[El 4.V.2018 yo viajaba en un tren a Pamplona, a visitar a los queridos amigos que tengo allí. En Madrid, el estado de mi padre no era bueno, llevábamos ya muchos meses de hospitales, pero nada hacía presagiar su muerte inminente, que, sin embargo, se produjo en la noche del 6 al 7 de mayo. Él y mi madre se habían casado el 6 de mayo del 63, así que la noche de su muerte fue exactamente el 55º aniversario de su noche de bodas. Vi a mi padre por última vez con vida en el Hospital, para una consulta rutinaria, un par de días antes de ese viaje. Una persona de la Residencia en la que estaba le acompañó en la ambulancia en el viaje de vuelta. Ese 4 de mayo de 2018, pues, yo ya había escuchado las últimas palabras que mi padre me iba a dirigir. Ya nunca iba a volver a oír su voz. Pero, por supuesto, yo aún no lo sabía.
Por más que cabía esperar que no iban a quedar muchas conversaciones entre nosotros, lo cierto es que, cuando me puse a tomar notas en el tren -cosa que hago frecuentemente- no estaba pensando en eso ni mucho menos. Fue a partir de la enésima relectura de Cavafis, que había elegido para llevarme ese viaje, cuando su voz perdida, la que se le escapó por el agujero de la traqueostomía que tuvieron que practicarle al poeta, me hizo pensar en lo preciosa y delicada que es esa materia gaseosa, ese espíritu, cuán frágil es eso que llamamos, con nombre bien sonoro, el timbre de una voz. Me di cuenta por primera vez de que la voz se pierde, más allá de los vanos esfuerzos de unas grabaciones que atesoramos poco, mucho menos que las fotografías, que no solemos escuchar, y cuya calidad nunca es lo suficientemente buena como para permitirnos evocar realmente una voz pasada, una voz perdida.
Y empecé a anotar pensamientos sin mucha ilación, en una cierta tormenta de ideas con el ánimo, quizás, de elaborar la cuestión con más cuidado y detenimiento. No lo he hecho hasta ahora. He vuelto, sí, a veces, a esas páginas, con un cierto temor y temblor y sólo ahora extraigo algunos de esos fragmentos para compartirlos aquí. Sin orden, sin pretender componer un texto. Como fueron saliendo.
Porque hay una necesidad a veces más fuerte que la de tener un cuerpo, que la de recuperar un abrazo, y desde luego mucho más difícil de calmar que ésas: la de oír la voz de los ausentes.
También cuando esos ausentes están vivos, pero hemos olvidado su voz.
Me encantaría escuchar tu voz. ¿Me llamas?]
La voz perdida de Cavafis. Por el agujero de esa traqueostomía se escapan los poemas. La imposibilidad de la voz de los idos.
La voz que suena en la Playa de la Voz.
Cristina Lliso. Cristina Campo, cristalina Cristina, locutora de radio.
No sirven las grabaciones, ni, mucho
menos, la literatura.
Voz como caricias. Efímera, siempre en el filo del presente, cayéndose hacia atrás. No hay otra conservación que la del recuerdo, y ésa es falsaria, o al menos imprecisa, imperfecta.
La imagen, incorpórea, afín a lo
imperecedero. Sí, pero el rostro, el rostro no. Y así la voz, como el cuerpo.
Los cuerpos idos que no fueron acariciados en el momento en que fueron
deseados. Un larguísimo derroche de instantes irrecuperables.
Las cosas por hacer, justamente, no pueden ser hechas. Debieron hacerse entonces, ya no puede ser. Y en el futuro no hay hogar para esa voz, inaudible ya, de lo pasado.
Escribir es un subterfugio, que no
ofrece en realidad consuelo. Es un acto de desesperación.
Apostar por la congelación es apostar por el frío, por la muerte. Eso es lo que hacemos, trabajo de embalsamadores o de taxidermistas. Somos operarios de la muerte. No poseemos la técnica de la resucitación, el don de la reviviscencia.
La Ciudad se edifica sobre la muerte de las voces. Y quisiéramos creer que crece con sus ecos. Pero el eco no es la voz. Bien lo sabe Narciso.
No lo oral, no lo que puede volver a decirse: aquello que se dijo o se calló, pero entonces. Aquella voz que ya está muerta.
Tantas voces no escuchadas que ya no
poblarán aire alguno. Tantas cosas sin huella, sin presencia, ignoradas, pero
con peso: lastre que no nos deja volar pese al esfuerzo agotador de nuestras
alas. De nuestras olas.
El esfuerzo estéril de las olas. El empuje ineficaz de nuestro deseo.
Nunca pensé que el silencio contuviese tantas voces.
Porque el recuerdo de las palabras no
es la voz, ni siquiera lo es el recuerdo de la voz.
Voz que emite la vela, que se apaga. Ya no puede volver a encenderse. Otra, si se enciende: nunca la misma, nunca la misma voz, aun en la misma palabra.
Ser un dios para poder escucharla
siempre, en eterno presente.
Ésa es la quête: la recuperación del instante, el destejer de la tela, hasta la infancia de la araña. Detener, no el eterno retorno, sino la sucesión, hacer que todo pivote, que todo nute en ese punto axial del Gozo. Y para eso es para lo que soñamos (no construimos, no sabríamos construirlo) un escenario.
Una forma de amor que no nos
consuma, un acariciar que no nos desgaste.
Por eso la repetición incesante de los amantes, sedientos. Dime que me quieres, dime cómo me quieres, dime cuánto me quieres.
Sólo podemos habitar la voz en los raros momentos en que el tiempo se despista, acaso dedicado a sus propios besos. Luego, cuando callamos, el tiempo deshace las columnas.
Lo que se pierde entonces es lo inasible, lo que nunca tuvimos.
Lo que más queríamos.
2 comentarios:
Las leyes de la física me obligan a escribirte que traqueotomía no tiene sentido. Traqueostomía. 😛😘
Alicia
Duly noted!
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