domingo, 29 de octubre de 2023

A day in the life


Escribo cada día sólo para perderme en destinos inventados.

JOSEPH ROTH

El viernes, por la mañana, di a mis alumnxs una clase sobre el cine. En realidad es una clase sobre la imagen en movimiento, o, mejor aún, sobre la captación, el registro y la reproducción del movimiento. En la clase no faltan Marey o Muybridge, o los zoótropos, y desde hace unos años incluye un prolijo apéndice visual sobre gramática cinematográfica, en la que los planos y los contraplanos, los picados y los contrapicados, las secuencias, las bandas sonoras y las elipsis se ejemplifican con muestras de mis películas fetiche. La clase empieza, no obstante, por donde ha de empezar cualquier discusión sobre el movimiento: por las aporías de Zenón de Elea.

Hace muchos años, cuando yo era un escolar y es algo que le recuerdo a mis estudiantes cada vez que yo repito esa ceremonia, en homenaje a mis predecesores se hizo una clase conjunta de Filosofía y Matemáticas, una especie de seminario, en la que se enunciaron —iba a decir explicaron, pero justo eso es lo que no cabe hacer con las aporías— las paradojas de Aquiles y la tortuga o de la flecha. Esa clase me voló la cabeza. Poco después me fui encontrando en ese Borges de mi adolescencia sucesivas formulaciones y reformulaciones de lo mismo: la limitación del argumento racional, la tiranía de lo sensorial, la inconsistencia del mundo.

Al hilo de todo aquello me permito introducir entonces en esa clase ese fascinante pasaje de uno de mis relatos favoritos del argentino, Tlön, Uqbar, Orbius Tertius, en el que se discuten los idiomas primigenios de ambos hemisferios del conjetural planeta. Allí, Borges nos presenta la posibilidad de una lengua sin substantivos. Nuestra identidad se afirma, se asienta sobre los substantivos. El nombrar, el nombrarnos, apela a una permanencia parmenídea que acaso no es más que un desideratum: en el río de Heráclito somos, como mucho, derelictos. Para ilustrar lo que sería un idioma así, Borges propone una frase que enuncia la presencia de la luna: Surgió la luna sobre el río se diría detrás duradero-fluir luneció. (Apunta Borges, sardónico, que su amigo Xul Solar lo haría más fácil: upa tras perfluyue lunó.) El inglés, que nominaliza verbos y verbaliza substantivos con facilidad, se presta más a esa especie de visión fluida de las cosas: Upward, behind the onstreaming, it mooned.

Lunecer me parece una de las invenciones más poéticas de la lengua castellana, tan rotunda en sus substantivos y sintagmas nominales —así nos va, el idioma explica tantas cosas... Siempre he querido empezar un relato por la palabra lunece. Me parece que es importante que mis alumnxs la hayan escuchado al menos una vez en sus vidas. El lunecer —que en el idioma adjetival del hemisferio contrario de Tlön podría decirse anaranjadotenuedelcielo— es algo que acontece aquí abajo, a la altura de nuestros ojos, de nuestro cuello girado —dolorosamente, a veces— hacia el cielo. Es algo que no necesita de una luna para ocurrir, que es independiente de que haya una masa de roca y polvo orbitando otra masa igualmente incapaz de toda otra decisión que no sea gravitatoria.

Lunecer pertenece a los poetas. Es decir, a todo el mundo. Normalmente se nos olvida el lunecer, como se nos olvida el ausentir, que es la existencia de los ausentes, persistentes no obstante en su conatus, ajenos a nosotros pero presentes para otros, para no-nosotros, a la espera de un encuentro que es un súbito lunecer doble, sobre todo cuando es de noche y hace frío y justo por esos sitios por donde anduvimos aquella vez, la primera.



El viernes, por la noche —a day in the life—, luneció violentamente. Volvía a casa bajando por Santa Isabel, y alcé la cabeza: vagamos cabizbajos y los músculos del cuello nos tiran cuando los tensamos, hemos aprendido demasiado bien la humillación. Ahí estaba: lunecía tras una farola. La farola vencía con su resplandor eléctrico, pero al fondo, azul, azuladotenuedelcielo, el golpe de luz friolenta. Otro mes descontado, otro mes menos.


Avancé, ya inevitablemente hipnotizado. En la plaza donde está el Reina Sofía se mostraba el lunecer sin tapujo alguno ya, soberbio en un cielo imposiblemente obscuro, sometido al ultraje de la contaminación lumínica. ¿Qué hice entonces? Fui blasfemo, fui irreverente, pequé contra Heráclito. Saqué una foto, saqué varias fotos. Congelé el devenir, asesiné al lunecer. La luna es ese cadáver. La luna, que se resiste a aparecer en la imagen fija con el esplendor con que el engaño de nuestra vista nos la muestra.

Me contradije, pues. Me exilié de Tlön y acabé en ese Buenos Aires en el que el único consuelo son las enciclopedias. O en ese Madrid a punto del chillido. Volví a ser arquitectura, volví a creerme cuerpo, volví, por lo tanto, a la negación del ausentir, a la soledad de los Grandes Substantivos. La veneración de la luna siempre fue insegura, siempre fue puro riesgo: nunca hubo certeza de que habría un nuevo lunecer. Y cuando lunece siempre sabemos que es efímero, y que ese reloj marca el seguro avance de nuestros despojos hacia su desser.



La foto más rotunda muestra el ojo brillante sobre un letrero luminoso, en un contrapunto irónico. El letrero es el de un hotel, el Hotel Mediodía. El Mediodía, de noche. Recordé entonces de repente que la Estación de Atocha, sobre la que lunaba igualmente unos pasos más adelante, se había llamado una vez Estación del Mediodía, aunque ni siquiera era cierto entonces que los trenes que de ella partían fueran al Sur, al borgeano, al ericiano Sur —en Madrid la Estación que se llamó del Norte muchos años, la de Príncipe Pío, está en el Oeste, y por su causa, a ese barrio occidental aún hoy se le llama Norte: pequeños triunfos del surrealismo geográfico—: ese nombre me evocó al demonio del mediodía, la divinidad agotadora de los melancólicos. La luna del Mediodía se enseñoreaba de la confusión temporal, parecía que en cualquier momento iba a caer la tramoya, se iba a desmoronar el castillo de naipes, y el tiempo, es decir el noser, se iba a mostrar en su desnudez deslumbrante.

Pero el cuerpo se basa en su pesantez, y no puede permitirse más que disoluciones muy parciales y como a modo de juego. Me limité a contemplar en el display la foto, aprecié su cualidad un poco objet trouvé, la difundí por mis redes sociales, contribuyendo así a la banalidad de todo acto nopoético. En definitiva, una vez más, me enmohecí.

Crucé la calle para bajar hacia mi casa. Enfrente —yo lo sabía, pero sólo con la cabeza, porque el corazón estaba frío y lloviznaba— había gente apresurada que buscaba los andenes. Partían incesantes los trenes de la Estación del Mediodía a la del Ocaso. Dejé la estación a mi izquierda, enfilé hacia el río. Río, vías: todo eran fogonazos heraclíteos, una intermitencia de agua. En el bolsillo, las Crónicas berlinesas de Joseph Roth, que estaba releyendo. Al azar, la pieza llamada Declaración a favor del Gleisdreieck. ¿Cómo no declararse a favor de un lugar que se llama literalmente triángulo de vías y contiene viaductos cruzados? ¡Qué paraíso del devenir, de la escultura evanescente de sus trayectorias! Al fondo, todas las estaciones de mi vida. La estación de Lucerna, que arde en las primeras páginas del Austerlitz de Sebald. La estación de Francia, en Barcelona, en el 77, en mi viaje a Suiza. La estación de Lyon, atestada, en un retorno anómalo. La Gare de Montparnasse, en donde me fue dada la visión de los ciempiés. Las pequeñas estaciones del valle del Ródano. Los metros de los sueños.


Station to Station: en los auriculares, Bowie. Justo en ese mismo lugar, justo enfrente de la estación de Atocha, metido en un atasco, una mañana lluviosa de enero de hace unos años la noticia de su muerte en la radio me hizo llorar como si fuera la de un hermano. Here are we, one magical moment, such is the stuff from where dreams are woven.

La estación es, claro, un simulacro, el lugar del estar. Satisface nuestra necesidad de cobijo, aplaca momentáneamente el miedo. En seguida sale el tren, en seguida trenamos, en seguida rielamos, como riela la luna sobre el mar, en la Canción del Pirata de Espronceda que nos aprendimos —es decir, que se aprendieron los que éramos, si es que entonces éramos todavia— siendo, sí, escolares, y en la que no faltaban dos puntitos sobre la i para recordar que ese diptongo había de romperse por el bien de la métrica. Ay, la métrica.

Por ahí anduvimos una vez, por ahí anduvieron aquellos que éramos, en su pretérito imperfecto, y se abrazaron. Dejamos de ser, pasamos a ser abrazos, a serabrazo. La huella luminosa, infinitamente tenue de aquellos pasos compite a duras penas con la violenta luna, anclada ya en el cielo por la huida vergonzante de esa poesía instantánea a la que no podemos prestar atención, ocupados por el tráfico, el frío, el hambre, el Ser con su carga pétrea de Sísifos encorvados. A duras penas compite con el Hotel del Mediodía y sus neones. Es como una de esas estrellas que está ya para siempre oculta por el inclemente abuso de la luz urbana. Pero está. Estar es otra cosa que ser, ya que no somos, sino que estamos: es presenciar, presentir, y ese pre está cargado de futuro. Estuvimos, por eso estamos. Lunecemos.

Hay otra pieza de Roth en las Crónicas berlinesas llamada Arquitectura, en la que se cuela de algún modo ese mismo viento, el que ulula entre las falsamente sólidas masas de nuestro quererser. Su primera frase resulta demoledora, aunque cuando se escribió probablemente no se sabía cuán certera acabaría siendo —pero sí, sí se sabía: nadie más lúcido que el Santo Bebedor Joseph—: A veces ocurre que confundo un cabaret con un crematorio. Estos son los malos tiempos. La luna se tapa los ojos. Lejos, nos parece, pero no, porque todo ocurre sin cesar en todas partes. Todo oscila, todo se mece, nada permanece, salvo la crueldad humana.

Así iba pensando yo la noche del viernes, de retorno a casa, pues con el móvil no sólo puedo hacer fotos, y guardarlas, y retocarlas, y mandarlas a mi gente, o colgarlas en las redes sociales. También puedo leer las noticias. Deseé entonces volver a dejardeserenelabrazo, y, desde nuestras mutuas ausencias, quise que tu lunecer fuera igualmente bello, igualmente efímero, igualmente recursivo.

I’d love to turn you on.


"A day in the life", The Beatles: https://www.youtube.com/watch?v=YSGHER4BWME

"Station to Station", David Bowie: https://www.youtube.com/watch?v=ZpIhsGg2SJ0


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Un placer lunecer un rato leyéndote. Cada texto tiene un halo perfecto que se cierra como esos círculos perfectos que a veces se cierran.
Ha sido un paseo nocturno por la ciudad, podríamos decir que nocturneando y madrideando muy Agustín.
Un placer como siempre.
ana

AGCano dijo...

Muchas gracias, Ana.

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