domingo, 8 de octubre de 2023

Un pequeño vacío en la pared

 


Araño en la pared con una uña,

la cal va cayendo

como si fuese un pedazo

de la tortuga celeste

JOSÉ LEZAMA LIMA, El pabellón del vacío

Debemos al malogrado escritor Víctor Lázaro la primera descripción detallada de los tokonoma del Metro. Si bien no es concebible que haya sido él el primero en reparar en ellos, lo cierto es que se obsesionó de tal modo con esos misteriosos elementos que es gracias a su investigación sistemática como hoy podemos tener una idea algo más aproximada de lo que son (lo que fueron) y lo que representan.

El trabajo de Víctor sobre los tokonoma se recoge, sobre todo, en su último relato, Lázaro, prófugo, texto póstumo y presumiblemente inconcluso y, como prácticamente toda su obra, inédito, incluido ahora en la recopilación de su narrativa La rebelión del taxidermista (Ediciones Complutense, 2017) que ha realizado su principal estudiosa, la hispanista Angela G. Whitehead. Los materiales que se encontraron en el archivo de Lázaro tras su muerte fueron tan abundantes y tan heterogéneos que Whitehead se conformó, en primera instancia, con realizar una selección de las piezas más elaboradas o más próximas a la completitud (algo que siempre es difícil de precisar en Lázaro). Otras muchas piezas y notas esperan, presumiblemente, para ser incorporadas a nuevos tomos de sus aún quiméricas Obras completas. Whitehead trabaja en la actualidad en La inquietud del inquilino, que estaría compuesto por sus trabajos ensayísticos. Algunos privilegiados, gracias a la amistad que nos une con Angela hemos podido acceder a algunas páginas inéditas, que arrojan luz, si es que esa terminología es aplicable aquí, sobre la cuestión de los tokonoma. Angela y yo nos conocimos en un curso en Barcelona, y entablamos desde el primer momento un intercambio muy fructífero. Yo, aunque muy vagamente, había conocido a Víctor en los años 2006-07 y había compartido con él algunas inquietudes literarias.

En lo que parece ser un diario de los comienzos del milenio, Lázaro anota que su primer conocimiento de la voz tokonoma se debe a la lectura del poema El pabellón del vacío, de José Lezama Lima. Este poema es el último del libro póstumo Fragmentos a su imán, publicado en 1977 (Lezama había muerto el 9 de agosto de 1976). Me recuerdo buscando ese libro por las librerías de Madrid por el 1978 o el 1979 (yo tenía catorce años) acompañado de mi padre.


El pabellón del vacío está fechado 1º abril y 1976 [sic] y es, por tanto, uno de los últimos que escribió Lezama. Por mi parte, yo conocía ese poema desde bastante más atrás, y en mi caso también supe a partir de él lo que era un tokonoma. No recuerdo, no obstante, en las breves conversaciones que Lázaro y yo mantuvimos, en alguno de aquellos bares, a los que nos había llevado quizás Laia, nuestra amiga común, que se mencionara ni el término japonés ni tampoco al excelso escritor cubano. Por entonces, ciertamente, Lázaro ya estaba inmerso en sus investigaciones, pero no parece que estuviera dispuesto a compartirlas conmigo, y tal vez tampoco con Laia, si bien las menciones de ésta a Víctor siempre tendían a ser oblicuas. 

Hace mucho que no me he vuelto a encontrar con Laia, si descuento aquella vez en que nos topamos en Madrid inesperadamente (como no podía ser de otra manera, en una librería, en el viejo edificio de La Central de Callao). Mencionamos el suceso de Lázaro de pasada, lamentamos el olvido de su obra (aún Angela no había aparecido en escena, al menos para mí) y nos despedimos sin mayores remordimientos. Se me ocurre que es posible que Laia vaya a leer esto ahora, y es algo en lo que no había pensado. Seguramente ella lo recuerda de otro modo, seguramente ella quiera, y deba, contradecirme.

Las anotaciones inéditas de Lázaro en sus “diarios” (por inadecuado que sea tal nombre) sobre los tokonoma tienden a ser muy breves y bastante crípticas, al menos antes de la redacción de Lázaro, prófugo, que tiene lugar bastantes años después. Es posible que desarrollara un código ad hoc que conferiría sentido a lo que en una primera lectura parece un galimatías: tk l9 10e apenas luz - marchito, o, inesp tk l5 cul-de-sac 1ªbif abd, o, en un viaje a París, anterior al último, un registro algo más diáfano: l10 Mé junto al bucle: nítido - los graffiti lo respetan.

Hay que ir a los borradores de Lázaro, prófugo, que son abundantes y muy trabajados (sin duda Víctor sabía de la inminencia de la consumación) y de los que la versión editada por Whitehead deja fuera una buena parte (a la espera, según sus palabras, de una edición crítica de la obra completa, que aún se vislumbra lejana) para encontrar lo más parecido a una descripción sistemática, si bien no cabe olvidar que el relato se presenta como una obra de ficción en la que la trama arranca con un sudoroso fugitivo deslizándose en un asiento de un vagón de Metro, entre dos personas anormalmente obesas, agotado por un deambular constante, y empieza a dormir y a soñar con metros que se congregan siguiendo la gran rosa de las vías en la Plaza Metafísica, mientras los niños se acercan a ellos y los acarician como a mascotas, pues eso son los trenes, alegres bestezuelas que abren y cierran las puertas como por juego, hasta que se hace de noche en el sueño y Lázaro abre los ojos cuando el personal de limpieza le sacude por los hombros y le dice que ha de abandonar el coche, ya que ha llegado a la estación término de la línea. Es caminando, aterido de frío, por un barrio desierto, desconocido para él, en los confines de la ciudad, como Lázaro empieza a recapitular sus aventuras en la cacería de tokonoma y de ese modo sabemos hasta qué punto había llegado también el propio autor, que aparece en cierto modo también en el relato, representado como Viktor, un bibliotecario al que Lázaro conoce en uno de sus trayectos, y que dispone ya de un grueso cuaderno de observaciones que, tras no poca reticencia, decide compartir con Lázaro, un hombre, del que se dice que está cansado ya de resurrecciones.

Un tokonoma es un elemento de la decoración tradicional japonesa, que consiste esencialmente en un hueco, generado por la disposición de unas maderas y la creación de una pequeña tarima en una esquina del cuarto, y que se deja vacío excepto por la inclusión de una serie de objetos muy selectos, que pueden incluir un arreglo floral o ikebana, un panel con caligrafía o pintura o alguna estatuilla. La sutil y fatigosa etiqueta concerniente al tokonoma incluye la prohibición del acceso a ese espacio de algún modo sacralizado (excepto para su limpieza y cuidado, para lo que se requiere de un elaborado ritual) y la costumbre, o norma, de que el anfitrión haga gala de su humildad ante un visitante ilustre sentándose él de espaldas al tokonoma para no hacer ostentación de los ricos elementos allí congregados.

La observación de los tokonoma del Metro requiere, desde luego, de cierta pericia, y a simple vista es posible que pasen desapercibidos, incluso para los viajeros habituales de las líneas en las que se encuentran. Su número exacto siempre fue desconocido, si bien ha habido autores posteriores que se han afanado en la elaboración de catálogos que pretenden exhaustivos. No son, en todo caso, muy comunes, y tienden, por otra parte, a ser efímeros. Aparentemente su aparición no fue premeditada, o eso dice Lázaro que le dijo Viktor, según nos cuenta Víctor Lázaro: alguien (¿quién? ¿un empleado del Metro que recorría las vías cuando el servicio había concluido? ¿un viajero que contemplaba, hipnotizado por la negrura, la sucesión de los tubos de las conducciones que van de una estación a la siguiente?) concibió la posibilidad de un tokonoma en alguno de los rebajes de la pared, en alguno de los huecos que rompían la continuidad del muro, acaso con alguna finalidad de servicio que se nos escapa, acaso también por puro azar o por desidia. Ahí, en esas hornacinas, alguien (¿quién? ¿qué mano ruda o delicada? ¿en qué primavera subterránea?) colocó un día (¿era la línea 9?) un pequeño florerito de vidrio traslúcido, con un par de flores, acaso de papel. Algunos días después, un papel apareció pegado a la pared, junto a las flores. Era una cita del poema de Lezama: De pronto con la uña trazo un pequeño hueco en la mesa. Entonces, dice Lázaro, supimos (en ese plural indefinido con el que hilvana una narración que se quiere impersonal) que debíamos aprender a recordar con las uñas. Alguien añadió el tercer elemento: una piedra, o un vidrio, o un brillante, con la cabeza de un caballo en el fondo. El tokonoma parecía completo y, como una consecuencia ineludible, fue preciso encontrar otros huecos o vanos u hornacinas en los que depositar esos pequeños museos.


En ningún momento de la narración Víctor Lázaro se preocupa por las cuestiones que todo lector, maleducado en la tradición de los narradores omniscientes o de las cómodas tramas noir de los policiales, ansiaría ver dilucidadas: el quién, el cómo, el cuándo, sobre todo el porqué. Su recorrido es rápido, ejecutado con rotundos y escasos golpes de pincel (hay prisa). La observación de los tokonoma es necesariamente fugaz, a ritmo de tren que avanza, pero el adiestramiento, la costumbre, los fueron haciendo nítidos para Lázaro, quien nos cuenta cómo fueron apareciendo más y más hornacinas, decoradas pobre o ampulosamente, en todas las líneas, en todos los grandes ferrocarriles metropolitanos, cómo empezó entonces a hacerse más fácil el detectar los tokonoma, como si los autores se fueran haciendo más indiscretos o quisieran que su obra fuera conocida más allá del círculo de los iniciados. Quien más, quien menos, tuvo la tentación de ejecutar su propio tokonama, adentrándose apenas unos metros en el túnel, bajando por los tres, cuatro peldaños del final del andén cuando nadie miraba (pero las cámaras siempre miran), depositando burdos bibelots en cualquier recoveco. A nadie le engañaban esos intentos: antes bien, anunciaban ya una nueva etapa, la de la banalización de lo sagrado, la de la desaparición del misterio.

Lázaro confiesa, en el relato, que entre los adeptos cundió el desencanto. Viktor, de hecho, abandonó por completo las investigaciones, le legó su archivo a Lázaro, que en ese punto ya no sabía muy bien qué hacer con él. En los periódicos sensacionalistas empezaban a aparecer noticias, torpemente redactadas, sobre la cuestión. Se hicieron documentales especiales, cundieron los expertos, todo se confundió y se trivializó. Lázaro cuenta que vio a Viktor un día en televisión, en uno de esos programas de misterio, diciendo que los tokonoma nunca habían existido, que habían sido una invención de un lezamiano irredento (fueron sus palabras, y parecía referirse a sí mismo) que no soportaba la rutina diaria de escaleras, andenes, multitudes y estaciones que le llevaba de la nada de su vida a la ficción de su trabajo. Lázaro sintió, o eso nos dice Víctor Lázaro en su relato, pena, o alivio, por su amigo. Esa noche apagó la luz para dormir y soñó por primera vez con la Plaza Metafísica y sus grandes rebaños de trenes, y él era un niño que esperaba con su banderita la llegada de los vagones, que se anunciaba con ruidosa música de banda de pueblo. El reloj marcaba casi las tres. Despertó sonriendo: era la primera vez en muchos años que no se sentía agotado cuando se levantó de la cama.

Ahí termina el relato en la versión publicada preparada por Whitehead, que aduce que Víctor preparó una versión mecanografiada en limpio que hizo concluir por tres vistosos asteriscos. En el prólogo de La rebelión anota, no obstante, que hay entre los papeles de Lázaro en el ordenador que dejó encendido en su habitación de hotel el día de su muerte, un archivo llamado Profugo2 en el que se incluye lo que sería la segunda parte, o el colofón, de la historia, bajo el epígrafe: habría que elaborar más esto, pero no hay tiempo ya. Las líneas que siguen son confusas, hay evidentes fallos de continuidad (tokonoma se podría decir) en la narración, frecuentes contradicciones. Nos encontramos ante un borrador, nos dice Angela, y por lo tanto, publicarlo como coda de un relato suficientemente delimitado como es Lázaro, prófugo, sería de algún modo, desvirtuar éste.

Tras insistir mucho, conseguí que Angela me pasase una transcripción de ese texto, violando así el acuerdo que estableció con los sobrinos del autor, quienes le encomendaron la custodia de sus escritos. Es gracias a eso que yo puedo aquí, ignorando a mi vez toda elemental norma de discreción (pero qué importa ya, cuando ya no hay más tiempo), compartirlo con ustedes, aunque quién sabe qué recorrido tendrá a su vez este texto, este escrito, tal vez tan póstumo como los de Lázaro, tal vez tan inédito como los de él.

Tras aquel bello sueño, que se repitió muchas noches, Lázaro supo. Supo lo que faltaba. Cogió la carpeta con los mapas, revisó los itinerarios (hay innumerables dibujos y esquemas en las carpetas de Víctor, a veces con muchos colores, uno por cada línea, a veces con ineficaces y torpes representaciones de los contenidos de los tokonoma, en los que había empezado a aparecer como seña de identidad, la efigie de Lezama, frecuentemente en la forma de un sello de correos de Cuba que conmemoraba el aniversario de su natalicio), y empezó la búsqueda de la grieta. No explica en ningún momento Lázaro, ni lo explica Víctor Lázaro, cómo llegó a la conclusión de la existencia de la grieta, apenas incluye en uno de los borradores unos versos que dice haber escrito cuando era un adolescente y que empiezan Cristales de frío colgando de las uñas / cuando la luz se niega a venir, / cuando la noche permanece hasta la noche siguiente. Lo cierto es que la grieta se convirtió entonces en la meta de Lázaro, a la que se consagró completamente.

Lo que viene entonces es la sucesión de los intentos fallidos, que son muchos, hasta el último viaje a París. Allí, en el tokonoma entre Saint Michel y Odéon (línea 4, uno de los más conocidos, por el saxofón que alguien colocó junto al pequeño bouquet de flores), por fin la vio. Apenas una rendija, cuenta Lázaro, en la esquina superior, como si una puerta no estuviera bien cerrada, como si de algún modo la bisagra estuviera cediendo, una nada de resplandor, inapreciable para el ojo no entrenado, invitando a traspasar el umbral, a violar el tabú, a desbaratar el tokonoma, a evaporar al otro que sigue caminando. Lo que viene ahora, concluye entonces, es lo que cabía esperar desde el principio: la historia no podía acabar de otra manera.

Y ahí termina el archivo Profugo2. Quién sabe si Víctor hubiera tratado en un futuro ya inalcanzable (no hay tiempo) de escribir un Profugo3 en el que se adentrase en el detrás del tokonoma, accediera a ese resplador, a ese espacio de luz que acaso es una inacabable explanada de hormigón con una gran rosa de vías en el suelo, y una estatua yacente, a la sombra de la cual esperar la llegada de los trenes. Algo así parece sugerir una línea garabateada en la última libreta, la que encontraron en su bolsillo: había hallado el lugar sin nunca y ahora lo recorrería interminablemente. Es la penúltima línea. La última dice: María Zambrano escribió una carta a María Luisa Batista, la viuda de Lezama, el día 6 de agosto de 1978. En el encabezamiento dice: “Día de la Transfiguración”. Sigue una flecha y una palabra: Hiroshima.

Lo que sí puede saberse es el final de Lázaro, de Víctor Lázaro. La historia no podía acabar de otra manera. Cuentan que el comisario de policía, que al parecer era inusualmente obeso y sudaba copiosamente en el tunel escasamente ventilado dijo: a veces prefieren no saltar, prefieren que no haya tanta luz. Junto al tokonoma, que tapaba el comisario con su gran corpachón, el cuerpo tendido de Víctor trazaba una perpendicular imperfecta con la vía. El saxo permanecía callado.

En pocos días vuelvo a Barcelona. Coincidiré con Angela en un curso. Es posible que sea una buena oportunidad para contactar con Laia. Comparar notas. Parece que los tokonoma han ido desapareciendo. Ya sólo hay informes de avistamientos en algunos metros remotos de ciudades chinas superpobladas. Ha empezado un comercio semiclandestino de estatuillas y paneles de temblorosa caligrafía. La rebelión del taxidermista no se ha vendido apenas. Angela se quejó desde siempre del desinterés de la editorial, está pensando en enviar La inquietud del inquilino a otra, pero no está segura de que los atrabiliarios escritos de Víctor sobre laberintos, gnosticismo y cometas tengan mucha mejor salida. Parece que la época de los descubrimientos ha pasado, y nos adentramos en ese territorio ambiguo de la memoria, que linda con el olvido. Lázaro ha muerto una vez más. Ahora le tocará resucitar de nuevo, lo cual, inevitablemente, acrecentará su agotamiento.

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