viernes, 3 de noviembre de 2023

Un libro


Liebende, euch, ihr in einander Genügten,

frag ich nach uns. Ihr greift euch. Habt ihr Beweise?

RAINER MARIA RILKE, Die Zweite Elegie

La primera vez que visité Basilea fue en julio de 2013. Había aterrizado en Zürich, pero no estuve en esa ocasión allí, tomé un tren desde el aeropuerto y aparecí en un mediodía lluvioso en Basel. Mi hotel estaba al lado de la estación, donde había además un intercambiador de tranvías. Pude recorrer la ciudad en ellos, y visité lugares inolvidables a los que he vuelto en otros viajes, como la Fondation Beyeler, en las afueras, un lugar muy especial en donde el año pasado me pude abismar en una colección de Rothkos, o el Kunstmuseum, donde a los Böcklin se les une la impresionante figura yacente del Cristo muerto de Holbein.

En ese viaje tenía muchos objetivos. El primero y fundamental, visitar a N. en Lausanne. Pero también me esperaban esos museos de Basel, los autómatas Jacquet-Droz de Neuchatel (tengo que escribir sobre eso otro día, fue una experiencia fascinante) y, por supuesto, la peregrinación a los santos lugares rilkianos de Sierre, Raron y Muzot. A comienzos del año anterior había estado, ya lo he contado por aquí, por primera vez en Duino, celebrando el centenario del alumbramiento de las Elegien, y cuando pude contemplar Muzot, el lugar donde se terminaron como un huracán, después de resistirse durante diez años de errancia, tristeza, angustia (es la Primera Guerra Mundial, Rilke fue movilizado) y hallazgos luminosos como Ronda (que yo había visitado en 2011), sentí verdaderamente una consumación, y supe que definitivamente, mi destino y el del inmortal poeta checo estarían ligados para siempre. Un par de años después Morgana en Duino refrendó ese vínculo.

Pero todo eso estaba aún lejos y era, de algún modo, imposible todavía. Podría contar muchas cosas de ese viaje de retorno a Suiza, pero sólo voy a hablar de un libro. Hace no mucho concebí un plan para los tiempos en los que goce de tiempo, que ya no deberían tardar: una especie de blog diferente a éste en el que cada día escogiera un libro de mi biblioteca (debe de haber cerca ya de cinco mil volúmenes) y contara su historia, o, por mejor decir, mi historia con ese libro, el modo en que llegó a mí, qué buscaba en él, cómo me ha acompañado, su existencia en tanto que objeto. Hay muchas cosas que contar, porque muchos libros se compran en viajes, en ciudades lejanas, en momentos vitales complejos y obscuros y también en otros radiantes. No sé cuándo haré algo así, pero esta entrada podría parecerse a una de las que habría en esa bitácora bibliotecaria futura.

Es en Basilea como llega a mí este ejemplar, fino, elegante, perfectamente conservado a pesar de su edad. Y lo hace el día 30 de julio de 2013 (conservo el ticket de la librería, Zum Bücherwurm, y sí, gusano lector al fin y al cabo). Rilke ya entonces es omnipresente en mi vida, y en ese viaje todo resuena con él. Esa tarde (estaba muy pocos días en Basilea, y fueron, por tanto, atareados) visité varias librerías de viejo, que recuerdo como realmente interesantes. Compré varios libros de Rilke o sobre él. Tantos como pude, pues la prudencia aconsejaba moderación (así lo anoté en mi cuaderno de viaje), ya que estaba apenas al comienzo de mi periplo, y no era cosa de acarrear demasiados kilos en una bolsa de viaje que se prometía rebosante para su futura facturación de vuelta. De entre mi cosecha de ese día, las Werke en tres volúmenes editadas por Insel Verlag (mis ejemplares son de 1966), “el segundo tomo de las cartas a la princesa Thürn und Taxis, que cubre todo el periodo final en el Valais y que incluye cosas tan interesantes como la transcripción de los protocolos de las séances espiritistas en Duino en 1912” (tomo el texto de mi libreta, hay que recordar que las Duineser Elegien son, en la dedicatoria de Rilke, de la propiedad de la Princesa Marie) y el libro que Carl Sieber, yerno de Rilke, escribió sobre los primeros años de éste.

Y además de todo eso, compré ese libro delgado, elegante, tan bien conservado, que es una edición de las Duineser Elegien también publicada por la Insel en 1940. El libro no es, ni mucho menos, un ejemplar de bibliófilo, me costó muy poco dinero, y hoy cuesta eso mismo si uno busca algún otro gemelo de él en Iberlibro (unos 10 euros). No era, por otro lado, un libro excesivamente necesario para mí, que ya disponía de varias ediciones bilingües de las Elegías, ese monumento poético en torno al que yo llevaba orbitando ya varios años. Pero me atrajo el tomito, lo incluí en el lote, lo metí entre la ropa, lo traje de vuelta a Madrid, lo coloqué en la estantería de Rilke, y alguna vez (no muchas) lo extraje básicamente para tocarlo, pues, como digo, mis excursiones por Leidstadt y otros lugares de las Elegías se acababan haciendo en otros textos, otras ediciones.

Mi relación con la lengua alemana es profundamente ambivalente. Se podría decir que el alemán es el único idioma que estudié en serio. Estuve tres años en el Goethe Institut y llegué a un nivel que en principio me capacitaba para lo que entonces (no sé ahora) se llamaba el Kleines Sprachdiplom, que es equivalente a un First en inglés. Pero eso fue hace mucho, cuando cursaba mi carrera de Físicas, hace ya más de treinta y cinco años y lo cierto es que luego no he practicado el idioma lo suficiente, desde luego no oralmente (he estado muchas veces en países germanófonos, pero siempre pocos días) y tampoco como lector, pues lo cierto es que nunca alcancé la fluidez necesaria y me faltó empuje para forzarme, cosa que sí hice con otros idiomas más cercanos al castellano, como el italiano, el francés, el portugués o el catalán, en los que leo sin dificultad alguna, a pesar de no haber tomado ni una sola lección en ninguno de ellos. El inglés es, claro, aparte: he trabajado y trabajo habitualmente en inglés, es la lingua franca en todo el planeta y he tenido muchas oportunidades de progresar en un idioma que me enseñaron de aquella manera en las aulas de mi colegio de primaria y secundaria de los años setenta.

Lo cierto, por tanto, es que tengo una cierta frustración con el alemán. Lo aprendí porque tenía un vivo deseo de conocerlo, ya que muchos autores de mi preferencia desde muy joven escribían en esa lengua (singularmente Kafka, de quien me compré muchas obras en el idioma original, y del que una vez dije a una de mis profesoras del Goethe que me matriculé allí um Kafka auf deutsch zu lesen, para leer a Kafka en alemán, y no sé ya si la frase es correcta, o si alguna vez lo fue, porque la gramática del alemán no es cosa baladí, ya lo saben ustedes). Ahora más o menos lo entiendo si me hablan en él, lo hablo como si hubiera sufrido una súbita lobotomía en la región del cerebro donde se almacena el lenguaje, y lo leo arrastrándome penosamente por las líneas. Adoro esa lengua, en todo caso, y, cuando tenga tiempo, es decir, puede que ya muy pronto, volveré sin duda a él y me obligaré a leer en el original a esos autores míos de cabecera.

Uno de ellos, claro, es Rilke. Los libros que me compré ese día en Basilea me han servido para mis investigaciones sobre él, y me compré otros en alemán en otro momento, sobre todo colecciones de cartas que no se pueden encontrar traducidas. Pero, si soy sincero, necesito el apoyo de la traducción en muchas ocasiones. Rilke, ya de por sí, no es precisamente de fácil lectura, ni siquiera para un germanoparlante, pero al mismo tiempo, por eso mismo, es imprescindible intentar penetrar en el compacto significado de sus frases, en la trama de sus imágenes a partir de sus propias palabras, sin el filtro o tamiz de traductores, sin duda bienintencionados, pero abocados, ay, a una tarea básicamente imposible.

Así pues, aunque sólo fuera para acariciarlo, para leer aquí y allá alguna frase a salto de mata, me traje ese libro de Basel a Madrid. Lo abro ahora al azar, es el comienzo de la Segunda Elegía, dejo resbalar los ojos, sé que está ahí lo que busco: Da sagt uns wohl einer: / ja, du gehst mir ins Blut, dieses Zimmer, der Frühling / füllt sich mit dir... Was hilfts. Y sí, de qué sirve, aunque entres en mi sangre, aunque esta habitación, aunque la primavera se llene de ti, y de nuevo estoy en casa, en un lugar hermoso, delicado y al mismo tiempo inmenso, inabarcable, una orfebrería y una intemperie, una travesía, un vuelo, un descenso, un caer (wenn ein Glückliches fällt, y ahí acaba la Décima y hay que volver a empezar una y otra vez).

Las palabras de Rilke se enuncian entre 1912 y 1922, entre Duino y Muzot. Algunas elegías, algunos fragmentos se van publicando. La publicación del conjunto, cuya consumación anuncia con alborozo a la princesa Rilke desde su torreón al lado de Sierre: Zehn!, lo que él vio en ese comienzo, lo que presintió cuando escuchó la voz del ángel en las falesie de la bahía de Trieste, tuvo lugar en seguida. Las ediciones fueron sucediéndose. En 1940 la Insel Verlag, de Leipzig, dirigida por el casi legendario Anton Kippenberg, está publicando el conjunto de la obra rilkiana, asesorada por Ruth Sieber-Rilke, la hija de Rilke (sí, Rilke tuvo una hija), la mujer de Carl. Uno de esos ejemplares llegó a Basel, y acabó, setenta y tres años después en Zum Bücherworm, y ahora está en mi casa, sobre mi mesa de trabajo, junto al ordenador en el que estoy tecleando esto.

Hay un misterio en el libro como objeto, hay un misterio inagotable en esa extraña combinación de una materialidad casi prosaica y un contenido que es puro espíritu, que contiene vapores evanescentes, que se suscitan como ectoplasmas en, sí, esas séances a las que tan aficionado era Rilke (le hago aparecer, o al menos a un remedo de él, en un escenario así en la segunda parte, onírica, de mi Morgana en Duino). Cuando el libro se aleja de nosotros en el tiempo, cuando somos conscientes de que hay una sucesión de manos que lo han sostenido, la resonancia de la extrañeza aumenta. Si además es un libro que ha sido impreso en Leipzig en 1940 el vértigo nos arrastra.

1940: la Segunda Guerra Mundial se ha desatado, aún estamos en la Blitzkrieg, el nazismo se extiende como una mancha de aceite por el mapa de Europa, infestando con sus horrores el continente. Alguien compone entonces los tipos para la impresión en la Insel, alguien cose la encuadernación, alguien estampa esas letras doradas en la portada. Trabajadores, trabajadoras. Todos, todas, están muertos, están muertas ya. Hay tantos muertos que se alojan en estas páginas. Rilke lleva trece años muerto (sólo trece) cuando se edita este librito, su hija (su hija) ha supervisado la edición. Kippenberg, amigo personal de Rilke, quien se alojó muchas veces en su casa, es el amo de la editorial. Todo resuena, todo se va haciendo ensordecedor...

En los años treinta, cuando Hitler asciende al poder, hay autores que van dejando de publicarse, autores que han tenido gran relevancia, pero que están ya definitivamente del lado malo para los dueños de Germania. Entre ellos, Stefan Zweig, que era una de las estrellas más rutilantes de la Insel. No hubiera podido existir una edición de la Insel de ninguna obra de Zweig en 1940. Ni de ningún autor judío o proscrito o disidente... El lúcido hasta lo atroz Joseph Roth lo sabe desde el minuto uno, sabe que la ascensión de Hitler no será un fenómeno efímero y sí, sí tendrá consecuencias. Zweig, más ciego, más ingenuo, puede que más cobarde, se mantiene demasiado en la tibieza. Las cartas de Roth van haciéndose más y más rotundas. Zweig se aferra a su lealtad con sus editores. Was hilfts, Kippenberg, sin temblarle la mano, le arrojará a las tinieblas exteriores. Rilke estaba muerto y era un poeta y no era judío y aún podía publicarse en 1940. Zweig y Rilke fueron amigos, Zweig escribió sobre Rilke. Kippenberg estuvo en el entierro de Rilke, al que tan poca gente asistió, en Raron, nada más comenzar el año 1927 (Rilke murió el 29 de diciembre de 1926, en Bellevue, en Glion, sobre Montreux).  Esas cosas dice mi libro de las Duineser Elegien, ésas son apenas algunas de las que dice.


Si se abre ese libro uno se encuentra con un ex libris. Ya no hay, me parece, ex libris, pero éste es un libro que compró alguien (¿se lo regalaron? ¿cómo saber ya, ay, esas cosas?) que sin duda tenía una buena posición, a juzgar por el bello diseño y el cuidado con el que está colocado. El ex libris pertenece a Mary Burkhardt. Aquí se abre otro abismo de sugerencias, otro pasadizo a recorrer en el juego de las pistas. Los Burckhardt (ojo: atención a esa c que le falta al apellido de Mary) son una famila patricia (en todos los lugares se utiliza ese adjetivo deliciosamente anacrónico) de Basilea, gente que ocupaba uno de los más altos lugares de la sociedad (y aún lo hace, me parece). Entre sus miembros, el que goza de una posición más destacada en la historia de la cultura es Jacob Burckhardt, del que casi se podría decir que inventó el Renacimiento en sus estudios de historia del arte. Descendiente suyo era Carl Jacob Burckhardt, que fue amigo y protector de Rilke, quien conoció también a su hermana y pasó alguna temporada en Basilea en la etapa última de su vida, tan profundamente conectada con Suiza. Hay un texto de Carl Burckhardt, que fue diplomático, en el que evoca a Rilke, Una mañana entre libros, y se desarrolla en las librerías de viejo de París.

¿Quién fue, entonces Mary Burkhardt? Una errata es inconcebible en el ex libris, así que no estamos probablemente ante una pariente directa de los Burckhardt, si bien la ortografía tiende a ser algo oscilante. Hay también Burkhardts en Basilea. He buscado por la Red. No tengo ninguna información relevante que ofrecerles al respecto. La imagino a Mary, no obstante, joven en esa época. No tengo ningún motivo para ello, simplemente me dejo guiar por la fantasía. Sí, creo que fue un regalo, acaso de su familia, o de un pretendiente. El libro debió llegar en seguida a Basilea desde Leipzig, y pasó la guerra allí, en la neutral Suiza. La biblioteca se remataría en algún momento y sus contenidos se distribuyeron por los diversos Antiquariat. Muchas décadas después, un español letraherido, de estricta observancia rilkiana, lo encontró y ahora escribe sobre ello, como Carl Burckhardt escribió años después de su encuentro parisino con Rilke. Todo empieza una y otra vez, porque nada acaba nunca: los libros son cápsulas del tiempo, tiempo paralelepipédico en plena ebullición silenciosa, en plena congelación fértil.

Hice aparecer mi libro en mi libro: en Morgana en Duino me refiero a un tomito color mostaza que compré en Basilea. Me confundí, mezclé dos libros: el color mostaza (si es que ese color cabe llamarlo así) fue otro, otra peculiar adquisición en una librería de Mainz, un día que pasé allí en un viaje que hice a Frankfurt am Main, me parece, que el año siguiente. Es una edición parcial de las Cartas a Benvenuta (que tan importantes son también en Morgana) que aparece con el título de So laß ich mich zu träumen gehen. La edición es de 1949. Las Duineser Elegien de 1940 son más bien marrones, o color teja. Nunca corregí el error, es interesante que el narrador (que no es, que no puede nunca ser el autor, y que tampoco puede dejar de serlo) se equivoque en el recuerdo. Hay otro libro color mostaza en Morgana, y su autoría es de los sueños.


El libro es, por lo tanto, color teja, y con letras doradas en la portada, y es delgado, no llega a las 50 páginas. Pero contiene a la Segunda Guerra Mundial, a las deportaciones y los campos de concentración, a los bombardeos de los aliados que arrasaron Leipzig y la casa de los Kippenberg donde se alojó varias veces Rilke, y a una mujer en Basilea que pegó un ex libris en él, y a Roth y a Zweig, y a todos los escritores de ese tiempo que escribían en lengua alemana, y a todos los escritores que han escrito en cualquier momento en cualquier lengua, y me contiene a mí, al que yo era en Basilea en 2013, cuando buscaba la tumba de Rilke, que visité por primera vez en Raron pocos días después, al que paseó con N. por la orilla del Léman en mi retorno a Lausanne treinta y seis años después, el que vio a la clavecinista de Jacquet Droz pulsar de verdad las teclas de su clavecín (you play beautifully, le diría Deckard a Rachael), el que retornó a Madrid y lo colocó en su hipertrofiada colección de libros rilkianos, el que lo extrajo algunas veces, el que escribió sobre él y se equivocó de color, el que ahora lo ha vuelto a extraer y lo ha colocado junto al ordenador y ahora le hará unas fotos, todos esos yo que soy yo, no siendo ninguno, no siendo nada, y en esa permanencia ambigua, frágil, gloriosa, ese libro, que es tan delgado, es un Aleph. Como, por otro lado, lo son todos los libros. Como, por otro lado, lo son todos los objetos.


La correspondencia entre Joseph Roth y Stefan Zweig fue publicada con el título Ser amigo mío es funesto. La primera carta es del 8 de septiembre de 1927 y está datada en Glion-sur-Montreux. Ahí, justo ahí, había muerto Rilke poco más de ocho meses antes. En mi libro de Carl Sieber titulado René Rilke. Die Jugend Rainer Maria Rilke, que fue publicado por la Insel Verlag en 1932, aparece la firma de la dueña. Leo con dificultad su cursiva: Ruth Bindschedler. Y la fecha: Juni 1933. 1933... nada termina nunca, los Alephs se multiplican, hacen eco entre ellos, nos encierran en su bosque tornasolado...

Mañana vuelvo a Barcelona, a un curso sobre Rilke...

Y así sucesivamente.


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