Deux forces règnent sur l’univers
: lumière et pesanteur.
SIMONE
WEIL
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13
de junio de 1940. Los alemanes visten de gris, Ilsa viste de azul, o así lo
recordará con gesto torcido un par de años más adelante Rick Blaine, que en ese
intervalo ha conseguido hacerse con el café más popular, concurrido y
estratégicamente trascendente —sin desmerecer, claro está, a mi adorado Blue
Parrot— de toda Casablanca. Everybody
comes to Rick’s, es sabido. El alemán de Rick está, dice él, a little rusty y la noruega Ilsa le
traduce: es la Gestapo. Es dudoso que
fuera la Gestapo, sería más bien alguna unidad de la Wehrmacht, pero Hollywood
nunca fue muy puntilloso en lo que se refiere a la distribución administrativa
del Drittes Reich. Los alemanes avisan de su llegada inminente a Paris, ville ouverte, a la que entrarán
triunfalmente y sin resistencia el día siguiente, un catorce. Ilsa no encontrará una nueva ocasión de ponerse ese
vestido azul, que para nosotros es gris, porque la película es en blanco y
negro y porque todo es gris en una época así, y todas las épocas, ay, son así.
Rick no lo sabe entonces, pero yo también estoy en París, donde he llegado tras algunas peripecias instantáneamente legendarias. Soy el héroe de la historia, aunque algunas audiencias tiendan a confundirse en algo tan obvio. Soy el marido de Ilsa, pero Ilsa no le hablará a Rick de nuestro matrimonio hasta Casablanca. Ilsa promete a Rick que huirán juntos. Esa misma tarde. Hacia Marsella, y de ahí a Orán, y de ahí a Casablanca. Pero Ilsa no acudirá a la Gare de Lyon, apenas una nota cuya tinta se deslíe en la lluvia le hará saber a Rick su no me esperes. Empapado, acompañado de su fiel Sam, que no goza, hasta nuestro conocimiento, de apellido alguno, se monta en el último tren (son las cinco en punto de la tarde) y se marcha, con el corazón destrozado. Ilsa y yo partiremos después. No revelaré los detalles de nuestra ruta, podrían comprometer a nuestros camaradas. Nos llevará dos años encontrarnos los tres en Casablanca. Everybody comes to Rick’s.
-2-
13
de junio de 1940. La familia Weil, de origen judío pero de nula práctica
religiosa, sale de París por tren. En un principio se dirigen a Nevers y Vichy,
siguiendo al gobierno en huida. Poco después, no obstante, arriban a Marsella,
donde permanecerán un par de años.
André, el hijo mayor, matemático de alto nivel, que ha estado preso por
insumisión en Rouen, les espera en Estados Unidos. Simone, la hija menor, ha
estado dudando hasta el último minuto, pues considera que su puesto está en
Francia y arde en deseos de colaborar con la Résistance, a ser posible en un puesto que entrañe el máximo riesgo
para ella. Finalmente, tras no pocos avatares, se embarca con sus padres hacia
Orán y de ahí a Casablanca, donde permancerá dieciocho días antes de embarcar
en el Serpa Pinto hacia Nueva York,
el lugar de nacimiento de Rick Blaine.
París,
Marsella, Orán, Casablanca, América. Es una historia de refugiados. Todos lo
somos, falta apenas que nos demos cuenta.
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En
el andén de la Gare de Lyon la tarde del 13 de junio de 1940 llovía
copiosamente, aunque también pudiera tratarse de un truco para aumentar el
dramatismo. Es una película americana, no cabe olvidarse. Personalmente, no
recuerdo la climatología de aquellas fechas, mi salud estaba muy quebrantada y
tenía otras preocupaciones. Los trenes salen al Sur, hacia la Francia no
ocupada, atestados. En algún lugar del andén, Simone, con sus grandes gafas
redondas, ve avanzar a toda prisa a un hombre de color, que porta una pequeña
maleta de cartón. El apuesto extranjero le recibe ansioso, intercambian unas
palabras, le entrega una carta. No puede oírlos, no les distingue muy bien.
Pero está atenta. Sus padres la
reclaman. Ella ha entregado también sus papeles unos días antes a Gustave
Thibon. Once cuadernos, de los que Thibon extraerá años después los fragmentos
o aforismos que constituyen La pesanteur
et la grâce, el libro que hará su fama.
La
cabeza le duele espantosamente. Sus migrañas la llevan a desear el dolor a
otros, a gritar improperios. Pero es momentáneo. A estas alturas ella ya ha
entendido qué significa el dolor. Apenas come, lleva meses sin acostarse en una
cama (en la habitación llena de humo, de cuadros y de libros de Joë Bousquet,
el poeta paralítico, en Carcassonne, no consintió en otra cosa que echarse en
el suelo, si es que la leyenda es veraz), ha entendido la dinámica de lo
vertical, ha entendido que todos los movimientos naturales del alma se rigen
por leyes análogas a la de la gravedad. La
grâce seule fait exception. En Marsella, en Londres, cuando retorne a
Europa empeñada en una misión suicida que acabará trocándose en un dejarse
morir, escribe incesantemente. Todos esos escritos serán póstumos. Mejor así,
piensa, sin duda. El tren se pone en marcha.
-4-
Hay
que descreer del heroísmo, toda ilusión sólo contribuye a la pesantez. La
fuerza degrada por igual al vencedor y al vencido. Hay que descrear,
descrearse. Sólo al vacío puede descender la gracia, con su ala al cuadrado. Éstas y otras cosas escribe, piensa, Simone
por esos días, en Marsella, cuando llega a concebir que los suplicios
infernales consisten en un vendimiar infinito, agotada por el trabajo manual
al que no quiere renunciar, ella, la que fue fresadora en la Renault. Yo no la
leí por entonces, nadie la leyó por entonces: algunos artículos en revistas de
la izquierda, un par de textos en los Cahiers
du Sud sobre la Occitania... Ah, y el magistral L’Iliade ou le poème de la force.
No
pudimos encontrarnos en Casablanca. Ella permaneció todo el tiempo —del 20 de
mayo al 7 de junio— en las afueras de la ciudad, en el campo de refugiados de Aïn
Seba. Allí dormía en el suelo y se pasaba el día sentada en una de las pocas
sillas del campo, que sus padres le guardaban en sus raras ausencias, y
escribía sin término. Una vez sólo, al parecer, se acercó a la ciudad para una
visita. Es posible que fuera uno de los días en los que yo estuve por allí —nuestro
paso fue tan rápido como nos fue posible: lo que tardamos en conseguir los
salvoconductos que nos permitieron abordar el aeroplano hacia Lisboa—, pero no
recuerdo a ninguna joven desaliñada de grandes gafas redondas. Es bien cierto
que yo no prestaba atención, ella acaso sí me vio.
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Un
poeta que tal vez fui un día —llevo tanto tiempo siendo Viktor Laszlo que ya no
lo recuerdo bien— escribió un breve poema que me parece apropiado transcribir
aquí:
La ley de la gravitación postula:
las lágrimas caen,
los
suspiros ascienden.
Otro
día, en otro texto, que narraba la ascensión y caída de un funambulista, concluyó,
muerto él mismo de vértigo, que el
vértigo no es amor al suelo ni miedo a la caída. El vértigo es sometimiento a
Jehová.
En
sus papeles póstumos hay una continua mención al miedo de Unica Zürn a las
escaleras, que le impedía bajar del apartamento que compartía con Hans Bellmer
en la rue de la Plaine. Acabaría saltando por la ventana.
Tanta
obsesión por la vertical no puede sino emparentarlo con Simone Weil. El
reconocimiento que sintió al leer las primeras líneas de La pesanteur et la grâce le conmovió profundamente.
-6-
Casablanca,
dirigida por Michael Curtiz, e interpretada por Humphrey Bogart, Ingrid
Bergman, Paul Henreid, Claude Rains y Dooley Wilson, entre otros, fue rodada
del 25 de mayo al 3 de agosto de 1942. No en Casablanca, obviamente: si hubiera
sido en Casablanca, Simone podía haber sido una figurante. Estábamos en Los
Angeles. Allí mismo, en el Hollywood Theatre, tuvo lugar la première mundial, el 26 de noviembre de
1942. Casablanca aparecía entonces en los noticiarios, pues estaba en pleno
auge la Operation Torch, encaminada a
la liberación del Norte de África. La exhibición general del film comenzó el 23 de enero de 1943,
coincidiendo con la realización de la llamada conferencia de Casablanca.
El
6 de julio de 1942 el Serpa Pinto arribó a New York. Unos días después los Weil
se instalaron en el 549 de Riverside Street, con vistas al Hudson. Desde ya
antes de llegar, Simone estaba volviéndose. No tardó mucho en regresar, pero no
a Francia, sino a Londres. Propuso planes progresivamente más atrevidos a los
mandos de la France libre, planes que
incluían indefectiblemente su inmolación. De Gaulle llegó a escribir en uno
de los informes cette folle! Seguía
sin comer, se limitaba a ingerir las magras cantidades que les eran permitidas en
Francia a sus compatriotas sometidos al racionamiento. Una enfermedad pulmonar
la condujo al hospital. Falleció en Ashford el 24 de agosto de 1943. En el
informe médico se sugiere que ese dejarse ir constituía un suicidio.
Simone
había dejado América el 10 de noviembre de 1942. No pudo ver la película. Es
dudoso que tuviera ocasión de ello en el bombardeado Londres. Es una lástima,
me hubiera gustado que pudiera verme en la escena que me hizo famoso,
dirigiendo la orquestina del Rick’s Café en su interpretación improvisada de La marseillaise. Soy el héroe de la
película, ya se lo he dicho.
¿Y
ustedes? ¿Están formando ya vos
bataillons? No se descuiden.
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Hay
pocos textos milagrosos, pocos textos en los que uno se encuentra de verdad una
escritura extrema. El llamado Prologue, de Simone Weil, es uno de
ellos. Está incluido en el último de los once cuadernos que Simone le entregó a
Gustave Thibon al dejar Marsella, entre abundantes notas sobre la
espiritualidad cátara y el Grial (ha reconocido en Bousquet, en ese encuentro del
que habría que hablar más por extenso, al roi
blessé Amfortas). Simone lo copió de nuevo, en otro cuaderno, el primero de
los que acabarían conteniendo las notas
de América, y que llevó consigo, sin duda, durante las travesías
mediterráneas. Se publicaron bajo el nombre de El conocimiento sobrenatural. Apropiado.
En
la silla sagrada del campo de Aïn Seba, en las cubiertas de los barcos en las
que se obstinaba en dormir, venciendo al mareo y a la migraña, Simone escribía,
ya lo hemos dicho, incesantemente,
como si no hubiera un mañana. No lo había.
El
Prologue es un relato, con ese sabor
inconfudible de los textos revelados. En él la narradora se encuentra en su
habitación. Y un él innominado entra
y le dice: Miserable. Y la conduce a enseñarle cosas.
Il me fit sortir et monter jusqu’à
une mansarde d’où l’on voyait par la fenêtre ouverte toute la ville, quelques échafaudages
de bois, le fleuve où l’on déchargeait des bateaux.
Los
estudiosos han querido identificar esa buhardilla, y otros detalles del texto,
como si se tratara de una crónica y no de un balbuceo místico. En ese espacio, que no puede ser otra cosa que
interior, él conversa con ella, con
otras personas que vienen y van, reparte el pan y el vino y ambos se tienden en el suelo a gozar de la dulzura del
sueño.
Un
día le dice: ahora, márchate. Ella se
aferra a sus piernas, le suplica, pero él la arroja a las escaleras. En una
esquina, Unica Zürn mira asustada. A mí se me escapa una lágrima. Las lágrimas
caen.
Y
entonces, ella dice: y yo descendí esa
escalera sin saber nada, el corazón hecho jirones. Anduve por las calles.
Entonces me di cuenta de que no sabía en absoluto dónde se encontraba esa casa.
-8-
Yo
también estuve en esa buhardilla. Vencía mi vértigo para contemplar por el ventanuco
circular —la lucarne— el trabajo del
puerto fluvial. Conversábamos. Ella me había traído de la mano, me había
conducido por la larga escalera helicoidal. Yo no recuerdo nada de aquello, me
acababan de sacar de la penumbra, apenas podía seguir a Eurídice.
En la buhardilla fuimos ficticios.
Algo
ocurrió, irreparable, como todo lo que ocurre. Entonces, caminando por las
calles, como un funámbulo depuesto y vacilante, me di cuenta de que no sabía en absoluto dónde se encontraba esa casa.
Desde entonces la busco. Todos mis sueños tienen lugar en la misma ciudad,
todos mis pasos se repiten, en las ocasiones más faustas me veo subiendo una
escalera. Ella me precede. Entonces se llama Madeleine, o Judy Barton. El
vértigo me atenaza.
Acaba
mal. Los sueños acaban mal. Sólo la vida acaba bien. Los suspiros ascienden.
Simone
sabía.
-9-
Cuando
Ilsa y yo conseguimos llegar a Lisboa, mientras esperábamos el barco hacia
América, nos sentamos en un café. En la mesa de al lado, un hombrecito
silencioso escribía con una letra morosa en una libreta muy pequeña. A ratos
levantaba la vista y la luz crepuscular le cambiaba el rostro. Nunca supe
cuántos era, pero era muchos, sin duda. Uno de ellos se decidió a dirigirse a
nosotros, en un inglés muy correcto: me disculparán, pero no he
podido evitar reparar en la cicatriz, confío en que a partir de ahora empiecen
los buenos tiempos.
Se
levantó, me alargó una tarjeta y me dijo: hasta
siempre, y buena suerte. Le vi doblar la esquina calándose el sombrero. El
sol se agarraba a duras penas al horizonte. Ilsa dio un sorbo al champagne cocktail. Los buenos tiempos
esperaban en algún lugar, detrás de alguna esquina.
Leí
el nombre de la tarjeta. Bernardo Soares,
ajudante de guarda-livros. Pensé que deberíamos marcharnos también, aún
había que acabar de hacer el equipaje y concluir algunos trámites.
No sé cuándo morí. La película no lo cuenta.
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El
Prólogo —tras el que inevitablemente
comienza el conocimiento sobrenatural—
concluye: Sé bien que no me ama. ¿Cómo
podría hacerlo? y uno murmura entonces: ay,
acaba ya de vero, y cierra los ojos. Las lágrimas caen, los suspiros
ascienden.
Entonces,
en la siguiente línea, Simone nos mira desde sus grandes gafas redondas y dice:
y sin embargo, en el fondo de mí algo, un
punto de mí, no puede evitar pensar temblando de miedo que quizás sí, a pesar
de todo, él me ama.
Fuego.
2 comentarios:
Maravillosa mirada interior!
Gracias!
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