Un panel
La cuestión siempre es hasta qué punto es consciente la metamorfosis. Todo cuanto vemos no es más que metamorfosis.
ABY WARBURG
El
16 de abril de 1921, Aby Warburg, una de las personalidades más destacadas de
la cultura del siglo XX, fue internado en la clínica Bellevue, en la localidad
suiza de Kreuzlingen, junto al lago Constanza, que dirigía Ludwig Binswanger.
Warburg, que pertenecía a una acaudalada familia de banqueros, había ido
reuniendo a lo largo de los años una biblioteca monumental, en torno a cuyos
círculos concéntricos orbitaba en busca de paralelismos, sugerencias,
recurrencias y asociaciones entre las manifestaciones artísticas de la
historia, pues su afán era fundar una nueva ciencia que podría llamarse
filosofía de la cultura, o psicología de la cultura o Kulturwissenschaft, es decir, ciencia de la cultura. Afanes
desmesurados como ése (páginas de la historia del Congreso del Mundo) pueden
considerarse condenados al fracaso, pero tal fracaso, de producirse finalmente,
brilla con un resplandor acaso superior al de cualquier éxito.
El
internamiento de Warburg constituye el último capítulo de un doloroso descensus ad inferos, que arranca quizás
en la infancia, plagada de fobias y caprichos de niño malcriado, que se desarrolla
en medio de obsesiones y temores por una guerra que acabaría con la derrota del
Imperio Alemán y que culmina con un episodio que tiene lugar en noviembre de
1918, donde el primogénito de la dinastía banquera, que había renunciado a sus privilegios
a cambio de dinero para comprar cuanto libro quisiera, amenazó con un revólver
a su familia y trató de quitarse la vida.
Fue
trasladado a un hospital de su ciudad natal, Hamburgo, para luego ser tratado
en Jena, en una clínica dirigida por Otto, el tío de Ludwig Binswanger, un
lugar donde en su día había estado también Nietzsche, un personaje del que
Warburg se encuentra sin duda próximo, y con el que probablemente se
identifica: en su cuarto de Bellevue tuvo colgado durante toda su estancia un
retrato del Nietzsche enfermo ejecutado por Hans Olde en 1899.
Se
ha publicado hace unos años, bajo el título de La curación infinita, el historial médico de Warburg durante la
estancia en el sanatorio. Resulta desolador. Una de las mentes más brillantes
de su tiempo, alguien que revolucionó el modo de entender las formas artísticas
y cuyos discípulos extendieron el método iconológico, se describe como un
enfermo iracundo, propenso a los gritos, los malos modos y la violencia, a
quien hay que obligar a hacer las tareas más elementales, incluyendo las del
propio aseo, y que depende de los somníferos y otros remedios simplemente para
poder mantener la calma, alejado de todo trabajo científico, y diagnosticado
como esquizofrénico incurable.
Sin
embargo, la estancia en Bellevue, a pesar del pesimista pronóstico, acabó,
mediando la intervención de otro reputado psiquiatra, Kraepelin, en una
curación casi milagrosa, o al menos en una remisión suficiente de los males de
Warburg para permitirle ser funcional de nuevo y retomar sus trabajos, que
culminarían en esa obra extraña y decisiva que es el Atlas Mnemosyné, con su sucesión de paneles en los que imágenes
alejadas en el tiempo y en el espacio resuenan
entre sí, constituyendo una nueva historia de los gestos y las formas.
El
síntoma de la mejoría de Warburg fue una conferencia que pronunció en la
clínica el 21 de abril de 1923, y de la que en este año se ha conmemorado el
centenario. En ella se retoman las experiencias vividas en un viaje a los
Estados Unidos de un cuarto de siglo antes, donde Warburg tuvo la oportunidad
de entrar en contacto con diferentes comunidades de indios pueblo, y asistir a
alguna de sus ceremonias. La conferencia, una pieza extraña, por el tono, el
contenido y por la peculiar escenografía en la que se desarrolla (el paciente
sigue siendo descrito como vociferante y conflictivo, pero a la par ha sido
capaz de realizar, junto con su discípulo Saxl, un increíble trabajo de
recopilación y síntesis de materiales, estando, como estaba, a tantos
kilómetros de su inagotable biblioteca) ha pasado a la historia como El ritual de la serpiente.
La
serpiente, para los indios que estudia Warburg, es un animal totémico y en la
danza se intenta, mediante una magia meteorológica, propiciar las lluvias,
necesarias en el árido hábitat del desierto en que moran. Durante la ceremonia,
algún danzante llega a morder con su boca a la serpiente de cascabel, muy
venenosa. La sinuosa serpiente evoca el rayo y al final del ritual, los ofidios
son liberados para que transmitan a los dioses las peticiones del pueblo.
Warburg encuentra en los rituales de las comunidades primitivas una continuidad
con las formas de la cultura basadas en el distanciamiento racional, juzga al
arte como producto de una necesidad biológica, y lo sitúa en un punto intermedio
entre la magia y la ciencia. En la conferencia se mencionan también a elementos
clásicos como Laocoonte o Asclepio.
El
enfermo maniaco-depresivo consiguió llevar a buen término su reto, expuso con
claridad sus tesis, y el acto fue un éxito. Aún permaneció en la clínica algún
tiempo más, pero finalmente recibió un alta que ni los más optimistas hubieron
creído posible poco antes. La ciencia salvó a Warburg, o ésa es al menos su
creencia: su voluntad derrotó a sus demonios. No viviría mucho más, pues su
vida se extinguió en 1929, pero recuperó su posición preeminente, y su
incomparable biblioteca logró ser trasladada tras su muerte a Inglaterra, donde
el instituto que lleva su nombre es aún hoy en día uno de los centros
fundamentales del panorama cultural mundial.
¿Cómo
fueron esos días de Warburg en los que, entre aullidos y somníferos, encontraba
el camino hacia sus recuerdos, elaboraba su delicado entramado de correspondencias?
¿Por dónde transcurría, en las noches de su delirio, apagado apenas con el
Veronal, la serpiente de lengua flechada, que los niños hopi dibujaban saliendo de las nubes? ¿Qué decir de esa psiquiatría
brutal y también impotente, qué decir de Freud, consultado por Binswanger, que
había sido doctorando de Jung? ¿Cómo entender el modo de entender, de entender
el arte, de entendernos, sin ese extraño filo de navaja de la razón y la
locura? Al fondo, Artaud, y sus tarahumara. O Unica Zürn, que dibujaba tantas
cosas, algunas parecidas a serpientes, otras decididamente libélulas.
Nietzsche,
el Gran Antecesor, antes de abrazar el caballo de Turín y apagarse para
siempre, deambuló, en su imposible reposo, por muchos enclaves, en busca de no
se sabe qué clima, de no se sabe qué aposento, en el que sus infinitos
padecimientos físicos le dieran una tregua, para seguir escribiendo textos que
son también aullidos. En Sils Maria, no lejos de Kreuzlingen, en la Engadina,
un inmortal día de primeros de agosto de
1881 tuvo el vislumbre de la más nefanda de todas las ideas, el eterno retorno de lo mismo. Allí, a 6000 pies sobre el nivel del mar, ¡y a mucho
más sobre todo lo humano! se le reveló el conocimiento definitivo, y ese
resplandor le deslumbró. La apuesta, entonces, ya fue inevitable: el infinito
valor de cada acto, que reverberaría incesantemente, que se reproduciría en los
más mínimos detalles, una y otra vez, que
ya ha sido reproducido también incesantemente antes, hace obligatorio el amor fati, hace necesaria una fuerza
sobrehumana sobre la que asentar el inicio
de la tragedia que decretará la aparición entre las brumas de Zaratustra.
Ahí, de nuevo, en el filo, en la cresta de la montaña, en el desfiladero, al
borde del abismo. Y entonces, la caída. Pero
hemos sido deslumbrados.
Hay
una curiosa película del igualmente curioso cineasta Olivier Assayas (que
también nos mostró en su día a la fascinante Maggie Cheung en Irma Vep, el homenaje al serial de los Vampires del mudo francés) que en España
se ha dado en titular Viaje a Sils Maria,
en la que Nietzsche no parece, en principio, estar presente. La historia versa
sobre la relación entre los personajes de Juliette Binoche y Kristen Stewart,
una actriz y su asistente, y sobre la figura de un autor muerto, cuya obra de
teatro Binoche representó en su juventud y ahora tiene que volver a
afrontar, ya desde el otro personaje,
el de su edad presente. El film, sin
embargo, tiene como verdadero leitmotiv un extraño fenómeno meteorológico que al parecer tiene lugar
esporádicamente (cuando se dan ciertas condiciones) en el llamado Paso de
Maloja, junto a Sils Maria. Los vientos generan una especie de danza de nubes, que se han dado en
llamar, precisamente, la serpiente de
Maloja. La película la muestra, trucada o no, y en efecto, parece que las
nubes reptan en torno a las cumbres, esas nubes que llevan en su vientre las
otras serpientes, las que resplandecen en el relámpago, las que alcanzan con
sus lenguas de fuego el desierto en el que habitamos.
Quiero
imaginarme a Nietzsche domeñando esa serpiente celeste, agarrándola por el
cuello, acaso con los dientes, como los indios hopi, y forzándola a morderse la cola, construyendo así el uroboros, el anillo sempiterno del
Eterno Retorno, que no transige a espiral, que se muestra incombustible en su
zoótropo de eones. La araña, el claro de luna, las callejas de la vieja ciudad,
todo vuelve una y otra vez. Todo instante es un aleph, y se contiene a sí mismo
de manera insondable, y ese absurdo tiovivo es nuestra forma de ser eternos.
Aunque, claro está, all of this is
academic, como le diría Tyrell a Roy Batty. Hemos nacido para brillar breve
o largamente, tenue o intensamente, y entonces extinguirnos, como lágrimas en la lluvia.
Y sin embargo... llegados a este punto, acaso ya sólo sirva intentar el contraluz, apostar al eterno retorno todas las fichas que nos quedan, y esperar que otra vez en la ruleta salga el catorce. No nos queda ya mucho tiempo, somos replicantes de modelos lastimosamente obsoletos. Hay paneles del Atlas Mnemosyné que podemos seguir llenando, podemos seguir jugando al solitario de las imágenes, podemos recombinarlas, reordenarlas, destruirlas incluso, pero, ay, ya no podemos hacer imágenes nuevas. O podemos poco, hay pocas fotos en el carrete, hay apenas luz ya, es un crepúsculo rapidísimo. Al fondo, unos fluorescentes anuncian con su luz filosa el espacio último de la sala de disección. Allí la película se vela.
Nos
han dado un álbum con los cromos de la infancia, pasamos las páginas, nos
quedamos arrebatados. Había algunos
que no recordábamos, los colores parecen tan vivos... Otra vuelta más al
zoótropo: la cabeza vuela de una mano a otra, el caballo salta su obstáculo
limpiamente, y otra vez el obstáculo y otra vez el salto. Sí, al menos eso nos
queda, al menos nos queda la rotación de los recuerdos, al menos esas moneditas
suenan aún en la hucha del corazón que avanza.
¿Dónde
estuvo nuestro Sils Maria? ¿Cuál es el instante eterno? ¿Cuál es el momento que
nos justificará en la eternidad de eternidades, como a Nietzsche le justificó
ese encuentro de cara con Zaratustra?
¿Será (sí, bien puede ser) ese 4 de enero de 2012 en el que por primera vez nos
recibió Duino, y volvimos al hotel en Trieste y escribimos largamente en
aquella mesa, y junto a nosotros había un libro de Magris que se titulaba Itaca e oltre? Eran malos tiempos
aquellos, acaso los peores, y sin embargo, ese día, en el Sendero Rilke algo
parecido a un Zaratustra, algo parecido a un ángel, nos salió al paso... ¿Era
eso, entonces, un poner el contador en marcha, un aceptar que el pasado sería
infinito, y de ese modo lo sería el futuro, y que nuestros fantasmas siempre
podrían proporcionarnos one last kiss?
Cuando
estos días he estado leyendo el recuento de la estancia de Warburg en Bellevue,
ese nombre inevitablemente ha resonado
con otros Bellevues de mi pasado, con una pareja de ellos que me golpeó en lo
más íntimo cuando me los encontré en otro de esos libros decisivos, en otro de
esos Sils Maria que bien pueden ser entonces Girona, la librería y restaurante
Somiatruites, un viaje extraño, en 2015, que supuso la conciencia de la imposibilidad de Barcelona sobre la que
volví una y otra vez en el Morgana en
Duino cuya gestación estaba concluyendo entonces. Se trata de las llamadas Cartas del verano de 1926, que
intercambiaron Borís Pasternak, Marina Tsvietáieva y un ya casi agonizante
Rainer Maria Rilke. Marina irrumpe como un torrente (olas, Marina, nosotros mar) en la correspondencia de Rilke y lo
hace para asistir a su finale, desde
una dolorosa distancia, en dos Bellevues gemelos,
ella en la banlieue de París, él en
un hotel de Sierre que abandonará para dirigirse a la Clínica Valmont, en
Glion, sobre Montreux, en esa Suiza con la que hemos abierto la entrada, y que
reaparece una y otra vez en mis evocaciones, inevitablemente.
Este
año, en mi vuelta al Léman, cuando nos aproximábamos en el barco a Montreux,
hablando con algún compañero del congreso sobre Nabokov, señalé la clínica y
un acto fallido me hizo llamarla precisamente Bellevue. Era incapaz de acordarme de su nombre, Valmont (como el
protagonista de Les liaisons dangereuses,
dice Marina). Esas cosas no son, por supuesto, azarosas. Había estado el año
anterior en Valmont, había entrado y recorrido sus pasillos. También volví a
Sierre, pero el Bellevue no existe ya.
Rilke
morirá la madrugada del 29 de diciembre de 1926. Marina no se enterará hasta
unos días más tarde. Le escribirá a Pasternak ya no viajaremos a Rilke, ese lugar ya no existe, y compondrá el
tierno y desgarrador Poema del Año Nuevo,
que releo cada 31 de diciembre, y que ella envía al recién difunto Rainer Maria
(Maria...) en propia mano. Me alejo de Rilke, de Tsvietáieva, sobre quienes
llegué a escribir un ensayo en ese 2015, para volver eternamente. Eternamente envío
mis señales de humo y hay otras señales que las replican. O eso quiero ver
en el horizonte, en un horizonte curvo de bola de cristal en el que los espejos
nos devuelven la mirada.
Hay
un cuento de Rilke llamado Serpientes de
plata. Esas serpientes son los raíles, en su transcurrir hacia el
horizonte. Los raíles por los que pasa el ferrocarril al que esperar, acaso, en
una perpendicular definitiva, ese tren que Warburg sabía que acabaría con las
ceremonias de la serpiente.
La
alternativa son los raíles, el avance, por tanto. Lícito será, puestas así las
cosas, volver a jugar a las canicas, junto a ese vórtice que habían excavado
las manos de un niño y que se llamaba guá.
Al
final, pues, el trato es sencillo: hay que construir una pequeña cabaña, como
aquella del final de la Melancolía de
Von Trier, para colgar de sus paredes nuestras estampas, para que sepas donde
encontrarme, para que los rayos se despisten. Y al día siguiente hay que
construirla otra vez. Y hay que volver a los sitios donde hemos estado, los
sitios del corazón, y hay que hacerlo aunque los sitios no existan, aunque
cuando existieron eran sitios vulgares y sin ninguna belleza, porque es allí
donde nos esperamos, simulacros resistentes, apenas perceptibles, babas del diablo
de reflejos plateados.
Es
allí donde nos besamos por primera vez y ese beso se repite a cada vuelta del
zoótropo y lo hará eternamente, porque la serpiente que cabalgamos es un
uroboros y los dioses aman las cosas circulares.
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