sábado, 14 de octubre de 2023

Bellevue

Un panel


La cuestión siempre es hasta qué punto es consciente la metamorfosis. Todo cuanto vemos no es más que metamorfosis.

ABY WARBURG

El 16 de abril de 1921, Aby Warburg, una de las personalidades más destacadas de la cultura del siglo XX, fue internado en la clínica Bellevue, en la localidad suiza de Kreuzlingen, junto al lago Constanza, que dirigía Ludwig Binswanger. Warburg, que pertenecía a una acaudalada familia de banqueros, había ido reuniendo a lo largo de los años una biblioteca monumental, en torno a cuyos círculos concéntricos orbitaba en busca de paralelismos, sugerencias, recurrencias y asociaciones entre las manifestaciones artísticas de la historia, pues su afán era fundar una nueva ciencia que podría llamarse filosofía de la cultura, o psicología de la cultura o Kulturwissenschaft, es decir, ciencia de la cultura. Afanes desmesurados como ése (páginas de la historia del Congreso del Mundo) pueden considerarse condenados al fracaso, pero tal fracaso, de producirse finalmente, brilla con un resplandor acaso superior al de cualquier éxito.

El internamiento de Warburg constituye el último capítulo de un doloroso descensus ad inferos, que arranca quizás en la infancia, plagada de fobias y caprichos de niño malcriado, que se desarrolla en medio de obsesiones y temores por una guerra que acabaría con la derrota del Imperio Alemán y que culmina con un episodio que tiene lugar en noviembre de 1918, donde el primogénito de la dinastía banquera, que había renunciado a sus privilegios a cambio de dinero para comprar cuanto libro quisiera, amenazó con un revólver a su familia y trató de quitarse la vida.

Fue trasladado a un hospital de su ciudad natal, Hamburgo, para luego ser tratado en Jena, en una clínica dirigida por Otto, el tío de Ludwig Binswanger, un lugar donde en su día había estado también Nietzsche, un personaje del que Warburg se encuentra sin duda próximo, y con el que probablemente se identifica: en su cuarto de Bellevue tuvo colgado durante toda su estancia un retrato del Nietzsche enfermo ejecutado por Hans Olde en 1899.

Se ha publicado hace unos años, bajo el título de La curación infinita, el historial médico de Warburg durante la estancia en el sanatorio. Resulta desolador. Una de las mentes más brillantes de su tiempo, alguien que revolucionó el modo de entender las formas artísticas y cuyos discípulos extendieron el método iconológico, se describe como un enfermo iracundo, propenso a los gritos, los malos modos y la violencia, a quien hay que obligar a hacer las tareas más elementales, incluyendo las del propio aseo, y que depende de los somníferos y otros remedios simplemente para poder mantener la calma, alejado de todo trabajo científico, y diagnosticado como esquizofrénico incurable.

Sin embargo, la estancia en Bellevue, a pesar del pesimista pronóstico, acabó, mediando la intervención de otro reputado psiquiatra, Kraepelin, en una curación casi milagrosa, o al menos en una remisión suficiente de los males de Warburg para permitirle ser funcional de nuevo y retomar sus trabajos, que culminarían en esa obra extraña y decisiva que es el Atlas Mnemosyné, con su sucesión de paneles en los que imágenes alejadas en el tiempo y en el espacio resuenan entre sí, constituyendo una nueva historia de los gestos y las formas.

El síntoma de la mejoría de Warburg fue una conferencia que pronunció en la clínica el 21 de abril de 1923, y de la que en este año se ha conmemorado el centenario. En ella se retoman las experiencias vividas en un viaje a los Estados Unidos de un cuarto de siglo antes, donde Warburg tuvo la oportunidad de entrar en contacto con diferentes comunidades de indios pueblo, y asistir a alguna de sus ceremonias. La conferencia, una pieza extraña, por el tono, el contenido y por la peculiar escenografía en la que se desarrolla (el paciente sigue siendo descrito como vociferante y conflictivo, pero a la par ha sido capaz de realizar, junto con su discípulo Saxl, un increíble trabajo de recopilación y síntesis de materiales, estando, como estaba, a tantos kilómetros de su inagotable biblioteca) ha pasado a la historia como El ritual de la serpiente.

La serpiente, para los indios que estudia Warburg, es un animal totémico y en la danza se intenta, mediante una magia meteorológica, propiciar las lluvias, necesarias en el árido hábitat del desierto en que moran. Durante la ceremonia, algún danzante llega a morder con su boca a la serpiente de cascabel, muy venenosa. La sinuosa serpiente evoca el rayo y al final del ritual, los ofidios son liberados para que transmitan a los dioses las peticiones del pueblo. Warburg encuentra en los rituales de las comunidades primitivas una continuidad con las formas de la cultura basadas en el distanciamiento racional, juzga al arte como producto de una necesidad biológica, y lo sitúa en un punto intermedio entre la magia y la ciencia. En la conferencia se mencionan también a elementos clásicos como Laocoonte o Asclepio.

El enfermo maniaco-depresivo consiguió llevar a buen término su reto, expuso con claridad sus tesis, y el acto fue un éxito. Aún permaneció en la clínica algún tiempo más, pero finalmente recibió un alta que ni los más optimistas hubieron creído posible poco antes. La ciencia salvó a Warburg, o ésa es al menos su creencia: su voluntad derrotó a sus demonios. No viviría mucho más, pues su vida se extinguió en 1929, pero recuperó su posición preeminente, y su incomparable biblioteca logró ser trasladada tras su muerte a Inglaterra, donde el instituto que lleva su nombre es aún hoy en día uno de los centros fundamentales del panorama cultural mundial.

¿Cómo fueron esos días de Warburg en los que, entre aullidos y somníferos, encontraba el camino hacia sus recuerdos, elaboraba su delicado entramado de correspondencias? ¿Por dónde transcurría, en las noches de su delirio, apagado apenas con el Veronal, la serpiente de lengua flechada, que los niños hopi dibujaban saliendo de las nubes? ¿Qué decir de esa psiquiatría brutal y también impotente, qué decir de Freud, consultado por Binswanger, que había sido doctorando de Jung? ¿Cómo entender el modo de entender, de entender el arte, de entendernos, sin ese extraño filo de navaja de la razón y la locura? Al fondo, Artaud, y sus tarahumara. O Unica Zürn, que dibujaba tantas cosas, algunas parecidas a serpientes, otras decididamente libélulas.

Nietzsche, el Gran Antecesor, antes de abrazar el caballo de Turín y apagarse para siempre, deambuló, en su imposible reposo, por muchos enclaves, en busca de no se sabe qué clima, de no se sabe qué aposento, en el que sus infinitos padecimientos físicos le dieran una tregua, para seguir escribiendo textos que son también aullidos. En Sils Maria, no lejos de Kreuzlingen, en la Engadina, un inmortal día de primeros de agosto de 1881 tuvo el vislumbre de la más nefanda de todas las ideas, el eterno retorno de lo mismo. Allí, a 6000 pies sobre el nivel del mar, ¡y a mucho más sobre todo lo humano! se le reveló el conocimiento definitivo, y ese resplandor le deslumbró. La apuesta, entonces, ya fue inevitable: el infinito valor de cada acto, que reverberaría incesantemente, que se reproduciría en los más mínimos detalles, una y otra vez, que ya ha sido reproducido también incesantemente antes, hace obligatorio el amor fati, hace necesaria una fuerza sobrehumana sobre la que asentar el inicio de la tragedia que decretará la aparición entre las brumas de Zaratustra. Ahí, de nuevo, en el filo, en la cresta de la montaña, en el desfiladero, al borde del abismo. Y entonces, la caída. Pero hemos sido deslumbrados.

Hay una curiosa película del igualmente curioso cineasta Olivier Assayas (que también nos mostró en su día a la fascinante Maggie Cheung en Irma Vep, el homenaje al serial de los Vampires del mudo francés) que en España se ha dado en titular Viaje a Sils Maria, en la que Nietzsche no parece, en principio, estar presente. La historia versa sobre la relación entre los personajes de Juliette Binoche y Kristen Stewart, una actriz y su asistente, y sobre la figura de un autor muerto, cuya obra de teatro Binoche representó en su juventud y ahora tiene que volver a afrontar, ya desde el otro personaje, el de su edad presente. El film, sin embargo, tiene como verdadero leitmotiv un extraño fenómeno meteorológico que al parecer tiene lugar esporádicamente (cuando se dan ciertas condiciones) en el llamado Paso de Maloja, junto a Sils Maria. Los vientos generan una especie de danza de nubes, que se han dado en llamar, precisamente, la serpiente de Maloja. La película la muestra, trucada o no, y en efecto, parece que las nubes reptan en torno a las cumbres, esas nubes que llevan en su vientre las otras serpientes, las que resplandecen en el relámpago, las que alcanzan con sus lenguas de fuego el desierto en el que habitamos.

Quiero imaginarme a Nietzsche domeñando esa serpiente celeste, agarrándola por el cuello, acaso con los dientes, como los indios hopi, y forzándola a morderse la cola, construyendo así el uroboros, el anillo sempiterno del Eterno Retorno, que no transige a espiral, que se muestra incombustible en su zoótropo de eones. La araña, el claro de luna, las callejas de la vieja ciudad, todo vuelve una y otra vez. Todo instante es un aleph, y se contiene a sí mismo de manera insondable, y ese absurdo tiovivo es nuestra forma de ser eternos. Aunque, claro está, all of this is academic, como le diría Tyrell a Roy Batty. Hemos nacido para brillar breve o largamente, tenue o intensamente, y entonces extinguirnos, como lágrimas en la lluvia.




Y sin embargo... llegados a este punto, acaso ya sólo sirva intentar el contraluz, apostar al eterno retorno todas las fichas que nos quedan, y esperar que otra vez en la ruleta salga el catorce. No nos queda ya mucho tiempo, somos replicantes de modelos lastimosamente obsoletos. Hay paneles del Atlas Mnemosyné que podemos seguir llenando, podemos seguir jugando al solitario de las imágenes, podemos recombinarlas, reordenarlas, destruirlas incluso, pero, ay, ya no podemos hacer imágenes nuevas. O podemos poco, hay pocas fotos en el carrete, hay apenas luz ya, es un crepúsculo rapidísimo. Al fondo, unos fluorescentes anuncian con su luz filosa el espacio último de la sala de disección. Allí la película se vela.

Nos han dado un álbum con los cromos de la infancia, pasamos las páginas, nos quedamos arrebatados. Había algunos que no recordábamos, los colores parecen tan vivos... Otra vuelta más al zoótropo: la cabeza vuela de una mano a otra, el caballo salta su obstáculo limpiamente, y otra vez el obstáculo y otra vez el salto. Sí, al menos eso nos queda, al menos nos queda la rotación de los recuerdos, al menos esas moneditas suenan aún en la hucha del corazón que avanza.

¿Dónde estuvo nuestro Sils Maria? ¿Cuál es el instante eterno? ¿Cuál es el momento que nos justificará en la eternidad de eternidades, como a Nietzsche le justificó ese encuentro de cara con Zaratustra? ¿Será (sí, bien puede ser) ese 4 de enero de 2012 en el que por primera vez nos recibió Duino, y volvimos al hotel en Trieste y escribimos largamente en aquella mesa, y junto a nosotros había un libro de Magris que se titulaba Itaca e oltre? Eran malos tiempos aquellos, acaso los peores, y sin embargo, ese día, en el Sendero Rilke algo parecido a un Zaratustra, algo parecido a un ángel, nos salió al paso... ¿Era eso, entonces, un poner el contador en marcha, un aceptar que el pasado sería infinito, y de ese modo lo sería el futuro, y que nuestros fantasmas siempre podrían proporcionarnos one last kiss?

Cuando estos días he estado leyendo el recuento de la estancia de Warburg en Bellevue, ese nombre inevitablemente ha resonado con otros Bellevues de mi pasado, con una pareja de ellos que me golpeó en lo más íntimo cuando me los encontré en otro de esos libros decisivos, en otro de esos Sils Maria que bien pueden ser entonces Girona, la librería y restaurante Somiatruites, un viaje extraño, en 2015, que supuso la conciencia de la imposibilidad de Barcelona sobre la que volví una y otra vez en el Morgana en Duino cuya gestación estaba concluyendo entonces. Se trata de las llamadas Cartas del verano de 1926, que intercambiaron Borís Pasternak, Marina Tsvietáieva y un ya casi agonizante Rainer Maria Rilke. Marina irrumpe como un torrente (olas, Marina, nosotros mar) en la correspondencia de Rilke y lo hace para asistir a su finale, desde una dolorosa distancia, en dos Bellevues gemelos, ella en la banlieue de París, él en un hotel de Sierre que abandonará para dirigirse a la Clínica Valmont, en Glion, sobre Montreux, en esa Suiza con la que hemos abierto la entrada, y que reaparece una y otra vez en mis evocaciones, inevitablemente.

Este año, en mi vuelta al Léman, cuando nos aproximábamos en el barco a Montreux, hablando con algún compañero del congreso sobre Nabokov, señalé la clínica y un acto fallido me hizo llamarla precisamente Bellevue. Era incapaz de acordarme de su nombre, Valmont (como el protagonista de Les liaisons dangereuses, dice Marina). Esas cosas no son, por supuesto, azarosas. Había estado el año anterior en Valmont, había entrado y recorrido sus pasillos. También volví a Sierre, pero el Bellevue no existe ya.

Rilke morirá la madrugada del 29 de diciembre de 1926. Marina no se enterará hasta unos días más tarde. Le escribirá a Pasternak ya no viajaremos a Rilke, ese lugar ya no existe, y compondrá el tierno y desgarrador Poema del Año Nuevo, que releo cada 31 de diciembre, y que ella envía al recién difunto Rainer Maria (Maria...) en propia mano. Me alejo de Rilke, de Tsvietáieva, sobre quienes llegué a escribir un ensayo en ese 2015, para volver eternamente. Eternamente envío mis señales de humo y hay otras señales que las replican. O eso quiero ver en el horizonte, en un horizonte curvo de bola de cristal en el que los espejos nos devuelven la mirada.

Hay un cuento de Rilke llamado Serpientes de plata. Esas serpientes son los raíles, en su transcurrir hacia el horizonte. Los raíles por los que pasa el ferrocarril al que esperar, acaso, en una perpendicular definitiva, ese tren que Warburg sabía que acabaría con las ceremonias de la serpiente.

La alternativa son los raíles, el avance, por tanto. Lícito será, puestas así las cosas, volver a jugar a las canicas, junto a ese vórtice que habían excavado las manos de un niño y que se llamaba guá.

Al final, pues, el trato es sencillo: hay que construir una pequeña cabaña, como aquella del final de la Melancolía de Von Trier, para colgar de sus paredes nuestras estampas, para que sepas donde encontrarme, para que los rayos se despisten. Y al día siguiente hay que construirla otra vez. Y hay que volver a los sitios donde hemos estado, los sitios del corazón, y hay que hacerlo aunque los sitios no existan, aunque cuando existieron eran sitios vulgares y sin ninguna belleza, porque es allí donde nos esperamos, simulacros resistentes, apenas perceptibles, babas del diablo de reflejos plateados.

Es allí donde nos besamos por primera vez y ese beso se repite a cada vuelta del zoótropo y lo hará eternamente, porque la serpiente que cabalgamos es un uroboros y los dioses aman las cosas circulares. 


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