza
era el cuerpo) van enredándose con formas y texturas, y hay algo que nos
conduce a territorios de la memoria sensorial, a paisajes de sueños y olvidos.
La práctica semanal de la ceremonia le resulta imprescindible al protagonista,
y es a la vez dolorosa y gloriosa.
El
túnel se compone como una sinfonía.
El narrador, como visitante, es autorizado a participar en el juego ritual, y
es testigo de la profunda ambigüedad de lo que allí sucede. Escucha de su amigo
frases como Cuando estoy allí, siento que
me rozan ideas que van a otra parte o Yo
he vivido cerca de otras personas y me he guardado en la memoria recuerdos que
no me pertenecen (y aquí oímos a Felisberto, multiplicado en tantos otros
personajes de obras que siempre giran en torno a la memoria). Cáscaras de
zapallo, zapatitos de niño, impertinentes, una caja de zapatos con un pollo
pelado... ese deambular por el mostrador de la obscuridad en el túnel iniciático
nos proporciona un microcosmos arbitrario y banal en el que el pulsado de esas
teclas inconexas puede acaso componer una sonata.
Y,
entonces, finalmente, termina el juego.
El narrador acaso ha sido el detonante, o acaso ha sido buscado por el
ceremoniante como testigo. Julia no participará de grado nunca más. Julia no
cubrirá la cabeza con un velo y se sentará en el lado opuesto a los objetos. Y
de todo puede, sin duda, prescindirse, menos
de Julia.
Lean
el cuento. Compren libros de Felisberto, cada escrito suyo es más alucinante (el adjetivo ahora sí me
parece justo) que el anterior. Y, si no, al menos, usen Uds. el link que figura al final y lean Menos Julia. Y ya me cuentan...
2.
Cuando
íbamos a dormirnos esa noche, Holanda me dijo: “Vas a ver que desde mañana se
acaba el juego.” Pero se equivocó, aunque no por mucho.
JULIO CORTÁZAR
He
leído tanto a Cortázar en mi vida que durante un tiempo decidí que no iba a
leerlo más, pues cada vez que me ponía a escribir todo me salía cortazariano. Muchos de sus relatos (ya
he hablado de eso aquí en alguna otra entrada, como la dedicada a Glenda) me
han acompañado desde siempre. Uno de ellos, Final
del juego (juro haber visto ediciones en las que el título, tanto del
relato como de la colección a la que da nombre, publicada por primera vez en
1958 y en edición definitiva en 1964, el año de mi nacimiento, era Final de juego) desde siempre, y eso sí
lo recuerdo, me pareció el cuento más
triste de la historia.
Su
tristeza es delicada, y lo es porque los territorios que explora son los de la
infancia, y porque el dolor que hay en él está encapsulado desde el principio
en un cuerpo de niña, sólo en un cuerpo, vagamente descrito como sufriente,
pero rodeado de alegría y vitalidad y una vida ociosa de verano en una finca,
con todo el tiempo del mundo para inventar juegos,
juegos que acaban convirtiéndose en rituales de extraño poder, que acaban
convirtiéndose, pues, en peligrosos.
Las
tres niñas protagonistas del relato, que pueden ser hermanas o primas (de nuevo
es un relato en primera persona y la innominada narradora habla de su madre y
de su tía, y de las otras dos niñas, Leticia y Holanda), cuando empieza la
siesta y se han acabado a regañadientes las tareas domésticas de después de
comer, se lanzan a ejecutar, en el patio trasero de su casa, poses y attitudes, al estilo de aquellas que
pusiera de moda en el siglo XVIII Lady Hamilton en Nápoles, disfrazándose con
ropajes, intentando posturas gráciles pero esforzadas, representando figuras y
también abstracciones (los celos, la envidia, la vergüenza, la generosidad, el
renunciamiento, el desaliento...). Cada tarde le toca a una, y son las otras
dos las que le entregan los ornamentos para que componga la estatua. Todas son diestras en el juego,
pero hay una diferencia entre ellas: Leticia está enferma, no puede participar
en las tareas de la casa, se pasa el tiempo leyendo, sufre de la espalda, se
habla de parálisis, es el cuerpo
doliente.
Las
niñas eligen hacer sus representaciones justo cuando pasa un tren, cuyas vías
tocan la linde de su propiedad. Los pasajeros, algunos pasajeros, las miran,
saludan, en el fugacísimo instante en el que sus miradas captan la actitud. Ellas gozan de ese triunfo
teatral. Y un día, un chico de su edad les manda desde la ventanilla un papelito,
elogiándoles la labor. Cada día se esfuerzan más, pugnan por salir elegidas en
el sorteo e impresionar al chico con nuevas poses y atuendos. Él, no obstante,
declara desde casi el principio su preferencia por Leticia, la tullida (pero él
no ha advertido eso, pues ella se le presenta siempre inmóvil). Y un día dice que se va a bajar del tren en la siguiente
estación y que va a venir a verlas, a ver a Leticia...
Pero,
claro, eso no va a ser posible. De nuevo, el juego se acabará, hay cosas que
trascienden a la representación, hay cosas del cuerpo. Los ojos grises del chico
acabarán mirando al río que hay del otro lado del vagón...
Hoy,
ahora mismo, para escribir este texto, he vuelto a releer el cuento por enésima
vez. Mis lágrimas acompañan a Leticia, leyendo junto a la ventana el noveno tomo
de Rocambole.
3.
Dice
que mientras dormía y soñaba eso era feliz, pero no es feliz la palabra sino
otra clase de cosa. Así que quiere verlo todo nuevamente.
JUAN CARLOS ONETTI
Un sueño realizado
(1951) puede ser acaso el relato más extraño
de los que he leído y lo es siendo, aparentemente en principio, bastante normal. Conozco muy bien a Onetti, he
leído toda su obra (bien es cierto que hace tiempo que no he vuelto a recorrer
Santa María) y sé de la capacidad del uruguayo para jugar con la dualidad
realidad-ficción (si es que hay tal realidad y no es, al final, todo ficticio,
claro está), pero la sencillez venenosa de este cuento me parece insuperable,
gozosamente mutante.
La
trama empieza como algo banal, casi costumbrista. Un poco exitoso empresario
teatral y su alcoholizado primer actor vegetan, sin blanca, en una ciudad de
provincias tras su último fracaso, a la espera de alguna llamada salvadora de
la capital que les permita volver a su noria de montajes teatrales, en la que
giran hace ya demasiado tiempo. Una mujer de unos cincuenta años se acerca
entonces al empresario para proponerle un plan peculiar: quiere contratarle
para que se represente una obra de su autoría. La propuesta es acogida con
escepticismo, la idea es deshacerse cuanto antes de la señora, que parece que
no está en sus cabales. Pero la cosa no es tan obvia...
Lo
que la mujer quiere que representen no es una obra, no tiene tres actos, no
tiene actos, es una escena, una escena de un sueño, de un sueño que tuvo una
vez y, teniéndolo, fue feliz. U otra
cosa, que no es feliz, pero... Quiere volver a ver aquello, y pide la ayuda de los profesionales
para que colaboren con ella en esa reconstrucción vígil de lo soñado.
Si
el sueño hubiera sido grandioso, o de esa especial ternura que tiene el amor en
el sueño, o desinhibidamente erótico, o simplemente trajera de nuevo a esa vida
efímera y subterránea a personas queridas que ya se han ido, cabría aceptar que
la pretensión de la señora es legítima, y hasta razonable. Pero no, la escena
no tiene nada que ver con ella, los personajes que participan no son gente que
ella conozca, es algo breve, aparentemente trivial, pero que a ella le produce
resonancias profundas e infinitas.
Así
la describe ella: hay algunas personas en
la calle y las casas y dos automóviles que pasan. Allí estoy yo y un hombre y
una mujer cualquiera que sale de un negocio de enfrente y le da un vaso de
cerveza. Al final, ella, que está sentada en el bordillo de la acera y es la
espectadora de la escena, se tiende sobre el suelo y el hombre llega a ella y
le acaricia el pelo.
¿De
qué sueño, propio o ajeno, sacó Onetti eso? Eso, que produce un escalofrío
justamente por absurdo, por ordinario, por incomprensible. Cuando leo ese
cuento siempre me parece que empieza a soplar un viento frío, que estoy
desnudo, que se ha dado la vuelta el guante de los sueños y la vigilia se ha
subvertido, me parece que soy el espectador de mis entrañas. No sé si yo
tendría el valor de representar, de pedirle a alguien que represente, mis
sueños. No por su contenido, que es usualmente trivial, sino por su ambiente,
por las sensaciones de estar ahí, en
el país del estar dormido, en donde las cosas que pasan son las cosas que
hacemos que pasen, pero igualmente nos pasan a nosotros y no sabemos cómo y no sabemos que nos van a pasar, y de algún modo
sí, también, claro, lo sabemos pero no
podemos hacer nada.
Los
profesionales, con escasos medios,
limitado entusiasmo y cierta intoxicación etílica, se las apañan para cumplir
el encargo. Y entonces... Los sueños no pueden ser replicados en la vigilia
impunemente. No, ni siquiera se puede hablar de ellos impunemente.
4.
Siempre
sentí y siempre dije que en Lezama y en vos (y por qué no en Macedonio, y qué
hermoso saberlos a todos latinoamericanos) estaban los eléatas de nuestro
tiempo, los presocráticos que nada aceptan de las categorías lógicas porque la
realidad no tiene nada de lógica, Felisberto, nadie lo supo mejor que vos a la
hora de Menos Julia y
de La casa inundada.
JULIO CORTÁZAR
He
cometido varias imprudencias escribiendo esta entrada. En primer lugar he contado cuentos en vez de proponerles
simplemente que los leyeran. Es cierto que he intentado mantener al menos el
misterio de su final, y que su lectura no quedará empañada por mi torpe reseña,
pero justamente qué necesidad había.
Bueno, había alguna necesidad, puesto que las cosas que se escriben son siempre
por algo. El problema (mi segunda
imprudencia) es que uno no sabe por qué,
nunca lo sabe, como pasa con los sueños, pero de algún modo tiene que hacerlo.
Mi vinculación con estos y otros cuentos es tan profunda, la siento tan
adentro, tan en ese dentro en el que el cuerpo y la mente y los sueños tienen
frontera común, que no puedo obviar que ahí
hay algo, algo que probablemente es sólo para mí. Y ésa es mi tercera
imprudencia: tratar de transmitir algo íntimo, algo para lo que, por
definición, no hay lenguaje.
Lo
que está claro, y eso sí que está claro, al menos para mí, es que en estos tres
cuentos se describen juegos (en el último
caso, jugado sólo una vez; en los otros, de forma recurrente) y en esos juegos
(en todo juego) se intentan universos
otros, se intentan construcciones que llenan vacíos, se intentan tiempos
tangentes y moderadamente eternos. Se intenta todo eso porque nos hace falta, porque hay algo que se engarza así, hay algo
que se recompone arcoíris, algo que suena sinfonía, algo que nos permite dormir
mejor, para soñar de nuevo.
O,
al menos, son cosas que me pasan a mí. Como me pasan cosas como ésta: estar
toda una semana pensando escribir sobre Roth y la Viena de entreguerras y
acabar hablando sobre Felisberto y Cortázar y Onetti, porque después de
despertarme esta mañana tras uno de mis consabidos sueños de preparativos de
viaje, donde hay cosas que hacer y nunca se hacen, sitios a los que ir y nunca
se llega, tareas triviales pero repentinamente infinitas (hoy, dejar una nota,
no recuerdo para quién o para qué y no encontrar un papel, y no saber escribir
entonces mi nombre), porque mientras me decía a mí mismo que no podía dejar de
escribir hoy una entrada del blog, he
sabido que no podía pasar más tiempo
sin que compartiéramos mis cuentos
tristes, y he sentido una inmensa alegría
al darme cuenta de que esta entrada, algunas horas después, estaría escrita.
Ya
me cuentan.
* * *
Los
relatos en línea (preferiblemente,
compren los libros, ya saben):
https://ciudadseva.com/texto/menos-julia/
https://ciudadseva.com/texto/final-del-juego/
https://ciudadseva.com/texto/un-sueno-realizado/
2 comentarios:
Pues no conocía a Felisberto, ya tengo curiosidad ahora por buscarlo y leerlo. Gracias por el descubrimiento. Interesantes todos los cuentos tristes. Muy otoñales. Merchi Lo :-)
No dejes de leer a Felisberto, es fundamental y un escritor que, como dijo Italo Calvino, no se parece a nadie. Muchas gracias por el comentario!
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